lunes, 7 de julio de 2025

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¿Paralizados ante el precipicio?

 

Desde hace algún tiempo, cada mañana nos levantamos con el alma en vilo a la espera del escándalo político del día. La izquierda que se declara transformadora está atrapada en un cepo del que le va resultar difícil escapar indemne.

TOPOEXPRESS


Albert Recio

El Viejo Topo

7 julio, 2025 



LA IZQUIERDA TRANSFORMADORA TRAS EL PETARDAZO «CERDÁN»

Leí, hace años, en un libro de psicología social, que mucha gente se queda paralizada cuando presencia un acto atroz. No tanto por miedo, que también, sino por bloqueo. Quizás es un reflejo instintivo ligado a la falta de recursos aprendidos para responder. Uno tiene la sensación de que la izquierda que se reclama transformadora lleva tiempo atenazada ante la sucesión de amenazas que se nos viene encima. Porque si las cosas siguen en la dinámica actual, el resultado previsible es no sólo una pérdida notable de representación electoral, sino lo que es mucho peor: el ascenso, también en España, de un Gobierno de ultraderecha, en la línea de lo que ocurre fuera los últimos tiempos. La cosa viene de lejos, pero el escándalo generado por el informe de la UCO sobre Santos Cerdán no ha hecho sino añadir un salto cualitativo a la gravedad de la situación. Confieso que me incluyo entre los que están convencidos de que estamos ante una coyuntura peligrosa, y entre los que no tienen claro qué hay que hacer. Y, quizás, esta nota sea una forma de plantear en crudo la situación y tratar de animar a más gente a trabajar conjuntamente en la búsqueda de una línea coherente de respuesta.

 

Síntomas amenazantes

El proceso electoral de 2023 debería haber sido el punto de detección de lo que ha venido después. Tras años de gobierno progresista, con mejoras sociales en muchos campos (aunque menores de lo que los propios protagonistas pretenden), de haber pasado la pandemia de la Covid con unos costes sociales moderados (gracias en buena parte a la acción del Gobierno), las municipales y autonómicas propiciaron una victoria de la derecha apabulladora si se considera la cantidad de Comunidades Autónomas y grandes municipios conquistados. Con la excepción de Barcelona, se produjo la liquidación del municipalismo de izquierdas. Mi lectura de estos resultados es que, en la decisión de voto de mucha gente, cuenta menos una evaluación ponderada de lo que han hecho los gobiernos y, en cambio, se vuelven más importantes los aspectos emocionales provocados por cuestiones sensibles y percepciones erróneas, fácilmente manipulables por expertos en comunicación. Al menos, para una gran parte de la población poco politizada (la que en gran medida hace que la balanza se decante hacia una u otra dirección), escéptica y atenazada por su experiencia cotidiana. Que, por ejemplo, mucha gente con derecho a recibir ayudas sociales no las reciba muestra tanto la existencia de barreras institucionales como el propio desconocimiento de una parte no menor de la población sobre lo que legalmente tiene derecho. Que la inmigración o las cuestiones nacionales generen los niveles de pasión que conocemos tiene que ver poco con la experiencia de mucha gente, que convive a diario en espacios poblados por gente muy diversa sin que existan problemas relevantes. Hasta que no sepamos cómo manejar estas cuestiones, le estamos dejando a la derecha extrema un amplio campo de manipulación.

Los síntomas estaban aquí, pero las elecciones de julio de 2023, donde la derecha no alcanzó el resultado esperado, actuaron como un analgésico, que al quitar dolor nos hace olvidar los síntomas. Algunos dirigentes hablaron de éxito (todo es relativo; fue mejor de lo previsible) cuando, en realidad, lo que se consiguió fue frenar el ascenso derechista a costa de generar un bloqueo del proyecto reformista. Fue un resultado electoral digno de un diseñador de escape rooms: victoria del bloque izquierda-nacionalistas periféricos frente a la derecha centralista, pero mayoría de la derecha en lo social (especialmente por el peso de Junts). Las posibilidades de una legislatura con un reformismo fuerte se evaporaban por dos razones. Por una parte, el PSOE, siempre tan pacato a la hora de molestar al mundo empresarial, tendría nuevas razones para sus políticas de freno, alegando la necesidad de contar con apoyos parlamentarios suficientes. De otra, incluso cuando esta resistencia se pudiera superar, siempre quedaba el veto de Junts (o del PNV…) para abortar leyes que la derecha social no estuviera dispuesta a aceptar. Analizar los avatares de esta legislatura resulta, a este respecto, ilustrativo.

