viernes, 22 de agosto de 2025
Cómo murió la democracia occidental
Hoy, la democracia
se ha erosionado, reemplazada por un sistema que favorece a la oligarquía. Las
crisis económicas, sociales y geopolíticas han amplificado esta tendencia, y la
represión y la manipulación se justifican como defensas de la democracia.
TOPOEXPRESS
Cómo murió la democracia occidental
El Viejo Topo
22 agosto,
2025
En Alemania, la
policía registró recientemente los domicilios de cientos de ciudadanos acusados
de insultar a políticos o publicar discursos de odio en la red. En Francia, la
fiscalía abrió una investigación penal contra la plataforma X de Elon Musk, acusándola
de injerencia extranjera mediante la manipulación de algoritmos y la difusión
de discursos de odio. Esto se produjo tras el registro policial de la sede de
la Agrupación Nacional, el principal partido de la oposición francesa, tras la
apertura de una nueva investigación sobre financiación de campañas, tan solo
unos meses después de que Marine Le Pen, exlíder del partido, fuera condenada a
cinco años de inhabilitación por malversación de fondos de la UE.
En el Reino
Unido, más de 100 personas han sido arrestadas simplemente por llevar carteles
que decían «Me opongo al genocidio, apoyo a Acción Palestina», una organización
recientemente prohibida por terrorismo. Mientras tanto, en Estados Unidos, el
gobierno de Trump está implementando una amplia represión de la libertad de
expresión, en particular contra las críticas a Israel.
Estos casos no
son excepciones, sino síntomas de una deriva más profunda y sistémica hacia el
autoritarismo. En Occidente, la censura se ha convertido en una práctica
habitual, la disidencia se criminaliza cada vez más, la propaganda es cada vez
más descarada y los sistemas judiciales se utilizan como armas para silenciar a
la oposición. En los últimos meses, esta tendencia ha degenerado en ataques
directos a las instituciones democráticas fundamentales: en Rumanía, por
ejemplo, se anularon unas elecciones completas por haber producido un resultado
erróneo, y otros países están considerando medidas
similares.
Oficialmente,
todo esto se hace «para defender la democracia». En realidad, el objetivo es
claro: permitir que las clases dominantes mantengan el poder ante un colapso
histórico de su legitimidad.
Si tienen
éxito, Occidente entrará en una nueva era de democracia controlada, o nominal.
Si fracasan, y en ausencia de una alternativa coherente, el vacío podría
allanar el camino a la inestabilidad, el malestar social y las crisis
sistémicas. En cualquier caso, el futuro de la democracia occidental se
presenta sombrío.
Las
advertencias sobre este repliegue democrático verticalista no son nuevas. En el
año 2000, el politólogo británico Colin Crouch acuñó el término «posdemocracia»
para describir el hecho de que la democracia en Occidente, si bien conservaba
sus aspectos formales, se había convertido en una fachada vacía de sustancia.
Según Crouch, las elecciones se habían convertido en espectáculos controlados,
organizados por profesionales de la persuasión dentro de un consenso neoliberal
compartido —promercado, proempresarial, proglobalización— que ofrecía a los
votantes escasas opciones en cuestiones políticas o económicas fundamentales.
Crouch escribía
en el umbral de lo que Francis Fukuyama llamó «el fin de la historia»: la
victoria global de la democracia liberal occidental, sellada con la caída del
Muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría. El argumento central de Fukuyama era
que, a partir de entonces, no habría ningún desafío real para la democracia
liberal y el capitalismo de mercado, considerados la cúspide del desarrollo
social.
Durante un
tiempo, la predicción resultó acertada. La histórica derrota del socialismo
había reducido drásticamente el espacio ideológico en Occidente, impidiendo
cualquier desafío estructural al capitalismo y favoreciendo un modelo de
gobernanza tecnocrático y despolitizado, sustentado en el mantra «TINA» (No hay
alternativa): centralidad del mercado, responsabilidad individual y
globalización.
Las protestas
de izquierda de principios de la década de 2000 —contra la globalización o la
guerra de Irak— no lograron materializarse en una fuerza política formal. De
hecho, gran parte de la izquierda posguerra fría, tras abandonar la lucha de
clases en favor de un identitarismo liberal-cosmopolita, terminó legitimando
diversas formas de «neoliberalismo progresista»: una mezcla de retórica
pseudoprogresista y políticas económicas neoliberales.
A nivel
geopolítico, la hegemonía estadounidense le ha permitido imponer un «nuevo
orden mundial» unipolar. Mientras tanto, profundas transformaciones económicas
han golpeado el corazón de Occidente: el declive de la manufactura tradicional
y el pacto fordista-keynesiano, reemplazados por una economía de servicios y un
trabajo fragmentado y precario. En la mayoría de los países occidentales, el
empleo manufacturero ha caído entre un 30 % y un 50 %, fragmentando a la clase
trabajadora como entidad política unificada.
Esta tendencia
histórica se vio exacerbada por políticas destinadas a debilitar el poder de
negociación laboral (leyes antisindicales, flexibilización del mercado laboral)
y a promover el consumismo privatizado y la apatía política. Mientras tanto,
los procesos de toma de decisiones se alejaron cada vez más de las presiones
democráticas, transfiriendo las prerrogativas nacionales a instituciones y
burocracias supranacionales como la Unión Europea.
