Los
Marx, Groucho por un lado, Karl por otro siguen hablándonos de los viejos
tiempos, conspirando en Manhattan, haciéndole, por ejemplo, un corte de mangas
a Harry Truman por Hiroshima y Nagasaki o burlándose del incapaz Bush.
Marx, conspirando en Manhattan
El Viejo Topo
15 mayo, 2022
Los Marx,
Groucho por un lado, Karl por otro siguen hablándonos de los viejos tiempos,
conspirando en Manhattan, haciéndole, por ejemplo, un corte de mangas a Harry
Truman por Hi roshima y Nagasaki, o burlándose del incapaz Bush de nuestros
días; y siguen siendo capaces de soltarles a los plutócratas norteamericanos,
con Groucho, que “partiendo de la nada, hemos alcanzado las más altas cotas de
miseria”.
Pese a la
celebridad de los hermanos Marx, no hay demasiados libros sobre sus vidas. Uno
de ellos fue publicado por Stefan Kanfer, quien estudió “la vida y la época de
Julius H. Marx”, en un volumen que apareció entre nosotros con el título
de Groucho, una biografía. Tenemos, además, el estudio de Simon
Louvish, publicado hace poco más de un lustro. En él, el autor nos cuenta que
los cinco hermanos Marx (que se quedaron en cuatro, y, al final, en tres)
venían del vodevil, antes de convertirse en cómicos famosos y en protagonistas
de películas que dieron la vuelta al mundo. Los cinco eran Julius ( Groucho),
Adolph (Harpo), Leonard (Chico), Milton (Gummo) y Herbert (Zeppo). Groucho
había nacido en 1890, como Julius Henry Marx –cuando el otro Marx, el alemán,
hacía nueve años que había muerto– y sucumbió en 1977. Groucho, el más célebre
de los hermanos Marx, empezó a actuar en tugurios hacia 1905 y, después, asociado
con la familia, siguió elaborando números musicales, escenas de music-hall y
cualquier ocurrencia que les permitiera comer caliente. Eran tiempos difíciles,
no lo olviden. Chico nació en 1887 y murió en 1961, y Harpo nació en 1888 y
murió en 1964. Aunque tampoco esas fechas están claras, al decir de algún
biógrafo; detalle que no importaba demasiado a Groucho, quien recuerda su
infancia de niños judíos pobres con humor, bromeando con sus propios trucos
para hacerse con un centavo, sisando a su madre en el precio del pan, o
ironizando con la realidad de su familia alojándose en domicilios sucesivos en
el duro Nueva York del cambio de siglo, cuando los niños de Manhattan
trabajaban y no era raro que algunos muriesen de hambre. No fue su caso, claro,
e incluso los hermanos tuvieron largas vidas para la época que les tocó vivir.
Cuando Groucho recordaba esos años, en los libros que publicó, la infancia de
pobres quedaba muy lejos, pero seguía teniéndola presente.
