La revista Tricontinental ha publicado cuatro textos de
interés excepcional. En los días anteriores hemos publicado los tres primeros,
y hoy finalizamos la serie.
EEUU está
librando una nueva guerra fría: una perspectiva socialista (4)
John Bellamy Foster
El Viejo Topo
20 septiembre, 2022
“Notas sobre el exterminismo” para los movimientos
ecologistas y pacifistas del siglo XXI
En 1980, el gran
historiador y teórico marxista, E. P. Thompson, autor de La formación
de la clase obrera en Inglaterra y líder del Movimiento por el Desarme
Nuclear Europeo, escribió un innovador ensayo: Notas sobre el
exterminismo, la última etapa de la civilización.[1] Aunque el mundo ha experimentado una
serie de cambios significativos desde entonces, el ensayo de Thompson sigue
siendo un punto de partida útil para abordar las contradicciones centrales de
nuestro tiempo, caracterizado por la crisis ecológica planetaria, la pandemia
de COVID-19, la Nueva Guerra Fría y el actual “imperio del caos”, todo lo cual
surge de características profundamente arraigadas en la economía política
capitalista contemporánea (Thompson, 1982; Amin, 1992).
Para Thompson,
el término exterminismo no se refería a la extinción de la
vida en sí misma, ya que alguna vida sobreviviría incluso en caso de un
intercambio termonuclear global, sino a la tendencia hacia el “exterminio de
nuestra civilización [contemporánea]”, entendida en su sentido más universal.
Sin embargo, el exterminismo apuntaba a la aniquilación masiva y fue definido
como aquellos “rasgos característicos de una sociedad expresados, en diferentes
grados, en su economía, su forma de gobierno y su ideología, rasgos cuya
dirección conlleva como resultado el exterminio de multitudes” (Thompson, 1982:
92). Notas sobre el exterminismo fue escrito ocho años antes
del famoso testimonio sobre el calentamiento global del climatólogo James
Hansen ante el Congreso de Estados Unidos en 1988 y la creación en ese mismo
año del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático de la ONU. Así, el
tratamiento que le da Thompson al exterminismo se centró directamente en
la guerra nuclear y no abordó claramente la otra tendencia exterminista emergente
en la sociedad contemporánea: la crisis ecológica planetaria. Sin embargo, su
perspectiva fue profundamente socioecológica. Así, la tendencia al exterminismo
en la sociedad moderna se consideraba directamente opuesta a “los imperativos
de la supervivencia ecológica humana”, lo que exigía una lucha mundial por una
sociedad igualitaria y un mundo ecológicamente sustentable (Ibid., 104).
Con la caída de
la Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría en 1991, la amenaza nuclear que
se cernía sobre el planeta desde la Segunda Guerra Mundial parecía remitir.
Como resultado, la mayoría de las consideraciones posteriores sobre la tesis
del exterminismo de Thompson la han retomado principalmente en el contexto de
la crisis ecológica planetaria, en sí misma una fuente de “exterminio de
multitudes” (Bahro, 1994: 19-20; Foster, 2009: 27-28; Angus, 2016: 178-81). Sin
embargo, el advenimiento de la Nueva Guerra Fría en la última década ha vuelto
a poner la amenaza nuclear en el centro de las preocupaciones mundiales. La guerra
de Ucrania de 2022, cuyos orígenes se remontan al golpe de Estado de Maidan en
2014 orquestado por Estados Unidos, y la resultante guerra civil ucraniana
librada entre Kiev y las repúblicas separatistas de la región ucraniana de
habla rusa de Donbass, ha evolucionado hasta convertirse en una guerra a gran
escala entre Moscú y Kiev. Esto adquirió un significado mundial ominoso el 27
de febrero de 2022, cuando Rusia, tres días después de comenzar su ofensiva
militar en Ucrania, puso sus fuerzas nucleares en alerta máxima como una
advertencia contra una intervención directa de la OTAN en la guerra, sea por
medios nucleares o no.[2] El
potencial de una guerra termonuclear global entre las principales potencias
nucleares es ahora mayor que en cualquier otro momento del mundo post Guerra
Fría.
Por lo tanto,
es necesario abordar estas tendencias exterministas duales: tanto la crisis
ecológica planetaria (que incluye no solo el cambio climático, sino también los
otros ocho límites planetarios claves que se han cruzado y que la comunidad
científica define como esenciales para la capacidad de la Tierra de ser un
hogar seguro para la humanidad), como la creciente amenaza de aniquilación
nuclear mundial. Al abordar las interconexiones dialécticas entre estas dos
amenazas existenciales globales, hay que enfatizar en la actualización de la
comprensión histórica del impulso hacia el exterminismo nuclear tal y como se
ha metamorfoseado en las décadas de poder unipolar de Estados Unidos, mientras
la atención del mundo estaba en otro lugar. ¿Cómo es posible que la amenaza de
una guerra termonuclear mundial se cierna de nuevo sobre el planeta, tres
décadas después del fin de la Guerra Fría y en un momento en el que el riesgo
de cambio climático irreversible se vislumbra en el horizonte? ¿Qué enfoques
deben adoptarse dentro de los movimientos ecologistas y pacifistas para
contrarrestar estas amenazas existenciales globales interrelacionadas? Para
responder a estas preguntas, es importante abordar cuestiones como la
controversia sobre el invierno nuclear, la doctrina de la contrafuerza y la
búsqueda de Estados Unidos de la supremacía nuclear mundial. Solo entonces
podremos percibir todas las dimensiones de las amenazas existenciales globales
impuestas por el actual capitalismo de la catástrofe.
Invierno nuclear
En 1983,
equipos de ciencias atmosféricas tanto de Estados Unidos como de la Unión Soviética
produjeron modelos que aparecieron en las principales revistas científicas
prediciendo que una guerra nuclear provocaría un “invierno nuclear”. Esto
sucedió en medio de la acumulación nuclear del gobierno de Ronald Reagan,
asociado con la Iniciativa de Defensa Estratégica (más conocida como Guerra de
las Galaxias) y la creciente amenaza de un Armagedón nuclear. Se descubrió que
el resultado de un intercambio termonuclear global que provocara megaincendios
en un centenar de ciudades o más podría reducir enormemente la temperatura
media de la Tierra, al arrojar ceniza y hollín a la atmósfera y bloquear la
radiación solar. El clima se alteraría mucho más abruptamente y en sentido
contrario al calentamiento global, produciendo un rápido enfriamiento global que
provocaría un descenso de la temperatura de varios grados o incluso de “varias
decenas de grados” centígrados en todo el mundo (o al menos en todo el
hemisferio) en cuestión de un mes, con horrorosas consecuencias para la vida en
la Tierra. Así, aunque cientos de millones —o quizá incluso mil millones de
personas o más— morirían por los efectos directos del
intercambio termonuclear, los efectos indirectos serían mucho
peores, aniquilando a la mayoría de los habitantes del planeta por inanición,
incluso a quienes no se vieran afectados por los efectos directos de las bombas
nucleares. La tesis del invierno nuclear tuvo un efecto potente en la carrera
armamentística nuclear que se desarrollaba en ese momento y contribuyó a que
los estadounidense y soviéticos se alejaran del borde del abismo (Schneider,
1988: 215; Francis, 2017; Sagan y Turco, 1990).
