jueves, 3 de julio de 2025
Tres velocidades para las religiones en el Estado Español: así se privilegia la financiación pública de la iglesia católica
Tres
velocidades para las religiones en el Estado Español: así se privilegia la
financiación pública de la iglesia católica
3 de julio de 2025 / Por
Mientras la Constitución
Española proclama la aconfesionalidad del Estado, la realidad
fiscal muestra una clara jerarquía religiosa. La financiación pública
de las confesiones en el Estado Español se articula en tres
niveles distintos, generando una situación de desigualdad que expertos
califican de “injustificada” y “anticonstitucional”. La Iglesia
católica goza de una vía de financiación exclusiva a través del IRPF, mientras
otras confesiones reconocidas y miles de comunidades minoritarias quedan fuera
del sistema.
Una
Iglesia con acceso directo al IRPF
Desde 2007, la Iglesia
católica es la única confesión en España que accede directamente a un
porcentaje del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas (IRPF). Al
marcar la “X” en la casilla correspondiente de la declaración de la renta, los
contribuyentes pueden destinar un 0,7 % de
sus impuestos al sostenimiento de la Iglesia.
Según datos de la
Conferencia Episcopal Española (CEE), más de 7 millones de personas (sólo un 10,4 % de
los contribuyentes) marcaron esta casilla en 2023, lo que supuso cerca
de 300 millones de euros de financiación directa. Según la Fundación
Ferrer i Guàrdia y otras fuentes la asignación mediante la “X del IRPF” generó
unos 297,7 M € en 2024. Si a ello
se le suman exenciones fiscales, escuela concertada, patrimonio y capellanía,
la Iglesia recibe más de 3.400 M €/año.
Sin embargo, esta vía de
financiación no está disponible para otras confesiones religiosas,
ni siquiera aquellas con las que el Estado ha firmado acuerdos de cooperación.
«Este trato preferente
vulnera el principio de neutralidad religiosa que establece la Constitución”,
advierte Alejandro Torres Gutiérrez, catedrático de Derecho
Eclesiástico del Estado. “No se puede justificar una financiación exclusiva
para una confesión mientras se margina al resto”.
Confesiones
con Acuerdo, pero sin IRPF
En 1992, el Estado español
firmó acuerdos de cooperación con tres confesiones religiosas: la Federación
de Entidades Religiosas Evangélicas de España (FEREDE), la Federación
de Comunidades Judías de España (FCJE) y la Comisión Islámica
de España (CIE). Estos acuerdos les reconocen como interlocutores legítimos
y garantizan ciertas exenciones fiscales, acceso a la enseñanza religiosa en
colegios públicos y apoyo institucional.
Sin embargo, en el momento
de la negociación, el acceso a la casilla del IRPF fue denegado. El
argumento oficial fue que la asignación tributaria a la Iglesia católica era
una fórmula “transitoria”, pendiente de una autofinanciación que nunca
llegó. Más de treinta años después, la exclusividad se mantiene.
“Es evidente que la
Iglesia católica ha consolidado una posición de privilegio que no se ha querido
extender a otras confesiones”, señala Adoración Castro Jover,
profesora de Derecho en la Universidad de Almería. “No es una cuestión de
fe, sino de igualdad ante la ley”.
Las
confesiones sin acuerdo: invisibilidad institucional
El tercer grupo lo forman
más de 40 confesiones religiosas sin acuerdos de cooperación
con el Estado. Entre ellas, hay comunidades bahá’ís, budistas, mormones,
hinduistas, sikhs y un creciente número de nuevas espiritualidades. Todas
comparten una realidad: no reciben ningún tipo de financiación pública,
ni directa ni indirecta.
Según datos del CIS de
2023, alrededor de 1,5 millones de personas en España se
identifican con alguna de estas confesiones. A pesar de representar a un número
significativo de fieles, carecen de interlocución oficial, acceso a beneficios
fiscales, o representación en órganos públicos de consulta.
“La laicidad real exige
reconocer a todas las confesiones por igual, con independencia de su historia o
arraigo”, reclama Óscar Celadón Angón, autor de varios estudios
sobre pluralismo religioso. “Lo contrario es perpetuar un modelo confesional
encubierto”.
