miércoles, 22 de marzo de 2017

100 AÑOS DE LA REVOLUCION RUSA 18 de 23

León Trotsky

HISTORIA DE LA REVOLUCION RUSA

  

Capitulo XVIII

La primera coalición

Publicada por primera vez, en traducción de Max Eastman, como The History of the Russian Revolution vols I-III, en Londres 1932-33. Digitalizado por Julagaray en julio de 1997, para la Red Vasca Roja, con cuyo permiso aparece aquí. Recodificado para el MIA por Juan R. Fajardo en octubre de 1999.

A pesar de todas las teorías, declaraciones y rótulos oficiales, la realidad era que el poder del gobierno provisional sólo existía ya sobre el papel. La revolución, haciendo caso omiso de los obstáculos que le oponía la llamada democracia, seguía avanzando, ponía en movimiento a nuevas masas, robustecía los soviets, armaba, aunque de un modo muy incompleto, a los obreros. Los comisarios locales del gobierno y los «comités sociales» que funcionaban en torno suyo, y en los cuales predominaban casi siempre los representantes de las organizaciones burguesas, veíanse desplazados por los soviets, como la cosa más natural del mundo y sin el menor esfuerzo. Y si por acaso los agentes del poder central se obstinaban, surgían conflictos agudos, y los comisarios acusaban a los soviets locales de no reconocer al poder central. La prensa burguesa ponía el grito en el cielo, clamando que Kronstadt, Schulselburg o Tsaritin se habían separado de Rusia para convertirse en repúblicas independientes. Los soviets locales protestaban contra este absurdo. Los ministros se inquietaban. Los socialistas gubernamentales visitaban los pueblos persuadiendo, amenazando, dando excusas a la burguesía. Pero todo esto no modificaba el verdadero balance de las fuerzas. El carácter ineluctable de los procesos que minaban el régimen de la dualidad de poderes se patentizaba en el hecho de que, aunque en distintas proporciones, se desarrollasen en todo el país. De órganos de vigilancia y fiscalización, los soviets convertíanse en órganos de gobierno, no se avenían a teoría alguna de división de poderes y se inmiscuían en la dirección del ejército, en los conflictos económicos, en los conflictos de subsistencias, en las cuestiones de transporte y hasta en los asuntos judiciales. Presionados por los obreros, los soviets decretaban la jornada de ocho horas, destituían a los funcionarios que se distinguían por su reaccionarismo, hacían dimitir a los comisarios menos gratos del gobierno provisional, llevaban a cabo detenciones y registros, suspendían las publicaciones enemigas. Obligados por las dificultades, cada día más agudas, de abastecimiento y por la gran penuria de mercancías, los soviets principales abrazaban la senda de las tasas, decretaban la prohibición de exportar fuera de los límites de cada provincia, ordenaban la requisa de todos los víveres almacenados. Pero al frente de los organismos soviéticos se hallaban, casi en todas partes, elementos socialrevolucionarios y mencheviques, que rechazaban indignados la consigna de los bolcheviques: «¡Todo el poder, a los soviets!»
En este sentido, ofrece gran interés la actuación del Soviet de Tiflis, situado en el corazón mismo de la Gironda menchevista, que dio a la revolución de Febrero jefes como Tsereteli y Cheidse, brindándoles luego un refugio, cuando se hubieron gastado sin remisión en Petrogrado. El Soviet de Tiflis, dirigido por Jordania, futuro jefe de la Georgia independiente, veíase precisado a pisotear a cada paso los principios que imperaban en el partido de los mencheviques, obrando por su cuenta como poder. El Soviet confiscó para sus necesidades una imprenta particular, llevó a cabo detenciones, concentró en sus manos los sumarios y la tramitación de los procesos políticos, racionó el pan, tasó los productos alimenticios y los artículos de primera necesidad. El abismo entre la doctrina oficial y la realidad viva, patente ya desde los primeros días, fue acentuándose más y más en el transcurso del mes de marzo.
