jueves, 16 de marzo de 2017

100 AÑOS DE LA REVOLUCIÓN RUSA (14/23)

León Trotsky

HISTORIA DE LA REVOLUCION RUSA

  marxists.org


Capitulo XIV

Los gobernantes y la guerra.

Publicada por primera vez, en traducción de Max Eastman, como The History of the Russian Revolution vols I-III, en Londres 1932-33. Digitalizado por Julagaray en julio de 1997, para la Red Vasca Roja, con cuyo permiso aparece aquí. Recodificado para el MIA por Juan R. Fajardo en octubre de 1999.

¿Qué se proponían hacer con esta guerra y con este ejército el gobierno provisional y el Comité ejecutivo?

Ante todo, hay que comprender la política de la burguesía liberal, ya que era ella la que desempeñaba el papel predominante. Exteriormente, la política guerra del liberalismo seguía siendo una política patriótica y agresiva, anexionista, intransigente. En realidad, era una política llena de contradicciones y desleal, que no tardó en convertirse en derrotista.

«Si no hubiera habido la revolución, la guerra se hubiera perdido de todos modos, aun sin la revolución, y es casi seguro que se hubiese concertado una paz separada», escribía más tarde Rodzianko, cuyos juicios no se distinguían por su originalidad, razón por la cual expresaban bastante bien la opinión más extendida entre los elementos liberales conservadores. La sublevación de los batallones de la Guardia no auguraba a las clases poseedoras un triunfo exterior, sino una derrota interior. Y los liberales eran quienes menos ilusiones podían hacerse en este punto, puesto que habían previsto el peligro y luchaban contra él como podían. El inesperado optimismo revolucionario de Miliukov, que declaraba que la revolución no era más que un paso dado hacia la victoria, era, en realidad, el último recurso del desesperado. El problema de la guerra y la paz dejaba de ser, en sus tres cuartas partes, para los liberales, un problema especial. Presentían que no iba a serles dado explotar la revolución a favor de la guerra, y por esto les planteaba de un modo tanto más imperioso otro objetivo: explotar la guerra contra la revolución.

Ante los caudillos de la burguesía rusa planteábanse también, evidentemente, en aquellos momentos, las cuestiones referentes a la situación internacional de Rusia después de la guerra: las deudas y los nuevos empréstitos, los mercados de capitales y de productos. Pero no eran estas cuestiones las que de un modo inmediato informaban su política. Se trataba, no de obtener las condiciones internacionales más ventajosas para la Rusia burguesa, sino de sacar a flote el propio régimen burgués aunque fuera a costa de dejar maltrecha a Rusia para lo futuro. «Ante todo, repongámonos -decía esta clase, herida de muerte-; después, ya veremos de poner las cosas en orden.» Y «reponerse» significaba liquidar la revolución.

Atizar el hipnotismo de la guerra y el estado de espíritu chauvinista era lo único que daba a la burguesía la posibilidad de aliarse políticamente con las masas, ante todo con el ejército, contra los que pretendían llevar adelante la revolución. La aspiración consistía en presentar al pueblo la guerra, herencia del zarismo, con sus aliados y objetivos zaristas, como una nueva guerra en defensa de las conquistas y las esperanzas revolucionarias. Caso de conseguirlo -¿cómo?-, el liberalismo contaba firmemente con poder volver contra la revolución la opinión pública patriótica que ayer le sirviera contra la pandilla rasputiniana. Y si no se podía salvar a la monarquía como suprema instancia contra el pueblo, urgía doblemente aferrase a los aliados: durante la guerra, la Entente representaba, desde luego, una instancia de apelación incomparablemente más poderosa que hubiera podido ser una monarquía propia.

La continuación de la guerra justificaría la conservación del aparato militar y burocrático del zarismo, el aplazamiento de la Asamblea constituyente, la subordinación del interior revolucionario al frente, o, lo que es lo mismo, a los generales que formaban un frente único con la burguesía liberal. Todos los problemas interiores, y muy principalmente el problema agrario, y toa la legislación social, se aplazaban hasta la terminación de la guerra, que, a su vez, se aplazaba hasta la consecución de una victoria en la que los liberales, por su parte, no creían. Y así, la guerra destinada a agotar al enemigo se convertía en una guerra destinada a agotar a la revolución. Es posible que no fuera éste un plan definido, meditado y deliberado cuidadosamente en las sesiones oficiales. Pero ¡para qué! Este plan se desprendía lógicamente de toda la política anterior del liberalismo y del estado de cosas creado por la revolución.