¿Una
financiación acorde a la Constitución?
El artículo 16.3 de la
Constitución Española establece que “ninguna confesión tendrá carácter
estatal” y que “los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias
religiosas de la sociedad española y mantendrán relaciones de cooperación con
las confesiones”.
Sin embargo, voces expertas
sostienen que el actual sistema vulnera este principio. “La cooperación no
puede significar discriminación”, afirma Torres. “El trato fiscal
diferenciado convierte al Estado en un actor que privilegia una fe frente a las
demás”.
Incluso organismos
internacionales como el Relator Especial de Naciones Unidas sobre
libertad religiosa han advertido de la necesidad de revisar los
sistemas de financiación religiosa en Estados aconfesionales como España.
Radiografía
de la desigualdad religiosa
Tipo de confesión |
Acuerdo con el Estado |
Acceso IRPF |
Exenciones fiscales |
Financiación directa |
Iglesia católica |
Sí (1979) |
✅ |
✅ |
✅ (300 M €/año) |
Evangélicos, Judíos, Musulmanes |
Sí (1992) |
❌ |
✅ |
❌ |
Otras confesiones (sin acuerdo) |
No |
❌ |
❌ |
❌ |
Religiosidad
en declive: datos recientes del CIS
El porcentaje de católicos
ha caído del 90 % en los 70 a 55 % en
junio de 2025 según las estadísticas
oficiales y sólo el 17 % de
la población se declara católica practicante (mensualmente o
más), porcentaje que se reduce a apenas el 8% en el caso
de jóvenes católicos entre 18 y 29 años.
Por otra parte, las
personas no creyentes (ateos, agnósticos, indiferentes) son ya cerca del 42 % de la
población. En
Cataluña, los no creyentes representan el 51 %, el
máximo autonómico.
¿Hacia un
nuevo modelo de laicidad?
En un contexto de creciente
declive y diversidad religiosa, mientras otros países europeos —como Francia,
Alemania o Bélgica— han avanzado hacia sistemas más transparentes y
equitativos, el Estado Español sigue atado a un modelo de privilegio
heredado del nacionalcatolicismo franquista. El actual modelo de
financiación pública de la iglesia católica parte del Concordato del
régimen franquista de 1953, renovado tras la constitución de 1978 cuando se firmaron
cuatro acuerdos con fecha 3 de enero de 1979 (asuntos
jurídicos, educativos, militares y económicos), precedidos por otro en firmado
en julio de 1976 sobre el capellán castrense, todos ellos criticados por
su opacidad y herencia franquista y en
abierta contradicción con el carácter ‘aconfesional’ señalado
en la constitución.
Es en ese sentido que
organizaciones como Europa Laica reclaman una reforma
profunda: “No se trata de ampliar la financiación a otras religiones, sino
de eliminar cualquier financiación confesional desde lo público”,
defienden.
El debate no es sólo
jurídico, sino también político y social. En un país donde el número de
personas sin afiliación religiosa supera el 40 % según el CIS
y cuya constitución define al estado como ‘aconfesional‘, la
pregunta clave es: ¿debe el Estado seguir financiando religiones, ya
sea directa o indirectamente?, es decir, ¿no deben ser los
creyentes quienes financien sus instituciones religiosas?, y por
último: ¿no debería desaparecer la enseñanza religiosa de los centros
educativos?
La victoria de Zohran Mamdani
La victoria de
Mamdani sobre Andrew Cuomo es un punto de inflexión histórico para Palestina en
la política estadounidense. Refleja una creciente fatiga con el papel de Israel
en la vida estadounidense y la lenta implosión del sionismo bajo el peso de su propio
exceso.