Sin embargo, la
elite del poder en Estados Unidos vio el modelo del invierno nuclear como un
ataque directo a la industria de armamento nuclear y al Pentágono, dirigida en
particular contra el programa de la Guerra de las Galaxias. Así, llevó a una de
las mayores controversias científicas de todos los tiempos, a pesar de que la
controversia era más bien política, ya que los resultados científicos nunca
estuvieron realmente en duda. Aunque se afirmó que los modelos iniciales de
invierno nuclear de los científicos de la NASA eran muy simplistas y que se
produjeron estudios que apuntaban a efectos menos extremos que los previstos
originalmente —“otoño nuclear” en lugar de “invierno”— la tesis fue validada
una y otra vez por modelos científicos (Browne, 1990).
No obstante, si
la respuesta inicial del público y los líderes políticos a los estudios sobre
el invierno nuclear ayudó a crear un fuerte movimiento para controlar y
desmantelar las armas nucleares, contribuyendo al fin de la Guerra Fría, esto
pronto fue contrarrestado por los poderosos intereses militares, políticos y
económicos que están detrás de la máquina de guerra nuclear estadounidense.
Así, los medios de comunicación corporativos junto con las fuerzas políticas
lanzaron varias campañas para desacreditar la tesis del invierno nuclear
(Starr, 2016: 24). En 2000, la popular revista de divulgación científica Discover llegó
a incluir el invierno nuclear en su lista de los “20 grandes errores
científicos de los últimos 20 años”. A pesar de que lo máximo que Discover podía
decir al respecto era que los científicos clave que estaban detrás del estudio
más influyente sobre el invierno nuclear en los años 80 se habían retractado en
1990, afirmando que se estimaba que la reducción de la temperatura media como
resultado de un intercambio nuclear global sería algo menor de lo concebido
originalmente y constituiría como mucho un descenso de 20°C
(36°F) en el hemisferio norte. Esta estimación actualizada, sin embargo, seguía
siendo apocalíptica a nivel planetario (Newman, 2000).
En uno de los
mayores casos de negacionismo de la historia de la ciencia, superando incluso
la negación del cambio climático, la esfera pública y los militares rechazaron
de plano estos hallazgos científicos sobre el invierno nuclear basándose en la
acusación de que la estimación original había sido de alguna manera
«exagerada». La acusación de exageración se ha usado en los círculos
gobernantes por décadas, hasta el presente, para minimizar todos los efectos de
la guerra nuclear. En el caso del capitalismo del Pentágono, tal negación
estaba claramente motivada por la realidad de que, si se permitía que los
resultados científicos sobre el invierno nuclear se mantuvieran, la
planificación estratégica de una guerra nuclear “ganable”, o por lo menos una
en la que el propio bando “prevaleciera” carecería de sentido. Una vez que se
consideran los efectos atmosféricos, la devastación global no se puede limitar
a un teatro nuclear concreto, los efectos inimaginables harían que, a pocos
años del intercambio termonuclear global, se destruyera toda menos una mínima
fracción de la población de la Tierra, yendo más allá de lo previsto incluso
por la destrucción mutua asegurada (MAD, por su sigla en inglés).
De cierta
manera, los planificadores nucleares siempre han minimizado los efectos
catastróficos de la guerra nuclear. Como señala Daniel Ellsberg en The
Domsday Machine [La máquina del fin del mundo], la estimación del
número de personas muertas por una guerra nuclear total que proporcionaron los
analistas estratégicos estadounidenses fue una «fantástica subestimación» desde
el principio, «incluso antes de descubrir el invierno nuclear», porque
omitieron deliberadamente las tormentas de fuego en las ciudades resultantes de
las explosiones nucleares —el mayor impacto en la población urbana en general—
por el cuestionable motivo de que el nivel de devastación era demasiado difícil
de estimar (2017: 140).[3] Como
escribe Ellsberg:
Ya
en los años 60 se sabía que las tormentas de fuego causadas por las armas
termonucleares serían previsiblemente las causantes del mayor número de
víctimas mortales en una guerra nuclear (…) Más aún, lo que nadie reconocía (…)
[hasta que surgieron los primeros estudios sobre el invierno nuclear unos 20
años después de la crisis de los misiles de Cuba] eran los efectos indirectos
de nuestro primer ataque planificado que amenazarían seriamente a los otros dos
tercios de la humanidad. Estos efectos surgen de otra consecuencia descuidada
de los ataques en las ciudades: el humo. En efecto, al ignorar el fuego, los
Jefes [de Estado Mayor] y sus planificadores ignoraron que donde hay fuego hay
humo. Pero lo que es peligroso para nuestra supervivencia no es el humo de los
incendios ordinarios, incluso grandes —humo que permanece en la atmósfera
inferior y pronto sería controlado— sino el humo lanzado a la atmósfera
superior de las tormentas de fuego que nuestras armas crearían
en las ciudades que ataquemos.
Las
feroces corrientes ascendentes de estas múltiples tormentas de fuego arrojarían
millones de toneladas de humo y hollín a la estratosfera, que no se eliminarían
con la lluvia y rodearían rápidamente el planeta, formando un manto que
bloquearía la mayor parte de la luz solar alrededor de la Tierra durante una
década o más. Esto reduciría la luz solar y las temperaturas en todo el mundo
hasta el punto de eliminar todas las cosechas y matar de inanición —no a todos,
pero casi a todos— los seres humanos (y otros animales que dependen de la
vegetación para alimentarse). La población del hemisferio sur —salvada de casi todos
los efectos directos de las explosiones nucleares, incluso de la lluvia
radiactiva— sería casi aniquilada, así como la de Eurasia (lo que el Estado
Mayor ya prevía, por los efectos directos), África y América del Norte
(Ellsberg, 2017: 141-142).
Ellsberg
escribía en 2017 que peor que el rechazo original de la tesis del invierno
nuclear, era el hecho de que, en las décadas siguientes, los planificadores
nucleares en Estados Unidos y Rusia han “continuado incluyendo
‘opciones’ para detonar cientos de explosiones nucleares cerca de las ciudades,
lo que arrojaría suficiente hollín y humo a la estratósfera superior para
conducir [vía invierno nuclear] a la muerte por inanición de casi todos en la
Tierra, incluyendo, después de todo, a nosotros mismos” (Ellsberg, 2017: 18,
142).