Las elecciones del 2024 dieron otros síntomas preocupantes. No sólo se mantuvo la hegemonía electoral de la derecha, sino que vio la emergencia de otro fenómeno relevante: la irrupción de Se Acabó la Fiesta y la recuperación parcial de Podemos. Aunque se trata de dos proyectos radicalmente diferentes, tienen en común dos cuestiones: el tener una estructura organizativa y militante muy débil (por ejemplo, en Catalunya, donde superaron a Comuns) y contar con un sistema comunicativo eficaz. Su votante es en gran medida una gente política y socialmente poco activa, cabreada (cada cual en lo suyo), y reactiva a una propaganda simplista y radical y una veneración hacia el líder o la lideresa en cada caso. Una ausencia de estructura que deja amplio margen a sus dirigentes para que operen sólo en función de sus previsiones de voto.

Las sucesivas encuestas, más o menos chapuceras, han seguido mostrando que las tendencias que se expresaron en las últimas citas electorales siguen siendo sólidas. La izquierda no despega, el espacio Sumar se hunde, la extrema derecha avanza, y Podemos se mantiene en su reducido espacio. Ni la Dana valenciana, que mostró, una vez más, la incapacidad de la derecha cuando tienen que hacer frente a una cuestión seria, ha servido para alterar las tendencias.

Un infarto de corrupción

La corrupción ha sido un mal endémico en la política española post Franco (en el régimen franquista formaba parte integral de la política; la censura se empleaba en esconderla). El núcleo central de la misma tiene lugar en dos campos básicos de la gestión pública: las compras públicas y las políticas urbanísticas. En el primer campo se encuentran los grandes grupos empresariales del país, que forman un negocio oligopólico a escala estatal, y que tienen una segunda corona de empresas regionales que participan del pastel a escala menor. En el segundo se encuentra toda la política de calificaciones urbanísticas, ligadas al floreciente sector inmobiliario, menos concentrado que el primero pero igualmente letal. El primer sector es de la gran corrupción estatal y autonómica (aunque tiene también derivaciones en la esfera local); el segundo es fundamentalmente local. El espacio potencial de la corrupción es muy amplio, y ha generado mucha experiencia empresarial. A modo de ejemplo: un amigo mío fue alcalde de una población de cinco mil habitantes, y tuvo que lidiar con presiones de los corruptores urbanos. Su comentario fue que le sorprendió lo directos que van, sin remilgos. En el otro lado se encuentran tipos dispuestos a utilizar su paso por la política institucional para asegurarse la buena vida y, también, el interés de los partidos gobernantes. El binomio de la transición (PP-PSOE) ha participado de estas corruptelas (no siempre para financiar el partido, también para obtener contrapartidas que consoliden su imagen de cara al electorado). Los ministerios de Obras Públicas o las consejerías de Urbanismo son algo que PP y PSOE nunca aceptan negociar con otros socios.

La connivencia del poder político con los empresarios es el caldo de cultivo donde florece la corrupción. Tras la sucesión de escándalos que sepultó al gobierno de M. Rajoy (y a Jordi Pujol), parecía que las cosas podrían cambiar. En los últimos años hemos experimentado una proliferación de medidas burocráticas justificadas para evitar corruptelas. En la práctica, más bien han hecho mucho más farragosa la relación de la gente corriente con la administración (incluidas las organizaciones sociales de base), sin cambiar el juego esencial de la gran contratación. Lo de Cerdán, Ábalos y Koldo, más allá de mostrar la peor cara del PSOE, expresa lo poco que se ha avanzado en cambiar las reglas del juego de la gran contratación pública (cuando, según ellos, la presidenta de Adif afirmó que tenía que repartir contratos con “Acciona, Sacyr y Ferrovial”, se nos está dando una lección de cómo funciona este mercado real). Uno no puede sorprenderse ni de que, en los mercados de contratas públicas, altamente oligopólicos, lo político tenga un peso importante ni de que, en un partido como el PSOE, sin una fuerte cultura política igualitaria, temeroso de no ofender al capital, y más trampolín de trepas que generador de una cultura alternativa, proliferen este tipo de especímenes. Pero que los corruptos sean secretarios de organización y ministros hunde la credibilidad de sus dirigentes y, especialmente, la de Pedro Sánchez. Y, como suele ocurrir, entre los grandes perjudicados estará la parte del Gobierno que no tiene ninguna responsabilidad. Estamos en la UCI.