TOPOEXPRESS
La victoria de Zohran Mamdani
Abdaljawad Omar
El Viejo Topo
3 julio, 2025
LA VICTORIA DE ZOHRAN MAMDANI MARCA EL FIN DEL LUGAR CENTRAL DE ISRAEL EN
LA POLÍTICA ESTADOUNIDENSE
Puede parecer,
a primera vista, irrelevante –incluso absurdo– que una contienda por la
alcaldía de Nueva York, o el destino electoral de una concejal en Brooklyn,
dependa de la posición de cada uno respecto a Palestina. Después de todo, ¿qué
tiene que ver la gobernanza municipal –zonificación, saneamiento, asequibilidad
de la vivienda– con la devastación de Gaza, la hambruna de un pueblo, el
espectáculo a cámara lenta de la muerte bajo los bombardeos? Y, sin embargo,
esta aparente desconexión –entre la intimidad de las cuestiones locales y la
enormidad de la violencia geopolítica– es precisamente la condición en la que
opera la política estadounidense.
Es también en
esta disyuntiva entre escala e intensidad, entre distancia geográfica y
proximidad ideológica, donde se hace visible algo más fundamental.
En este
contexto, la victoria de Zohran Mamdani sobre una figura tan emblemática de la
continuidad institucional y el poder dinástico como Andrew Cuomo no es una mera
anécdota electoral. Es un acontecimiento político. Un acontecimiento que debe
leerse no a través de la métrica de la personalidad o de la mecánica de
campaña, sino a través de la gramática simbólica de lo que ahora es expresable,
representable y electoralmente viable. El triunfo de Mamdani indica un
horizonte cambiante en el que Palestina, considerada durante mucho tiempo como
el «tercer raíl» de la política estadounidense, ya no electrocuta a quienes se
atreven a tocarla. Quizás no sea todavía un consenso moral dominante, pero ya
no es una garantía de suicidio político.
Para que quede
claro, Mamdani no se presentó como un incendiario de antisionismo impenitente.
Cedió, simbólica y retóricamente, a las inquietudes de parte del electorado
sionista liberal. Buscó un término medio, matizando sus compromisos morales con
gestos de tranquilidad, adoptando una postura que ni se retraía de su historia
de solidaridad con Palestina ni abrazaba plenamente la claridad intransigente
que a menudo exige Palestina. Y eso también es revelador.
Es precisamente
esta ambivalencia calibrada -esta oscilación entre la afirmación y la
tranquilidad- lo que invitó a la crítica, incluso desde dentro de la propia
base de Mamdani, y para aquellos que trabajaron con él en la construcción y
difusión del movimiento palestino. Los equívocos de su campaña en torno a la
cuestión del «derecho a existir» de Israel y su vacilante invocación de una
antigua base en la política propalestina provocaron malestar. Para algunos, fue
un eco de la conocida coreografía de la retirada moral: un gesto de concesión
que corre el riesgo de convertirse en metástasis en postura, luego en posición
y, finalmente, en principio. El temor, expresado no desde el cinismo sino desde
la memoria histórica, es que una concesión invite a otra y que, con el tiempo,
el peso acumulado de estas concesiones doblegue a Mamdani a la misma clase
dirigente a la que su victoria parecía desafiar. Existe, en otras palabras, una
profunda ansiedad de que la dialéctica de la incorporación ya esté en marcha:
que el sistema, incapaz de neutralizar completamente Palestina como política,
la absorba en su lugar como discurso, desinfectada, desfigurada y legible sólo
a través de la gramática del «equilibrio», el «bipartidismo» y la falta de
empatía por Palestina. El éxito electoral de Mamdani puede marcar el fin
simbólico de Palestina como cuestión de tercera fila, pero también plantea la
inquietante posibilidad de que esta normalización se produzca al precio de su
radicalidad. Entrar en la corriente sanguínea de la política es también arriesgarse
a ser filtrado por ella y a cederle demasiado terreno.
