jueves, 17 de noviembre de 2016

CARLOS OLALLA: ¿HAY QUE PASAR POR LA VIDA, O DEJAR QUE LA VIDA PASE SOBRE TI?


       
    


© Proporcionado por Cadena SER 
 
En mayo de 2015 el actor Carlos Olalla anunció que abandonaba los escenarios hasta que el Gobierno no bajara el IVA cultural. Le entrevistamos en La Ventana y nos dijo que era una decisión meditada e irrevocable. El 29 de septiembre de este año volvimos a hablar con él y nos confirmó que seguía sin subirse a las tablas del teatro y que no llegaba a fin de mes. Hace cinco días que recita poesía en el Metro junto a su madre, Cristina Maristany, porque no tienen dinero para comer.
"Es el teatro de la vida en el que estamos". Carlos Olalla no se lamenta ni se compadece de su situación, pero tampoco se resigna; animado, la acepta y lucha contra ella a su manera, con dignidad. "A veces hay que bajarse de los escenarios para no perder contacto con la realidad", dice. Para ambos, madre e hijo, lo que hacen no es pedir, sino dar. Es compartir una reivindicación común con el resto de viajeros. "Es decirles, 'estamos aquí para leeros unos poemas porque estamos en paro como la mayoría de nuestros compañeros y compañeras de profesión, y queremos reivindicar algo que nos afecta a todos: que en este país los artistas puedan vivir de este trabajo'."
Y es que sólo 8 de cada 100 actores españoles pueden vivir de su profesión. El 57% de los artistas no consiguen trabajo de lo suyo y, de los que sí trabajan, más de la mitad no superan los 3.000 euros de ingresos anuales. Son datos del Estudio sociolaboral del colectivo de actores y bailarines en España que se publicaron a finales de septiembre; pero más allá de las cifras está la realidad que ejemplifican Cristina y su hijo Carlos. "Creo que lo que estamos haciendo es algo muy digno que refleja la situación por la que pasamos la mayoría de actores y actrices", reflexiona Olalla, y reivindica: "En nuestra hambre y en nuestra dignidad mandamos nosotros, no ellos y eso es lo único que nos queda."

Los contrastes de la vida

"Me parecen maravillosos los contrastes de la vida". Cristina Maristany ha hecho dos cortos pero se define como "escritora más que actriz" (tiene doce libros publicados). Sus dos experiencias actorales no podían ser más distintas: "En el Teatro Real dirigida por Haneke y el Metro de Madrid". Hoy, a sus 83 años lee poesía a los viajeros junto a su hijo, que ha participado en series de televisión como La Embajada, Cuéntame, El tiempo entre costuras o en películas como A cambio de nada o Lasa y Zabala. Son las vueltas que da la vida, que no impiden que en el Metro Cristina se sienta "muy digna" porque ve "un calor humano, una respuesta increíble". "No me asusta nada ser pobre, lo reconozco con orgullo", afirma. 

"Hay un menosprecio por la cultura"

Para Carlos, la situación por la que está pasando es un caso "por desgracia muy común" en la profesión y que "solo se puede definir con una palabra: hay un menosprecio por la cultura". "¿Por qué están criminalizando la cultura? Porque no quieren que la gente piense. ¿Qué podemos hacer los actores y actrices? Luchar para que la gente piense", reflexiona. Pero cree que, a pesar de todo, "la profesión es tremenda pero maravillosa; no hay una profesión que te dé las satisfacciones que te da ésta".

Apoyo de compañeros de profesión

El apoyo de algunos compañeros de profesión al conocer la situación del intérprete y su madre es total. Daniel Guzmán, director de A cambio de nada, ha querido demostrarles su apoyo llamando al programa. "En esta profesión hay una parte muy vocacional pero también una necesidad que viene de una crisis absoluta sobre nuestra industria y nuestro colectivo que me produce tristeza, rabia, decepción…", se ha lamentado, y reivindica: "¿Tan patriotas que somos por qué no nos sentimos orgullosos de nuestra cultura como los franceses o los americanos?"