Este escándalo dinamita la legislatura. Por una parte, porque refuerza toda la campaña de lawfare desatada por PP y Vox, y le da una credibilidad que no tenían casos como el de los familiares de Pedro Sánchez. Por otra, aumenta la capacidad de presión de los socios menos fiables del Gobierno. Y, también, porque ahonda las tensiones y el fraccionalismo en el espacio Sumar. Lo único que impide la caída del gobierno es el convencimiento, por parte de todos los grupos que le apoyaron, de que la alternativa es mucho peor. Pero el desgaste que pueden producir dos años de bloqueos e inestabilidad parlamentaria pueden contribuir más a la erosión de este bloque, a hacerlo inviable en el futuro próximo, y a facilitar el ascenso de una derecha que sabemos brutal, demoledora.

La gran amenaza

Estamos, a nivel mundial y europeo, ante un momento crucial. Por muchas razones. Las más cruciales son, sin duda, la crisis ecológica y la escalada bélica. Pero la ausencia de una verdadera política de transición ecológica, y el ascenso del belicismo, están asociadas en Occidente al auge de la nueva extrema derecha autoritaria, antidemocrática. Una extrema derecha que funciona como polo de atracción de todo el espectro conservador. Y que lleva en su programa la vuelta a un capitalismo sin restricciones, la liquidación de las políticas de bienestar, la consolidación de políticas de ciudadanía que expulsan y reprimen a gran parte de la población, la recuperación de las peores políticas imperialistas, el reforzamiento del patriarcado… Ya se está experimentando en bastantes países, y no parece que la ola se vaya a detener. Lo más peligroso es que, una vez en el poder, la derecha extrema provoca cambios institucionales orientados precisamente a impedir el juego democrático, no sólo partidista sino especialmente de las organizaciones sociales que pueden jugar un papel de catalizador social. Cambian el marco de juego. Y, aunque con el tiempo la situación varía, el desastre a menudo perdura. Lo sabemos en España por el legado franquista, y lo sabe por ejemplo el sindicalismo británico por el legado de Margaret Thatcher.

En España, ya lo experimentamos parcialmente con los gobiernos de Rajoy, con recortes en derechos sociales y políticos (ley mordaza), con el uso de la policía como un arma contra la disidencia, con recortes que afectaron a las organizaciones sociales. Lo presenciamos en los Ayuntamientos donde manda esta nueva alianza PP y Vox. La última amenaza de Trump indica otra cuestión crucial: el imperio va a constituir un apoyo decido a esta derecha fascistoide (éste es siempre un factor crucial: la República contó con la hostilidad de la mayoría de los gobiernos capitalistas, que dejaron a Alemania e Italia las manos libres, al contrario que el golpe del 23-F, que no parece haber contado con el beneplácito yanqui). No hay que tomarla como una anécdota. La política estadounidense siempre se ha caracterizado por aplicar mecánicamente la lógica amigo-enemigo. Y, siempre que un país ha sido puesto en su punto de mira, ha habido consecuencias. Ahora, podemos esperar que ello se traduzca en un apoyo sin remilgos a la coalición derechista de PP y Vox y a sus maniobras.

En una situación crítica se requiere mirada alta

Hay una amenaza de crisis que va mucho más allá que la supervivencia de la izquierda transformadora. Y, por eso, lo adecuado debe ser pensar en una política que tenga en cuenta tanto la gravedad de la amenaza como la propia necesidad de supervivencia y consolidación. Hay que jugar en diversos planos y con diversos objetivos. Pero, sobre todo, se necesitan voces claras. Cuando no existen, las situaciones de crisis pueden acelerar la descomposición. Y, de momento, esto es lo que ya tenemos en la izquierda. Aparte de Podemos, que prefiere optar por una posición propagandística cómoda, en el resto del bloque lo que está aflorando es que cada fuerza o familia está prefiriendo tirar por libre, marcar su territorio. Las lógicas endogámicas de las organizaciones suelen acabar generando más debilidad que otra cosa.