Obligado a abrazar el camino de la guerra, Miliukov no tenía, naturalmente, por qué renunciar de antemano a llevar su parte en el botín. No olvidemos que la esperanza de que triunfasen los aliados seguía siendo muy grande y había aumentado extraordinariamente al entrar los Estados Unidos en la guerra. Es verdad; la Entente era una cosa y Rusia otra. Los jefes de la burguesía rusa habían aprendido a comprender, en el transcurso de la guerra, que dada la debilidad económica y militar de Rusia, el triunfo de los aliados sobre los imperios centrales tenía que convertirse inevitablemente en su triunfo sobre Rusia, que, fueren cuales fueren las variantes posibles, saldría irremediablemente de la guerra quebrantada y debilitada. Pero los imperialistas liberales habían decidido cerrar conscientemente los ojos ante esta perspectiva. Cierto es que tampoco les quedaba ya otro recurso. Guchkov declaraba sin ambages a sus amigos que sólo un milagro podía salvar a Rusia, y que la esperanza en este milagro era todo su programa como ministro de la Guerra. Para su política interior, Miliukov necesitaba el mito de la victoria. No nos importa saber hasta qué punto creía él personalmente en el triunfo; desde luego, afirmaba tenazmente que Constantinopla sería nuestra. Además, obraba con el cinismo que le era peculiar. El 20 de marzo, el ministro de Negocios Extranjeros trató de persuadir a los embajadores aliados de que se traicionara a Servia, arrancando de este modo la traición de Bulgaria contra los imperios centrales. El embajador francés arrugó el ceño. Pero Miliukov insistió en la «necesidad de renunciar en aquella gestión a las consideraciones sentimentales» y, al mismo tiempo, al neoesclavismo que él mismo había predicado desde los tiempos de la derrota de la primera revolución. Ya Engels escribía a Bernstein en 1882: «¿A qué se reduce todo el charlatanismo paneslavista? A la toma de Constantinopla, y nada más.»

Aquella acusación de germanofilia, más aún de venalidad a los alemanes, que todavía ayer se esgrimía contra la camarilla palaciega, esgrimíase ahora contra la revolución. Conforme pasaban los días, más audaz, clara e insolentemente resonaba esta nota en los discursos y artículos del partido kadete. Antes de apoderarse de las aguas turcas, el liberalismo enturbiaba las fuentes y envenenaba los pozos de la revolución.

Pero no todos los líderes liberales, ni mucho menos, ni todos desde luego de un modo inmediato, adoptaron después de la revolución una actitud de intransigencia ante la guerra. Muchos de ellos se movían aún dentro de la atmósfera del estado de espíritu prerrevolucionario, y enfocaban la perspectiva de una paz separada. Posteriormente, algunos de los dirigentes kadetes hablaban de esto con completa franqueza. El mismo Nabokov ha confesado que ya el 7 de marzo habló de una paz separada con los miembros del gobierno. Algunos elementos del Centro directivo del partido kadete intentaron demostrar colectivamente a su jefe la imposibilidad de continuar la guerra. «Miliukov, con el cálculo frío que le era habitual, demostró -según cuenta el barón de Nolde- que no había más remedio que alcanzar los objetivos de la guerra. El general Alexéiev, que en aquel período se había acercado a los kadetes, apoyaba a Miliukov, afirmando que «el ejército puede ser levantado». Y por lo visto estaba llamado a levantarlo este gran organizador de todas las calamidades del Cuartel general.

