Los peligros de una pandemia permanente
La industria de la
desinformación y la desinfodemia digital
Rebelion
15/04/2024
Fuentes: Rebelión
Existe una correspondencia multidireccional entre el despojo del
pensamiento crítico –entendido como la posibilidad de cuestionar y trastocar la
realidad y lo establecido– y la irradiación de la desinfodemia digital. El
triunfo reciente de la post-verdad coincide plenamente con el retraimiento de
los procesos cognitivos, la entronización de las emociones y con la inoculación
del odio en la nueva plaza pública. Es el terreno de la lucha en torno a la
construcción de significaciones, así como del relativo a la apropiación y
privatización de la conciencia
A su vez, una
paradoja se generaliza en la era de la información: ante la exponencial
irradiación de datos e información, no siempre verdadera, se impone una
limitada capacidad humana para procesarla o asimilarla y se abren senderos para
germinar a un individuo desinformado y sujeto al engaño y a la manipulación de
las emociones. Para llegar a ello, dos tendencias se imponen: la lapidación
del pensamiento crítico como posibilidad de plantear la duda, por un
lado; y, por otro, no sugerir siquiera la existencia de la mentira por
considerarse políticamente incorrecto.
El ataque
masivo de desinformación y de mensajes preñados de odio no es nuevo. En la Roma
antigua el futuro César Augusto mandó crear las llamadas monedas de Marco
Antonio para difamar con ellas a este adversario político colocándolo como
alguien manipulado por Cleopatra. En la Europa feudal circulaban noticias
falsas en torno a los judíos y sus supuestas prácticas de sacrificar a niños
para ofrecer su sangre. Incontables guerras estuvieron precedidas o se
desplegaron al influjo de noticias falsas jamás verificadas (el supuesto ataque
por parte de España al acorazado de Maine y que detonó la guerra entre Estados
Unidos y el país ibérico; la supuesta fábrica de cuerpos alemana esgrimida por
diarios británicos en 1917, etc.). El Tercer Reich también ejercía esas
noticias falsas para justificar el Holocausto. En las décadas recientes destaca
la niña kuwaití que declaró en 1990 ante el Congreso de los Estados Unidos una
supuesta atrocidad respecto a niños recién nacidos que eran sustraídos por los
militares iraquíes de los hospitales de Kuwait; o, bien, las supuestas bombas
de destrucción masiva endilgadas al gobierno iraquí en el 2003 por parte del
gobierno de los Estados Unidos para justificar una segunda invasión militar. El
caso, en 2016, de Cambridge Analytica, o del Pizzagate, que incidieron en las
elecciones estadounidenses de ese año. Generalmente, se parte de la
identificación de un “enemigo” falso, se le atribuyen rasgos negativos que
incentivan las emociones primarias de los receptores, y finalmente se influye
sobre su percepción para formar opinión pública desdibuijada. Se pretende
escandalizar a la audiencia con esas noticias falsas creadas deliberadamente
para, por lo regular, ensalzar, desprestigiar o ningunear a alguien o a algo. La
gran diferencia con las epidemias de desinformación de antaño es la
instantaneidad y la simultaneidad que signa a los flujos masivos de información
actuales, así como la relevancia inédita que asumen las redes sociodigitales
hasta gestar un vértigo de celeridad (des)informativa que se torna
incontrolable. A este carácter inédito se suma la emergencia y expansión de
una industria mediática de la mentira, que opera de manera
transnacionalizada y global.
En medio del
maremagnum de información, se torna complicado distinguir entre la realidad y
lo que es falso, manipulado y/o distorsionado. Ello abre riesgos y desafíos en
los asuntos públicos; sin embargo, el mayor de ellos es la nulificación de la
capacidad del individuo para creer en el otro. Abriéndose así una era
de la desconfianza masiva que cercena el ejercicio de la ciudadanía y
distancia a unos individuos respecto a sus semejantes. Si la praxis política
está mediada por el sentido colectivo de la confianza y la deliberación sobre
lo común, pero las espirales desinformativas dinamitan dicha confianza,
entonces toda posibilidad de abrir cauces de cohesión social y de edificación
de proyectos de nación se diluyen.