El resultado es
lo que algunos han llamado «pospolítica»:
un régimen donde prospera el espectáculo político, pero donde las alternativas
sistémicas al statu quo neoliberal quedan excluidas a priori. El periodista
estadounidense Thomas Friedman describió el régimen neoliberal pospolítico como
un sistema donde «las opciones políticas se reducen a Pepsi o Coca-Cola»:
diferencias superficiales dentro de un marco inmutable.
Si bien la
democracia formal se ha mantenido intacta, la democracia sustantiva, entendida
como la capacidad real de los ciudadanos para influir en las decisiones
gubernamentales, se ha erosionado drásticamente. Sin una alternativa sistémica,
la política y la democracia sustantiva se han debilitado, lo que ha
provocado una
disminución de la participación electoral. Y el poder real se
ha concentrado en manos de una pequeña élite.
Durante la
última década y media, la situación ha empeorado significativamente. El régimen
neoliberal se ha endurecido y radicalizado aún más. Dentro de la UE, con el
pretexto de la crisis del euro, instituciones como el BCE y la Comisión Europea
han ampliado sus competencias, imponiendo normas presupuestarias y reformas
estructurales al margen de cualquier proceso democrático.
Consideremos
episodios como el «golpe monetario» del BCE contra Silvio Berlusconi en 2011,
cuando el banco central obligó al primer ministro a dimitir, condicionando su
salida a seguir apoyando los bonos y bancos italianos. O el chantaje financiero
de Alexis Tsipras a Grecia. En conjunto, estos acontecimientos han llevado a
algunos observadores a sugerir que
la UE se estaba convirtiendo en un «prototipo posdemocrático», firmemente
opuesto tanto a la soberanía nacional como a la democracia.
Los escombros
dejados por la crisis y las políticas de austeridad alimentaron, a mediados de
la década de 2010, las primeras grandes revueltas antisistema del siglo: el
Brexit, Trump, los chalecos amarillos y la creciente hostilidad hacia Bruselas.
Pero estas oleadas de protestas fracasaron, absorbidas o neutralizadas por el
sistema mediante la represión y los contraataques ideológicos.
En este
sentido, la pandemia, más allá de la emergencia sanitaria, puede interpretarse
como un evento que aceleró la centralización autoritaria del poder. Los
gobiernos exageraron la amenaza del virus para suspender los procesos
democráticos, militarizar la sociedad, limitar las libertades civiles e
introducir medidas de control sin precedentes, paralizando así los impulsos
populistas de finales de la década de 2010.
La guerra entre
Rusia y Ucrania ha sacado a la luz dinámicas similares: la disidencia se
califica de «propaganda enemiga» y las voces críticas se censuran o sancionan.
Hace unos meses, la UE tomó una medida sin precedentes al sancionar a
tres de sus ciudadanos por presuntamente difundir «propaganda prorrusa».
Al mismo
tiempo, surgen nuevas amenazas populistas, especialmente desde la derecha. Pero
hasta ahora, ni siquiera estas han logrado socavar el statu quo, en parte
porque las élites occidentales, impopulares y deslegitimadas, han adoptado
formas de represión cada vez más descaradas para influir en los resultados
electorales.
El caso rumano
marcó un punto de inflexión: con el apoyo de la OTAN y la UE, se anularon todas
las elecciones presidenciales, descalificando posteriormente al candidato
populista, alegando acusaciones sin fundamento de injerencia rusa. Estas
medidas represivas se justifican como necesarias para defender la democracia de
supuestas amenazas internas (populistas) y externas (enemigos extranjeros).
Pero cada vez es más evidente que el verdadero objetivo es afianzar el poder de
las élites.
Pero persiste
una pregunta: dado que la democracia occidental actual —ciertamente en lo
sustancial y cada vez más en lo formal— se encuentra en un estado de coma,
¿podemos realmente afirmar que la democracia preneoliberal era una «verdadera
democracia»? Durante un período relativamente corto —desde la posguerra hasta
la década de 1970—, sin duda experimentamos una forma de democracia más
sustancial que la actual.
En aquellos
años, las clases trabajadoras se integraron por primera vez en los sistemas
políticos occidentales, logrando una expansión sin precedentes de los derechos
sociales, económicos y políticos en un contexto de intensa politización masiva.
Dicho esto, no debemos caer en la tentación de idealizar excesivamente ese
período. Es crucial reconocer que, incluso entonces, la democracia, en su
sentido esencial, seguía estando gravemente limitada.
Aunque las
élites gobernantes se vieron obligadas —bajo la presión de los movimientos
populares, la Guerra Fría y el temor al malestar social— a ampliar el sufragio
y reconocer una serie de derechos políticos y sociales, ciertamente no lo
hicieron voluntariamente. Al contrario, a menudo las impulsaba el temor de que
la entrada de las masas en el proceso democrático pudiera traducirse en una
amenaza real para el orden social establecido, es decir, que los trabajadores
utilizaran la democracia para subvertir las relaciones de poder.
Contrariamente
a la retórica de que tales mecanismos servirían para «defender la democracia de
sí misma», su función histórica ha sido diferente: proteger los intereses de la
clase dominante de la «amenaza» de la democracia, impidiendo que cualquier
voluntad popular se traduzca en transformaciones sustanciales de las
estructuras de poder existentes.