Algunos liberales y demócratas, más cándidos, no comprendían la orientación de Miliukov y le consideraban como el hidalgo defensor de la lealtad y la nobleza para con los aliados, como una especie de Don Quijote de la Entente. ¡Disparatado! Después de la toma del poder por los bolcheviques, Miliukov no vaciló ni un instante en dirigirse a Kiev, ocupado entonces por los alemanes, y proponer sus servicios al gobierno de los Hohenzollern, que, a decir verdad, no se dio gran prisa en aceptarlos. El fin inmediato que perseguía Miliukov era precisamente obtener para luchar contra los bolcheviques aquel mismo «oro alemán» con cuyo fantasma había intentado antes mancillar la revolución. A muchos liberales, las apelaciones de Miliukov a Alemania en 1918 les parecieron tan incomprensibles como en los primeros meses de 1917 su programa de destrucción del imperio germano. Aquellas dos conductas no eran más que el anverso y el reverso de la misma medalla. Al disponerse a traicionar a los aliados, como antes a Servia, Miliukov no se traicionaba a sí mismo ni traicionaba a su clase, sino que practicaba consecuentemente la misma política; si su facha no era muy decorosa, no se le culpe a él. Al tantear, todavía bajo el zarismo, el camino de la paz separada, con el fin de evitar la inminente revolución; al exigir la guerra hasta el fin para liquidar la revolución de Febrero, como luego, al buscar la alianza con los Hohenzollern para derribar la revolución de Octubre, Miliukov permanecía siempre fiel a los intereses de los poseedores. Y si no pudo hacer nada en su favor, estrellándose a cada uno de estos intentos contra una nueva muralla, fue porque sus mandantes no tenían salvación.

Lo que Miliukov echaba amargamente de menos en los días que siguieron al alzamiento revolucionario fue una ofensiva enemiga, un buen garrotazo alemán asestado en la cabeza de la revolución. Por desgracia suya, los meses de marzo y abril eran poco propicios en el frente ruso, por las condiciones del clima, para operaciones de gran envergadura. Y sobre todo, los alemanes, cuya situación era cada día más grave, habían decidido después de grandes vacilaciones, entregar la revolución rusa a su suerte interior. Sólo el general Lisingen desplegó en Stojod, el 20 y 21 de marzo, una iniciativa personal. El éxito de su operación asustó al gobierno alemán, a la par que llenó de júbilo al ruso. Con el mismo impudor con que en tiempos del zar exageraba el éxito más insignificante, el Cuartel general hinchaba ahora la derrota de Stojod, secundado en sus esfuerzos por la prensa liberal. El pánico, las retiradas y las bajas experimentadas por las tropas rusas se describen ahora con el mismo deleite con que antes se abultaban los prisioneros y el botín. La burguesía y los generales abrazaban a todas luces la senda derrotista. Pero Lisingen fue contenido por sus superiores, y el frente viose nuevamente atascado y puesto a la expectativa por el lodo de la primavera.

El plan de apoyarse en la guerra contra la revolución, sólo podía tener probabilidades de éxito a condición de que los partidos intermedios, seguidos por las masas populares, accedieran a tomar sobre sus hombros el papel de mecanismo de transmisión de la política liberal. El liberalismo era impotente para asociar la idea e la guerra a la de la revolución: no hacía todavía veinticuatro horas, sostenía que la revolución sería funesta para la guerra. Había que imponer esta misión a la democracia. Pero ante ésta, naturalmente, no se podía descubrir el pastel, no se la podía poner al corriente del plan, sino hacerla morder el anzuelo, explotar sus prejuicios, la jactancia de sus líderes, que se tenían por grandes hombres de Estado, su miedo a la anarquía, su respeto supersticioso por la burguesía.