La celeridad de
la (des)información se torna incontrolable incluso hasta para los propios Estados.
Las posibilidades de verificarla o contrastarla escapan a toda capacidad
individual. Frases, imágenes, libelos, audios o videos circulan sin que existan
posibilidades de mediación y procesamiento por parte de las audiencias no pocas
veces pasivas e indefensas. El sensacionalismo ataca el neocortex y opaca toda
voluntad de razonar por el golpe de efecto inmediato. Si en ello las emociones
desempeñan un papel crucial, tanto líderes como audiencias pueden ser presas de
esa pandemia desinformativa.
El sistema de
esa industria mediática de la mentira opera de la siguiente
forma: la noticia falsa se elabora en las mesas de redacción o en las oficinas
de las editoriales, se difunde de manera masiva incluso recurriendo a las
multiplataformas y se instala como sentido común a medida que la comentocracia
o los falsos intelectuales o predicadores que opinan de todo se encargan de
extender ideas sin sustento y que no soportarían el fuego de la contrastación
empírica. Se trata de un sistema monopolico global regido por la calumnia y la
difamación respecto al supuesto “enemigo” imaginario. Sin embargo, también
pueden ser individuos aislados que disponen de un teléfono móvil y de una
cuenta en alguna red sociodigital quienes difunden afirmaciones infundadas que
proliferan en el ciberespacio.
Se trata de
dispositivos de control de la mente, las emociones y la conciencia. La
(des)información es un proceso de inmovilización de los cuerpos y un estado de
sitio psicológico que empequeñece o nulifica la capacidad de discernir,
procesar y decidir. En ello juega un papel crucial el incentivar el miedo al
exponer a los individuos a un estado de vulnerabilidad permanente que minimiza
su autoestima.
Programas de
entretenimiento, telediarios o noticieros, encabezados de periódicos, mesas de
opinión, ejércitos de bots y trolls en el ciberespacio, entre otros, conducen y
controlan el debate público a partir de la manipulación simbólica y el ataque y
ninguneo indiscriminado al “enemigo” en turno. No pocas veces sus predicadores
recurren a participaciones teatralmente incendiarias fundamentadas en la
banalidad y en el tono alarmante. En tiempos electorales se activa toda una
maquinaria de difamación para embestir a diestra y siniestra, sin más fin que
la aniquilación semiótica del otro.
Esta industria
mediática de la mentira se fundamenta en mensajes que apuestan a lo
efímero; de tal manera que se trabaja para que triunfe la desmemoria y el
olvido, la indiferencia y el anestesiamiento mental. Ello se observó con la
sobrecargada de (des)información en los momentos más álgidos de la pandemia del
Covid-19. El dogmatismo se mezcló con el histrionismo, la fatalidad con la
ausencia de referentes sistematizados, la misericordia con el catastrofismo, el
social-conformismo con la crisis de esperanza. De tal manera que con la
pandemia se apostó por una desestructuración de la memoria y de las identidades
en el concierto de una nueva religión en busca de feligreses: el higienismo y
su consustancial dictadura de la obsesión compulsiva por el dato.
El Johns Hopkins Coronavirus Resource Center fue la muestra clara de ello.
Las guerras de
hoy en día se despliegan, sobre todo, en la mente. Son guerras
mediático/digitales y, por tanto, son guerras simbólicas para dominar la
construcción de significaciones y el sentido mismo de lo público. Se trata de
una cruenta disputa por la conciencia y la hegemonía de narrativas.