Mientras tanto,
a partir de la década de 1960, en todos los principales países occidentales,
las demandas de una mayor democratización de la economía y la política
–promovidas por los movimientos obreros, estudiantiles y populares– fueron
sistemáticamente contenidas, neutralizadas o abiertamente reprimidas.
Cuando la
participación política de base amenazó con socavar los equilibrios
establecidos, las élites respondieron con una combinación de represión
policial, deslegitimación de los medios y reorganización institucional, con el
objetivo de reafirmar el control sobre el proceso de toma de decisiones e
impedir que la democracia se extendiera a esferas consideradas «intocables»,
como la economía.
Al mismo
tiempo, los «estados profundos» occidentales —compuestos por fuerzas militares,
de inteligencia y de seguridad— ya ejercían una influencia significativa entre
bastidores, generalmente bajo la dirección estratégica de las fuerzas de
seguridad estadounidenses. Esta influencia se manifestó, por ejemplo, a través
de una serie de operaciones clandestinas, que incluyeron intentos de
desestabilización y, en algunos casos, ataques terroristas declarados,
generalmente dirigidos a contener el auge de las fuerzas de izquierda.
En Europa, el
caso más notorio es el de Gladio, una red paramilitar secreta bajo la égida de
la OTAN, involucrada en numerosas actividades encubiertas —incluyendo ataques
atribuidos a grupos radicales de izquierda— destinadas a crear un clima de
miedo y justificar medidas represivas. En algunos casos, estas operaciones
también estuvieron vinculadas a asesinatos políticos de alto perfil, lo que
contribuyó a inclinar la opinión pública y la agenda política hacia una
orientación conservadora y anticomunista.
Por esta razón,
junto con las concesiones, se introdujeron —o mantuvieron— una serie de
restricciones, límites institucionales y mecanismos de contención con el fin de
limitar o neutralizar el potencial transformador de la participación popular.
El sufragio universal se acompañó así de mecanismos políticos, económicos y
culturales diseñados para frenar el impacto de la democracia sustantiva y
asegurar su control vertical. Por ejemplo, los sistemas constitucionales
modernos impusieron límites claros a la soberanía popular, es decir, a lo que
podía decidirse democráticamente mediante el voto.
A pesar de
ello, durante un tiempo, el poder de las masas organizadas logró contener
eficazmente el poder organizado de la oligarquía como nunca antes. Sin embargo,
este equilibrio estuvo estrechamente ligado a condiciones económicas y sociales
específicas: la existencia de grandes concentraciones industriales, economías
con un fuerte enfoque manufacturero y formas de trabajo relativamente
homogéneas y sindicalizables.
A partir de la
década de 1970, estas condiciones comenzaron a desmoronarse, en parte por
razones estructurales (vinculadas a los procesos de desindustrialización y
globalización) y en parte políticas (vinculadas a la ofensiva neoliberal). Sin
embargo, lo crucial es que, desde entonces, hemos presenciado una fragmentación
gradual de la clase trabajadora como sujeto político unificado, con el
consiguiente debilitamiento irreversible de su capacidad para influir en la
agenda política.
Así, desde los
inicios de la democracia liberal moderna, las clases dominantes han trabajado
activamente para delimitar el alcance de la democracia dentro de los límites de
lo que se considera políticamente aceptable. Esto ha ocurrido tanto
abiertamente —mediante la represión de los movimientos obreros, estudiantiles y
populares— como de forma más encubierta, mediante campañas de infiltración,
desinformación y, en casos extremos, acciones violentas e incluso asesinatos
políticos.
Este proceso
allanó el camino para una contrarrevolución a gran escala desde arriba, cuyo
objetivo era desmantelar los logros, aunque parciales, alcanzados por las masas
en décadas anteriores. Aquí cobra relevancia el concepto de Carl Schmitt del
«estado de excepción»: la suspensión de las garantías constitucionales para
imponer decisiones que serían imposibles a través de los cauces democráticos
normales. Pero, como señaló el filósofo italiano Giorgio Agamben hace más de 20
años, este estado de excepción se ha vuelto permanente en Occidente. Esto, por
supuesto, representa una paradoja: si es permanente, ya no es, por definición,
un estado de excepción.
El futuro,
lamentablemente, se presenta sombrío. Las condiciones que posibilitaron esa
breve etapa de democracia sustancial han desaparecido y es improbable que
regresen. En este sentido, podemos afirmar que la democracia sustancial ha
muerto. Sin embargo, la desintegración del orden geopolítico occidental —con el
surgimiento de un mundo multipolar liderado por potencias como China— marca una
transición política y económica crucial.
El declive de
la hegemonía occidental está debilitando a sus élites nacionales. Y la pérdida
de influencia global está alimentando el descontento interno, especialmente
ante las crecientes y sistémicas desigualdades.
Este colapso
está exponiendo las debilidades estructurales del sistema occidental: al haber
desaparecido la estabilidad geopolítica y el dominio económico que durante
décadas han amortiguado u ocultado estas tensiones, las élites occidentales
ahora se encuentran expuestas a desafíos para los cuales parecen cada vez menos
equipadas, no sólo en términos de legitimidad, sino también en términos de su
capacidad de gestión política y social.