El negacionismo
incorporado en la máquina del fin del mundo (el empuje al exterminismo
atrincherado en el capitalismo del Pentágono) es aún más significativo dado que
no solo los estudios iniciales sobre el invierno nuclear nunca fueron
refutados, sino que los estudios sobre el invierno nuclear en el siglo XXI,
basados en modelos informáticos más sofisticados que los de principios de los
años 80, han continuado demostrando que el invierno nuclear puede
desencadenarse con niveles de intercambio nuclear más bajos que los
considerados en los modelos originales (Toon et. Al, 2008: 37-42; Robock y
Toon, 2009). La importancia de estos nuevos estudios está simbolizada en la
revista Discover que, en 2007, solo siete años luego de haber
incluido al invierno nuclear en su lista de los “20 mayores errores
científicos” de las dos décadas anteriores, publicó un artículo titulado “El
regreso del invierno nuclear”, en el que esencialmente repudió su publicación
anterior (Saarman, 2007).
Los estudios más
recientes, motivados en parte por la proliferación nuclear, demostraron que una
hipotética guerra nuclear entre India y Pakistán, librada con 100 bombas
atómicas de 15 kilotones (del tamaño de la bomba de Hiroshima) podría producir
un número de muertes directas comparable a todas las muertes de la Segunda
Guerra Mundial, además de las muertes y sufrimiento resultantes de la hambruna
mundial a largo plazo. Las explosiones atómicas detonarían inmediatamente
tormentas de fuego de tres a cinco millas cuadradas. Las ciudades en llamas
soltarían unos cinco millones de toneladas de humo a la estratósfera, que
darían la vuelta a la Tierra en dos semanas, que no podrían ser eliminadas por
la lluvia y podrían permanecer durante más de una década. Al bloquear la luz solar,
la producción de alimentos disminuiría entre el 20 y el 40% en todo el mundo.
La capa de humo estratosférica absorbería la luz del sol, lo que calentaría a
su vez el humo a temperaturas cercanas al punto de ebullición del agua,
provocando una reducción de la capa de ozono del 20 al 50 % cerca de las zonas
pobladas y generaría aumentos de la radiación UV-B sin precedentes en la
historia de la humanidad, de manera que las personas de piel clara podrían
sufrir graves quemaduras solares en alrededor de seis minutos y los niveles de
cáncer de piel se dispararían. Mientras tanto, se estima que hasta 2.000
millones de personas morirían de hambre (Starr, 2016-17: 4-5; Robock et. Al,
2007: 1-14).
La nueva serie
de estudios sobre el invierno nuclear, publicados en las principales revistas
científicas revisadas por pares, a partir del 2007 y hasta el presente, no se
detuvo aquí. También analizaron lo que ocurriría si se produjera un intercambio
termonuclear mundial en el que participaran las cinco principales potencias
nucleares: Estados Unidos Rusia, China, Francia y el Reino Unido. Solo Estados
Unidos y Rusia, que tienen la mayor parte del arsenal nuclear mundial, tienen
miles de armas nucleares estratégicas con una potencia explosiva entre siete y
ochenta veces la de la bomba de Hiroshima (aunque algunas armas termonucleares
desarrolladas en los años 50 y 60 que han sido descontinuadas era mil veces más
potentes que la bomba atómica). El impacto en una ciudad de una sola arma
estratégica generaría una tormenta de fuego que cubriría una superficie de 233
a 394 kilómetros cuadrados. Los científicos calcularon que los incendios de un
intercambio termonuclear global a gran escala propulsarían a la estratosfera
entre 150 y 180 millones de toneladas de hollín y humo de carbono negro, que
permanecerían entre 20 y 30 años e impedirían que hasta el 70% de la energía
solar llegara al hemisferio norte y hasta el 35% al hemisferio sur. El sol del
mediodía acabaría pareciendo una luna llena a medianoche. Las temperaturas medias
globales caerían por debajo del punto de congelación todos los días durante uno
o dos años, o incluso más en las principales regiones agrícolas del hemisferio
norte. Las temperaturas medias caerían por debajo de las experimentadas en la
última Edad de Hielo. Los periodos de crecimiento de las zonas agrícolas
desaparecerían durante más de una década, mientras que las precipitaciones
disminuirían hasta un 90%. La mayor parte de la población humana moriría de
hambre (Starr, 2016-17: 5-6; Robock et. Al, 2019; Coupe et. Al, 2019: 8522-43;
Robock y Toon, 2012: 66-74; Starr, 2015).
En su libro de
1960 On Thermonuclear War [Sobre la guerra termonuclear] el
físico de la RAND Corporation, Herman Kahn, presentó la noción de “máquina del
fin del mundo”, que mataría a todos los habitantes de la Tierra en caso de una
guerra nuclear (Kahn, 2007: 145–51). Kahn no abogaba por la construcción de
dicha máquina, ni sostenía que Estados Unidos o la Unión Soviética lo hubieran
hecho o estuvieran tratando de hacerlo. Se limitó a sugerir que un mecanismo
que garantizara la no supervivencia a una guerra nuclear sería una alternativa
barata con la que alcanzar una disuasión completa e irrevocable de todas las
partes y eliminar la guerra nuclear. Como Ellsberg, él mismo ex estratega nuclear,
ha remarcado desde entonces —en línea con los científicos Carl Sagan y Richard
Turco, que ayudaron a desarrollar el modelo del invierno nuclear— los arsenales
estratégicos actuales en manos de las potencias nucleares dominantes, si se
detonan, constituyen una auténtica máquina del fin del mundo. Una vez puesta en
marcha, la máquina del fin del mundo aniquilaría casi con certeza, directa o
indirectamente, a la mayor parte de la población del planeta (Ellsberg, 2017:
18-19; Sagan y Turco, 1990: 213-19).[4]
La contrafuerza y el impulso de Estados Unidos hacia
la primacía nuclear
Desde la década
de 1960, cuando Moscú logró una paridad nuclear aproximada con Washington,
hasta la caída de la Unión Soviética, la estrategia nuclear dominante durante
la Guerra Fría estaba basada en la noción de destrucción mutua asegurada (MAD).
Este principio, que se refiere a la posibilidad de una devastación total en
ambos bandos, incluida la muerte de cientos de millones de personas, se traduce
efectivamente en la paridad nuclear. No obstante, como señalan los estudios
sobre el invierno nuclear, las consecuencias de una guerra nuclear total irían
mucho más allá, incluso extendiendo la destrucción a casi toda la vida humana
(así como la mayoría de otras especies) en la totalidad del planeta. Aun así,
ignorando las advertencias del invierno nuclear, Estados Unidos, con muchos más
recursos que la Unión Soviética, buscó trascender el MAD en la dirección de la
“primacía nuclear” estadounidense para restaurar el nivel de preeminencia
nuclear estadounidense de los primeros años de la Guerra Fría. La primacía
nuclear, como opuesta a la paridad nuclear significa
“eliminar la posibilidad de represalia”, por ello también se denomina
“capacidad del primer ataque” (Liber y Kreis, 2006: 44). Al respecto es
significativo que la postura oficial de defensa de Washington consistentemente
haya incluido la posibilidad de que Estados Unidos lleve a cabo un ataque
nuclear de primer golpe contra Estados nucleares y no nucleares.