En Petrogrado, por lo menos, observaban el decoro de las formas, aunque no siempre, como hemos visto. Pero las jornadas de abril se encargaron de levantar de un modo bastante inequívoco el telón detrás del que se escondía el gobierno provisional, poniendo de manifiesto que ni en la capital contaba éste con un punto de apoyo serio. En los últimos días de abril, el gobierno se hallaba en evidente decadencia. «Kerenski decía apesadumbrado que el gobierno ya no existía, que no funcionaba, que se limitaba a examinar la situación.» (Stankievich.) En general, puede decirse que este gobierno, hasta las jornadas de Octubre, no sabía más que ponerse en crisis en cuanto se planteaba cualquier conflicto grave, y en los intervalos... vegetar. Se pasaba la vida «examinando su situación», y no le quedaba tiempo para ocuparse de ningún asunto.
Para salir de esta crisis, provocada por el ensayo hecho en abril de los combates que se avecinaban, se concebían teóricamente tres salidas. Cabía que el poder pasase íntegramente a manos de la burguesía, lo cual no podría conseguirse más que mediante una guerra civil; Miliukov lo intentó, pero fracasó. Otra solución era entregar todo el poder a los soviets: para conseguir esto, no hacía falta ninguna guerra civil, basta con alargar la mano, con quererlo. Pero los conciliadores no querían querer, y las masas no habían perdido todavía la fe en ellos, aunque esta fe estuviese ya un poco quebrantada. Es decir, que las dos salidas principales, la burguesa y la proletaria, estaban cerradas. Quedaba una tercera posibilidad, una solución a medias, confusa, proindiviso, tímida, cobarde: un gobierno de coalición.
Durante las jornadas de abril los socialistas no pensaban siquiera en una coalición: esta gente era incapaz de prever nada. Con su resolución del 21 de abril, el Comité ejecutivo elevó oficialmente el hecho efectivo de la dualidad de poderes a principio constitucional. Pero también esta vez llegaba con retraso: la consagración jurídica de la forma del doble poder instaurado en marzo -el régimen de los zares y los profetas- sobrevenía en el instante en que esta forma era arrollada por la acción de las masas. Los socialistas intentaron cerrar los ojos ante este hecho. Miliukov cuenta que cuando el gobierno planteó la necesidad de la coalición, Tsereteli declaró: «¿Qué ganamos nosotros con entrar a formar parte del gobierno? No olvidéis que, en caso de que os encerréis en la intransigencia, nos veremos obligados a abandonar estrepitosamente el ministerio.» Tsereteli intentaba asustar a los liberales con el «estrépito» que armaría el día de mañana. Para dar un fundamento a su política, los mencheviques apelaban, como siempre, a los intereses de la burguesía. Pero el agua les llegaba ya al cuello. Kerenski alarmó al Comité ejecutivo: «El gobierno atraviesa por una situación extraordinariamente grave: los rumores que circulan acerca de su dimisión no son ninguna intriga política.» Por su parte, los elementos burgueses apretaban también. La Duma municipal de Moscú votó un acuerdo en favor de la coalición. El 26 de abril, cuando el terreno estaba ya lo bastante preparado, el gobierno provisional proclamó en un manifiesto la necesidad de incorporar a las tareas del Estado a las «fuerzas creadoras activas del país que no participaban en ellas». La cuestión se planteaba sin ambages.
Había todavía, sin embargo, una gran opinión contraria a la coalición. A fines de abril se pronunciaron contra la entrada de los socialistas en el gobierno los soviets de Moscú, de Tiflis, de Odesa, de Yekaterinburg, de Nijni-Novgorod, de Tver y otros. Los motivos de esta actitud fueron expuestos de un modo harto claro por uno de los caudillos mencheviques de Moscú: si los socialistas entran en el gobierno, no habrá nadie que pueda encauzar el movimiento de las masas. pero no era fácil que aceptaran esta razón los obreros y los soldados, contra los cuales precisamente se enderezaba. Las masas que aún no seguían a los bolcheviques se inclinaban a favor de la entrada de los socialistas en el gobierno. Parecíales muy bien que Kerenski fuese ministro, pero todavía mejor que hubiese en el gobierno seis Kerenskis. Las masas no sabían que aquello se llamaba coalición con la burguesía, a la que sólo interesaba tomar a los socialistas de tapadera contra el pueblo. Vista desde los cuarteles, la coalición presentaba un cariz distinto, al que presentaba vista desde el palacio de Marinski. Las masas aspiraban a desplazar a la burguesía del gobierno por medio de los socialistas. Y así, estas dos presiones, la de la burguesía y la del pueblo, partiendo de dos polos distintos, convergían, por un momento, en un punto único.