La opción de sostener al Gobierno —si no aparecen nuevas derivadas del escándalo de corrupción—, tratar de aguantar la legislatura, y esperar que el buen hacer de algunos ministerios den sus frutos electorales, es entendible, pero conduce al precipicio. Es aceptar, sin más, un abrazo letal, y quedar en manos de un bloqueo de políticas que acaba haciendo invisible la propia acción de Gobierno y desanima a partes de la base electoral. Es lógico que nadie quiera que el Gobierno caiga y se regalen unas elecciones anticipadas a la ultraderecha. Pero, entre la normalidad y la ruptura, deben encontrarse vías intermedias que cambien la situación.

En este plano, el de la presencia en el Gobierno, Sumar debería exigir al socio mayoritario algunas cuestiones básicas. Es el PSOE el que ha creado el problema y el que tiene obligaciones. Hay que exigirle cambios internos y en el modelo de gestión pública, incluyendo propuestas de medidas anticorrupción que vayan más allá de las habituales, y aborden la modificación de las políticas de compras públicas, de vivienda y ordenamiento urbanístico. Y dejar claro que, si no se cumplen, se saldrá del Gobierno. Se podría no estar en el Gobierno y no dejarlo caer con apoyos parlamentarios, aunque esta es una eventualidad compleja y que aterra, de entrada, a la gente que ya está en el Gobierno. Lo esencial es marcar líneas claras de reforma, límites que no son tolerables, y generar un discurso propio con voz.

En segundo lugar, hay que transmitir a la población en general una valoración nítida de la gravedad de la situación, de lo que representa el auge ultra. La experiencia estadounidense (incluidas las amenazas recientes) debería ayudar a desarrollar políticas de activación. De cara a la sociedad, apelando a una movilización social prepolítica, de participación, de construcción de comunidades fuertes. Y, de cara al resto de fuerzas políticas, tomando consciencia de que con un gobierno ultra lo tendremos todos peor. Debería ser una oportunidad para desarrollar algún tipo de acuerdo global, sin duda complejo y con temas contradictorios, pero que fuera útil al conjunto de la sociedad para mostrar que tiene sentido seguir promoviendo cambios sociales en el marco de una España plurinacional. Reconocer la gravedad de la situación en todos los frentes, y la voluntad de reinvertirla, debe ser una tarea en el que la voz y las propuestas de la izquierda se hagan sentir.

Y, en tercer lugar, hay una urgente y necesaria necesidad de recomponer el propio espacio. La construcción de Sumar se hizo mal, en tiempo y formas. No sólo por el despegue de Podemos. Tejer una alianza clara con gente de distintas procedencias, culturas políticas y nacionalismos diversos nunca es sencillo. Pero faltó una visión integradora y, sobre todo, un reconocimiento de la complejidad. Ahora, ante las dificultades, las dinámicas centrípetas se reproducen y se corre el riesgo del declive total. Por eso, es urgente intentar otro enfoque, diseñar otro proceso para revertir estas dinámicas, y conseguir una presencia respetable de una izquierda necesariamente plural en todas partes. Lo de Podemos es más difícil, pues parecen haber optado por una línea —parecida a la de otras fuerzas de la izquierda extraparlamentaria, como el trotskismo— que puede ser ideológicamente coherente, pero que casi siempre es inútil. Genera autocomplacencia entre sus activistas a costa de impedirles cambiar nada. Hay, realmente, una contradicción entre lo que debería hacerse y lo que la realidad deja hacer. Una contradicción que demasiadas veces se resuelve o en asunción acrítica de lo que hay, o en adoptar una posición moral inútil para el combate cotidiano. En esta contradicción, la izquierda está condenada a convivir, y para que no acabe paralizando, se requiere una construcción cultural y organizativa que permita la pervivencia de dinámicas de diferente ritmo, una articulación entre el “partido institucional” y el “partido revolucionario”, entre representación política, movimientos sociales y organizaciones. La construcción de un complejo bloque social de cambio. No es una tarea menor, pero hoy es más necesaria que nunca, cuando aún tenemos la posibilidad de frenar la oleada reaccionaria y, en todo caso, la necesidad de articular un bloque de resistencia a la misma.

Hace falta mucha gente, decidida, reflexiva, que sea capaz de asumir estas tareas. No es momento para burócratas.

FuenteMientras tanto

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