Este
desmoronamiento potencialmente abre la puerta para el surgimiento de un nuevo
orden que podría ir mucho más allá de una simple reconfiguración del poder
geopolítico: podría marcar el comienzo de una reinvención radical de los
sistemas políticos y económicos en su conjunto.
Pero este nuevo
comienzo requerirá una revisión radical no solo de la forma de hacer política,
sino también del concepto mismo de democracia, trascendiendo las formas vacías
y ritualistas de la democracia liberal. Citando a Antonio Gramsci, se podría
decir que el viejo orden se está derrumbando, pero el nuevo aún no ha nacido.
En este vacío, cualquier cosa puede suceder.
Fuente: Krisis
La gestión privada de los bosques puede aumentar el riesgo de megaincendios
La
gestión privada de los bosques puede aumentar el riesgo de megaincendios
Tercerainformacion
/ 20.08.2025
- La distribución de los árboles para maximizar el aprovechamiento del espacio y la producción de madera genera masas de ‘combustible’ uniformes, con ejemplares de edad y tamaño similares, lo que facilita la propagación del fuego y eleva en 1,5 la probabilidad de incendios de alta gravedad.
Una zona de bosque que
sufrió un incendio de alta intensidad. Los árboles maduros están carbonizados
desde la raíz hasta la punta por el incendio Moonlight de 2007. / Jacob Levine
En los terrenos industriales privados la
distribución homogénea y concentrada de los árboles aumenta el riesgo de
megaincendio debido a que este tipo de disposición favorece la velocidad de
propagación de las llamas. Una continuidad vertical conocida como ‘combustibles
de escalera’.
Comparado con los bosques públicos, este tipo de
plantaciones tienen un 1,5 más probabilidades de sufrir un
incendio de alta gravedad según un nuevo estudio liderado por Universidad de
Utah (EE UU) junto a la Universidad de California (EE UU), Berkeley (EE UU), y
el Servicio Forestal de los Estados Unidos.
Esta investigación, pionera en el análisis
conjunto de las condiciones climáticas extremas y las prácticas de gestión
forestal, ha logrado elaborar mapas tridimensionales previos a cinco
incendios ocurridos entre 2019 y 2021 en el norte de Sierra Nevada,
California, responsables de arrasar más de 445 mil hectáreas, equivalentes al
70 % del parque.
El estudio, publicado en Global Change
Biology, concluye que, durante periodos de clima extremo, la densidad de
árboles es el factor más determinante en incendios de alta
gravedad. Por encima incluso del efecto de las altas temperaturas asociadas al
cambio climático. Por ese motivo, los autores señalan que la gestión del suelo
es clave en la prevención de incendios.
Anteriormente se había observado una mayor incidencia de
incendios de alta gravedad en torno a bosques gestionados industrialmente y
ahora, este estudio es el primero en identificar las estructuras forestales que
los favorecen.
Maximizar ganancias vs
prevención
La madera es un recurso muy valorado en la
sociedad y constituye un motor económico para numerosas comunidades. En la
silvicultura de plantación, el espacio se gestiona mediante la tala
rasa de un área, seguida de la reforestación con árboles dispuestos en
una cuadrícula compacta. El resultado es un paisaje homogéneo, formado por
masas densas de árboles de edad y tamaño similares.
Esta gestión se puede pensar como apilar un
montón de cerillas en una cuadrícula, que arderán con mucha
más facilidad que si estuvieran dispersas en grupos pequeños, ya que el fuego
puede alcanzar rápidamente el dosel en los bosques densos, arrasando un árbol
tras otro y lanzando fragmentos de material ardiendo.
Los bosques públicos tienen finalidades más
variadas —como el pastoreo o el uso recreativo— y suelen presentar densidades
de árboles más bajas, mayor heterogeneidad espacial y menos combustibles de
escalera.
No obstante, “también han experimentado aumentos
masivos en la gravedad de los incendios en las últimas décadas, lo que
demuestra que se necesitan grandes cambios en el manejo forestal, incluida la
reducción de la densidad de árboles, tanto en tierras industriales privadas
como públicas en California”, señala a SINC Jacob Levine,
investigador postdoctoral en el Centro Wilkes de Ciencias y Políticas del Clima
de la Universidad de Utah y autor principal del artículo.
Políticas dañinas
Los bosques mixtos de coníferas están adaptados a
los incendios periódicos de baja a media gravedad que arrasan parte de la
vegetación, pero a su vez generan un espaciado entre los grupos de árboles que
dificulta la propagación de futuras llamas.
No obstante, en el siglo XIX el gobierno
estadounidense buscó aumentar los recursos maderos y frenó los ciclos
naturales de los incendios al implementar políticas de extinción de
incendios además de prohibir las quemas controladas indígenas practicadas
durante milenios. Con el paso de los años, la biomasa acumulada puede alimentar
incendios de alta gravedad, definidos como aquellos que destruyen más del 95
% del dosel de los árboles.
Sumado a esto, las organizaciones ambientalistas suelen
detener o retrasar los proyectos propuestos para reducir la densidad en los
bosques públicos. Para Levine, “las afirmaciones de estos
grupos de que la tala de árboles constituye un mal manejo del fuego
carecen de fundamento científico”.