En los primeros días, los socialistas -nos vemos obligados a llamar así, en gracia a la brevedad, a los mencheviques y socialrevolucionarios- no sabían qué hacer con la guerra. Cheidse suspiraba: «Siempre hemos hablado contra la guerra; ¿cómo voy ahora yo a predicar su continuación?» El 20 de marzo, el Comité ejecutivo decidió enviar un mensaje de salutación a Franz Mehring. Con esta pequeña demostración, el ala izquierda intentaba tranquilizar un poco su conciencia socialista, no muy exigente, a la verdad. Con respecto a la guerra, el Soviet seguía mudo. Los jefes temían provocar un conflicto con el gobierno provisional en esta cuestión y ensombrecer la luna de miel del «enlace». Temían también las discrepancias que entre ellos pudiesen surgir. Había en su seno defensistas de la patria y zimmerwaldianos. Pero unos y otros exageraban sus discrepancias. La intelectualidad revolucionaria había sufrido, durante la guerra, en su mayoría, un proceso de aguda degeneración burguesa. El patriotismo, declarado o encubierto, aliaba a los intelectuales con las clases dirigentes y los divorciaba de las masas. La bandera de Zimmerwald con que se cubría el ala izquierda no obligaba a mucho y, al mismo tiempo, permitía no poner al descubierto la solidaridad patriótica con la pandilla rasputiniana. Pero ahora, el régimen de los Romanov había sido derrocado y Rusia veíase convertida en un país democrático, que, desplegando al viento su bandera, en la cual brillaban todos los colores de la libertad, se destacaba sobre el sombrío fondo policíaco de Europa, oprimida por las cadenas de la dictadura militar. ¿Cómo no hemos de defender nuestra revolución contra los Hohenzollern?, exclamaban los nuevos y los viejos patriotas que se hallaban al frente del Comité ejecutivo. Los zimmerwaldianos del corte de Sujánov y Stieklov argüían, sin gran convicción, que la guerra seguía siendo imperialista, puesto que los liberales declaraban que la revolución había de garantizar las anexiones que se habían acordado bajo el zar. «¿Cómo voy a predicar yo la continuación de la guerra?», se preguntaba, preocupado, Cheidse. Pero, como los propios zimmerwaldianos habían tomado la iniciativa de entregar el poder a los liberales, sus objeciones no tenían ninguna fuerza. Después de algunas semanas de vacilaciones y resistencias, llévase a la práctica, con ayuda de Tsereteli, de un modo bastante satisfactorio, la primera parte el plan de Miliukov, y aquellos malos demócratas que se titulaban socialistas, se engancharon al carro de la guerra, prestaron el lomo al látigo de los liberales, e hicieron esfuerzos indecibles por asegurar el triunfo... de la Entente sobre Rusia, y el de América sobre Europa.

La principal misión de los conciliadores consistía en injertar el patriotismo en la energía revolucionaria de las masas. De una parte, se esforzaban en resucitar la capacidad combativa del ejército, lo cual era difícil; de otra, intentaban conseguir del gobierno de la Entente que renunciase a las depredaciones, lo cual era ridículo. Tanto en un sentido como en otro, fueron de la ilusión al desencanto y del error a la humillación. Señalemos los primeros jalones de este recorrido.

En las horas de su breve grandeza, Rodzianko se apresuró a publicar u decreto sobre el retorno inmediato de los soldados a los cuarteles y su respeto a la oficialidad. La agitación promovida por este decreto en la guarnición obligó al Soviet a consagrar una de sus primeras sesiones a la cuestión de la suerte que le estaba reservada al soldado. En la atmósfera caldeada de aquellas horas, en el caos de una asamblea que tenía más de mitin que de sesión, bajo el dictado directo de los soldados, cuya acción no pudieron impedir los jefes ausentes, surgió el famoso «decreto número 1», único documento digno de la revolución de Febrero y que era la carta de la libertad otorgada al ejército revolucionario. Sus artículos audaces, que daban a los soldados la posibilidad de abrazar de un modo organizado la nueva senda, ordenaban: la creación de comités directivos en todos los regimientos; la elección de representantes de los soldados en Soviet; sumisión a éste y a sus comités en todas las acciones políticas; conservación de las armas bajo el control de los comités de compañía y de batallón y «no entregarlas a los oficiales bajo ningún concepto»; en el servicio, severa disciplina militar; fuera de él, plenitud de derechos civiles; abolición del saludo fuera de servicio; prohibición de tratar groseramente a los soldados, de tutearlos, etc.

Tales eran los frutos que los soldados de Petrogrado sacaban de haber tomado parte en la revolución. ¿Y podían ser otros? Nadie se hubiera atrevido a ofrecer resistencia. Mientras se preparaba el decreto, los jefes del Soviet estaban absorbidos por más altas preocupaciones; entablaban negociaciones con los liberales, lo cual les facilitaba una coartada de que poder servirse cuando tuvieran necesidad de justificarse ante la burguesía y el mando.

A la par con el decreto número 1, el Comité ejecutivo, al darse cuenta de lo que había hecho, mandó a la imprenta, a modo de contraveneno, un manifiesto dirigido a los soldados, que, so pretexto de condenar los actos en que los soldados hacían justicia a los oficiales por propia iniciativa, exigía la sumisión al viejo mando. Los cajistas se negaron en redondo a componer el documento. Sus democráticos autores no cabían en sí de indignación. ¿Adónde vamos a parar? Sin embargo, sería erróneo suponer que los cajistas desearan represalias sangrientas contra los oficiales. Pero parecíales que requerir a los soldados a someterse disciplinadamente al mando zarista, al día siguiente de la revolución, equivalía a abrir de par en par las puertas de la contrarrevolución. Es cierto que aquellos cajistas se excedieron en sus derechos, pero es que no se sentían tan sólo cajistas: a su juicio, se trataba de la existencia misma de la revolución.