Además de
introducir el concepto de máquina del fin del mundo, Kahn, uno de los
principales planificadores estratégicos estadounidenses, también acuñó los
términos clave de contravalor y contrafuerza (Sagan
y Turco, 1990: 215). Contravalor se refiere a atacar a
las ciudades del enemigo, la población civil y la economía y tiene como
objetivo la aniquilación completa, conduciendo a MAD. La contrafuerza,
en contraste, se refiere a atacar las instalaciones de armas nucleares del
enemigo para evitar represalias.
Cuando la
estrategia de contrafuerza fue originalmente introducida por Robert McNamara,
el secretario de Defensa de Estados Unidos en el gobierno de John F. Kennedy,
fue vista como una estrategia de “no ciudades” que atacaría las armas nucleares
del oponente en lugar de la población civil y desde entonces a veces se ha
justificado falazmente en esos términos. Sin embargo, McNamara pronto se
dio cuenta de los defectos de la estrategia de contrafuerza, a saber, que
provoca una carrera armamentística nuclear dirigida hacia alcanzar o negar la
primacía nuclear. Más aún, la noción de que un ataque de contrafuerza
“preventivo” no implicaba ataques a las ciudades era incorrecta desde el
principio, porque los blancos incluían centros de mando nucleares en las
ciudades. Por lo tanto, abandonó el esfuerzo enseguida a favor de una
estrategia nuclear basada en MAD, que consideró el único enfoque verdadero para
la disuasión nuclear (Correll, 2005; Ellsberg, 2017: 120-23, 178-79.).
Esta estrategia
nuclear estadounidense prevaleció durante la mayor parte de las décadas de 1960
y 70 y se caracterizó por la aceptación de una paridad nuclear aproximada con la
Unión Soviética y así la posible realidad de la MAD. Sin embargo, esto se
rompió en el último año del gobierno de Jimmy Carter. En 1979, Washington
presionó a la OTAN para que permitiera el emplazamiento en Europa de misiles
nucleares de crucero y Pershing II, ambas armas de contrafuerza dirigidas
contra el arsenal nuclear soviético, una decisión que inflamó el movimiento
antinuclear europeo (Magdoff y Sweezy, 1981: 4; Barnet, 1984: 461-62). Durante
el siguiente gobierno estadounidense, el de Ronald Reagan, Washington adoptó
por completo la estrategia de contrafuerza (Correll, 2005). La administración
Reagan introdujo la Guerra de las Galaxias dirigida a desarrollar un sistema de
misiles antibalísticos completo, capaz de defender el territorio estadounidense.
Aunque esto fue posteriormente abandonado por impráctico, igualmente llevó a
otros sistemas de misiles antibalísticos en posteriores gobiernos (Pifer,
2015). Además, durante el gobierno de Reagan, el gobierno de EE. UU. presionó
el misil Mx (que luego se conocería como el Pacificador), visto como un arma de
contrafuerza capaz de destruir los misiles soviéticos antes de ser lanzados.
Todas estas armas amenazaban con la “decapitación” de las fuerzas soviéticas en
un primer ataque, así como la capacidad de interceptar con sistemas de misiles
antibalísticos los pocos misiles soviéticos que hubieran sobrevivido (Roberts,
2020; Correll, 2005). Las armas de contrafuerza requerían mayor precisión ya
que no eran concebidas para atacar ciudades como en los ataques de
“contravalor”, sino para apuntar con precisión a silos de misiles endurecidos,
misiles terrestres móviles, submarinos nucleares y centros de comando y
control. Fue aquí, en las armas de contrafuerza, que Estados Unidos tuvo una
ventaja tecnológica.
Esta gran
acumulación de armas nucleares, que comenzó en 1979 con el despliegue
planificado en Europa de sistemas de lanzamiento de misiles con ojivas
nucleares, generó las grandes protestas contra la guerra nuclear de la década
de 1980 en Europa y Norteamérica, así como la crítica de Thompson del
exterminismo y la investigación científica sobre el invierno nuclear. No
obstante, actualmente “la contrafuerza sigue siendo el principio sacrosanto de
la estrategia nuclear estadounidense” encaminada hacia la primacía nuclear, en
palabras de Janne Nolan de la Asociación de Control de Armas (Nolan cit. en
Correll, 2005).
Con la
disolución de la URSS en 1991 y el fin de la Guerra Fría, Washington comenzó
inmediatamente el proceso de traducir su nueva posición unipolar en una visión
de supremacía permanente de Estados Unidos en todo el mundo, comenzando con
la Defense Policy Guidance [Guía de Política de Defensa]
de 1992 lanzada por el Subsecretario de Defensa Paul Wolfowitz (“Excerpts from
Pentagon’s Plan…”, 1992). Esto debía llevarse a cabo mediante una expansión
geopolítica de las zonas de dominio occidental a regiones que antes formaban
parte de la Unión Soviética o estaban dentro de su esfera de influencia, con el
fin de frustrar el resurgimiento de Rusia como gran potencia. Al mismo tiempo,
en un clima de desarme nuclear y con el deterioro de la fuerza nuclear rusa en el
gobierno de Boris Yeltsin, EE. UU. procuró “modernizar” sus armas nucleares,
reemplazándolas con armamento estratégico más avanzado tecnológicamente no para
mejorar la disuasión, sino para lograr la primacía nuclear (Lieber y Press,
2006: 45-48).
La búsqueda
estadounidense de primacía nuclear en el mundo de la posguerra fría mediante el
fomento de armas de contrafuerza fue conocida como la estrategia “maximalista”
en los debates sobre política nuclear de la época y se oponían a ella los que
abogaban por una estrategia “minimalista” basada en la MAD. Al final, los
maximalistas ganaron y el Nuevo Orden Mundial fue definido tanto por la
ampliación de la OTAN, con Ucrania vista como el último pivote geopolítico y
estratégico, como por la búsqueda de Estados Unidos de un objetivo maximalista
de dominio nuclear absoluto y capacidad de primer ataque (Paulsen, 1994: 84;
Mazarr, 1992: 185, 190-94; Brzezinski, 1997: 46).
En 2006, Keir
A. Lieber y Daryl G. Press, publicaron el artículo “The Rise of U.S. Nuclear
Primacy” [El auge de la primacía nuclear de Estados Unidos]
en Foreign Affairs, la revista insignia del Consejo de
Relaciones Exteriores. En este artículo, que se convirtió en un hito, los
autores sostuvieron que EE. UU. estaba “a punto de alcanzar la primacía nuclear”
o capacidad de primer ataque, y que este había sido su objetivo al menos desde
el final de la Guerra Fría. Como dijeron, “el peso de la evidencia sugiere que
Washington está, de hecho, buscando deliberadamente la primacía nuclear”
(Lieber y Press, 2006: 43, 50).