El antes y el después del
incendio
El Bosque Nacional Plumas, área de
estudio en la Sierra Nevada del norte de California, es un mosaico de propiedad
privada, industrial y pública. En 2018, el Servicio Forestal de Estados Unidos,
el Servicio Geológico y la Administración Nacional de Aeronáutica y del Espacio
escanearon este paisaje con sensores LiDAR, vuelos de detección y alcance de
luz aerotransportada.
Los sensores dispararon miles de láseres sobre
el terreno antes de que ardiera y lograron obtener una imagen de gran precisión
de la vegetación como hierbas, arbustos, árboles y sus copas.
De este modo partieron de una cartografía
muy detallada del paisaje inmediatamente anterior a los incendios
masivos que refleja la tendencia general de la frecuencia y gravedad de los
fuegos forestales, incluido el Dixie, el mayor registrado en la historia de
California.
Encontrar el equilibrio
Aunque el estudio demuestra que los terrenos
industriales privados sufren peores consecuencias, tanto las agencias privadas
como las públicas tienen mucho margen de mejora para proteger
los bosques de Estados Unidos.
La mayoría de los árboles de la Sierra Nevada
(California) carecen de adaptaciones para recuperarse de incendios de alta
intensidad, lo que provoca que cada vez más bosques se conviertan en matorrales
y pastizales.
Las empresas madereras brindan
oportunidades económicas críticas a muchas regiones de
California, así como una fuente sostenible de productos de madera que la
mayoría de nosotros usamos todos los días. Al mismo tiempo que las prácticas de
estas empresas se asocian con peores resultados de incendios.
“Claramente, necesitamos lograr un equilibrio
entre los beneficios económicos de la madera y los riesgos de incendio de las
plantaciones forestales. Por eso, comprender las estructuras forestales que provocan
incendios de alta gravedad nos permite definir estrategias de
mitigación para anticiparnos a este problema de incendios masivos y, al mismo
tiempo, producir suficiente madera para satisfacer la demanda del mercado”,
concluye Levine.
Referencia:
Jacob Levine K et.
al.“Extreme weather magnifies the effects of forest structure on wildfire,
driving increased severity in industrial forests” Global Change
Biology (2025).
Lucha de clases en el interior de los incendios de Castilla y León
Lucha de clases en el interior de los incendios de
Castilla y León
Por Debates G. Juncales
Kaosenlared
21 de agosto de 2025
Los incendios de Castilla y
León no son solo desastre ambiental: son lucha de clases. Territorios vaciados,
intereses del capital y políticas que avivan el fuego. El PP y Vox convierten
la catástrofe en negocio, mientras la población paga las consecuencias.
Ante tragedias como la que
esta semana nos están dejado los numerosos incendios se abre una guerra de
propaganda a la que aún estamos mal acostumbrados. Mientras los voceros
la derecha política entran sin miramientos a colocar su agenda, desde las posiciones
militantes se peca o bien de maximalismos sin concreción o bien de
contemporizar piadosamente con el primer mensaje que “surge espontáneamente” de
quienes están directamente afectados. Lo que sigue es un ejercicio de análisis
que pretende dar herramientas para poder concentrar en la crítica al sentido
común hegemónico las posiciones que nos toca defender precisamente para
politizar el duelo.
2025 ya es un año de record
en materia de catástrofes tras varias inundaciones devastadoras en junio y
julio y ahora con varios incendio simultáneos entre los que se encuentra el que
ya tiene el triste record de tener la mayor extensión para un solo incendio:
37000 Ha entre las provincias de Zamora y de León. La pesadilla de los
incendios forestales vuelve cada año y atormenta a la población del llamado
“mundo rural”, ensañándose con las zonas más empobrecidas y despobladas del
noroeste peninsular sin distinguir fronteras. Sea en Trás-os-montes, Galicia o
León, la voracidad de los incendios se agrava año a año y en algunos casos con
consecuencias directamente mortales para trabajadores, voluntarios o vecinos
afectados.
Tras los incendios lo que
llega también es, como eco de la catástrofe, un aluvión de ruido planificado
para embarrar cualquier comprensión mínimamente racional de lo que ocurre. Con
las riadas de Valencia del pasado octubre se hizo evidente como nuestros
canales de comunicación se inundaban de explicaciones partidistas, interesadas
y oportunistas, cuando no de puros delirios. Con la cuestión forestal y los
incendios ya llevamos tiempo inmersos en una campaña de confusión con amplia
coordinación, en la que desde las instituciones se acusa a “los ecologistas” de
haber legislado de tal forma que ahora se producen incendios. El argumento es
un disparate completo, pero cala profundo. Esto no es un ejemplo
peregrino, es la maniobra que desde la Junta de Castilla y León
controlada por PP y Vox sostuvieron tras los mortales incendios de 2022.
Si tal confusión es posible es porque estamos ante una materia compleja. Pero no por ello ininteligible. Es evidente ya que los incendios forestales son catástrofes en las que hay un montón de causas cruzadas, y eso permite que cada cual recurra a su propio relato, incluyendo los más fantasiosos y descabellados. En este contexto el mero hecho de mantener una posición cercana a la verdad ya es un valor en sí mismo, porque este tipo de catástrofes pueden ser muy ilustrativas de la lucha de clases en curso.