El objetivo
último de la viralización de la mentira es preservar el statu quo al
instalar la resignación, maniatar la conciencia y al emboscar todo indicio de
pensamiento crítico. Instalar el desahucio mental como estilo de vida es una
prioridad de los poderes fácticos que hasta los totalitarismos del siglo XX
envidiarían con desmesura. Odio, miedo, indignación controlada, resentimiento,
sectarismo, chantaje, terror, negacionismo y escepticismo, le dan forma a la
ideología supremacista dotada de una perspectiva del mundo que se pretende como
única e incuestionable. De tal manera que la mente es el nuevo escenario donde
fincar la derrota y postración de las masas atomizadas.
El ataque de
los mass media a la conciencia es también un ataque masivo
contra las clases sociales depauperadas y excluidas. A su vez, el
sensacionalismo y la nota roja son un espectáculo exhibicionista y un negocio.
Los asesinatos, los crímenes y las tragedias son transmitidos en tiempo real,
incluso con participación de los internautas que viralizan algún video
sangriento en segundos.
Esta invasión
mediática de la mente es ya un problema de salud pública que no es atendido ni
regulado. El colapso de las emociones y los imaginarios de las audiencias
pasivas es un asunto que no es atendido por los Estados pese a los altos grados
de morbilidad. Cuando se cuestiona la mentira, la banalidad, la denostación y
el negocio mediático de la muerte, los empresarios criminales de los mass
media alegan ataques a su derecho sagrado de la libertad de expresión.
Si un gobernante osa en contener o cuestionar a esta jauría mediática y
digital, de inmediato es acusado de dictador. La verdad es dinamitada y
reducida a rescoldos humeantes del pasado; en tanto que los hechos y la
realidad no cuentan ante lo efímero de las narrativas post-factuales. Se trata
de mercenarios de la desinformación que trafican con la
subjetividad como divisa de sus opiniones desorbitadas. Más todavía: en medio
del nihilismo postmoderno, los poderes fácticos que controlan los mass
media y los sistemas multiplataforma instalan toda una furibunda
epistemología de la mentira teatralmente construida con ejércitos de comentócratas,
francotiradores que conducen telediarios y demás sicarios que deambulan por el
ciberespacio y las redes sociodigitales.
La trivialización
mediática solo evidencia el páramo intelectual en el cual está
instalado el debate público. La misma mercadotecnia empleada para la promoción
de mercancías es usada para posicionar mesiánicamente a algún político,
generalmente sin proyecto de nación. Entonces, la ideología de la democracia es
reducida a un botín expoliado por la voracidad de los oligarcas y el desencanto
de los ciudadanos.
Las ruinas y
escombros dejados a su paso por el huracán del fundamentalismo de
mercado de los últimos cuarenta años muestran a una sociedad
fracturada, fragmentada y carente de referentes ideológicos y de fe en las
instituciones. Abriendo ello el terreno propicio para el extravío de la
vocación ciudadana y la acción colectiva proactiva. Dinamitadas instituciones
como la familia y reducidos al mínimo los mecanismos de protección y seguridad
social, la orfandad ideológica y la ausencia de conciencia de
clase solo son síntomas de una sociedad colapsada y expuesta a la tergiversación
semántica y a la desconfianza. El asalto a la razón no
solo fue azuzado por las filosofías nihilistas, sino también por quienes
instalaron y potenciaron al homo digitalis en medio de la
intriga, la conspiración y la barbarie mediática. Al unísono de la
entronización del individualismo hedonista, la razón y la palabra
fueron lapidadas. El espectáculo mediático no es mediado por el ejercicio del
pensamiento entre las audiencias; por tanto, cuanto circula por las
pantallas de televisión o de teléfonos móviles, sea descarnado, sujeto a
exageraciones y regido no pocas veces por la ira y el sinsentido. De ahí que se
llegase al extremo de suplantar el razonamiento colectivo en la praxis política
y en el abordaje de los problemas públicos. Al exaltarse las emociones desde
las pantallas, se achican los márgenes para la razón. Mentira, desinformación,
demagogia y tonos bufonescos y rabiosos se combinan en la plaza pública para
asfixiar todo sentido de comunidad y para consolidar una atomización solo
movilizada por el voto sexenal.