Groucho, cuya
familia paterna (judíos pobres de solemnidad) procedía de la Alsacia francesa,
nos cuenta que su abuelo materno (que era originario de Alemania, se llamaba
Lafe Schoenberg, como si fuese una señal del interés por la música que tendrían
varios de sus nietos) vivió 101 años, seguramente porque decidió dejar de
trabajar a la edad de 52 años; y recuerda que la abuela tocaba el arpa: como
Harpo. Y Chico, a quien le gustaba frecuentar las salas de billares de Harlem,
empezó ganándose la vida tocando el piano en los cinematógrafos y en hoteles
apestosos, tras abandonar los lugares donde, de niño, se dedicada ya al juego
de apuestas en la calle 94. Todos con la música. En Nueva York, la familia
seguía siendo pobre. El padre –el señor Marx– era un alsaciano jovial al que le
gustaba la vida, y acariciaba la idea de prosperar: había soñado con apoderarse
del comercio de todo el East Side neoyorquino, aunque todos sus negocios
resultaron ruinosos. El señor Marx lanzaba maldiciones en francés, y podía
hacer vino –clandestinamente, durante los años de la prohibición y de la ley
seca– sin uva: era un verdadero genio. Fabricaba el vino con pasas y malta,
aunque, a veces, sus desvelos producían alguna explosión en los sótanos del
edificio donde vivían. Al fin y al cabo, como decían en la familia Marx, aquél
era mejor sistema que mezclar zumo de naranja con granadina y añadir unas gotas
de gasolina etílica. No lo juzguen con severidad: tenía que conseguir algunos
ingresos para tanta familia, máxime si las cosas se ponían difíciles. Según
Groucho, su padre, que oficiaba como sastre, no acertaba nunca con las medidas,
por lo que sus clientes nunca repetían y los ingresos escaseaban. Así que todo
eran líos. La madre de los Marx odiaba cocinar, de forma que tenía que hacerlo
el sastre, situación que Chico aprovechaba para birlarle todo lo que podía,
además de dedicarse a dejar en prenda los objetos familiares en una tienda de
empeños de la Tercera Avenida para conseguir algún dinero para sus gastos. A
veces, en esa tienda, Chico empeñaba incluso los trajes que le habían encargado
a su padre. Pe ro, poco a poco, fueron prosperando, hasta el punto de que, años
después, los hermanos Marx consiguieron una mala reputación como cantantes y
como actores. No hay que extrañarse mucho: era así con todos los cómicos, a
quienes, en ocasiones, insultaban o eran agredidos por cometer pequeñas faltas,
como robar objetos en los hoteles, o por hacer como aquel actor, que fue
sorprendido mientras trataba de huir con un enano que formaba parte de otro
número de la compañía.
Esos eran los
Marx que crecieron en el Upper East Side de Nueva York. A mí, que siempre me
han llamado la atención las coincidencias extrañas (ya saben: manías), me
resulta difícil evitar relacionar a los hermanos Marx con la industria textil y
con la contestación al capitalismo. Me explicaré. Marx, el viejo Marx de El
Manifiesto comunista, colabora ahora mismo, si me permiten, con Groucho
Marx, jugando, enredando en Manhattan: después de todo, Groucho cuenta en sus
memorias que su padre, después de emigrar desde Nueva York a Chicago, puso un
negocio para planchar pantalones –negocio que resultó, también, ruinoso– con un
amigo faquín que se llamaba Alexander Jefferson. De esa forma, el cartel que
colgaba en la calle anunciando el negocio de plancha-pantalones automático
llevaba el nombre de “Marx y Jefferson”. Parece contradictorio, ¿verdad? No lo
es: es una ironía, puesto que toda la familia estaba al cabo de la calle de que
Marx prevalecería sobre Jefferson. Más coincidencias textiles: Sidney Bechet, a
quien Eric Hobsbawm bautizó como “el Caruso del jazz”, puso una tienda de
arreglo de prendas de vestir en el Harlem de 1933, negocio que también fracasó.
(Reparen ustedes, de paso, en las relaciones de los artistas de jazz con los
comunistas). Y el padre de Arthur Miller, un judío polaco que había emigrado a
los Estados Unidos, y que con siete años había llegado, él solo, desde Polonia
hasta Nueva York, también puso un negocio textil. Por no hablar de Marx y
Engels, o de la cadena de almacenes de Marks y Spencer, un intento de escapar a
la maldición. Marx y Jefferson. En fin. Ya ven que todo son tiendas de ropas.
Hasta para Marx y Engels, envueltos en la revolución industrial del textil: ya
se sabe que el bueno de Engels tuvo que preocuparse por sus negocios familiares
en Manchester, y que todos los sindicatos obreros nacieron en las fábricas
textiles. Y tampoco puedo dejar de pensar en los chinos que ponían lavanderías
en esos años y en un secreto hilo que los une a todos. Pero no divaguemos: ya
les tengo dicho a ustedes que hay que analizar siempre las cosas con detalle.