Su victoria,
por tanto, no es sólo un respaldo a Palestina como causa, sino un testimonio
del cambio de estatus de Palestina como cuestión. Ha dejado de ser una línea
que no se puede cruzar para convertirse en un terreno en disputa, en el que los
candidatos pueden implicarse, evadirse, afirmar o desviarse sin ser
automáticamente descalificados. Este cambio es monumental. Habla de la fuerza
acumulativa de décadas de organización, de las secuelas morales de la
insoportable visibilidad de Gaza y del cansancio de los votantes más jóvenes y
de muchos progresistas ante las frías evasivas procedimentales de sus
predecesores. En ese sentido, el éxito de Mamdani no sólo tiene que ver con lo
que ha dicho, sino con lo que ya no es necesario dejar de decir. Los silencios
forzados se están resquebrajando, no por una ruptura revolucionaria, sino por
el lento y progresivo desgaste del consenso imperial. Lo que antes debía
ocultarse ahora puede nombrarse provisionalmente, aunque también se hagan
concesiones simbólicas. Lo que antes marcaba el límite exterior de lo aceptable
ahora se pliega -con torpeza, con cautela, pero definitivamente- en el dominio
de lo político.
Para ser
claros, hay contingencias, muchas, de hecho. La victoria de Mamdani no puede
abstraerse de las particularidades de esta carrera. Al fin y al cabo, se
enfrentaba a un ex gobernador caído en desgracia, cuyo nombre -en otro tiempo
sinónimo de dominio ejecutivo en Nueva York- perdura ahora con el olor rancio
del escándalo y la teatralidad agotada de la redención del establishment.
Además, la campaña de Mamdani fue excepcionalmente precisa en su arquitectura.
Se movía con claridad, disciplina y una cadencia comunicativa distintiva:
sincera pero serena, clara pero tácticamente ágil. Su atractivo no se cultivó
mediante la demagogia o el carisma cultual, sino a través de una fidelidad casi
anacrónica al programa: autobuses públicos gratuitos, ampliación de las
guarderías, estabilización de los alquileres, no como demandas políticas
aisladas, sino como parte de un imaginario moral y político más amplio
conformado por sus compromisos socialistas. El hecho de que este mensaje
resonara, y no sólo en enclaves progresistas, sino entre grupos urbanos
dispares -jóvenes, inmigrantes, inquilinos, trabajadores culturales,
desencantados políticos- es en sí mismo una señal: no de una candidatura
mesiánica, sino de un hambre más profunda. Un hambre de coherencia, de
principios y de una política sin miedo a nombrar el poder, pero lo suficientemente
disciplinada como para hablar de lo que se puede construir.
Pero lo que
también es cada vez más palpable -aunque todavía se hable de ello en voz baja o
en tono de desautorización- es una fatiga creciente dentro de los propios
Estados Unidos. Una especie de agotamiento político y psíquico, tenue al
principio pero ahora inconfundible, que ha empezado a acumularse en torno al
lugar de Israel en la vida pública estadounidense. Entre los expertos, los
podcasters y la constelación de personajes mediáticos que orbitan en torno a
los centros de los medios alternativos, está surgiendo un malestar -incluso una
irritación- con la obsesiva centralidad de Israel en la identidad
estadounidense, en sus rituales políticos y en las compulsivas actuaciones de
lealtad que exige. No se trata sólo de la confrontación dentro de la derecha
con un «Estados Unidos primero» que excluye a Israel, y que incluye a Israel en
el significado de «Estados Unidos primero». No está sólo en las voces en alza
que centran a Palestina, aunque todavía en los márgenes, pero creciendo en
poder.
Pero es también
en el propio surgimiento de la cuestión -la cuestión del «derecho a existir» de
Israel, de la lealtad obligatoria del político, de las declaraciones rituales
de apoyo- donde se hace legible un malestar más profundo. Lo que antes se
trataba como algo establecido, axiomático y sagrado, ahora está lastrado por su
propia carga performativa. Estas cuestiones ya no flotan como verdades
evidentes; caen bajo el peso de su propio agotamiento. Incluso plantearlas
ahora es constatar que algo ha cambiado: que estas afirmaciones, repetidas
hasta la saciedad, se han convertido no en signos de claridad moral, sino de
bancarrota ideológica.