Foto: Alex Zapico
El
escenario: de crisis ambiental global al colapso de los territorios
Despachar el problema de
los incendios como consecuencia de la crisis ambiental global es una necedad,
especialmente cuando esta crisis se reduce al mal llamado cambio climático. La
crisis en curso no es solo el calentamiento global, también la extinción masiva
de especies, la ruptura del ciclo del nitrógeno y otros componentes, la
acidificación de los océanos, la pérdida de acuíferos… Todos estos “temas” que
llevan petabytes de tesis doctorales a lo largo del mundo toman cuerpo como un
espectro en algunos momentos de especial intensidad. Los grandes incendios
forestales son uno de ellos, como lo son las riadas, las pandemias o las
sequias. En esos momentos, los desequilibrios inciden en un territorio puntual,
pero para que esto ocurra tienen que intervenir más actores. El calentamiento
global no es una criatura mítica que tome cuerpo y prenda el monte. Es un telón
de fondo sobre el que otros agentes actúan.
La otra parte que destaca
de las catástrofes que nos azotan está en los territorios concretos.
Territorios que están desestructurados socialmente pero perfectamente
estructurados para la lógica del capital. En el caso del noroeste peninsular
encontramos zonas que se han despoblado de manera muy intensa y muy reciente,
de forma que hoy acumulan indicadores únicos en envejecimiento, tasas de
actividad, densidad de población…Pero no están vacías. Están llenas de recursos
naturales, son zonas de paso y también son zonas pobladas, aunque lo estén por
menos gente. La despoblación de estas zonas debe de dejar de entenderse como un
proceso de abandono, por muy visible que sea el abandono de algunas cosas
(casa, naves, pastos), y entenderse como un proceso de reestructuración del
poder territorial: cambia la estructura social del territorio y cambian sus
formas de institucionalidad política. Si hay un patrón común en este tipo de
territorio es que tras su aparente abandono se oculta una posesión “remota”, un
propietario ausente pero cuyos derechos prevalecen, por lo que la idea de
abandono a lo que debería de remitirnos es la antigua idea de las “manos
muertas”: propietarios pasivos y ausentes del territorio y los recursos. Una
separación más entre el espacio físico que todos vemos y el poder que lo
gobierna desde la distancia.
La intensificación de este patrón está llevando al colapso del tejido social de los territorios en una espiral de degradación que no cesa. No hay gente, no hay servicios, no hay actividad, por lo que hay menos gente, menos servicios y al final, lo que queda es soledad y desamparo para quienes habitan el territorio. Pero los edificios, las fincas, los montes ahí siguen. Este es el decorado, la función va a comenzar.
Foto: Alex Zapico
Los
actores: clases y clases
El mundo rural se suele
pensar como un todo que, según el filtro ideológico, pasa por ser desde
honrados-patriotas-que-trabajan-la-tierra/fachapobres-de-campo a
charos-con-pensiones-extremadamente-altas/ancestrales-fuentes-de-sabiduria-popular.
La realidad es que la gente del mundo rural es como cualquier otra, con sus
vicios y virtudes. De hecho, es cada vez más exactamente la misma gente que
cada vez vive más “a temporadas” entre el piso de la capital y la casa del
pueblo. Por eso el porcentaje de “población vinculada” que
parece cuando se hacen encuestas es tan alto y también por eso
las estadísticas arrojan que hogares con rentas relativamente bajas tengan segundas
residencias, a diferencia de gran parte de Europa.
Si somos la misma gente,
hay que pensarnos insertos en el mismo marco general que explica la realidad
capitalista: el de la lucha de clases. Estamos hablando de un telón de fondo de
una crisis ambiental desatada y un decorado de falta de servicios, falta de
población y propiedades en proceso de abandono. Y sobre ese escenario, lo que
vemos es la misma guerra de clases que vemos dentro de la M30 o de la VA20 con
una brecha territorial.
Hay que aclarar que debemos de dejar de entender la lucha de clases como cascos de obra, monos azules y tirachinas, porque la lucha de clases es el motor mismo de la sociedad capitalista en conflicto consigo misma. Que esta lucha de clases esté más o menos desarrollada es otra cosa y, por supuesto, que los actores de la lucha de clases intervengan en ella de manera consciente es lo que marca la diferencia entre el conflicto latente o el conflicto abierto y potencialmente revolucionario. Pero eso no hace que, como pasa en muchos territorios despoblados en los que apenas hay población activa, la lucha de clases desaparezca. Simplemente se expresa de otras formas y muestra conflictos entre otras clases.
Foto: Alex Zapico
Una de esas formas tiene
especial importancia ahora mismo porque es la que está detrás de la inmensa
mayoría de los incendios forestales. Sabemos y se nos dice constantemente que
la mayoría de los incendios forestales son intencionados. Pero la cosa queda
ahí. ¿Qué significa que sean intencionados? ¿Con qué motivo? ¿Quién paga por
ello? Para arrojar luz a esto las estadísticas de los partes de incendios la
imagen que proyectan es que incendios realmente naturales, que serían
básicamente los de rayos, son una fracción ínfima de la totalidad de incendios
reportados. Un segundo bloque, en torno al 40% serían negligencias o accidentes
relacionados con muchas casuísticas: hacer barbacoas, hacer hogueras, hacer
quemas controladas, tirar cigarrillos, utilizar maquinaria, etc. Y la inmensa
mayoría en torno al 50% son incendios provocados por alguien que
conscientemente va y enciende una lumbre para provocar un incendio. De este
inmenso bloque de varios miles de casos al año y en torno a un 1-2% sería la
demonizada figura de los pirómanos, personas con un trastorno que les empuja a
incendiar.