Lo que puso esa
capacidad de primer ataque aparentemente al alcance de Washington fue el nuevo
armamento nuclear asociado a la modernización nuclear que, en todo caso, se
aceleró tras la Guerra Fría. Armas como los misiles crucero con armamento
nuclear, submarinos nucleares con capacidad de lanzar misiles cerca de la costa
y los bombarderos furtivos B-52 de vuelo bajo que llevan tanto misiles crucero
con armamento nuclear como bombas nucleares de gravedad, podían penetrar con
mayor eficacia las defensas rusas o chinas. Misiles balísticos
intercontinentales más precisos podrían eliminar completamente los silos de
misiles reforzados. Una vigilancia mejorada podría permitir el rastreo y la
destrucción de misiles terrestres móviles y submarinos nucleares. Mientras
tanto, los misiles Trident II D-5 más precisos, que se estaban introduciendo en
los submarinos nucleares estadounidenses, llevaban ojivas de mayor rendimiento
para utilizarlas en los silos reforzados. La tecnología de sensores remotos más
avanzada en la que Estados Unidos ha llevado la delantera y ha mejorado
enormemente su capacidad de detectar misiles terrestres móviles y submarinos
nucleares. La capacidad de apuntar a los satélites de otras potencias nucleares
podría debilitar o eliminar su capacidad de lanzar misiles nucleares (Ibid.:
45).
El
emplazamiento de armas estratégicas en países recientemente admitidos en la
OTAN y cerca o en las fronteras rusas serviría para aumentar la velocidad con
la que las armas nucleares podrían alcanzar Moscú y otros objetivos rusos, sin
dar tiempo al Kremlin para reaccionar. Las instalaciones de defensa contra
misiles balísticos Aegis que Estados Unidos estableció en Polonia y Rumania son
también potenciales armas ofensivas capaces de lanzar misiles cruceros Tomahawk
con armamento nuclear (Detsch, 2022; Baud, 2022; Starr, 2021).[5] Las
instalaciones de defensa antimisiles nucleares, útiles sobre todo en el caso de
contrarrestar la retaliación a un primer ataque de EE. UU., podrían derribar un
número limitado de misiles que hubieran sobrevivido y fueran lanzados al otro
lado, pero estos sistemas antimisiles balísticos serían ineficaces ante un
primer ataque ya que se verían desbordados por la gran cantidad de misiles y
señuelos. Además, en las últimas décadas, Estados Unidos ha desarrollado un
gran número de armas aeroespaciales no nucleares de alta
precisión para ser utilizadas en un ataque de contrafuerza contra misiles o
instalaciones de comando y control del enemigo que son comparables a las armas
nucleares en sus efectos de contrafuerza, debido a la precisión de los
objetivos basados en los satélites (Sankaran, 2022).
De acuerdo a lo
que Lieber y Press escribieron en 2006, “las probabilidades de que Beijing
adquiera en la próxima década una fuerza nuclear disuasoria capaz de sobrevivir
son escasas” y la capacidad de supervivencia de la fuerza disuasoria soviética
estaba en cuestión de cara a un primer ataque estadounidense masivo. “Lo que
nuestros analistas sugieren es profundo: los líderes rusos ya no pueden contar
con un disuasor nuclear sobrevivible”. Como señalan, Estados Unidos estaba
“buscando la primacía en todas las dimensiones de la tecnología militar
moderna, tanto en su arsenal convencional como en sus fuerzas nucleares”, algo
conocido como “dominio en escalada” (Ibid.: 48-49, 52-53; Lieber y Press,
2017).[6]
La firma del
Nuevo Tratado Estratégico para la Reducción de Armas Estratégicas o New START
(Nuevo Comienzo, por su sigla en inglés) entre Estados Unidos y Rusia en 2010, aunque
limitó las armas nucleares, no impidió una carrera hacia la modernización de
las armas de contrafuerza que podrían permitir a una parte destruir el
armamento de la otra. De hecho, limitar el número de armas nucleares permitidas
hizo más factible el fortalecimiento de la estrategia de contrafuerza. En este
ámbito, EE. UU. tenía la ventaja, ya que una de las tres bases principales para
la capacidad de supervivencia de un arsenal nuclear de represalia (junto con el
reforzamiento de sitios de misiles terrestres y el ocultamiento) es el gran
número y por tanto, la redundancia de dichas armas (Lieber y Press, 2017:
16-17). Con la primacía nuclear como el objetivo fijado en Washington, Estados
Unidos comenzó a retirarse unilateralmente de los principales tratados
nucleares establecidos en la Guerra Fría. En 2002, en el gobierno de George W.
Bush, se retiró unilateralmente del Tratado de Misiles Antibalísticos. En 2019,
en el gobierno de Donald Trump, se retiró del Tratado de Fuerzas Nucleares de
Alcance Intermedio, alegando que Rusia lo había violado. En 2020, de nuevo en
el gobierno de Trump, se retiró del Tratado de Cielos Abiertos (que ponía
límites a los vuelos de reconocimiento sobre otros países); a esto le siguió la
retirada de Rusia en 2021. Hay pocas dudas de que retirarse de estos tratados
fue favorable a Washington, porque le permite ampliar sus opciones de
contrafuerza en su búsqueda de la primacía nuclear.
Dada la
búsqueda de Estados Unidos de dominio nuclear global, Rusia ha intentado
modernizar su sistema de armas nucleares en las dos últimas décadas, aunque se
encuentra en clara desventaja en términos de capacidad de contrafuerza. Por lo
tanto, su estrategia nuclear fundamental está determinada por el temor a un
primer ataque de Estados Unidos, que pudiera eliminar efectivamente su
disuasión nuclear y su capacidad de represalia. Por ello, se ha esforzado por
reestablecer una disuasión creíble. Como escribió Cynthia Roberts del Instituto
de Guerra y Paz de la Universidad de Columbia en Revelations About
Russia’s Nuclear Deterrence Policy [Revelaciones sobre la política
de disuasión nuclear de Rusia] en 2020, los rusos perciben las mejoras
estadounidenses de sus fuerzas estratégicas, tanto convencionales como
nucleares, como parte de un esfuerzo continuo por “acosar la disuasión nuclear
rusa y negar a Moscú una opción viable de segundo ataque”, eliminando
efectivamente su disuasión nuclear por completo vía “decapitación” (Roberts,
2020; Sankaran, 2022). Mientras EE. UU. ha adoptado una postura de “defensa”
nuclear máxima amenazando un “primer uso nuclear y escalada escalonada” en la
que mantiene el dominio en cada nivel de escalada, esto se compara con el
enfoque de Rusia de “guerra total si la disuasión falla”, al mismo tiempo que
continúa confiando sobre todo en la MAD (Arbatov, 2016; Roberts, 2015).