Si la
desinfodemia y la pandemia digital campean a sus anchas con total impunidad es
porque el individualismo echó raíces en una sociedad deshilvanada, desconfiada
y sin suficientes mecanismos de cohesión. Son ya varias décadas de dominación
ideológica inoculada desde la familia, la escuela, la empresa, la
mercadotecnia, la música, el cine, la estética, las organizaciones estatales,
las iglesias, los mass media, la Internet, el anestesiamiento de
las universidades, etc. La racionalidad de la competitividad a ultranza y la
ideología de la meritocracia condujo a una lucha sin cuartel de todos contra
todos y a un callejón sin salida donde el aparente éxito, prestigio y confort
individuales no se traducen automáticamente en un sentido comunitario que
posibilite a los individuos contener las oleadas desinformativas cuya finalidad
es el mercadeo de intereses creados y de la sangre ajena y derramada por obra y
gracia del crimen. Es el triunfo del pragmatismo, del hedonismo y del
escepticismo exacerbados. Ese fundamentalismo de mercado impregna,
salvo honrosas excepciones, a casi todo aquel individuo que se posiciona desde
los medios convencionales y desde allí difunde algo que denomina noticia.
Financistas no faltan y la pluma y el papel en blanco se venden al mejor
postor. No importa reivindicar la verdad; importa el sensacionalismo y someter
el pensamiento a un régimen empresarial totalitario que
explota al periodista y lo hace traicionar al sentido común y apartarse de la
realidad.
La realidad
social y la verdad en torno a ella es patrimonio de las sociedades, pero son
expoliadas por la monopólica industria mediática de la mentira que
denigra la conciencia humana. Al trapicheo desinformativo y a las injurias
tiiene que oponerse la reivindicación de la dignidad humana y del sentido común
para que la desciudadanización no se agrave.
La
desinformación y la pandemia digital son piloteadas por seres patológicos que
hacen de la mentira una obsesión, un modus operandi y un modus vivendi. Se
trata de un estilo de vida fundado en la injuria y el clasismo; en una guerra
frontal contra las clases populares y empobrecidas que consiste en
criminalizarlos, ningunearlos, invisibilizarlos y silenciarlos. El terreno es
el de la simbólica y en ella se construye y entreteje el poder y los
dispositivos de control del cuerpo, la mente, la conciencia y la intimidad. Lo
lamentable de esto es que no pocos individuos aceptan esta dominación
simbólica, la consienten, la legitiman y la asumen hasta con resignación y
desenfado. Esa es la batalla ganada a través del social-conformismo. Por ello
es importante que las sociedades se cuestionen a sí mismas respecto a su
capacidad para construir y procesar narrativas alternativas que brinden una
racionalidad y un sentido distintos a los que se pretenden hegemónicos.
Trasladados los
antagonismos y conflictividades sociales al terreno de las ideas, las
plutocracias comprendieron que el desarrollo tecnológico puede llevar consigo
una difusión e imposición de narrativas, cosmovisiones, racionalidades y
sentido en tiempo real y con una alta capacidad de diseminación y penetración.
De ahí que las tecnologías no sean neutrales, sino que las conversaciones son
conducidas a partir de criterios pre-establecidos.
Romper esta
lógica de la dictadura de las narrativas hegemónicas supone
construir narrativas alternativas que subviertan las significaciones
predominantes. El cultivo del pensamiento crítico es una primera condición, la
segunda es la regeneración de la cohesión social. Pero el círculo no se cerrará
sin la construcción de movilizaciones que se apropien creativamente de las
tecnologías de la comunicación y la información desde los márgenes. Para ese
conjunto de mínimas condiciones se precisa de una universidad pública que salga
del ostracismo y de la falta de imaginación creadora.
El autor es académico en la Universidad Autónoma de Zacatecas, escritor, y
autor del libro La gran reclusión y los vericuetos sociohistóricos del
coronavirus. Miedo, dispositivos de poder, tergiversación semántica
y escenarios prospectivos.