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A 99 AÑOS DE LA REVOLUCIÓN RUSA




LA REVOLUCIÓN  RUSA INTERPELA AL FUTURO

17.11.2016


“Es preciso soñar, pero con la condición de creer en nuestros sueños. De examinar con atención la vida real, de confrontar nuestra observación con esos sueños, y de realizar escrupulosamente nuestra fantasía” V.I.Lenin

Estamos, en términos históricos, en las vísperas del centenario de la fecha más importante de la Humanidad: la Revolución Rusa. El 7 de noviembre de 2016 se han cumplido 99 años de aquella gesta, en la que los explotados de la Rusia zarista tomaron el Palacio de Invierno y el Poder, guiados y vanguardizados por los bolcheviques. Con Lenin a la cabeza, estos se propusieron crear una sociedad totalmente diferente a las que los seres humanos modelaron a lo largo de la historia: una donde no existiera la explotación del hombre por el hombre, ni sus consecuencias nefastas, la desigualdad, la injusticia y la miseria.

La Revolución Bolchevique abrió la puerta de innumerables procesos revolucionarios en el mundo que maduraron a su luz. Hizo ver que se podía. Lo pobres podían rebelarse y triunfar. Y es que, más allá de las diferencias culturales de los pueblos de la Tierra, ninguno escapaba (ni escapa) a las lacras de la explotación y la pobreza. La virtud de los revolucionarios rusos fue comprender la realidad de su pueblo, su cultura y nivel de consciencia general, sus angustias y aspiraciones, para capitalizar toda esa potencia en pos del objetivo revolucionario, todo enmarcado en la teoría que ha guiado a millones de personas con el mismo anhelo desde mediados del siglo 19: el marxismo. Por supuesto que eso no fue casualidad, pues fueron Marx y Engels quienes mejor explicaron la estructura de la sociedad capitalista de la época, y la relación de poder de los explotadores sobre los explotados de todas las épocas. Y lo hicieron no con el sólo ánimo de explicar la realidad, sino de modificarla, tal cual expresara el filósofo alemán en la Tesis 11 de su Tesis sobre Feuerbach.

Octubre (según el calendario juliano), la Revolución, el Estado Soviético, su esplendor y sobre todo su caída nos llaman desde la esencia de la Historia Humana para interpelarnos a quienes tuvimos aquello como un faro, como norte, y a quienes sueñan con un mundo donde el hombre sea hermano del hombre y nunca lobo.

Es necesario erradicar el culto y analizar aquél periodo con la rigurosidad que exige la ideología que le dio sustento: más allá de las pasiones, lejos de toda idealización, que es lo que hubiesen hecho y exigido, en definitiva, los mismísimos Marx, Engels y Lenin. No puede ignorarse semejante implosión después de 70 años de experiencia soviética, derrumbe que el pueblo atestiguó desde sus casas. No puede atribuirse simplonamente a la acción contrarrevolucionaria del imperialismo burgués: si bien obviamente la hubo, la URSS hoy existiría si se hubiesen hecho las cosas como era debido hacerlas. Que la caída haya sido una experiencia de las contradicciones y claudicaciones de la cúpula, tiene todo que ver con la forma en que se desarrolló aquel Estado después de la muerte de Lenin, donde el PCUS llevó las riendas y relegó a la clase a recibir los “beneficios” de las políticas del partido, en lugar de socializar el poder en las masas, contradiciendo al propio líder de Octubre cuando, en sus Tesis de Abril, había labrado la consigna “todo el poder a los soviets”. Eso, en los hechos, no ocurrió nunca. Como tampoco se vio la etapa del socialismo, si se entiende como tal la socialización de los medios de producción y el gobierno de la clase (y no del partido): en lo que vulgarmente se conoció como “socialismo real”, nunca se superó la etapa del “capitalismo de estado”, donde la burocracia del PC se transformó concretamente en la nueva burguesía.

Si la característica principal del sistema capitalista es la propiedad privada y el trabajo asalariado, en el bloque soviético la propiedad privada pasó a ser “estatal” pero nunca “social”, y el trabajo asalariado… nunca dejó de existir.

Tal vez por ese lado, porque las desigualdades nunca se extinguieron, haya que buscarle la vuelta a la explicación de semejante fracaso.