En una ocasión
fui hasta la calle 93 de Nueva York. Buscaba el 179 East. Allí vivieron los
hermanos Marx, cuando eran niños. Mientras recorría el tramo de calle,
imaginaba a la madre, desesperada con sus cinco hijos, con todos aquellos
pequeños diablos recorriendo las calles del Upper East Side, aterrorizando a
los vecinos y a los comerciantes. En principio, lo hicieron hasta los
trece años, porque, a esa edad, los niños de familias judías celebraban
su Bar Mitzvah y se convertían en hombres. Es un decir, porque
los Marx seguían con sus travesuras. Esa parte de Nueva York, que en la época
de los hermanos Marx agrupaba a un vecindario modesto, está habitada ahora por
muchos ricos, como el alcalde Michael Bloomberg, un multimillonario populista
que se desplaza en metro para impresionar a la plebe, aunque toda la ciudad
sabe que Bloomberg vive en ese exclusivo Upper East Side, convertido hoy en un
barrio de millonarios. Aquí está ahora el Museo Guggenheim, y el Jewish
Museum (sus conservadores asegura n que cuenta con la mayor colección
de arte judío del mundo), a unas cuadras de la casa donde vivieron los Marx.
Ahora, en ese
número de la calle 93, hay un apartamento en alquiler. Es una casa marrón, con
la escalera metálica de incendios que baja desde el tercer piso. Tiene tres
plantas, no más. Y una entrada de cuatro escalones que ocupa parte de la acera.
Cuatro ventanas dan a la calle. Es un edificio modesto, pese al barrio, y no se
ve especial actividad en el vecindario. En la acera hay unos arbolitos, y los
alcorques están rodeados de unas pequeñas rejas, para impedir que los perros
entren en ellos: ya saben ustedes que esos animales defecan en cualquier parte,
y que no es lo mismo una mierda de perro en medio de la calle que en el
alcorque. En nuestros días, en ese barrio de ricos del Upper East Side, muchas
viejas adineradas salen a pasear con su mierda de perro, después de llevarlo a
la peluquería para que le rasuren las patas y parte del cuerpo. En fin. Al otro
lado de la casa de los Marx hay otro edificio semejante, en el número 177.
También, de pobres: son los restos de otra época. Unos obreros latinoamericanos
trabajan en la calle, haciendo hormigón. El sol, que hace sombras en las
fachadas, proyecta en ellas las escaleras metálicas de incendios. La calle, muy
tranquila, dibuja una pendiente desde la Tercera Avenida, y sube hasta
Lexington. Toda la 93 tiene esas escaleras, más o menos grandes, que arrancan
desde la acera, según los edificios. A veces, debajo de la escalera hay una
reja, con un espacio cerrado.
Miré los
buzones de la casa de los Marx, a riesgo de que algún vecino llamase a los
gendarmes: ya saben ustedes que la policía neoyorquina no destaca precisamente
por su amabilidad. Vi el nombre de un chino, un alemán, un judío (Boschenstein,
ya empezamos), un ruso (Belanoff), otro alemán (Wittenberg, la iglesia del
castillo, por favor), un francés, y dos o tres apellidos más, todos anglosajones.
Justo delante de la entrada, a dos metros, hay una enorme boca de riego, que
sobresale casi ochenta centímetros. Reparé en que, sin duda, aquí jugarían los
hermanos Marx. No quiero ni pensar en las trastadas que harían. Groucho, Chico,
Harpo, Gummo, Zeppo; la madre, Minnie Schoenberg, una alemana cuya familia
también se dedicaba a la farándula, y Samuel Marx, el alsaciano, todos hablando
en una lengua extraña, gritando, riéndose, o saltando por las escaleras de
atrás, mientras los padres intentaban no tirarse por la ventana. Groucho solía
decir (al menos, lo recuerdan sus biógrafos) que en su casa hablaban alemán,
hasta que apareció Hitler. Vaya broma: el padre de los Marx murió en 1933, el
año de la llegada del pintor de brocha gorda al poder.