En aquellos primeros días, cuando la suerte de los oficiales que retornaban a los regimientos interesaba extraordinariamente tanto a los soldados como a los obreros, la organización socialdemócrata «interdepartamental», que simpatizaba con los bolcheviques, planteaba la cuestión con audacia revolucionaria. «Para que no os engañen los aristócratas y los oficiales -decía el manifiesto lanzado a los soldados por dicha organización-, elegid vosotros mismos vuestros comandantes de pelotón, compañía y regimiento. No aceptéis más que a los oficiales en los que tenéis confianza». Pero ¿qué ocurrió? Aquella proclama, que respondía plenamente a la situación, fue inmediatamente secuestrada por el Comité ejecutivo, y Cheidse la calificó, en un discurso, de provocadora. Los demócratas, como vemos, no tenían el menor reparo en coartar la libertad de prensa cuando se trataba de asestar agolpes a las fuerzas revolucionarias. Por fortuna, su propia libertad andaba también bastante maltrecha. Los obreros y soldados que apoyaban al Comité ejecutivo como su órgano supremo enmendaban en los casos importantes la política de los directivos por medio de su intervención directa.

A los pocos días de esto, el Comité ejecutivo intentaba ya desvirtuar, mediante el «decreto número 2», el número 1, circunscribiendo su campo de acción a la región militar de Petrogrado. Fue inútil. El decreto número 1 era inderrogable, por la sencilla razón de que no creaba nada nuevo, sino que se limitaba a consignar l que era ya realidad visible en el interior del país y en el frente, y no había, quieras o no, más remedio que acatar. Cuando tenían enfrente a los soldados hasta los diputados liberales rehuían hablar del «decreto número 1». Sin embargo, en los dominios de la gran política, este decreto audaz se tornó en el argumento principal de la burguesía contra los soviets. A partir de este momento, los generales derrotados descubrieron en el «decreto número 1», el obstáculo principal que les había impedido vencer a los alemanes. A Alemania se achacaban los verdaderos orígenes del decreto. Los conciliadores no cesaban de justificarse, y excitaban los nervios de los soldados, intentado arrebatarles con la mano derecha lo que les habían dado con la izquierda.

Entre tanto, en el Soviet la mayoría de los diputados ya no exigían que los jefes y oficiales se nombrasen por elección. Los demócratas se inquietaron. Falto de mejores argumentos, Sujánov recurría al arma de la intimidación, diciendo que la burguesía a quien se había entregado el poder no accedería a reconocer en la milicia el principio electivo. Los demócratas se refugiaban a ojos vistas detrás de Guchkov. Los liberales ocupaban en su juego el mismo lugar que la monarquía había de ocupar, según ellos, en el juego del liberalismo. «Cuando abandoné la tribuna para volverme a mi sitio -cuenta Sujánov- tropecé con un soldado que me cerraba el paso, y, esgrimiendo el puño ante mis ojos, gritaba furiosamente y hablaba de los señores que no habían sido nunca soldados.» Después de aquel «exceso», nuestro demócrata, perdiendo definitivamente el equilibrio, corrió en busca de Kerenski, y gracias a esto «se echó tierra al asunto como se pudo». Era la único que esta gente sabía hacer.

Durante dos semanas había podido fingir que no se daban cuenta de la guerra. Pero la ficción no podía durar. El 14 de marzo, el Comité ejecutivo presentó al Soviet un proyecto de manifiesto: «A los pueblos de todo el mundo», redactado por Sujánov. La prensa liberal se apresuró a calificar el documento, que unía a los conciliadores de derecha y de izquierda, de «decreto número 1» de la política exterior. Pero este juicio era tan falso como el documento sobre el que recaía. El «decreto número 1» era la respuesta honrada de la masa a los problemas que planteaba al ejército la revolución. El manifiesto del 14 de marzo no era más que una respuesta pérfida de los de arriba a las objeciones que les habían formulado honradamente los soldados y obreros.

El manifiesto expresaba, naturalmente, el anhelo de una paz democrática sin anexiones ni indemnizaciones. Pero los imperialistas occidentales habían aprendido a servirse de esta fraseología mucho antes que la revolución de Febrero.

