Después del 10N
El difícil camino hacia la restauración
El difícil camino hacia la restauración
Brais Fernández
vientosur
www.elsaltodiario.com
08.11.2019
vientosur
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08.11.2019
Es un lugar
común que considera síntoma de saber y sofisticación política no creer en
conspiraciones. Como todo sentido común, tiene una parte muy importante de
verdad. La política de la clase política, en realidad, es siempre una síntesis
de táctica (responder a las contingencias impuestas por un sistema
estructuralmente inestable) y estrategia (crear las condiciones para que estas
contingencias no impidan su reproducción).
Desde el inicio
del ciclo 15M, los grandes partidos del sistema político español han tenido que
elegir entre dos opciones estratégicas para ir respondiendo a los problemas
tácticos impuestos por la inestabilidad política. Una vez Podemos perdió su
impulso inicial y se alejó la opción real de que se abriese algún tipo de
ruptura constituyente, las opciones podrían reducirse a dos: restauración o
transformismo. Esa necesidad sigue vigente, porque a pesar del profundo reflujo
del impulso constituyente, la clase política sigue sin cerrar la crisis su
crisis orgánica, es decir, la separación entre “gobernantes y gobernados”. La
paradoja es que mientras tanto, los poderes económicos siguen tranquilos e
intocables.
Pedro Sánchez
se planteo en un momento la opción “transformista”. Se trataba de girar a la
izquierda, recuperar un poco de terreno social y recomponer ciertos consensos
básicos para el funcionamiento del sistema político integrando a Podemos. Esta
posibilidad parecía real durante y después de las elecciones de abril. El PSOE
y Podemos se hacían guiños mutuamente; unos parecían dispuestos por primera vez
a compartir el gobierno y los otros a renunciar a sus puntos más incómodos para
entrar en el ejecutivo. Pero de repente, algo se torció.
No se entiende
este cambio sin comprender que la crisis orgánica de la clase política está
determinada (si, determinada, es decir, que hay una causa que limita la
autonomía de lo político) por la crisis de fondo que sufre el sistema
capitalista. Se anuncia una nueva recesión. Las tasas de paro vuelven a subir.
En el mundo ya no hay lugar para el “libre comercio globalizado”: cada
burguesía tiene que devaluar su mercado de trabajo interno para seguir
sobreviviendo en un sistema mundial cada vez más competitivo. Una cosa es
admitir algunas mínimas veleidades “socialdemocratas” cuando la fase económica
es ascendente: otra muy distinta es afrontar una nueva fase de la onda larga
recesiva con Unidas Podemos en el gobierno. A todo ello, se suma que el
movimiento independentista catalán está lejos de ser derrotado. No hay margen
para un gobierno que no cuente con el apoyo tácito de los partidos propios de
las naciones sin Estado. La operación transformista ha quedado bloqueada por las
dos vías que han agitado el ciclo político español: la cuestión socio-económica
y la cuestión territorial. Ya no hay margen.
Pedro Sánchez
lo asumió forzando las elecciones del 10 de noviembre. Cegado por su ego
bonapartista y por los gurús de los sondeos electorales, ha forzado unas nuevas
elecciones para forzar el camino a la restauración. ¿Cual es el problema? Que
la aritmética parlamentaria va a seguir fallando.
Descartada la
opción de pactar con Unidas Podemos e iniciar una vía transformista, parece
también difícil que a corto plazo la derecha consiga una mayoría que les
permita formar gobierno. Así pues, la restauración adquiere la forma táctica de
un pacto entre el PSOE y el PP. Pero, ¿qué forma tendría ese pacto? No parece
que vaya a ser la de un gobierno conjunto entre los dos grandes partidos (una
“gran coalición”). Allí donde se ha ensayado ha terminado con resultados
estrepitosamente malos para el partido de origen socialdemocrata y con un
ascenso de la extrema derecha que coloca en aprietos a la fuerza conservadora.
Los sistemas parlamentarios neoliberales no necesitan simplemente un gobierno
fuerte, sino también retomar la alternancia consensual entre derecha e
izquierda.
Por lo tanto,
la perspectiva más probable parece ser un pacto entre PSOE y PP para llevar a
cabo una serie de acuerdos de Estado (que preludien la crisis económica que
viene y golpeen al independentismo catalán, cercenando de paso derechos civiles
en el resto del Estado) y reformas constitucionales que garanticen nuevas gobernanzas
parlamentarias.