Desde luego, su
infancia no fue muy agradable. Groucho no acabó ni los estudios primarios. Esos
años finales del siglo XIX y principios del XX, escenario de la niñez de los
Marx, son los de la más feroz explotación obrera, acompañada, entre otras
cosas, de la prohibición de contratar trabajadores chinos, por ejemplo, para
limitar la inmigración, y los de la constitución del partido socialista
americano, que, con Eugene Victor Debs, consiguió una relativa influencia,
aunque los mecanismos del sistema capitalista limitaron con rapidez el
crecimiento de las organizaciones obreras, a través, entre otras muchas
canalladas, del sistema de los open shop, o talleres abiertos, que
prohibía las organizaciones sindicales en las empresas y también que los
trabajadores estuviesen afiliados a un sindicato. Los burgueses norteamericanos
llegaron tan lejos que hablaban, con desparpajo, de “la tiranía de los
sindicatos sobre los trabajadores inocentes” y los periódicos se escandalizaban
de los “abusos sindicales”. Era un sarcasmo, pero lo decían en serio, de manera
que ese humor negro que mostrarían los Marx estaba plenamente justificado. Los
Estados Unidos en los que crecieron los Marx eran un país donde, si los
sindicatos organizaban huelgas o preparaban piquetes, eran acusados de ¡“violación
de los derechos individuales de los empresarios”! ¿Qué les parece? Después, las
cosas no mejoraron mucho: al asesinato de Sacco y Vanzetti, a la represión
política, a las listas negras, se añadieron las campañas antisemitas de Henry
Ford o la guerra declarada a los sindicatos por los grandes industriales, con
el propio Ford como abanderado.
En los años de
la Depresión, cuando la gente huía del hambre y de la realidad,
refugiándose en un cine, como esos fantasmagóricos espectadores de Hooper,
Groucho era ya un cuarentón, que observaba cómo repartían algunos alimentos los
voluntarios del Ejército de Salvación, mientras la gente recorría
América en busca de pan, yéndose a cualquier parte en un carro, tirado a veces
por los propios emigrantes. Era un tiempo extraño, que Groucho explicó en un
capítulo de sus memorias: “De cómo fui protagonista de las locuras de 1929”. En
él, da cuenta de la locura del capitalismo especulativo, que también conocía a
la perfección. Les he hecho a ustedes un resumen un poco largo, porque merece
la pena:
“Muy pronto un
negocio mucho más atractivo que el teatral atrajo mi atención y la del
país. Era un asunto llamado mercado de valores. […] No tenía asesor financiero.
¿Quién lo
necesitaba? Podías cerrar los ojos, apoyar el dedo en cualquier punto del
enorme tablero mural y la acción que acababas de comprar empezaba inmediata
mente a subir. Nunca obtuve beneficios. […] El
mercado siguió subiendo y subiendo. […] Hasta entonces yo no
había imaginado que uno pudiera hacerse rico sin trabajar.”
Un día, Groucho, habló con un agente de bolsa:
“– No sé gran cosa sobre
Wall Street, […] pero ¿qué es lo que
hace que esas acciones sigan subiendo? ¿No debiera haber una relación entre las
ganancias de una compañía, sus dividendos y el precio de venta de las
acciones?”
El amable
especulador le soltó:
“–Señor Marx,
tiene mucho que aprender acerca del mercado de valores, […] éste ha dejado de ser un mercado nacional. Ahora somos un
mercado mundial. Recibimos órdenes de compra de todos los países de Europa, de
América del Sur e incluso de Oriente. Esta mañana hemos recibido de la India un
encargo para comprar mil acciones de Tuberías Crane. […]
”–¿Cree que es
una buena compra?