En nombre de una paz duradera, honrada, «democrática», se disponía Wilson, precisamente por aquellos días, a lanzarse a la guerra. El honorable míster Asquith hacía en el parlamento una clasificación científica de las anexiones, de la cual se deducía de un modo irrefutable que debían condenarse por inmorales todas aquellas que se hallaran en contradicción con los intereses de la Gran Bretaña. Por lo que a la diplomacia francesa se refiere, toda su aspiración consistía en dar la expresión liberal más perfecta a su codicia de tendero y usurero. El documento soviético, al cual no se puede negar una sinceridad un poco simplista, caía fatalmente en la órbita de la hipocresía francesa oficial. El manifiesto prometía «defender enérgicamente nuestra propia libertad» contra el militarismo extranjero. Precisamente éste era el tópico de que se venían sirviendo los socialpatriotas franceses desde el mes de agosto de 1914. «Ha llegado el momento de que los pueblos tomen en sus manos la resolución del problema de la guerra y de la paz», proclamaba el manifiesto, cuyos autores acababan de confiar, en nombre del pueblo ruso, la resolución de este magno problema a la gran burguesía. Dirigiéndose a los obreros de Alemania y Austria-Hungría, el manifiesto decía: «¡No sigáis sirviendo de instrumento de rapiña y de violencia en manos de los reyes, los terratenientes y los banqueros!» Estas palabras encerraban la quintaesencia de la falsedad, pues los jefes del Soviet no habían ni siquiera pensado en romper la alianza que los ataba a los reyes de la Gran Bretaña y de Bélgica, al emperador del Japón, y a los terratenientes y banqueros de su propio país y de los de la Entente. Al mismo tiempo que entregaban la dirección de la política exterior a Miliukov, que pocos días antes se disponía a convertir la Prusia oriental en una provincia rusa, los jefes del Soviet invitaban a los obreros alemanes y austrohúngaros a seguir el ejemplo de la revolución rusa. Aquella teatral abjuración de la matanza no cambiaba nada; eso, el propio papa lo hacía. Por medio de frases patéticas contra las sombras de los banqueros, los terratenientes y los reyes, los conciliadores, convertían la revolución de Febrero en un instrumento de los reyes, los terratenientes y los banqueros de carne y hueso. Ya en el mensaje de salutación al gobierno provisional. Lloyd George veía en la revolución rusa la prueba de que «la guerra actual, es substancialmente, la lucha por el gobierno popular y la libertad». El manifiesto del 14 de marzo s solidarizaba «substancialmente» con Lloyd George y prestaba una valiosa ayuda a la propaganda militarista de Norteamérica. El periódico de Miliukov estaba cargadísimo de razón cuando decía que el «manifiesto -que comenta con el típico tono pacifista- desarrolla, en el fondo, la ideología que nos une a todos nosotros con nuestros aliados». No importa que los liberales rusos atacasen furiosamente el manifiesto ni que la censura francesa no lo dejase pasar; ello se debía al miedo a la interpretación que daban a este documento las masas revolucionarias, crédulas aún.

Este manifiesto, escrito por un zimmerwaldiano, representaba un triunfo del ala patriótica. Los soviets locales recogieron la seña, y la consigna «¡Guerra a la guerra!» se decretó inadmisible. Hasta en los Urales y en Kostroma, donde los bolcheviques tenían fuerzas, fue por unanimidad aprobado el patriótico manifiesto. La cosa no tenía nada de sorprendente, puesto que ni el Soviet de Petrogrado había reaccionado contra el documento de los bolcheviques.

Pocas semanas después venció y fue puesta al cobro una parte de aquella letra de cambio aceptada. El gobierno provisional emitió un empréstito de guerra bautizado, naturalmente, de «empréstito de la libertad». Tsereteli esforzábase en demostrar que, puesto que el gobierno cumplía «en general» sus compromisos, la democracia tenía el deber de apoyar el empréstito. En el Comité ejecutivo, la oposición reunió más de la tercera parte de los votos. Pero en la reunión plenaria del Soviet (22 de abril), sólo votaron contra el empréstito 112 diputados, siendo el total casi de dos mil. De esto han sacado algunos la conclusión de que el ejecutivo estaba más a la izquierda que el Soviet. Pero esto no es cierto. Ocurría, simplemente, que el Soviet era más honrado que el Comité ejecutivo. Si la guerra era la defensa de la revolución, había que dar dinero para aquella, apoyar el empréstito. El Comité ejecutivo no era más revolucionario, sino más evasivo. Vivía de equívocos y reservas. Apoyaba, «en general», al gobierno, criatura suya, y sólo asumía sobre sí la responsabilidad de la guerra «en la medida en que...» Estas mezquinas astucias no llegaban a las masas. Los soldados no podían combatir «en la medida en que» ni morir simplemente «en general».