Quienes vivimos aunque sea algunos años de aquél mundo extinto, donde la clase obrera (con las desviaciones del caso) había logrado niveles de organización tales que podía discutir la estructuración de la Humanidad con la burguesía imperialista, hoy somos apenas sobrevivientes del naufragio. La realidad nos ha golpeado de manera brutal, y nos exige asumirla con entereza pero también inteligencia, dignidad y humildad para afrontar la lucha presente y futura. Venimos de una derrota. Y esa derrota ha calado en la sociedad mundial transformándose en cultura, lo que se suma a la cultura ya impuesta por la burguesía como clase dominante y su modo de producción. Para la mayoría de los seres humanos “el comunismo murió”, aunque no tengan idea de lo que es el comunismo o lo hayan asociado a una experiencia “dirigida por comunistas” que ni siquiera llegó a la etapa del socialismo. Los instrumentos de dominación cultural de la burguesía imperialista se han encargado desde entonces de afirmar esa falacia y convertirla en “verdad” para los habitantes de la Tierra.

Marx y Engels explicaron claramente cómo se organiza la sociedad capitalista, dividida en la estructura, donde se desarrollan el modo de producción y las fuerzas productivas, y la superestructura, donde se desenvuelve la ideología dominante en la sociedad y crea su Estado, sus leyes, sus instrumentos de convencimiento, de formación y de represión. También explicaron que toda relación en la naturaleza es dialéctica y en las construcciones humanas. Y que por lo tanto, tanto en la estructura como en la superestructura se expresan las contradicciones que genera el sistema: en la estructura, la contradicción económica y social palpable y concreta que es la de los intereses de los capitalistas contra los intereses de los trabajadores; y en la superestructura, la ideológica, donde la burguesía ha impuesto e impone la suya, en detrimento de la de los trabajadores, hoy más confusa que nunca, pues mientras hasta hace unos años se luchaba por la liberación política y social y por el poder, hoy se contenta con pelear por formas de explotación más humanizadas. Más allá de lo que quieran esgrimir los denostadores del marxismo, queda expuesto que Marx y Engels se ocuparon de las cuestiones objetivas de la explotación capitalista, expresadas en la estructura social, basándose en las formas del capitalismo de su época; pero también de las cuestiones subjetivas, plasmadas en la superestructura y tan importantes o más que las meramente economicistas. “El obrero tiene más necesidad de respeto que de pan” decía Marx, y con ello hacía hincapié en lo verdaderamente importante de su pensamiento: si había respeto entre los seres humanos, habría igualdad y si había igualdad, habría pan para todos. “De cada quién según su capacidad, a cada cual según su necesidad”, otra de las frases humanistas del gran Karl. Los fundadores del socialismo científico sabían que la conciencia social se forjaba en el modo de producción del sistema imperante, por lo cual había que dominar el conocimiento de ese factor concreto de la realidad para poder cambiarlo, pero el objetivo era una sociedad donde cada ser humano pudiese ser objetivamente libre y subjetivamente feliz. El obrero tiene más necesidad de respeto que de pan, pero para poder lograr ese respeto, debería destruir las condiciones materiales que determinaban su carácter de explotado.

Si el modo de producción genera las ideas para sostenerlo y con ello los privilegios de quienes dominan, su imposición en la sociedad toda genera una cultura, entendiendo la cultura como los usos, tradiciones y costumbres de un pueblo. Es por eso que para el trabajador del sistema burgués, no hay trabajo si no hay patrón, y no hay otra realidad que la que vive. Su lugar en la sociedad está determinado de antemano y no se puede modificar. Para afirmar ello, están las herramientas del sistema más allá de los lugares de trabajo, como los medios de comunicación masivos o los planes de estudio en las políticas educativas. Entonces, es allí donde debe estar la tarea fundamental de todo revolucionario: en interponer la cultura de lo nuevo (el socialismo) a la impuesta por la clase dominante, a través de la acción política. Ésa es la tarea. Convencer. Convencer a las mayorías de que otra realidad es posible. La revolución no es un instante, es un proceso que implica la acumulación de todo el conocimiento humano en el marco de la lucha de clases.

