Tal día como hoy de
1893 nacía en Shaoshan, una aldea de la provincia de Hunan, el líder histórico
de la República Popular de China, Mao Tse Tung. Lo recordamos con un fragmento
autobiográfico de su entrevista con el periodista Edgar Snow en 1936.
Mi vida. Orígenes
El Viejo Topo
26 diciembre, 2021
Nací en el
pueblo de Shao-Shan, en Hsang Tan-Hsien, provincia de Hunan, en 1893. Mi padre
se llamaba Mao Jen- sheng, y el nombre de soltera de mi madre era Wen-shi-mei.
Mi padre era un
campesino pobre: muy joven, debió unirse al ejército porque tenía pesadas
deudas. Fue soldado durante muchos años. Más tarde, volvió al pueblo donde yo
nací; ahorrando cuidadosamente y obteniendo un poco de dinero de un pequeño
negocio y de otros trabajos, pudo readquirir su tierra.
Nos convertimos
en campesinos medios: mi familia poseía quince múes (el mu corresponde a 631
metros cuadrados) de tierra. Podía cosecharse sesenta tan (el tan corresponde a
60 kilogramos) de arroz al año. Los cinco miembros de mi familia consumíamos un
total de treinta y cinco tan, lo que dejaba un excedente anual de veinticinco
tan. Gracias a este excedente, mi padre acumuló un pequeño capital y, en un
momento dado, compró siete nuevos múes, lo que dio a mi familia el rango de
campesinos «ricos». Pudimos desde entonces cosechar ochenta y cinco tan de
arroz por año.
Cuando tenía
diez años mi familia no poseía más que quince múes de tierra y estaba
constituida por mi padre, mi madre, mi abuelo, mi hermano menor y por mí.
Después de que hubimos comprado los siete múes suplementarios, mi abuelo murió,
pero nos llegó un nuevo hermano. Por tanto, nosotros teníamos todavía un excedente
de cuarenta y nueve múes de arroz por año, gracias a lo cual los negocios de mi
padre prosperaron.
En la época en
que él era un campesino medio, se ocupó del transporte y la venta de granos, lo
que le reportó algo de dinero. Después de convertirse en un campesino «rico»,
se consagró más y más a este trabajo. Contrató un obrero agrícola por toda la
jornada y hacía trabajar a sus hijos y su mujer en la finca. Comencé los
trabajos de campo cuando tenía seis años. Mi padre no tenía almacén para su
negocio. Se limitaba a comprar el grano a los colonos pobres y lo transportaba
hasta la ciudad donde los comerciantes le pagaban más caro. En invierno, cuando
se hacía la siembra de arroz, se contrataban los servicios de un trabajador
agrícola suplementario para trabajar en la finca, lo que hacía que en ese
momento tuviésemos siete bocas que alimentar. Mi familia se alimentaba
frugalmente, pero siempre comió según su necesidad.
A los ocho
años, comencé a asistir a una escuela primaria local, donde permanecí hasta los
trece. En la mañana temprano y en la tarde trabajaba en la finca. Durante el
día leía las Analectas de Confucio, y los cuatro clásicos. Mis maestros chinos
eran partidarios de la mano dura. Eran exigentes y severos y golpeaban
frecuentemente a sus alumnos. Cuando tenía diez años me escapé de la escuela, y
tenía temor de volver a casa y ser castigado. Caminé durante tres días
orientándome en forma aproximada hacia la ciudad que creía en algún punto de un
valle, hasta que fui encontrado por mi familia. Me di cuenta entonces que había
dado una vuelta a la redonda en todo mi viaje y que no me había alejado más de
ocho li de mi casa.
Después de la
vuelta a mi casa, si embargo, con gran sorpresa para mí, mi situación mejoré.
Mi padre me tomó más en cuenta y el profesor moderé su actitud. El resultado de
mi acto de protesta me impresionó mucho. Era una «huelga» victoriosa.