En ese sentido
hay varias opciones: o reformar el famoso artículo 99 de la Constitución para
garantizar que la lista más votada pueda terminar gobernando sin haber
articulado mayoría parlamentarias, o una reforma del sistema electoral, por
ejemplo, como la que ha funcionado en Grecia hasta las pasadas elecciones. Esto
es, una bonificación de diputados para la primera fuerza política, garantizando
que con aproximadamente un 30% de los votos, una fuerza política pueda
conseguir formar gobierno.
Ciudadanos,
reducido a un pequeño partido sin muchas expectativas, podría aceptar el trato:
sería la llave que otorgaría el gobierno a PP o PSOE a cambio de un par de
ministerios. El famoso bloqueo político terminaría con una restauración y todo
aparentemente en su sitio.
Esta hipótesis
tiene algunos problemas para la clase política. En primer lugar, está por ver
si existe una mayoría para una reforma constitucional y los mecanismos para
activarla. Aunque parezca mentira, los propios mecanismos que hacen tan difícil
de modificar a la Constitución dificultan una salida
reconstituyente-restauradora. Por ejemplo, está por ver si sería constitucional
una bonificación a la griega, ya que los diputados tienen que estar
vinculados a una circunscripción. Eso sí, no se pueden descartar trampas como
la generación de una bolsa de diputados vinculados a una circunscripción
estatal, como parte de un proceso de recentralización que busque restar
influencia a las fuerzas independentistas.
Por otro lado,
dejaría libres los espacios anti-establishment a izquierda y derecha. En
realidad, en la mayoría de países europeos, la generación de un “extremo
centro” (Tariq Alí) ha fortalecido a la extrema derecha, con lo cual no ha
supuesto un problema demasiado severo para el sistema, aunque si para su clase
política. Otro riesgo sería el resurgir de una fuerza popular y de masas, con
un carácter neosocialista, como ocurrió en Grecia o en Reino Unido con Jeremy
Corbyn.
En ese caso, un
sistema electoral de estas características reabriría la hipótesis del sorpasso,
pues una la izquierda ya no necesitaría al PSOE para formar gobierno. Tendría
que (y esto es algo ineludible para cualquiera que quiera gobernar desde la
izquierda en el Estado español) buscar acuerdos con los independentistas
catalanes y vascos.
El mayor
problema de esta hipótesis es la propia izquierda. Enfrascada durante años en
una estrategia de cogobierno con el PSOE, este giro requeriría una profunda
renovación programática, de liderazgos y repertorios que no está en condiciones
de asumir. Los sectores que tendrían voluntad de hacerlo carecen de fuerza y
los que podrían impulsarlo carecen de voluntad. Una paradoja que reduciría de
nuevo a la izquierda a un macizo ideológico impermeable, estancado en el 10%
por ciento de los votos, más preocupado de reproducir los intereses de sus
aparatos que de impulsar una gran mayoría constituyente capaz de articular una
revolución política.
En resumen:
tanto una reforma constitucional como una gran coalición en diferido
tienen grandes dificultades para la clase política. No parece existir una
salida fácil. Mientras tanto, la apuesta es el cansancio. Convertir las
elecciones en una rutina, desgastar a la ciudadanía a la espera de mejores
condiciones.
Pero hay un
último factor que planea sobre esta hipótesis. Es un factor inesperado. Es el
fantasma que recorre el mundo: el fantasma de las revueltas. En tiempos de
crisis orgánica, la revuelta está siempre implícita en la situación. Ocurrió en
Francia con los Chalecos Amarillos. Ahora en Chile. Existe en todo el mundo una
clase trabajadora abigarrada, desconfiada, antipolítica, que de repente irrumpe
violentando a la derecha e incomodando a la izquierda. Un cierre por arriba,
mediante trampas parlamentarias, no resolvería las raíces políticas y
materiales de crisis orgánica que vivimos a nivel global. Es más, al bloquear
los canales institucionales mediante los cuales expresar la rabia y el
descontento, la momentánea sensación de alivio que sentiría la clase política
al acabar con el bloqueo podría ser el preludio de nuevas irrupciones
“mesiánicas” (Walter Benjamin) de los no representados. No son tiempos fáciles.
Tampoco para nuestra decadente y putrefacta clase política.
Brais Fernández. Militante de Anticapitalistas. Forma parte de la redacción de viento
sur.
8/11/2019
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