En Petrogrado, una buena parte de las fuerzas militares, entre las que se contaba la división de automóviles blindados, que simpatizaba con los bolcheviques, se pronunciaron por el gobierno de coalición. En el mismo sentido se inclinaba también la mayoría aplastante de las provincias. Entre los socialrevolucionarios predominaba asimismo el criterio favorable a la coalición. Lo único que ellos no querían era entrar en el gobierno sin los mencheviques. Finalmente, era también partidario de la coalición el ejército. Uno de sus delegados expresó claramente en el Congreso de los soviets, celebrado en junio, la actitud del frente con respecto al problema del poder: «Creíamos que habría llegado hasta la capital el gemido que exhaló el ejército al enterarse de que los socialistas se negaban a entrar en el ministerio, a colaborar con hombres en quienes no creían, mientras todo el ejército se veía obligado a seguir muriendo al lado de hombres en los cuales tampoco cree.»
En éste como en tantos otros problemas, tuvo una importancia decisiva la guerra. En un principio, los socialistas se disponían a adoptar una actitud expectante ante ella, como la habían adoptado en lo referente al poder. Pero la guerra no esperaba. Tampoco los aliados. El frente no quería tampoco seguir esperando. En plena crisis gubernamental, se presentaron al Comité ejecutivo los delegados del frente, formulando ante sus jefes la siguiente pregunta: «¿Estamos en guerra o no lo estamos?» El sentido de la pregunta era éste: «¿Tomáis sobre vosotros la responsabilidad de la guerra o no?» No era posible dar la callada pro respuesta. Inglaterra formulaba idéntica pregunta en un lenguaje velado de amenaza.
La ofensiva de abril en el frente occidental les costó muy cara a los aliados, y no dio resultado alguno. Bajo la influencia de la revolución rusa y el fracaso de la ofensiva, en la cual se habían cifrado tantas esperanzas, produjéronse algunas vacilaciones en el ejército francés. Éste amenazaba, según la expresión del mariscal Pétain, con «escaparse de las manos». Para contener este proceso amenazador, el gobierno francés necesitaba de una ofensiva en Rusia, o, al menos, la promesa firme de que sería realizada. Además del alivio material que con ello se obtendría, urgía arrancar a la revolución rusa la aureola de paz que la ceñía, arrancar la esperanza de los corazones de los soldados franceses, comprometer a la revolución con su complicidad en los crímenes de la Entente, hundir la bandera de la insurrección de los obreros y soldados rusos en la sangre y el cieno de la matanza imperialista.
Para alcanzar este elevado objetivo, pusiéronse en juego todas las palancas, una de las cuales, y no la menos importante por cierto, eran los socialistas patrióticos de la Entente. Escogiéronse los más probados y se enviaron a la Rusia revolucionaria, donde se presentaron trayendo por toda arma su conciencia acomodaticia y su desenfrenado verbalismo. «En el palacio de Marinski -dice Sujánov-, los socialpatriotas extranjeros... fueron recibidos con los brazos abiertos. Branting, Cachin, Grady, Debrouckère y otros se sentían allí a sus anchas, como en su propia casa, y formaron con nuestros ministros un frente único contra el Soviet.» Hay que reconocer que hasta al Soviet conciliador le repugnaban un poco aquellos caballeros.
Los socialistas aliados recorrieron los frentes. «El general Alexéiev -escribía Vandervelde- hizo todo lo posible por asociar nuestros esfuerzos a los que habían desplegado pocos días antes las delegaciones de los marinos del mar Negro, Kerenski y Albert Thomas, para sacar adelante lo que calificaba de preparación moral de la ofensiva.» Es decir, que el presidente de la Segunda Internacional y el ex-generalísimo del zar Nicolás II se entendían de maravilla, asociados en la lucha por los sagrados ideales de la democracia. Renaudel, uno de los jefes del socialismo francés, podía exclamar con todo desahogo: «Ahora podemos hablar ya de la guerra del derecho sin sonrojarnos.» Con un retraso de tres años, la Humanidad se enteró de que a aquellos caballeros no les faltaban motivos para sonrojarse.