”–No hay otra
mejor –me contestó–. Si hay algo que todos hemos de usar, son las
tuberías. […]
”–Eso es
ridículo –dije–. Tengo varios amigos pieles rojas en Dakota del Sur y no
utilizan tuberías. […]
”De vez en
cuando, algún profeta financiero publicaba un artículo sombrío advirtiendo al
público que los precios no guardaban ninguna proporción con los verdaderos
valores y recordando que todo lo que sube debe luego bajar. Pe ro casi
nadie prestaba atención a estos conservadores tontos y a sus palabras idiotas
de cautela. Incluso Barney Baruch, el Sócrates de Central Park y mago financiero
americano, lanzó una llamada de advertencia: […] ‘Cuando el mercado de valores se con vierte en noticia de
primera página, ha sonado la hora de retirarse’. […]
”Un día
concreto, el mercado empezó a vacilar, […] así
como al principio del auge todo el mundo quería comprar, al empezar el pánico
todo el mundo quiso vender. […] Luego el pánico alcanzó a los
agentes de Bolsa […que] empezaron a vender acciones a
cualquier precio. Yo fui uno de los afectados. […] Luego, un
martes espectacular, Wall Street lanzó la toalla y se desplomó. Eso de la
toalla es una frase adecuada, porque para entonces todo el país estaba
llorando. Algunos de mis conocidos perdieron millones. Yo tuve más suerte. Lo
único que perdí fueron doscientos cuarenta mil dólares. (O ciento veinte
semanas de trabajo, a dos mil por semana). […]
”Entre toda
la bazofia escrita por los analistas del mercado, me parece que nadie hizo un
resumen de la situación de una forma tan sucinta como mi amigo el señor Gordon:
‘Marx, la broma ha terminado’. En aquellas cinco palabras lo dijo todo. Desde
luego, la
broma había
terminado. Creo que el único motivo por el que seguí viviendo fue por el
convencimiento consolador de que todos mis amigos estaban en la misma
situación. Incluso la desdicha financiera, al igual que la de cualquier
otra especie, prefiere la compañía.”
Eso era
capitalismo, y Groucho lo sabía bien: las crisis cíclicas se convertían en
gigantescas operaciones de incautación de los recursos populares, que acababan
en los bolsillos de los capitalistas. Los mismos capitalistas que alarmaban al
país con los supuestos horrores que producirían las colectivizaciones
comunistas, no tenían el menor rubor en incautar los recursos de los pobres. De
una forma limpia, eso sí. Así que, pese a las promesas capitalistas, la vida en
América siguió siendo dura, aunque la vida personal de los Marx fue mejorando
gracias a su ingenio y a su éxito en el cinematógrafo. Groucho no olvidó nunca
la dureza de sus primeros años como actor, cuando era obligado a realizar
¡cinco representaciones diarias! en teatros de mala muerte; ni las sórdidas
pensiones donde vivían como actores: “llevaba diez años en el mundo teatral,
cuando tuve la primera habitación con baño”, escribió. Muchas de sus
ocurrencias, de sus chistes, no eran bien vistas por los celadores del orden
social. De hecho, los hermanos Marx tuvieron muchos contratiempos con la
censura, y fueron investigados por la policía (por el duro FBI, que se
infiltraba sistemáticamente en las organizaciones de izquierda, sobre todo en
el Partido Comunista, y que tantas vidas arruinó en los años del mccarthysmo).
El biógrafo Louvish rescata para nosotros un viaje artístico que realizó Harpo
a la Unión Soviética, pecado imperdonable para los buenos patriotas americanos.
¡Harpo en el país de los soviets!