El resto son personas
perfectamente racionales que actúan movidos por pensamientos lógicos. Como por
ejemplo, es lógico provocar un incendio para eliminar poblaciones de árboles
que consideramos que suplantan el paisaje original. O nos puede parecer lógico
quemar malezas para poder cultivar o pastorear. O nos puede parecer razonable o
entendible hacerlo para vengarnos de alguien. Incluso para generar alarma
social.
Porque la racionalidad no
es un atributo universal, un nexo común transversal a todas las clases. La
racionalidad está filtrada por nuestros intereses materiales que a su vez están
determinados por nuestra clase social. Y aquí llegamos a un punto clave para
entender que el drama de los incendios tiene que dejar de atribuirse a
fenómenos abstractos como la crisis ambiental global o la despoblación estructural
al capitalismo y empezar a pensarse también como un fenómeno directamente
derivado de la estructura de clases que habita en el territorio y que reviste
de racionalidad a un acto puramente destructivo como prender un fuego que puede
ser mortal. Pero es que esa misma estructura de clases también reviste
racionalidad cosas tan estúpidas como las que nos envuelven día a día: pagar la
renta del alquiler, soportar la explotación asalariada, consumir mercancías
envenenadas y, en fin, habitar bajo modos de vida inhumanos. El conflicto entre
sectores (o entre usos de suelo), entre renteros y terratenientes o entre
competidores es una expresión de lucha de clases que, puntualmente, está detrás
de los incendios.
Por supuesto que el telón de fondo del calentamiento global y que el decorado de un territorio desestructurado con un montón de propiedades en situación de abandono hace que las conductas individuales se conviertan en fatalidades masivas. Pero hay que separar el grano de la paja y situar el problema de los incendios forestales también en la coyuntura de clases en la que se da, porque sin ella no la vamos a entender y vamos a dar por buenas las soluciones que el mercado electoral quiera poner a la venta.
Foto: Alex Zapico
Por ejemplo, es habitual
oír hablar de la necesidad de endurecer la vigilancia y las sanciones.
Bien, en el caso español el incendio forestal es un delito
con penas de cárcel desde hace décadas. Las memorias de fiscalía
muestran que de los cientos de diligencias previas que se abren, se llega cerca
del centenar de sentencias y a una decena de condenas de prisión en todo el
Estado. ¿Este puñado de procesos judiciales está teniendo algún efecto?¿Es
necesario aumentar el control policial del medio rural? Resulta dudoso que un
sistema que empuja a racionalizar actos devastadores pueda contenerlos
encarcelando a los que los cometen.
Hay que caracterizar los
segmentos de cada clase que empujan a cometer estos actos. Esto es complicado y
excede con creces el propósito de estas líneas. Pero hay indicios
autoinculpatorios entre quieren alardean sin complejos de querer exterminar
especies protegidas (desde el lobo al buitre) o de querer anegar de nitratos
los acuíferos y de pesticidas la comida, reclamaciones que tienen una
racionalidad que solo es lógica desde la perspectiva del productor privado e
independiente, esto es, desde la lógica del capitalista. Hay que hablar de cómo
el capital estructura el territorio, pero también hay que hablar como el
capital actúa a través de las personas y determina sus actos. Igual que lo hace
haciéndonos madrugar cada mañana, lo hace obligándonos a hacer turnos de noche
o a pasar semanas separados de nuestra gente, lo hace llevando a varios cientos
de agricultores o ganaderos a quemar terrenos, voluntaria o accidentalmente,
pero empujados en todo caso por la lógica de un mercado asfixiante y de un
futuro de miseria.
Hasta aquí, pareciera que haya personas que actúan subordinadas a las necesidades del capital, siendo a su vez víctimas del mismo. Pero si hay que hablar de clases no vayamos a dejar de lado que hay personas que actúan muy conscientes y muy activamente a favor del capital y en contra de todo lo demás.
Foto: Alex Zapico
Los
titiriteros: gestores de catástrofes, captadores de beneficios
En los últimos grandes
incendios ha vuelto un protagonista que suele estar ausente: el PP-CyL.
Mañueco, Suarez-Quiñones, Ángel Arranz. Nombres que raramente trascienden la
prensa local o que ni siquiera aparecen en ella, no porque no debieran. Son los
mismos responsables que hace 3 años condujeron a la devastación a la comarca de
Aliste y la Sierra de la culebra en los también mortales grandes incendios de
2022.
Es inevitable hablar de
ellos y hablar de la situación de los incendios en Castilla y León, porque es
paradigmática, como en otros aspectos, de un modelo de gobernanza territorial
puesto a punto para la época que viene en Europa.
Al contemplar a la Junta de
Castilla y León y su trayectoria política desde una perspectiva de clases es
inevitable arquear la ceja ante el coro de voces que les acusan de negligentes.
