La tercera vía está de
vuelta: el papel de los intelectuales sistémicos
El Viejo Topo
27.11.2020
¿Ha perdido
Sanders? Muchos se preguntarán a qué viene esto, ya que el conocido político
demócrata norteamericano perdió hace tiempo frente a Biden y ahora solo se
presentaba como senador. Me estoy refiriendo a otra cosa, a lo que podríamos
llamar las múltiples consecuencias que va a tener la victoria de Biden. Hay un
dato que empieza a aparecer en letra pequeña, como comentario en el marco de un
debate más general: Sanders nunca hubiese ganado a Trump; para vencer a los
populismos de derechas hace falta hacerlo desde la moderación y el
centro-izquierda, el extremo centro que diría Tarik Alí.
Cuando
cambia la administración norteamericana -es el Imperio- muchas cosas cambian en
su mundo del que, de una u otra forma, formamos parte. Todos quieren ser
vencedores, hacer méritos y apostar al futuro. Asombra la ingenuidad de una
parte significativa de la izquierda que hace suyo el triunfo de Biden, que
alaba la consistencia de la “democracia americana” y sueña con un mundo mejor.
Trump es muy de derechas, la mayoría de las veces brutal, y conseguía como
nadie hacerse antipático; no podía disimular su autoritarismo mezclado con
supremacismo racial y un nítido desprecio por los sectores populares. Aun así,
casi la mitad del pueblo norteamericano votó por él. Solo la Covid-19 lo pudo vencer.
Tendríamos que explicar las raíces de un fenómeno que ya estaba en la sociedad
norteamericana y que ahora ha ganado coherencia y fuerza.
Los EEUU
vuelven y pasan a la ofensiva. Esa podía ser la consigna del momento. Muchos
llevaban años esperándolo: vuelven los nuestros. Se ve con claridad que ha sido
el trumpismo, una forma de repliegue ante un cambio geopolítico de grandes
dimensiones. El presidente derrotado puso de manifiesto lo que todos sabían,
que la hegemonía norteamericana en el mundo estaba en cuestión y que aparecía
con mucha fuerza una potencia que los desafiaba. Los EEUU llegarán hasta el
final para impedirlo, hasta el final y sin escatimar medios. Los europeos no
están en capacidad para entender eso. Lucha por el poder puro y duro. Borrell
quiere que aprendamos a pensar geopolíticamente, no será fácil. La diplomacia
“a martillazos” de Trump dejaba claro que EEUU no estaba para juegos florales y
que la amenaza era existencial. La prioridad era el hemisferio oriental y allí
iba a concentrar todas sus fuerzas. A los aliados europeos les señalaba tareas:
ocuparse del frente ruso, incrementar sus presupuestos militares y contribuir
enérgicamente a la contención de China. La OTAN valía si cumplía estas misiones
y mostró hasta la saciedad que no iba a perder mucho tiempo en convencerlos.
Tengo la
seguridad de que los rasgos básicos de la política internacional del Trump
serán seguidos por Biden. Cambiarán muchas cosas, pero no lo sustancial. Lo
primero será una nueva estrategia. Los demócratas son especialistas en combinar
poder duro y poder blando con mucha sofisticación; usan los medios de
comunicación con pericia y confían que su modelo de vida siga siendo su mejor
tarjeta de visita. Saben que no pueden ganar solos a una China en alianza con Rusia;
es decir, necesitan construir un bloque trilateral que los aísle, los contenga
y los sitúen a la defensiva. Una de las claves será la lucha cultural, los
dispositivos discursivos y la industria de la comunicación en un sentido
amplio. Los intelectuales volverán a cumplir misiones de importancia,
legitimando las nuevas directrices de los poderes fuertes y combatiendo las
ideas nocivas, todo lo que tenga que ver con el socialismo y que cuestionen el
orden capitalista, púdicamente denominado “Orden internacional liberal”.
Las
relaciones internacionales tienen estas cosas desagradables. La lucha por el
poder, pido disculpas, es permanente, no descansa y llegará hasta la guerra;
sí, la guerra. La derecha demócrata, que es la que ha ganado, no se debe
olvidar, lo hará con oficio y de oficio. Saben de qué va esto. Se preparan para
un periodo largo de acumulación de fuerzas, de desgate planificado e de
complicidades múltiples, sumando aliados y disputando todos los espacios
posibles. Lo hicieron una vez y lo volverán a hacer. Su estrategia será
compleja y no tendrán demasiados problemas para intervenir en frentes ambiguos
o impresentables. Usarán todos los medios, todos los instrumentos legales o
paralegales; económicos o financieros, guerras hibridas o convencionales,
inteligencia artificial y manejo fino del ciberespacio. O sea, una estrategia
prolongada, sistemática e integral.