Hay que entender que sólo con el convencimiento de las masas, con el cambio de paradigmas superestructurales en la estructura social, cualquier cambio será duradero. Los pueblos deben persuadirse de que el sistema en el cual han vivido durante siglos ya no les puede solucionar los problemas de la vida cotidiana, para abrazarse en un nuevo paradigma. Si eso pasa, el cambio es irreversible. Es lo que ha pasado a lo largo de la historia con el esclavismo y el feudalismo. Y si bien esos conceptos subsisten en lo concreto en algunas expresiones de la sociedad mundial actual, son marginales y minoritarios, absorbidos por el modo de producción burgués y su avasallante dominio de las relaciones sociales del presente planetario. Para terminar con ello, debe haber una acción de masas que de fin a esa hegemonía e imponga la suya propia. A eso Marx y Engels llamaron “dictadura del proletariado”, pues vieron que sólo la clase trabajadora tenía las herramientas necesarias y concretas para llevar a cabo tal labor, guiando a las demás clases explotadas y marginadas por los capitalistas. La tarea de todo revolucionario es generar las condiciones para hacer realidad ese concepto. Entonces, se pueden discutir las diferentes visiones de la política revolucionaria, se pueden y se deben debatir las tácticas y hasta las estrategias, pero lo que no puede dejar de verse es que para abordar las conciencias de los pueblos debe hacerse desde la coherencia ideológica para que el mensaje sea potente y creíble. Sin embargo, la confusión en el espectro revolucionario es total. Desde el caos, desde el desorden, desde el desatino, desde la necedad no se convence a nadie. Así como hay quienes se han quebrado o vendido a los brazos del Capital, pasando a ser la izquierda que legitima el sistema, hay quienes creen que “la verdad” está encerrada en cada uno de los grupúsculos que lo componen. Y digo grupúsculos no en forma peyorativa, sino más bien descriptiva, porque está claro que hoy el pensamiento de izquierda es marginal a nivel de masas, y en relación a ellas, cualquier grupo, sea de 500 o de 5000, es insignificante . A pesar de ello, de manera delirante, imperan los que creen que todo militante debe seguir sus consignas, sus políticas y sus estrategias, tildando de “contra” al que no lo hace. Generan un dogma que mata de hecho al espíritu crítico que dicen tener y fomentar. Y como cada grupo cree y hace lo mismo, el resultado es la división permanente. En tiempos de derrota, cuando la cordura debería primar y empujar al reagrupamiento para volver a encarar la lucha de la manera más consensuada e inteligente posible, se insiste con la discordia y el desmembramiento. En lugar de dialogar y debatir como exigen la ideología y la razón para tratar de encontrar el mejor camino, cada uno se planta en la suya… y los burgueses de fiesta. La izquierda entonces aparece como un “manojo de loquitos” ante la clase y el pueblo que dice querer liberar. Todos dicen más o menos lo mismo, pero todos se pelean entre todos, se acusan entre todos, lo que les hace perder credibilidad ante las masas.

Es imposible el pensamiento único, es contrario a la naturaleza humana, por lo tanto, pretender organizar a la clase o incluso a la militancia bajo esa premisa es absolutamente utópico, disparatado y contraproducente. Va en contra de los objetivos que se dice tener. La realidad de la izquierda hoy, en nuestro país y en el mundo, es la de un sector de la sociedad con aspiraciones adultas pero comportamiento infantil. Un sector de la sociedad que dice querer dejar atrás la cultura de la burguesía, pero que la termina reproduciendo en todo lo que pergeña. Un sector de la sociedad que dice estar en contra de la propiedad privada, pero que cada espacio que genera lo considera propio y no socializable. Deberemos madurar más temprano que pronto porque la división ya no es tolerable y es absolutamente funcional a los privilegios de los explotadores del mundo.

Eso es lo que nos demanda Octubre y la memoria de los bolcheviques, a casi 100 años de su heroica gesta: ser merecedores de su legado, asumiendo lo que realmente hay que hacer, dejando de lado todo lo que nos divide. Debatir cómo combatir a nuestros enemigos de clase sin tratar como enemigos a los que quieren lo mismo que nosotros pero con algún matiz. Tolerando desacuerdos y hasta contradicciones con quienes compartimos los sueños de un mundo justo.

Lenin nos llama desde el fondo de la historia. Marx y Engels nos convocan. Los bolcheviques nos interpelan. Sin dudas, un Congreso de la Izquierda revolucionaria se impone como el futuro a abordar, para dejar atrás los vicios de la vieja izquierda y su división eterna. Sólo así seremos dignos de aquellos que escribieron la página más gloriosa de los marginados de la Tierra.

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