¿Cómo van a ser negligentes si son capaces de mantenerse en el poder intactos e
incluso al alza? Mañueco tras haber pasado la fama por haber abierto la puerta
a Vox al Gobierno de la Junta sobrevive a los incendios de 2022 sin ninguna
penalización política y ahora es uno de los ideólogos del PP, encargado junto
con Juanma Moreno, Presidente de Andalucía con Mayoría absoluta, de redactar la
ponencia política de su último congreso. Eso no puede ser negligencia. Es un
modelo. Y más sabiendo que las competencias de ordenación del territorio o
gestión forestal recaen directamente sobre esta institución. Si la Junta de
Castilla y León es la competente de lo que hemos caracterizado como una crisis
ambiental y, a su vez, de un proceso de despoblación que es una reordenación
del poder sobre el territorio, la Junta de Castilla y León lo que está es
desplegando una línea de trabajo político para hacer de los
territorios sujetos a esta situación se conviertan en un marco de valorización
eficaz. Vamos a ver ejemplos de qué significa esto.
Por un lado el papel de la Junta de Castilla y León ante la crisis ambiental global y cómo se traduce eso en los territorios que tiene bajo su control es un paradigma delo que se vienen llamando retardismo climático que acaricia a el negacionismo. Pero no lo hacen ni por tacticismo electoral ni por convicción, sino por pura inercia del bloque de poder en que se asientan. Así se entiende que su política forestal haya sido nula en décadas, desde la planificación a la gestión de la extinción de incendios, como ya es públicamente conocido. Todo esto hasta ahora. Recientemente se ha encontrado una beta de negocio en torno a la biomasa forestal explotada por el SOMACYL con destino a sus redes de calor urbanas. Ahora sí que viene una apuesta del PPCyL por los bosques. ¿Qué ha cambiado? Nada menos que el paradigma económico dominante a nivel global, y el PP-CyL ha captado la onda rápido. Explotar recursos naturales mediante una empresa pública ha dejado de estar proscrito por la doctrina económica neoliberal. Ya habrá alguna manera de ponerle el cazo como se lo ponen ahora a servicios que tiene que gestionar directamente la administración autonómica y que quedan en manos de empresas privadas bien relacionadas, desde la extinción de incendios forestales al transporte sanitario.
Foto: Alex Zapico
Por otro lado, la
ordenación del territorio y la gestión del urbanismo de la Junta podría haber
permitido asentar en el territorio modos de vida más armoniosos con el entorno
o haber vertebrado mejor los territorios. Pero eso no ha ocurrido en décadas.
¿Por negligencia o estupidez? Es difícil pensar que sea por ninguna de las dos.
La Junta de Castilla y León no es solo la institución subestatal más grande de
la UE, es que supera con creces en extensión a algunos estados europeos.
Esa extensión y complejidad
no parece una excusa para haber protagonizado algunos desarrollos pioneros casi
a escala europea, como la incorporación y despliegue de macroplantas renovables
tanto en la primera oleada de los años 2000-2008 como en la actual burbuja que
arranca en 2017, a lo largo y ancho de su territorio. Para tal despliegue la
ordenación urbanística y la ordenación del territorio se han ido modelando para
facilitar los procedimientos y que las instalaciones se construyan con
cobertura legal. Esto no es una generalidad, hay medidas bien concretas como la
modificación de la Ley de Urbanismo de mayo de 2024 según la cual una
instalación o una obra pública que cuente con evaluación de impacto ambiental
pasa a considerarse uso ordinario en suelo rústico. Traducido, significa que si
una instalación del tipo que sea obtiene una declaración de impacto ambiental
favorable puede meterse sin más trámite en suelos rústicos, sin que haya que
“reclasificar” el suelo. Esto es un movimiento que por un lado desactiva la
normativa de ordenación del territorio y urbanística, porque la subordina a la
evaluación ambiental y por otro lado, deja fuera de juego a las instituciones
locales que son las que tienen competencias en esa materia.
Como pasaba con los
incendios provocados, estas medidas son perfectamente racionales para quienes
las adoptan, a pesar de que son las que crean las condiciones para que el
escenario (crisis ambiental) y el decorado (despoblación) hagan de los
incendios algo devastador. La cuestión es que su racionalidad está filtrada por
un interés de clase orientado a generar espacios para la circulación del
capital, cueste lo que cueste. Y por ello es una necedad apelar a otro tipo de
racionalidad: sea la del conocimiento científico (por ejemplo, la ecología),
las disciplinas técnicas (por ejemplo la ingeniería de montes) o la mera experiencia
propia.
Confrontar la racionalidad suicida subordinada al capital pasa por hacer hegemónica la idea de que hay otra manera de vivir, que se puede derribar este sistema y pasar a un régimen en el que el territorio sea el soporte de unas relaciones sociales estructuradas sobre la racionalidad del bien común y de la prosperidad del género humano. Pasar de atender las necesidades del capital a las necesidades de la vida es el proyecto histórico que entraña la clase social que se deja literalmente la vida para ayudar a los demás en las catástrofes que nos azotan: incendios, riadas, pandemias. Esa misma clase social intuye que mediante una planificación que obedezca a otra racionalidad sería posible atender a las necesidades particulares de lo rural y lo remoto. Pero le faltan medios para pasar de la intuición al proyecto y del proyecto a la alternativa.
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