Los
dispositivos hegemónicos serán muy importantes y los intelectuales sistémicos
pieza clave. Los intelectuales orgánicos, tal como los hemos conocido, son
cosas del pasado. Sus funciones se han socializado y degradado. El mundo del
capitalismo financiero concede poco a la política y prefiere a gestores de
imagen y potentes aparatos de comunicación. Los tiempos están cambiando y lo
harán más, mucho más y rápidamente. La figura que emerge es el intelectual
sistémico. Su papel es definir lo políticamente correcto; lo que se puede
debatir y lo que no; sacar de la esfera pública los intelectuales críticos,
condenarlos al ostracismo y vetar su presencia en los medios. Sus instrumentos
son emitir discursos disciplinarios, criminalizar al disidente y etiquetarlos.
Ellos son los operadores del discurso, los funcionarios de un poder que quiere
construir marcos cognitivos e imaginarios sociales renovados para una
conflagración global que quiere volver a un nuevo bipolarismo, al
enfrentamiento existencial entre un Occidente bajo hegemonía de EEUU y un
Oriente con su centro en China. Los primeros, liberales, partidarios del
multilateralismo y libre comercio, comprometidos con los derechos humanos; los
segundos autoritarios, nacionalistas, con capitalismos fuertemente intervenidos
y corruptos, con valores culturales incompatible con las libertades
individuales. No será fácil. El 15 de noviembre China y 14 países han firmado
la Asociación Económica Integral Regional (RCEP) un Tratado que crea una zona
de libre comercio en la región de Asia-Pacífico. Se lo ha calificado de
histórico; algo de eso hay. Abarca a un tercio del PIB y de la población
mundial. Lo singular: no están los EEUU y lo han suscrito Australia, Corea del
Sur y Japón, tres aliados clave de la gran potencia norteamericana.
La
“depuración” de Jeremy Corbyn, nada más y nada menos que por antisemitismo, no
es un acto singular y define una estrategia. El laborismo vuelve a la tercera
vía y lo hace de la manera más radical posible, criminalizando a su antiguo
secretario general y poniendo a la izquierda del partido a los pies de los
caballos del sistema. Imagino que Corbyn se dará ahora cuenta que su
dependencia de la derecha del partido ha sido nefasta y que no tener una
postura clara sobre la UE, no solo le impidió ganar a Johnson, sino que, y es
lo peor, hizo imposible la renovación y democratización del partido. Starmer,
el nuevo secretario del Partido Laborista, anticipa un movimiento que será
bastante común muy pronto, a saber, forjar una sólida alianza entre el gobierno
demócrata estadounidense y lo que queda de la socialdemocracia europea. No es
nuevo, lo fue con Clinton y, en parte, con Obama y ahora es mucho más
necesario. Reforzar el vínculo transatlántico implica también una alianza de
los social liberales, la renovación en clave post material de su ideario,
apertura a Los Verdes y, en general, a las fuerzas centristas en un sentido
amplio.
El retorno
de la “tercera vía” pone fin a los minoritarios intentos de una salida por la
izquierda de la crisis de la socialdemocracia y es funcional al tipo de
integración europea dominante. Tampoco esto es nuevo. La tercera vía fue un
intento más de “norteamericanización” de la vida pública europea, de poner fin
a su identidad de postguerra; es decir, una democracia basada en el conflicto
de clases, el constitucionalismo social y el control político del mercado. El
sueño de las élites europeas sería traducir el sistema político americano a una
Unión Europea en crisis, necesitada más que nunca de ideas y proyectos. Más
Europa, profundizar en este tipo de integración europea, significará romper el
nexo fundante entre soberanía popular y autogobierno de las poblaciones; entre
libertades individuales y derechos sociales. Por vía de los hechos, a espaldas
de los pueblos, se transita hacia democracias plutocráticas, limitadas y
crecientemente autoritarias; la independencia nacional es devaluada hasta
hacerla irreconocible y se acepta como inevitable la sumisión a un orden
imperialista.
Los
intelectuales sistémicos tienen una prodigiosa capacidad para adelantarse a los
que mandan, buscar nuevas agendas e identificar a los enemigos. Su habilidad
para integrar es inmensa; su especialidad es sumar a cuadros de la izquierda
“mala”, combinando a la perfección el halago y el reconocimiento. El primer
paso es siempre el mismo: acceso a los medios, salidas profesionales adecuadas
y enganche a instituciones donde se reparten privilegios y prestigio. Lo
sustantivo es el poder del poder, es decir, capacidad para definir y etiquetar
normativamente a los demás. Detectan con finura los críticos integrables de
aquellos que no se plegarán al poder; toman nota y archivan la información.
Refundar el vínculo euroatlántico y construir con solidez alianza con la nueva clase gobernante norteamericana va a exigir mucho trabajo, dedicación y hacer fuertes a unas élites que necesitan de nuevos relatos, nuevos imaginarios e ideas fuerza solventes. Pedro Sánchez se ha adelantado de nuevo -Iván Redondo siente crecer la hierba- y propone una alianza estratégica con los EEUU, más allá de Alemania y Francia. Temo, que pronto, muy pronto, los ministros de Unidas Podemos que con tanta ilusión han recibido a Biden, se darán cuenta que la nueva Administración del amigo norteamericano será un político internacional más intervencionista, más dura que Trump en áreas decisivas y mucho más beligerante en los alineamientos políticos.
Artículo
publicado originalmente en Cuarto Poder.
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