Cada vez más,
la insistencia en Israel como prueba de fuego ya no se escucha como una señal
de seriedad moral, sino como el reflejo desgastado de una clase dirigente
-política, mediática, institucional- cuyas coordenadas éticas se están
derrumbando bajo el peso de sus propias contradicciones. La repetición de la
lealtad funciona ahora menos como un marcador de convicción que como un
síntoma: de miedo, de decadencia ideológica , de un aferramiento desesperado a
un orden cuyos mitos fundacionales están empezando a deshacerse. Basta con
examinar el apoyo implícito del New York Times a Andrew Cuomo
y su aversión apenas velada a Zohran Mamdani, un gesto no de desacuerdo
político, sino de desprecio de represalia por el mero hecho de su historial
propalestino. O se podría recurrir, sin hacerse ilusiones, a personajes como
Tucker Carlson, cuyos comentarios sobre la obsesiva centralidad de Israel en la
vida política estadounidense dirigidos al senador Ted Cruz no nacen de la
solidaridad con Palestina, sino del cansancio, un cansancio sin embargo
sintomático de un malestar más amplio. Seamos claros: esto no es el surgimiento
de una corriente pro-palestina coherente. Ni mucho menos. Pero lo que está
empezando a erosionarse es la santidad del lugar de Israel en la vida moral
estadounidense. El cambio, en este momento, no es de marginalidad a centralidad
para Palestina, sino de centralidad incuestionable a desplazamiento incómodo
para Israel.
Por ejemplo,
hay que resistirse a la tentación de suponer que el implacable despliegue de
acusaciones de antisemitismo por parte de la hasbará israelí
tiene como principal objetivo silenciar las críticas a Israel. Por el
contrario, lo que estamos presenciando es algo mucho más interesante: el
obsceno exceso de esta estrategia retórica está empezando a ser
contraproducente, no porque la gente se vuelva de repente más propalestina,
sino porque se está cansando, incluso disgustando, de verse obligada a realizar
el ritual de la preocupación excepcional por la centralidad simbólica de
Israel. Seamos claros: este cansancio no es el resultado de un despertar decolonial.
Más bien, es el resultado inevitable de la sobreproducción ideológica. Cuando
cada crítica se convierte en un posible delito de odio, cuando cada llamamiento
al alto el fuego se califica de incitación y cuando cada protesta se considera
una reunión antisemita, algo empieza a cambiar en el orden simbólico. La propia
maquinaria destinada a preservar la posición hegemónica de Israel en la vida
moral estadounidense comienza a deshacerse. Cuanto más insiste Israel en su
estatus único, más visible se hace su violencia. Cuanto más acusa, más revela,
cuanto más exige silencio o lealtad, más se debilita. Y aquí está el giro: la
actual dislocación del lugar simbólico de Israel en el imaginario
estadounidense no es sólo el resultado del activismo propalestino de . Es
también -quizás principalmente- el resultado de las propias acciones de Israel:
su insistencia en el excepcionalismo, su genocidio en curso en Gaza y su
intento de arrastrar a Estados Unidos a una guerra en toda la región.
Al final, el
cambio que estamos presenciando no es el triunfo de una narrativa alternativa,
sino la lenta implosión de la dominante bajo el peso de su propio exceso. Lo
que estamos viviendo no es simplemente una crisis de legitimidad, sino una
crisis de legibilidad, un momento en el que las coordenadas que antaño hacían
que el apoyo a Israel pareciera natural, moral, incluso inevitable, empiezan a
difuminarse. Y, paradójicamente, no es el discurso antisionista el que ha
producido esta ruptura, sino el propio sionismo: su saturación del espacio
simbólico, su exigencia de estar en el centro de todo cálculo moral, su
compulsión a hablar incluso cuando nadie pregunta. Esta es la lógica de la
sobreproducción ideológica: cuando un sistema ya no puede sostener sus propias
ficciones, no porque hayan sido refutadas, sino porque se han repetido
demasiado a menudo, demasiado alto, con muy poca vergüenza. En ese momento, la
ideología deja de funcionar como creencia y empieza a cuajar en farsa. Y quizá
sea ahí donde nos encontramos ahora: no ante una contrahegemonía victoriosa,
sino ante las ruinas de una narrativa que se agotó a sí misma insistiendo
demasiado, demasiado a menudo y a expensas de todo lo demás.
Fuente: Mondo Weiss