Mi padre quiso
que comenzara a llevar los libros de la familia desde el momento que supe
algunos números. Quiso que yo aprendiera a servirme del ábaco. Como insistiera,
me dediqué a estas tareas en la tarde. Mi padre era un amo exigente. Detestaba
yerme ocioso y si no tenía libros que llevar, me hacía trabajar en la finca.
Era de carácter arrebatado, golpeándonos frecuentemente a mis hermanos y a mí.
No nos daba nunca dinero y la comida era poco abundante. El día 1 de cada mes,
hacía una concesión a sus obreros y les daba huevos con arroz, pero jamás les
daba carne. A mí no me dio huevos ni carne jamás.
Mi madre era
una mujer amable, generosa y simpática, siempre dispuesta a repartir lo que
poseía. Sentía piedad por los pobres y les daba a menudo arroz cuando venían a
pedirle durante las hambrunas. Pero no podía hacerlo en presencia de mi padre.
El desaprobaba la caridad. A propósito de esto tuvimos numerosas discusiones en
casa.
Existían dos
«partidos» en la familia. Uno lo representaba mi padre, la Autoridad Directora.
La oposición estaba formada por mí, mi madre, mi hermano y a menudo, también el
obrero. En el «Frente Unido» de la oposición, sin embargo, existían diferencias
de opinión. Mi madre mantenía una política de ataque indirecto. Criticaba toda
exteriorización de sentimientos íntimos y toda tentativa de rebelión abierta
contra la Autoridad Directora. Expresaba que ese no era el método chino.
Pero cuando
tuve trece años descubrí un argumento de peso para discutir con mi padre en su
propio terreno, consistía en citarle los clásicos. Las acusaciones favoritas de
mi padre consistían en acusarme de holgazanería y de irrespeto hacia él. Yo
citaba para responderle pasajes de los clásicos que ordenaban a los mayores ser
amables y afectuosos. Cuando me acusaba de ser holgazán, le respondía que las
personas mayores deben trabajar más que los jóvenes, que teniendo él tres veces
mi edad, debía trabajar por lo tanto más que yo. Le expresaba que cuando
alcanzase su edad sería bien dinámico.
Mi padre
continuó «amasando riquezas», o mejor dicho, algo que era considerado como una
fortuna en el pueblo. No compró más terrenos, pero numerosos habitantes
hipotecaron con él sus terrenos. Su capital ascendía a dos mil o tres mil
dólares.
Mi descontento
crecía. Un combate dialéctico se desarrollaba siempre en nuestra familia.
Ocurrió algo que recuerdo particularmente. Cuan do tenía apenas trece años, mi
padre tuvo un día numerosos invitados a la casa y delante de ellos tuvo lugar
una disputa entre nosotros. Me acusó ante todos de ser inútil y holgazán.
Enfurecí. Le maldije y abandoné la casa. Mi madre corrió detrás de mí y me
conminó a volver. Mi padre también me siguió, me maldijo y también me pidió
regresar. Fui hasta la orilla de un es-tanque y lo amenacé con lanzarme si se
acercaba. En esta situación, ofertas y contraofertas fue ron cambiadas para la
cesación de la guerra civil. Mi padre insistió en que me excusase y me
arrodillase en signo de sumisión. Acepté inclinar una rodilla si me prometía no
castigar me. Es así como terminó la guerra, aprendí que mientras defendía mis
derechos rebelándome abiertamente, mi padre se aplacaba, pero cuando permanecía
humilde y sumiso, me maldecía y me golpeaba de lo lindo.
Reflexionando,
creo que al fin de cuentas vencí la severidad de mi padre. Aprendí a
aborrecerle y se creó contra él un verdadero «Frente Unido». Al mismo tiempo,
esta severidad me hizo bien, sin duda: me hizo llevar los libros con cuidado
para que él no tuviese ocasión de criticarme.
Fuente: Marxists.org
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