El 1 de mayo, el Comité ejecutivo, pasando por todos los grados de vacilación existentes en la escala de la naturaleza, decidió, por fin, por una mayoría de cuarenta y un votos contra dieciocho y tres abstenciones, entrar en un gobierno de coalición. Sólo los bolcheviques y el pequeño grupo de mencheviques internacionalistas votaron en contra de este acuerdo.
No deja de ser interesante el hecho de que el jefe legítimo de la burguesía, Miliukov, sucumbiese como víctima del nuevo lazo que se estrechaba entre la burguesía y la democracia. «No salí; me echaron», dijo Miliukov, años más tarde. Guchkov se había separado ya del gobierno el 30 de abril al negarse a firmar la «Declaración de los derechos del soldado». Puede juzgarse del sombrío estado de ánimo que reinaba ya por aquellos días en el campo liberal por el hecho de que el Comité central del partido kadete, para salvar la coalición, no insistiera cerca de Miliukov para que continuase en el gobierno. «El partido traicionó a su jefe», dice el kadete de derecha Izgoiev. La verdad es -dicho sea de paso- que no tenía grandes posibilidades de elegir. El mismo Izgoiev dice fundadamente: «A finales de abril, el partido kadete estaba deshecho. Moralmente, había recibido un golpe del cual no había manera de volver a rehacerse.»
Pero es que en el asunto Miliukov la última palabra tenía que decirla también la Entente. Inglaterra estaba completamente de acuerdo en que se relevase al patriota de los Dardanelos por un «demócrata» más firme. Henderson, que llegó a Petrogrado con atribuciones para reemplazar, en caso de necesidad, a sir Buchanan en el cargo de embajador, después de enterarse de la situación, reconoció que el cambio era necesario. En efecto, sir Buchanan estaba donde debía estar, pues era un adversario decidido de las anexiones, cuando éstas no coincidían con los apetitos de la Gran Bretaña: «Si Rusia no tiene necesidad de Constantinopla -susurraba tiernamente al oído de Terechenko-, cuanto antes lo diga, mejor.» En un principio, Francia apoyó a Miliukov. Pero también aquí desempeñó su papel Thomas, quien, siguiendo las huellas de sir Buchanan y de los caudillos del Soviet, se pronunció contra el prohombre kadete. Así caía el político odiado por las masas, abandonado por los aliados, por los demócratas y hasta por el propio partido.
La verdad era que Miliukov no merecía este cruel fin, al menos de las manos que se lo infligían. Pero la coalición exigía una víctima expiatoria. Y Miliukov fue sacrificado ante las masas como el enemigo malo que ensombrecía la marcha triunfal hacia la paz democrática. Al quitar de en medio a Miliukov, la coalición se purgaba de golpe de los pecados del imperialismo.
El 5 de mayo fueron aprobados por el Soviet de Petrogrado la lista del gobierno de coalición y su programa. Los bolcheviques no lograron reunir contra la coalición más que cien votos. «La Asamblea saludó calurosamente a los oradores ministros», relata irónicamente Miliukov, hablando de aquella sesión. Pero con ovaciones no menos estrepitosas fue recibido también Trotski, que había llegado de Norteamérica el día antes. Trotski, antiguo caudillo de la primera revolución, condenó la entrada de los socialistas en el gobierno, afirmando que la coalición no acababa con el «doble poder»; que lo que hacía era «trasladarlo al ministerio', y que el único poder verdadero que «salvaría» a Rusia no se instauraría hasta que se diese un nuevo paso hacia adelante: la entrega del poder a los diputados, obreros y soldados. Entonces comenzaría «una nueva era, era de la clase que sufre, de la clase oprimida alzándose contra las clases dominantes». Hasta aquí, Miliukov. Y sigue. Al terminar su discurso, Trotski formuló las tres normas que habían de presidir la política de masas: «Tres preceptos revolucionarios: desconfiar de la burguesía, vigilar a los jefes, no confiar más que en las propias fuerzas.» Sujánov observa, hablando de esta intervención: «Es evidente que no podía contar con que su discurso fuera bien acogido.» Y, en efecto, la despedida fue bastante más fría que el recibimiento. Sujánov, extraordinariamente sensible para cuantas murmuraciones venían de los pasillos intelectuales, añade: «Corrían rumores de que Trotski, que no se había afiliado todavía al partido bolchevique, era «aún peor que Lenin».»