Los Marx eran
inimitables. Chico se complicaba la vida: era un jugador; y Harpo se convirtió
en mudo después de lanzar una maldición a un empresario teatral que
los había engañado: le deseó que ardiera su teatro y, a la mañana siguiente,
¡el edificio era una ruina humeante! Groucho solía decir que, desde ese día, no
dejaron hablar nunca más a Harpo. Desde luego, la historia puede ser una broma
más, urdida por él o por cualquiera de los escritores y guionistas que
colaboraron con ellos, que también tenían que sobrevivir en un mundo de lobos y
de mangantes. Groucho, que conocía esos ambientes a la perfección, escribió:
“La mayor parte de la cháchara que emana de banqueros, políticos, actores,
industriales y otros que cazan dinero, está escrita por pobres diablos
desnutridos que mantienen juntos cuerpo y alma emborronando cuartillas con
baratijas para mayor gloria de tipejos pretenciosos. Nos guste o no, ésta es la
época en que vivimos.” El biógrafo Kanfer nos habla también de los problemas
matrimoniales de Groucho, de su difícil vida personal, de la decadencia que se
inicia poco antes de la Segunda Guerra Mundial, y de su nuevo éxito, a mediados
del siglo XX, gracias a la naciente televisión con el programa You Bet
Your Life (Apueste su vida), que hizo que Groucho fuera uno de los
rostros más conocidos del país.
Su celebridad
fue creciendo y la gente de la calle les adjudicó muchos diálogos que nunca se
produjeron, pero eso no tenía ninguna importancia. “Perdonen que no me levante”,
la frase que, supuestamente, aparece en la lápida de la tumba de Groucho, es
falsa: de hecho, su última morada ni siquiera es una tumba convencional: es un
nicho minúsculo, donde, en realidad, sólo aparece su nombre, Groucho Marx, los
días de nacimiento y muerte y, entre las dos fechas, una estrella de David.
Está en el Eden Memorial Park, de Los Ángeles, un sitio poco
recomendable para reír. Pero los hermanos Marx se reían de todo, hasta de lo
más sagrado, y reírse de lo más sagrado en los Estados Unidos equivale a ser
considerado alguien sospechoso. Los hermanos Marx eran sospechosos. El humor
disparatado y absurdo de los Marx reflejaba la sord i d ez del capitalismo
norteamericano, ese sistema tan peculiar donde, como nos cuenta Groucho, un
productor de cine podía acusar a alguien de ser comunista ¡por votar a un
candidato demócrata! La familia, los modales de la buena sociedad,
el matrimonio, los empresarios, todo sucumbía ante la mordacidad de los Marx.
No resisto recordarles un diálogo de Groucho con Margaret Dumont, la dama a
quien cortejaba en sus películas y que hizo siete films con ellos:
“Margaret
Dumont: –Dime Wolfie, cariño, ¿tendremos una casa maravillosa?
Groucho:
–Por supuesto, ¿no estarás pensando en mu darte, verdad?
Margaret
Dumont: –No, pero temo que cuando llevemos un tiempo casados, una hermosa joven
aparezca en tu vida y te olvides de mí.
Groucho: –No seas tonta, te escribiré dos
veces por semana.”
Esos eran los
Marx. El finado Cabrera Infante, que hacía juegos de palabras con la muerte de
Marx y del comunismo y con la persistencia de Groucho y sus hermanos, como si
perteneciesen a mundos separados, se removería en su asiento si leyese que, en
realidad, Groucho y Karl forman parte de la misma familia, y que el comunismo
sigue organizando movimientos populares y coreografías seminales, fecundas: no
olviden que, según acabo de leer, los comunistas han ganado las elecciones en
Bengala, uno de los Estados más poblados de la India, y en Kerala, otro Estado:
y por mayoría absoluta. Lo que hay que leer, diría Cabrera. Tal vez por eso,
porque Groucho y Karl forman parte de la misma familia, hace ahora diez años el
escritor norteamericano Howard Zinn estrenaba en Nueva York su monólogo Marx
en el Soho, obra que sigue representándose por el mundo. El Marx de Zinn es
el viejo Marx, el del Manifiesto comunista, y, aunque el autor
afirma que los norteamericanos conocen más a Groucho que a Karl, lo cierto es
que toda la familia sigue dando guerra. Para Zinn, Karl Marx no está muerto, y
sospecho que Groucho, tampoco. Sobre Marx en el Soho, Zinn afirmaba
que: “La obra es una combinación de humor y experiencias, humanas y familiares,
y uno hasta puede reírse de Marx. Es lo que pasa cuando Jenny se burla de él y
su hija Eleonor hace lo mismo. Creo que eso resulta más atractivo para el
público. Marx no aparece en el escenario como alguien que lo sabe todo.” Ya lo
ven, otra vez juntas las dos ramas de los Marx. Y no está mal que eso pase en
los Estados Unidos: después de todo, Karl Marx consideraba que el primer
partido formado por trabajadores se había creado en la Filadelfia de 1828.