Sin embargo, en
los últimos años, Rusia y China han dado saltos adelante en tecnología y
sistemas de armas estratégicas. Para contrarrestar los intentos de Washington
de desarrollar la capacidad de primer ataque y neutralizar su capacidad de
disuasión nuclear, tanto Moscú como Beijing han recurrido a sistemas de armas
estratégicas asimétricos para contraponerse a la superioridad estadounidense en
defensa antimisiles y objetivos de alta precisión. Los sistemas de misiles
balísticos intercontinentales son vulnerables porque, aunque alcancen
velocidades hipersónicas —usualmente definidas como Mach 5 o cinco veces o más
la velocidad del sonido—, cuando reingresan en la atmósfera siguen un arco que
constituye una trayectoria balística predecible, como una bala. Por lo tanto,
carecen de sorpresa, sus blancos son predecibles y en teoría pueden ser
interceptados por misiles antibalísticos. Los silos de misiles reforzados que
albergan misiles balísticos intercontinentales también son blancos distintivos
que ahora son más vulnerables, debido a los misiles nucleares y no nucleares
estadounidenses de alta precisión y guiados por satélite. Frente a estas
amenazas de contrafuerza contra sus elementos básicos de disuasión, Rusia y
China se han adelantado a Estados Unidos en el desarrollo de misiles
hipersónicos que pueden maniobrar aerodinámicamente para esquivar las defensas
antimisiles y evitar que el adversario conozca el blanco final previsto. Rusia
ha desarrollado un misil hipersónico llamado Kinzhal que tiene la fama de
alcanzar Mach 10 o más por sí solo, y otra arma hipersónica, Avangard, que está
impulsada por un cohete y puede alcanzar la asombrosa velocidad de Mach 27.
China tiene un misil crucero hipersónico “waverider” [montaolas] que alcanza
Mach 6. Tomando prestado del folklore tradicional chino, se lo conoce como
“maza de asesino”, un arma eficaz contra un adversario mucho mejor armado
(Stone, 2020: 176-96; Brito, 2022). Rusia y China, por su parte, han estado desarrollando
armas antisatélite “contraespaciales” diseñadas para eliminar la ventaja de EE.
UU. en armas nucleares y no nucleares de alta precisión (Sankaran, 2022; Lieber
y Press, 46-48).[7]
La supuesta
primacía nuclear ha permanecido justo fuera del alcance de Washington dada la
destreza tecnológica de las otras potencias nucleares. Además, una carrera
armamentística nuclear espoleada por una estrategia de contrafuerza es
fundamentalmente irracional, ya que amenaza una conflagración termonuclear
global con consecuencias mucho mayores que las previstas en un escenario MAD
con sus cientos de millones de muertes en ambos lados. El invierno nuclear
significa que, en un intercambio nuclear global, todo el planeta quedaría
envuelto en el humo y el hollín que rodearían la estratósfera, matando a casi
toda la humanidad.
Dada esta
realidad, la postura nuclear de Estados Unidos, que se basa en la noción de
prevalecer en una guerra nuclear total, es particularmente peligrosa ya que
niega el papel de las tormentas de fuego en las ciudades y por tanto los
efectos del humo que se elevaría a la atmósfera superior y bloquearía la mayor
parte de los rayos solares. La búsqueda de la primacía nuclear, por lo tanto,
conduce de la MAD a la madness [locura] (Johnstone, 2017,
272-86). Como escribe Ellsberg:
La
esperanza de evitar con éxito la aniquilación mutua por un ataque decapitador
ha sido siempre tan infundada como cualquier otra. La conclusión realista sería
que un intercambio nuclear entre Estados Unidos y los soviéticos (rusos) era —y
es— prácticamente una catástrofe sin paliativos, no solo para las dos partes,
sino para el mundo (…) [Los responsables políticos] han elegido actuar como si
creyeran (y tal vez crean realmente) que tal amenaza no es lo que es: una
disposición a desencadenar el omnicidio global (2017: 307).[8]
La Nueva Guerra Fría y el teatro europeo
En “Notas sobre
el exterminismo” y en su posición general como uno de los líderes del
Movimiento por el Desarme Nuclear Europeo en los años 80, Thompson argumentaba
que la acumulación de armas nucleares en Europa que se estaba produciendo en
ese momento era un producto de las máquinas militares y de los imperativos
tecnológicos: “se produce con independencia del flujo y reflujo de la
diplomacia internacional, si bien se produce un avance por cada crisis y por
cada innovación del ‘enemigo’” (Thompson, 1982: 72). Su argumento formaba parte
de una estrategia para unir a los movimientos pacifistas de Oriente y Occidente
contra sus respectivas élites basándose en la premisa de que la acumulación
nuclear era un producto de ambos bandos. Sin embargo, a este respecto,
desmintió sus propias pruebas, que apuntaban a la agresiva acumulación nuclear
de armas de contrafuerza por parte de Washington y al emplazamiento de armas
estratégicas en Europa dirigidas a la Unión Soviética. En el artículo de Harry
Magdoff y Paul M. Sweezy titulado «Nuclear Chicken» [Gallina nuclear] en el
número de septiembre de 1982 (3-6) de Monthly Review, se desafía
esta parte del argumento de Thompson, señalando no solo las expansiones
estratégicas de la OTAN bajo el mando de Estados Unidos, sino el hecho de que
el orden imperial estadounidense dependía mucho de amenazas creíbles de
primeros ataques dirigidos a otros países, tanto nucleares como no nucleares.
En la
introducción a la edición estadounidense de Protest and Survive [Protesta
y supervivencia] editado por Thompson y Dan Smith en 1981 (1-26), Ellsberg
enumeró una larga serie de instancias documentadas, comenzando en 1949, en las
cuales Estados Unidos utilizó amenazas de primeros ataques nucleares para
presionar a otros países (nucleares y no nucleares) para que retrocedieran con
el objetivo de lograr sus fines imperiales. Solo entre 1945 y 1996, se
documentaron 25 casos de amenazas nucleares, aunque se han producido otros
desde entonces (Ellsberg, 2017: 319-22). En este sentido, el uso de la guerra
nuclear como amenaza está incluido en la estrategia estadounidense. El
desarrollo de la primacía nuclear a través de las armas de contrafuerza hizo
posible que dichas amenazas pudieran volver a dirigirse de forma creíble
incluso a las principales potencias nucleares como Rusia y China. Magdoff y
Sweezy denominaron a este planteamiento un juego de “gallina nuclear”, en el
que Estados Unidos era el jugador más agresivo.
La gallina
nuclear no acabó con la Guerra Fría. El estado de seguridad nacional de Estados
Unidos —influenciado por figuras clave como Zbigniew Brzezinski, asesor de
seguridad nacional de Carter y uno de los principales arquitectos de la
expansión de la OTAN tras la Guerra Fría— siguió buscando la hegemonía
geopolítica definitiva sobre Eurasia a la que se refería como el “gran tablero
de ajedrez”. El jaque mate, según Brzezinski, consistiría en incorporar a
Ucrania a la OTAN como una alianza nuclear estratégica (aunque Brzezinski
cuidadosamente excluyó el aspecto nuclear al presentar su estrategia
geopolítica), lo que supondría el fin de Rusia como una gran potencia y
posiblemente llevaría a su desintegración en varios Estados, marcando así la
supremacía de Estados Unidos sobre todo el planeta (1997: 46, 92-96, 103). Este
intento de convertir el poder unipolar de EE. UU. después de la Guerra Fría en
un imperio mundial permanente requería la expansión de la OTAN hacia el este, que
comenzó en 1997 durante el gobierno de Bill Clinton, anexionando gradualmente a
la Alianza Atlántica prácticamente todos los países entre Europa Occidental y
Ucrania, con este último como el premio final y una daga en el corazón de Rusia
(The Editors, 2022). En este caso se produjo una especie de unidad entre la
estrategia de expansión de la OTAN dirigida por Estados Unidos y el impulso de
Washington por la primacía nuclear que procedió casi al unísono.