De quince carteras, los socialistas se quedaron con seis, para ser minoría. Todavía después de participar abiertamente en el poder seguían jugando al escondite. El príncipe Lvov fue mantenido en la presidencia del Consejo. Kerenski pasó al ministerio de Guerra y Marina, y Chernov obtuvo la cartera de Agricultura. Para sustituir a Miliukov al frente del ministerio de Negocios extranjeros fue designado el gran conocedor del ballet, Terechenko, que era hombre de confianza de Kerenski y de sir Buchanan. Los tres estaban de acuerdo en que Rusia podía prescindir, sin quebranto alguno, de Constantinopla. Del departamento de Justicia, se encargó Pereverzev, abogado insignificante, que pronto había de adquirir una fugaz reputación con motivo del proceso abierto en julio contra los bolcheviques. Tsereteli se contentó con la carrera de Correos y Telégrafos, al objeto de poder dedicar su tiempo al Comité ejecutivo. Skobelev, ministro de Trabajo, en el calor de la improvisación, prometió poner coto a los beneficios de los capitalistas en un ciento por ciento; la frase no tardó en hacerse famosa. Sin duda, como contrapeso, nombróse ministro del Comercio y de la Industria al gran patrono moscovita Konovalov, que acudió rodeado de unas cuantas figuras de la Bolsa de Moscú, para todas las cuales hubo algún cargo importante en el gobierno. Conviene advertir que dos semanas después Konovalov presentaba la dimisión como protesta contra la «anarquía» reinante en la economía del país; por su parte, Skobelev había renunciado ya mucho antes de atentar contra los beneficios capitalistas y concentraba todas sus energías en luchar contra la «anarquía», sofocando las huelgas e invitando a los obreros a que se abstuviesen en lo posible, de pedir mejoras.
La declaración del gobierno estaba formada, como es de rigor en las coaliciones, por una serie de lugares comunes. En ella aludíase a la activa política exterior que habría de mantenerse a favor de la paz, a la solución del problema de las subsistencias y al planteamiento y futura solución del problema agrario. No todo se reducía a unas cuantas frases huecas. Había un punto serio, al menos por los propósitos; era aquel en que se hablaba de preparar al ejército «para las acciones defensivas y ofensivas, con el fin de evitar una posible derrota de Rusia y de sus aliados». En esto consistía, en esencia, y a esto se reducía el verdadero sentido de la coalición, la última carta que la Entente se jugaba en Rusia.
«El gobierno de coalición -decía Buchanan- representa, para nosotros, la última y casi la única esperanza de salvación para la situación militar en este frente.» Véase, pues, cómo detrás de las plataformas, detrás de los discursos, los acuerdos y las votaciones de los caudillos liberales y demócratas de la revolución de Febrero, se hallaba tirando de los hilos el régisseur imperialista, personificado por la Entente. Los socialistas, que se habían visto obligados a entrar de un modo tan precipitado en el gobierno, sacrificándose a las conveniencias bélicas de los aliados, contrarias a la revolución, se echaron a la espalda una tercera parte del poder y todo lo referente a la guerra.
El nuevo ministro de Negocios extranjeros hubo de mantener secretas, por espacio de dos semanas, las contestaciones dadas por los gobiernos aliados a la declaración del 27 de marzo, con objeto de conseguir ciertas modificaciones de estilo que disimularan el tono polémico contra la declaración de gobierno de la coalición. La «activa política exterior en favor de la paz» se reducía, por ahora, a que Terechenko redactase celosamente el texto de los telegramas diplomáticos que le preparaban los viejos burócratas y borrase la palabra «pretensiones», para poner «demandas justas», y allí donde decía «garantía de los intereses», «el bien de los pueblos», etc. Miliukov apunta, con un poco de despecho, hablando de su sucesor en el ministerio: «Los diplomáticos aliados sabían que la terminología «democrática» de esos telegramas era una concesión involuntaria a las exigencias del momento, y la trataban con condescendencia.»