A fin de consolidar el triunfo de la razón de Estado sobre la arbitrariedad popular, el 1º de abril el gobierno puso oficialmente a la cabeza de las fuerzas armadas al general Alexéiev, el mismo que el 5 de marzo se disponía a fusilar las «bandas de propagandistas». Ya todo estaba en orden. El inspirador de la política exterior del zar, Miliukov, era ministro de Estado. El general en jefe de los ejércitos zaristas, Alexéiev, era generalísimo de la revolución. La continuidad quedaba perfectamente establecida.

Al mismo tiempo, los jefes soviéticos veíanse obligados, por la lógica de la situación, a deshacer ellos mismos los nudos de la red que habían tejido. La democracia oficial temía mortalmente a los jefes y oficiales, a quienes toleraba y apoyaba. No podía dejar de someterlos a vigilancia, aspirando, al mismo tiempo, a apoyar ésta en los soldados y a hacerla en lo posible independiente de ellos. En la sesión del 6 de marzo, el Comité ejecutivo reconoció la conveniencia de nombrar comisarios cerca de todas las armas y las instituciones militares. De este modo se creaba una triple relación: las tropas elegían sus delegados en el Soviet; el Comité ejecutivo destacaba sus comisarios cerca de las tropas; finalmente, al frente de cada unidad militar había un Comité electivo que venía a ser algo así como una célula de base del Soviet.

Una de las misiones más importantes de los comisarios consistía en vigilar el mando, a fin de percatarse de la confianza que pudiera merecer desde el punto de vista político. «El régimen democrático no tardó en superar en esto al autocrático», escribe Denikin, indignado, e inmediatamente se jacta de la habilidad con que su Estado Mayor interceptaba y le transmitía a él la correspondencia cifrada que sostenían los comisarios con Petrogrado. Aquello de que se vigilase a los monárquicos y a los esclavistas sublevaba, naturalmente, la conciencia. En cambio, el robar la correspondencia de los comisarios con el gobierno era muy plausible. Pero, cualquiera que sea el aspecto moral de la cuestión, lo cierto es que las relaciones internas del aparato dirigente del ejército aparecen con una meridiana claridad: los dos, por lo visto, se temen mutuamente y se vigilan, recelosos y hostiles. Lo único que les une es el miedo común a los soldados. Los propios generales y almirantes, fueran cuales fuesen sus planes y sus esperanzas para el futuro, veían claramente que no había modo de renunciar a la careta democrática. El reglamento de los comités de escuadra fue redactado por Kolchak; éste confiaba en poder estrangularlos el día de mañana, pero como no era posible dar un paso sin los comités, interesaba del Cuartel General que los sancionar. El general Markov, uno de los futuros caudillos blancos, enviaba también al ministerio, a principios de abril, un proyecto de nombramiento de comisarios destinados a vigilar la lealtad del mando. He aquí cómo las «leyes seculares del ejército», es decir, las tradiciones del burocratismo militar, se rompían como pajas al empuje de la revolución.

Los soldados enfocaban los comités desde el punto de vista opuesto, congregándose en torno a ellos contra el mando, y si bien los comités defendían a los jefes contra los soldados, era sólo hasta cierto límite. La situación del oficial a quien ponía el veto el Comité hacíase insostenible. Así, fue engendrándose, por práctica consuetudinaria, el derecho de los soldados a separar a sus jefes. Según Denikin, hacia el mes de julio habían sido eliminados en el frente occidental hasta sesenta jefes viejos, desde el jefe de cuerpo al de regimiento. Análogas destituciones llevábanse a cabo también dentro de los regimientos.