Así que los
Marx, Groucho por un lado, Karl por otro, a quien muchos querrían ver
pudriéndose en sus tumbas, siguen hablándonos de los viejos tiempos,
conspirando en Manhattan, haciéndole, por ejemplo, un corte de mangas a Harry
Truman por Hiroshima y Nagasaki, o burlándose del incapaz Bush de nuestros
días; y siguen siendo capaces de soltarles a los plutócratas norteamericanos,
con Groucho, que “partiendo de la nada, hemos alcanzado las más altas cotas de
miseria”. Groucho se burlaba del orden capitalista, y se revelaba como un
perfecto conocedor de la hipocresía del sistema: “La mentira se ha convertido
en una de las más importantes industrias de Norteamérica”, escribió en sus
memorias. Seguro que el viejo Marx de El Manifiesto comunista vería
con agrado las ocurrencias de Groucho. En fin, recuerden ustedes el diálogo de
Groucho Marx en The Cocoanuts, una obra que se estrenó en los
Estados Unidos de 1929 (vaya año). Es un diálogo entre un patrón (interpretado
por Groucho) y sus empleados, que recuerda el discurso de los medios de
comunicación de masas en nuestros días, con su capacidad para retorcer la
realidad, para añadir confusión, para mantener a los ciudadanos prisioneros de
un discurso falsario que utiliza la aspiración a la libertad y la esperanza en
el futuro, ocultando la actuación real del capitalismo. Juzguen si el diálogo
no retrata a la perfección al capitalista tramposo y embaucador (y disculpen el
pleonasmo):
“Botones:
–¡Queremos nuestros salarios!
” Hammer (Groucho Marx): –¿Queréis vuestro dinero? ”Botones:
–Queremos que nos paguen.
”Hammer: –Oh,
queréis mi dinero. ¿Es eso justo? ¿Es que quiero yo vuestro dinero?
”Imaginad que los soldados de George Washington le hubieran pedido dinero.
¿Dónde estaría hoy este país?
”Varios
botones: –¡Queremos nuestro dinero!
”Hammer:
–Bueno, os haré una promesa. Si os quedáis conmigo y trabajáis duro,
olvidaremos lo del dinero. Convertiremos este lugar en un hotel. Pondremos
ascensores y metros. Pondré tres mantas en todas vuestras habitaciones sin
cargo adicional. Pensad en las oportunidades que hay aquí, en Florida. Yo
llegué con un cordón de zapato y ahora tengo tres pares de zapatos abotonados.
”Botones: –Queremos nuestros salarios.
”Hammer:
–¿Salarios? ¿Queréis ser esclavos asalariados? Contestadme a eso.
”Botones: –No.
”Hammer:
–Bueno, pues ¿qué es lo que convierte a los esclavos en esclavos asalariados?
Los sueldos. Yo quiero que seáis libres, que os sacudáis vuestras cadenas (…)
Recordad que no hay nada como la libertad. No hay nada igual en este país. Sed
libres. Ahora y para siempre, uno e indivisible, uno para todos y todos para mí
y yo para vosotros y té para dos. Recordad que sólo me interesan mis intereses
y os prometo que es sólo cuestión de años que una mujer cruce a nado el Canal
de la Mancha. Muchas gracias.”
Texto publicado originalmente en el nº 222-223 de la revista El
Viejo Topo, julio-agosto de 2006.