No debería
sorprender a nadie el hecho de que Rusia se viera obligada a considerar la
cuestión de su propia seguridad nacional de cara al intento de la OTAN de
expandirse militarmente hacia Ucrania. Una década después de la expansión de la
OTAN, que ya incluía 11 países que antes formaban parte del Pacto de Varsovia o
de la URSS, y solo un año después de que se pusiera de manifiesto la casi
primacía nuclear de Estados Unidos en Foreign Affairs, el
presidente ruso Vladimir Putin sorprendió al mundo declarando inequívocamente
en la Conferencia de Seguridad de Munich en 2007 que “el modelo unipolar no
solo es inaceptable, sino imposible en el mundo actual” (Johnstone, 2017: 277).
Sin embargo, consistente con su estrategia de largo plazo de extenderse hacia
lo que Brzezinski había llamado el “pivote geopolítico” de Eurasia, debilitando
así fatalmente a Rusia, en 2008 la OTAN declaró abiertamente en su Cumbre de
Bucarest que planeaba traer a Ucrania a la alianza militar-estratégica
(nuclear).
En 2014, el
golpe de Estado de Maidan en Ucrania, promovido por Estados Unidos, derrocó al
presidente democráticamente elegido, e impuso en su lugar a un líder elegido
por la Casa Blanca, poniendo a Ucrania en manos de las fuerzas
ultranacionalistas de derecha. La respuesta de Rusia fue incorporar Crimea a su
territorio, tras un referéndum que dio a la población de Crimea
—predominantemente rusófona, que se consideraba a sí misma independiente y no
parte de Ucrania— la posibilidad de escoger entre permanecer en Ucrania o
unirse a Rusia. El golpe (o “revolución de colores”) condujo a que Kiev reprima
violentamente a las poblaciones de habla rusa de la región de Donbass en
Ucrania, resultando en la guerra civil ucraniana entre Kiev (apoyado por
Washington) y las repúblicas separatistas rusófonas de Donetsk y Lugansk
(apoyadas por Moscú). La guerra civil ucraniana —que causó más de 14.000
muertes entre 2014 y comienzos de 2022— ha continuado a rajatabla durante los
ocho años siguientes, a pesar de la firma de los acuerdos de paz de Minsk en
2014, destinados a poner fin al conflicto y dar autonomía a las repúblicas del
Donbass dentro de Ucrania. En febrero de 2022, Kiev había concentrado 130.000
efectivos en las fronteras del Donbass en el este de Ucrania, disparando contra
Donetsk y Lugansk (The Editors, 2022; Johnstone, 2022; Mearsheimer, 2022).
A medida que la
crisis ucraniana se agravaba, Putin insistía en una serie de líneas rojas de
Rusia relacionadas con las necesidades esenciales de seguridad del país,
consistentes en:
- Adhesión a los acuerdos de Minsk (elaborados por Rusia, Ucrania,
Francia y Alemania y firmados por las repúblicas populares de Donbass y
con el respaldo del Consejo de Seguridad de la ONU), garantizando así la
autonomía y la seguridad de Donetsk y Lugansk.
- Fin de la militarización de Ucrania por parte de la OTAN.
- Un acuerdo para que Ucrania permanezca fuera de la OTAN (Episkopos,
2021; Associated Press, 2021).
La OTAN, urgida
por Estados Unidos, siguió cruzando todas estas líneas rojas, proporcionando
cada vez más ayuda militar a Kiev en su guerra contra las repúblicas del
Donbass, en lo que Rusia interpretó como un intento de facto por incorporar a
Ucrania en la OTAN.
El 24 de
febrero de 2022, Rusia intervino en la guerra civil ucraniana del lado de
Donbass, atacando a las fuerzas militares del gobierno de Kiev. El 27 de
febrero, Moscú puso sus fuerzas nucleares en alerta máxima por primera vez
desde el fin de la Guerra Fría, enfrentando al mundo con la posibilidad de un
holocausto nuclear global, esta vez entre grandes potencias capitalistas en
competencia. Figuras en Washington como el senador Joe Manchin III (demócrata,
estado de Virginia Occidental) han apoyado la idea que Estados Unidos imponga
una zona de exclusión aérea en Ucrania, lo que significaría derribar aviones
rusos, lo que con toda probabilidad desembocaría en una Tercera Guerra Mundial
(Broadwater y Cameron, 2022).
Exterminismo en dos direcciones
Es común
reconocer actualmente que el cambio climático representa una amenaza
existencial global que pone en peligro la propia supervivencia de la humanidad.
Nos enfrentamos a una situación en la que la continua expansión del capitalismo
basada en la quema de cantidades cada vez mayores de combustibles fósiles
apunta a la posibilidad —incluso probabilidad, si el sistema de producción no
se modifica radicalmente en materia de décadas— de la caída de la civilización
industrial, poniendo en cuestión la supervivencia de la humanidad. Este es el
significado del exterminismo ambiental en nuestro tiempo. Según el Grupo
Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) de la ONU, es
necesario alcanzar emisiones netas cero de dióxido de carbono en 2050 para que
el mundo tenga una esperanza razonable de mantener las temperaturas medias
globales por debajo de 1,5°C, o muy por debajo de 2°C. No conseguirlo es
invitar a la devastación de la tierra como un hogar seguro para la humanidad e
innumerables otras especies.
El cambio
climático forma parte de una crisis ecológica planetaria más general asociada
con haber cruzado nueve límites planetarios, entre los que se encuentran —más
allá del propio cambio climático— los relacionados con la extinción de las
especies, el agotamiento del ozono estratosférico, la acidificación de los
océanos, la alteración de los ciclos del nitrógeno y del fósforo, la pérdida de
bosques y cobertura vegetal, el declive de las fuentes de agua dulce asociadas
con la desertificación, la carga de aerosoles atmosféricos y la introducción de
nuevas entidades como nuevos productos químicos sintéticos y nuevas formas
genéticas (Stephen, 2015: 736-46). A esto hay que añadir el surgimiento de
nuevas zoonosis, como la pandemia de COVID-19, que resultan principalmente de
la transformación de la relación de los seres humanos con el medio ambiente,
espoleada por los agronegocios (Wallace, 2020).