Entre tanto, el ministerio de Guerra, el Comité ejecutivo, los organismos de enlace que perseguían como fin establecer formas de relación «razonables» dentro del ejército, elevar la autoridad del mando y reducir los comités de tropa a un papel secundario, principalmente administrativo, estaban empeñados en una menuda labor burocrática. Pero mientras que los altos jefes intentaban en vano ahuyentar la sombra de la revolución, los comités iban formando una fuerte red centralizada, que se elevaba hasta el Comité ejecutivo de Petrogrado y que consolidaba de un modo orgánico su poder dentro del ejército. Sin embargo, el Comité ejecutivo sólo se servía de él para mantener uncido al ejército a la guerra por medio de los comisarios y los comités. Los soldados veíanse en el trance, cada vez más apremiante, de meditar cómo era posible que los comités elegidos por ellos dijeran tan a menudo no lo que ellos, los soldados, pensaban, sino lo que los jefes querían.

Las trincheras envían a la capital un número cada vez mayor de comisarios para orientarse y saber a qué atenerse. Desde principios de abril, el contacto de la capital con el frente no se interrumpe. No pasa día sin que en el palacio de Táurida se presente una Comisión de soldados del frente. Estos se devanan los sesos intentando descifrar los misterios de la política del Comité ejecutivo, que no sabe dar una sola respuesta clara a las preguntas que se le hacen. El ejército asume trabajosamente la posición soviética para convencerse de un modo muy claro de la inconsistencia que impera en la dirección de los soviets.

Los liberales, que no se atreven a oponerse abiertamente al Soviet, intentan luchar por la conquista del ejército. Es, naturalmente, el chauvinismo el que, según ellos, ha de servirles de lazo para atraérselo. El ministro kadete Chingarev, en una de las conversaciones sostenidas con los delegados de las trincheras, defendió el decreto de Guchkov contra la «excesiva indulgencia» hacia los prisioneros; basándose en las «ferocidades alemanas», las palabras del ministro no encontraron buena acogida; lejos de ello, la reunión se pronunció decididamente en favor de que se mejorara la situación de los prisioneros. Y estos hombres eran los mismos a quienes los liberales acusaban de salvajismo. Lo que ocurría era que aquellos hombres grises del frente tenían su criterio; reputaban perfectamente lícito tomar represalias contra el oficial que injuriaba a los soldados, pero les parecía indigno tomarlas contra un soldado alemán, indefenso por las crueldades reales o supuestas de un Ludendorff. Las normas eternas de la mortal no se habían hecho para aquellos campesinos, toscos y piojosos.

Las tentativas de la burguesía para apoderarse del ejército determinaron una especie de pugilato entre los liberales y los conciliadores en el Congreso de los delegados del frente occidental, que tuvo lugar de los días 7 a 10 de abril. Aquel primer Congreso de las tropas del frente había de servir para someter al ejército a una prueba política decisiva, y ambas partes enviaron a Minsk a sus mejores fuerzas. Del Soviet fueron Tsereteli, Cheidse, Skobelev, Govzdiov; de la burguesía el propio Rodzianko, el kadete Rodichev y otros. En el teatro de Minsk, abarrotado de gente, reinaba una tensión apasionada, que se derramaba sobre toda la ciudad. Las comunicaciones de los delegados del frente ponían la realidad al descubierto. La confraternización corre como reguero de pólvora, los soldados van tomando la iniciativa con una audacia cada vez mayor, el mando no puede ni pensar en medidas represivas. ¿Qué podían decir allí los liberales? Puestos ante aquel auditorio caldeado, renunciaron inmediatamente a la idea de oponer sus consignas a las del Soviet y se limitaron a dar la nota patriótica en los discursos de salutación, no tardando en esfumarse completamente. El combate fue ganado sin lucha por los demócratas, los cuales no necesitaron conducir a las masas contra la burguesía, sino, por el contrario, contenerlas. En el Congreso dominó el grito de la paz, equivocadamente entretejido con el de la defensa de la revolución, a tono con el espíritu del manifiesto del 14 de marzo. La proposición del Soviet acerca de la guerra fue aprobada por 610 votos contra 8 y 46 abstenciones. La última esperanza de los liberales de alzar al frente contra el interior del país, al ejército contra el Soviet, se desvanecía por completo. Por su parte, los jefes demócratas regresaban del Congreso más asustados que satisfechos de su triunfo, pues habían visto los espíritus inflamados por la revolución y comprendían que eran impotentes para dominarlos.

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