Thomas y Vandervelde, que habían llegado hacía poco, no se estaban con las manos cruzadas, sino que procuraban interpretar celosamente «el bien de los pueblos», a tono con las conveniencias de la Entente, y hacerse, sin que les costase gran trabajo, con los bobalicones del Comité ejecutivo. «Skobelev y Chernov -comunicaba Vandervelde- protestan enérgicamente contra toda idea de paz prematura.» No tiene nada de extraño que Ribot, apoyándose en tan eficaces auxiliares, pudiera ya proclamar el 9 de mayo, ante el parlamento francés, que se disponía a dar una respuesta satisfactoria a Terechenko «sin renunciar a nada».
Sí, así era; los verdaderos amos de la situación no se disponían, ni mucho menos, a renunciar a nada de todo aquello de que pudieran aprovecharse. Precisamente por aquellos días, Italia proclamaba la independencia de Albania y la tomaba bajo su «protectorado». No estaba mal, como lección de cosas. El gobierno provisional disponíase a protestar, no tanto en nombre de la democracia, cuanto en nombre del «equilibrio» violado en los Balcanes, pero su impotencia le obligó a morderse la lengua.
Lo único nuevo que el gobierno coaligado aportó a la política exterior fue la aproximación precipitada a América. Esta nueva amistad ofrecía tres ventajas no poco importantes: los Estados Unidos no estaban tan comprometidos en las villanías de la guerra como Francia e Inglaterra; la república transatlántica abría ante Rusia grandes perspectivas en punto a los empréstitos y a los aprovisionamientos militares; finalmente, la diplomacia de Wilson -mezcla de hipocresía democrática y de picardía- no podía armonizarse mejor con las necesidades de estilo del gobierno provisional. Al enviar a Rusia la misión del senador Root, Wilson se dirigió al gobierno provisional con una de aquellas misivas pastorales suyas, en la cual declaraba: «Ningún pueblo debe ser sometido por la fuerza a una soberanía bajo la cual no desee vivir.» El presidente americano definía de un modo no muy claro precisamente, pero bastante atractivo, los objetivos de la guerra: «Garantizar la futura paz del mundo y el bienestar y la felicidad de los pueblos en el porvenir.» ¿Podía haber nada mejor? Esto era, precisamente, lo que Terechenko y Tsereteli necesitaban: sólidos créditos y bellos lugares comunes pacifistas. Con ayuda de los primeros, y amparándose detrás de los segundos, los gobernantes rusos podían dedicarse a preparar la ofensiva que reclamaba el Shylock del Sena, blandiendo furiosamente sus letras vencidas.
Kerenski salió para el frente el 11 de mayo con el fin de inaugurar la campaña de propaganda en favor de la ofensiva... «En el ejército, la ola de entusiasmo sube y crece», comunicaba al gobierno provisional el nuevo ministro de la Guerra, embriagado por el entusiasmo de sus propios discursos. El 14 de mayo, Kerenski lanza al ejército esta orden: «Iréis adonde los jefes os conduzcan.» Y para disimular esta perspectiva, harto conocida y muy poco atrayente para los soldados, añade: «Llevaréis la paz en la punta de vuestras bayonetas.» El 22 de mayo fue destituido el prudente general Alexéiev, hombre por lo demás perfectamente inepto, y reemplazado en sus funciones de generalísimo por el general Brusílov, más dúctil y expeditivo. Los demócratas preparaban con todo ahínco la ofensiva, y con ella la gran catástrofe de la revolución de Febrero.
El Soviet era el órgano de gobierno de los obreros y de los soldados, es decir, de los campesinos. El gobierno provisional era el órgano de la burguesía. La Comisión de enlace, un organismo de arbitraje y conciliación. La coalición simplificaba esta mecánica, convirtiendo al propio gobierno provisional en una Comisión de enlace. Pero, con ello, el régimen de dualidad de poderes no desaparecía, ni se menoscababa en lo más mínimo. Lo que resolvía el problema no era, precisamente, que Tsereteli fuera vocal de la Comisión de enlace o fuese ministro de Correos; en el país coexistían dos organizaciones estatales incompatibles: una jerarquía de funcionarios viejos y nuevos designados desde arriba y que culminaba con el gobierno provisional, y una red de soviets formados por elección, que se extendía hasta los más alejados regimientos del frente. Estos dos sistemas de gobierno se apoyaban en dos clases distintas, que se disponían a arreglar las cuentas históricas que tenían pendientes. Los conciliadores entraron en la coalición confiando en que podrían suprimir pacífica y progresivamente el sistema soviético. Se imaginaban que la fuerza del Soviet estaba concentrada en sus personas, y que, por tanto, se refundiría con el gobierno oficial al entrar ellos en éste. Kerenski dábale a sir Buchanan todo género de seguridades de que los soviets «morirían de muerte natural». Esta esperanza no tardó en convertirse en artículo de fe de todos los jefes conciliadores. Estaban convencidos de que el centro de gravitación de la vida política se desplazaría de los soviets a los nuevos órganos democráticos de gobierno. La Asamblea constituyente vendría a ocupar el puesto del Comité ejecutivo central. El gobierno provisional se disponía a convertirse de este modo, en el puente que había de conducir al régimen de república parlamentaria.