Sin embargo, no
hay duda de que el cambio climático está en el centro de la crisis ecológica
actual. Al igual que el invierno nuclear, supone una amenaza para la
civilización y la continuidad de la especie humana. En sus informes de 2021-22
sobre la ciencia física del cambio climático y sus impactos, el IPCC nos dice
que el escenario más optimista, aunque aleja el cambio climático irreversible,
sigue siendo el de una creciente catástrofe global en las próximas décadas. Es
necesario actuar de inmediato para proteger la vida y las condiciones de vida
de cientos o quizá miles de millones de personas que se verán expuestas a
eventos climáticos extremos de un tipo que la civilización mundial nunca ha
visto antes (IPCC, 2021, 2022). Para contrarrestar esto se requiere el mayor
movimiento de trabajadorxs y de pueblos que el mundo haya visto jamás
para restaurar las condiciones que permitan su existencia, que han sido
usurpadas por el régimen del capital y para reestablecer un mundo ecológicamente
sostenible y basado en una igualdad sustantiva.[9]
Irónicamente,
el informe 2022 del IPCC, cuyo objetivo era llamar la atención del mundo hacia
la naturaleza catastrófica de la crisis climática actual, fue publicado el 28
de febrero de 2022, cuatro días después de la entrada de Rusia en la guerra
civil ucraniana desafiando a la OTAN, lo que provocó una creciente preocupación
sobre la posibilidad de un intercambio termonuclear global. Así, la atención
mundial se vio desviada de la consideración de una amenaza existencial global
que pone el peligro a toda la humanidad, el omnicidio del carbono, por
la súbita reaparición de otra, el omnicidio nuclear.
Mientras el
mundo dirigía su atención a la posibilidad de una guerra entre las principales
potencias nucleares, la real escala planetaria de la amenaza nuclear, tal como
la entiende la ciencia en términos de invierno nuclear, estaba ausente de la
escena. El calentamiento global y el invierno nuclear, aunque surjan de formas
diferentes, están estrechamente relacionados en términos climáticos, lo que
demuestra que el mundo está a punto de destruir la mayoría de las habitantes en
la Tierra de una u otra forma: un calentamiento global que conduzca a un punto
de no retorno para la humanidad, y/o la muerte de cientos de millones por fuego
nuclear, seguido de días y meses de enfriamiento global (invierno nuclear) y la
exterminación de la mayoría del resto de la población mundial por inanición. Al
igual que las potencias niegan en gran medida todas las implicaciones
destructivas del cambio climático que amenaza la existencia misma de la
humanidad, también niegan todos los efectos planetarios de la guerra nuclear,
que, según las investigaciones científicas sobre el invierno nuclear,
aniquilaría efectivamente a la población de todos los continentes. Además, si
el calentamiento global aumenta hasta el punto de desestabilizar la
civilización mundial, algo que los científicos naturales predicen que podría
ocurrir si las temperaturas medias globales aumentan en 4°C, la competencia
entre los Estados nacionales capitalistas aumentará, incrementando así el
riesgo de una conflagración nuclear y, por tanto, del invierno nuclear
(Ellsberg, 2017: 18).
Nos enfrentamos
hoy a una elección entre el exterminismo y el imperativo ecológico
humano (Thompson, 1982: 105). El agente causal de las dos crisis
existenciales mundiales que ahora amenazan a la especie humana es el mismo: el
capitalismo y su búsqueda irracional por aumentar exponencialmente la
acumulación de capital y el poder imperial en un entorno global limitado. La
única respuesta posible a esta amenaza ilimitada es un movimiento
revolucionario universal basado en la ecología y en la paz, que se aleje de la
actual destrucción sistemática de la Tierra y sus habitantes y se dirija hacia
un mundo de igualdad sustantiva y sostenibilidad ecológica: a saber, el
socialismo.
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Notas
[1] Publicado en New Left Review 121
en 1980. Las citas en el presente artículo están tomadas de la traducción al
español, hecha por la revista Mientras Tanto en 1982. Ver
también Thompson et al., Exterminism and the Cold War, y E. P.
Thompson y Dan Smith, ed., Protest and Survive.
[2] Para un breve análisis de los acontecimientos
que condujeron a la actual guerra de Ucrania, véase The Editors, “Notes from
the Editors”, Monthly Review 73, no. 11, abril 2022.
[3] La no inclusión de la principal causa de muerte
por armas termonucleares dirigidas a las ciudades, es decir, las tormentas de
fuego, está profundamente arraigada en el Pentágono. La guía práctica
desclasificada sobre el arsenal y la gestión de las armas nucleares publicada
por el Departamento de Defensa de EE. UU. incluye más de veinte páginas sobre
los efectos de una explosión de armas nucleares en una ciudad sin una sola
mención a las tormentas de fuego (2008: 135-58).
[4] En este caso, la máquina del fin del mundo no
debe confundirse con la versión de la máquina del fin del mundo (o máquina del
apocalipsis) de la película Strangelove de Stanley Kubrick.
Sin embargo, la película de Kubrick se basó en la noción de Kahn y conserva un
significado concreto en el contexto de la realidad nuclear contemporánea. Véase
Ellsberg, The Doomsday Machine, 18-19.
[5] Rusia también está preocupada por la posible
reintroducción de los misiles balísticos intermedios Pershing II en Europa.
[6] Un elemento clave de la disuasión nuclear de
Beijing es reducir la firma acústica o el nivel de ruido de sus submarinos
nucleares. En 2011, se creía que China tardaría décadas en reducir la firma
acústica de sus submarinos lo suficiente como para sobrevivir a un primer
ataque estadounidense. Sin embargo, en menos de una década, China hizo avances
significativos hacia ese objetivo (Lieber y Press, 2017: 47; Larson, 2020;
Riqiang, 2011: 91-120). El artículo de Lieber y Press dio lugar a críticas de
su análisis tanto por parte de Rusia como de China, y también sirvió para
generar preocupaciones en estos Estados que llevaron a la reactivación y
modernización de sus capacidades nucleares. Sin embargo, la amenaza que supone
el afán de primacía nuclear de Estados Unidos sigue acechando a los
planificadores estratégicos rusos y chinos. Ver también Lieber y Press, 2016:
31-42.
[7] Rusia y China hacen hincapié en el desarrollo de
estrategias y tecnologías de «contramedidas» para eludir los ataques de
contrafuerza a la disuasión nuclear de una nación, dado el liderazgo de Estados
Unidos en materia de contrafuerza.
[8] En la actualidad, en los círculos estratégicos
estadounidenses se vuelve a hablar de una capacidad de primer ataque de «pocas
bajas» o de «decapitación» por parte de Estados Unidos, lo que parecería hacer
menos probables las tormentas nucleares (Lieber y Press, 2017: 27-32).
[9] De hecho, esta conclusión es coherente con la
evaluación original de los científicos en la parte 3 (sobre la mitigación)
del Sixth Assessment Report on Climate Change del IPCC de la
ONU. La evaluación de los científicos Summary For Policymakers del Sixth
Assessment Report on Climate Change, parte 3, se filtró en agosto de 2021,
meses antes de su publicación final en abril de 2022. El Summary For
Policymakers de la parte 3 publicado (conocido como el Informe de
evaluación de los gobiernos) fue severamente censurado y reescrito por los
gobiernos, borrando las principales conclusiones sobre mitigación
proporcionadas por los científicos. Véase The Editors, «Notes from the Editors»,
Monthly Review (junio de 2022), https://monthlyreview.org/2022/06/01/mr-074-02-2022-06_0/
Artículo publicado en la revista Tricontinental,
reproducido con licencia creative commons. El primer artículo se puede
leer aquí, el
segundo aquí y el
tercero aquí.
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