Lo malo era que la revolución no quería ni podía seguir estos sabios derroteros. Lo ocurrido con las nuevas Dumas municipales era un presagio inequívoco en este sentido. Las Dumas habían sido elegidas a base de un amplísimo sistema de sufragio universal, en que votaban hombres y mujeres, y los soldados gozaban de los mismos derechos que la población civil. Tomaron parte en la lucha cuatro partidos. La Novoie Vremia, antiguo órgano oficioso del gobierno zarista y uno de los periódicos menos honrados del mundo -¡que ya es decir!-, invitaba a los derechistas, a los nacionalistas, a los octubristas, a votar por los kadetes. Pero cuando la impotencia política de las clases poseedoras se hubo puesto completamente en evidencia, la mayoría de los periódicos burgueses lanzó esta elocuente consigna: «¡Votad por quien queráis, con tal que no sea por los bolcheviques!» Los kadetes formaban, en todas las Dumas y en todos los zemstvos, el ala derecha los bolcheviques, la minoría de izquierda cada vez más robusta. La mayoría, generalmente aplastante, correspondía a los mencheviques y socialrevolucionarios.
Parecía que las nuevas Dumas, que se distinguían de los soviets por una mayor integridad de representación, iban a gozar de gran autoridad. Además, como organismos de derecho público que eran tenían la ventaja inmensa de gozar del apoyo oficial del Estado. La milicia, las subsistencias, los transportes locales, la instrucción pública, dependían directamente de las Dumas. Los soviets, en su calidad de organismos «privados», no tenían ni presupuesto ni derechos, y así y todo, el poder residía en sus manos. En realidad, las Dumas eran una especie de comisiones municipales adjuntas a los soviets. Aquel pugilato entre el sistema soviético y la democracia formal, tenía que ser tanto más sorprendente cuanto que se realizaba bajo la dirección de los mismos partidos, socialrevolucionarios y mencheviques, que, aunque tuviesen mayoría lo mismo en las Dumas que en los soviets, estaban profundamente convencidos de que éstos tendrían que ceder el sitio a la Duma, y hacían o, por lo menos, intentaban hacer en este sentido cuanto podían.
La solución de este enigma, acerca del cual se reflexionaba relativamente poco en el torbellino de los acontecimientos, es muy sencilla: los municipios, lo mismo que todas las instituciones democráticas en general, sólo pueden funcionar a base de relaciones sociales estables, es decir, de un determinado régimen de propiedad. Pero la esencia de toda revolución está, precisamente, en poner esa base social en tela de juicio, en tanto que se contrasta revolucionariamente la correlación de las fuerzas de clases y éstas dan la contestación. Los soviets, pese a la política de sus dirigentes, eran una organización combativa de las clases oprimidas, que se agrupaban consciente o semiconscientemente para modificar las bases del régimen social. Los municipios daban igual representación a todas las clases sociales reducidas a la abstracción de ciudadanos; en medio de aquellas condiciones revolucionarias, tenían gran parecido con esas conferencias diplomáticas en que los representantes se entretienen en un lenguaje convencional e hipócrita, mientras los pueblos representados se preparan febrilmente para la guerra. En las jornadas revolucionarias por las que estaban atravesando, los municipios arrastraban una vida semificticia. En los momentos decisivos, cuando la intervención de las masas marcaba la orientación principal de los acontecimientos, los municipios saltaban hechos añicos y sus elementos componentes iban a parar uno y otro lado de la barricada. Bastaba con detenerse un momento a compara el papel que hacían los soviets y el que hacían los municipios, durante los meses de mayo a octubre, para prever la suerte que a la Asamblea constituyente le estaba reservada.
El gobierno de coalición no se daba ninguna prisa en convocar la Asamblea. Los liberales que, faltando a las reglas de la aritmética democrática, tenían la mayoría en el gobierno, no se apresuraban tampoco a acudir a la Asamblea constituyente para representar en ella, como lo representaban en las nuevas Dumas, el papel de impotente ala derecha. La Comisión especial encargada de preparar la convocatoria de la Asamblea constituyente no empezó a funcionar hasta fines de mayo, tres meses después de la revolución. Los jurisconsultos liberales dividían cada pelo en dieciséis partes, agitaban en la retorta todos los componentes democráticos, disputaban sin fin acerca de los derechos electorales del ejército y de si debía o no concederse el voto a los desertores, que se contaban por millones, y a los individuos de la familia real, que se contaban por docenas. En lo posible, se rehuía hablar de la fecha de reunión de la Asamblea. El tocar este punto en la Comisión estimábase, por lo general, como una falta de tacto, de la cual sólo eran capaces los bolcheviques.
Transcurrían las semanas, y a pesar de las esperanzas concebidas y las profecías formuladas por los conciliadores, los soviets no desaparecían. Es cierto que, desorientados por sus propios jefes, caían, en algunos momentos, en un estado de semipostración, pero a la primera señal de peligro se ponían de pie, evidentemente de un modo indiscutible para todo el mundo que los soviets eran los verdaderos amos de la situación. A la par que los saboteaban, los socialrevolucionarios y los mencheviques veíanse obligados a reconocer su supremacía en todos los casos de importancia. Esta supremacía se patentizaba, asimismo, en el hecho de que las mejores fuerzas de ambos partidos estuviesen concentradas en los soviets. A los municipios y a los zemstvos se destinaban hombres de segunda fila, técnicos, capacidades administrativas; y lo mismo ocurría en el partido bolchevique. Sólo los kadetes, que no tenían acceso a los soviets, concentraban sus mejores elementos en los órganos de la administración municipal; pero la minoría burguesa, impotente, no pudo llegar a convertirlos en su punto de apoyo.
Consecuencia de esto era que nadie viese en los municipios órganos suyos. El exacerbado antagonismo de obreros y fabricantes, soldados y oficiales, campesinos y terratenientes, no se podía exteriorizar abiertamente en los municipios o en los zemstvos, como se hacía en las organizaciones propias, en los soviets de una parte, y de otra, en las sesiones «privadas» de la Duma y demás entrevistas y reuniones de los políticos de la burguesía. Cabe poner de acuerdo con el adversario acerca de pequeñeces, pero nunca sobre cuestiones de vida o muerte.
Tomando la fórmula de Marx, que dice que el gobierno es el Comité de la clase dominante, fuerza es decir que los verdaderos «comités» de las clases que luchaban por el poder se hallaban al margen del gobierno de coalición. Esto era, por lo que se refiere al Soviet, representado en el gobierno como minoría de una evidencia absoluta. Pero no era menos evidente con respecto a la mayoría burguesa. Los liberales no tenían posibilidad alguna de ponerse de acuerdo, en presencia de los socialistas, sobre las cuestiones que a la burguesía más interesaban. La separación de Miliukov, jefe reconocido e indiscutible de la burguesía, en torno al cual se agrupaban todos los que tenían algo que perder, poseía un carácter simbólico y ponía al descubierto que el gobierno se hallaba descentrado en todos los sentidos. La vida política giraba alrededor de dos focos, uno de los cuales estaba a la izquierda y el otro a la derecha del palacio de Marinski.
Los ministros, que no se atrevían a decir en voz alta lo que pensaban del gobierno, vivían en una atmósfera de convencionalismo que ellos mismos se creaban. La dualidad de poderes, disfrazada por la coalición, acabó por convertirse en una escuela de doble sentido, de doble moral y de toda clase de dobleces y equívocos. A lo largo de los seis meses siguientes, el gobierno de coalición pasó por una serie de crisis y modificaciones, pero conservó siempre, hasta el día de su muerte, sus dos rasgos característicos fundamentales: impotencia y falsedad.