martes, 3 de septiembre de 2019

EL FERROCARRIL, OTRO REGALAZO DE FELIPE GONZALEZ Y SUS MUCHACHOS A ESPAÑA. VOTEN PSOE, SEÑORES, "BOTEN," O PP O CIUDADANOS O LA MULA FRANCIS, QUE AQUI HAY MUCHO QUE ROBAR, LAS PENSIONES, POR EJEMPLO


El ferrocarril, ¿herramienta de progreso?

Diario octubre/ septiembre 3, 2019 


Darío Herchhoren.— Sin duda la máquina de vapor fue uno de los mayores pasos hacia el progreso que ha dado la humanidad. Fulton, Papin y Stephenson, merecen un lugar importante en la historia, ya que han conseguido revolucionar el transporte por agua y por tierra gracias a la aplicación del vapor a las máquinas, lo cual ha traido como consecuencia que las comunicaciones a larga distancia sean más cortas, más baratas y más seguras.
El ferrocarril como tal,  siempre se ha visto como un elemento de progreso que ha traido prosperidad y modernidad, conectando países y ciudades, y logrando que las distancias se acorten enormemente sobre todo en cuanto a tiempo y bajando el precio del transporte de mercancías y personas.
Pero si afinamos más y echamos una mirada más crítica sobre el transporte por ferrocarril, veremos que todo ello depende del trazado de las líneas de ferrocarril, y entonces tendremos un elemento más para valorar su utilidad, y sobre todo a quién sirve dicho trazado.
En los años 1890, en los EEUU comenzó lo que se conoció como la conquista del oeste ya en forma metódica, donde el estado comenzó a participar en los trazados ferroviarios. Antes de ese tiempo, capitalistas privados comenzaron a tender vias de ferrocarril sobre el terreno, pero siempre para su servicio propio y no como un servicio público, y de esa manera comenzó a tejerse una tupida red ferroviaria que intentaba llegar desde el este hasta el oeste, cubriendo así todo el territorio norteamericano.
Hay que decir en honor a la verdad que esa meta está a día de hoy muy lejana de cumplirse. El ferrocarril en EEUU no está suficientemente extendido, y la mayor parte del transporte de mercancías pesadas se realiza por camiones de gran tonelaje, y el transporte público de pasajeros se realiza en su inmensa mayoría por medio de autocares.
En Argentina el primer ferrocarril comenzó a rodar en 1876, era netamente argentino y cubría la distancia entre Buenos Aires y la ciudad de Rosario, a unos 400 kilómetros de distancia. Pero los gobiernos oligárquicos que se sucedieron en Argentina durante la segunda mitad del siglo XIX, dieron concesiones a las compañías ferroviarias inglesas que no solo permitían el tendido de las vías, sino que otorgaban la propiedad de una franja a cada lado de la vía de un kilómetro de longitud, con lo cual las compañías inglesas hicieron un enorme y fructífero negocio, vendiendo terrenos a ambos lados de las vías, lo que dió origen a pueblos y ciudades, que se beneficiaban de la cercanía a las vías.
Pero lo más grave de todo esto, era que el tendido ferroviario dependía del dedo de los ingenieros ingleses, que marcaban en un mapa por dónde debía transcurrir el trazado.
Los ferrocarriles argentinos llegaron a tener 35.000 kilómetros de vías férreas, la red más extensa de América Latina.
Pero todo ello no derivó en un beneficio para el país, sino que sirvió al gran capital inglés que utilizaba el ferrocarril para llevar al puerto de Buenos Aires las materias primas que obtenía en el interior que no tenían ningún valor agregado, para embarcarlas en buques ingleses que las llevaban a la metrópoli.
El trazado radial de los ferrocarriles estaba diseñado para facilitar que todo confluyera en Buenos Aires y de esa manera quedaban marginadas amplias regiones del país que no contaban con servicios de ferrocarril. En vez de vertebrar el país, que es una de las finalidades del ferrocarril, sirvió para desvertebrarlo.
La red ferroviaria argentina sufrió continuos ataques sobre todo después de 1949 en que el gobierno del General Perón los nacionaliza. Ese gobierno comienza una política de nuevos tendidos pensando solo en el beneficio del país y de su industria, y es así como comienza a trabajarse en el tendido de un ferrocarril entre Río Turbio, en la austral provincia de Santa Cruz hasta Río Gallegos su capital, que es un puerto sobre el Atlántico Sur. Río Turbio está en la frontera con Chile, junto a la cordillera de los Andes, y alberga la mina de carbón más grande de América. Se trata de un carbón bituminoso, que produce 6500 calorías, cuando el carbón inglés o el polaco solo dan una 5000/5500 calorías. A partir de allí se crea la empresa YCF (Yacimientos Carboníferos Fiscales), que pertenecía al Estado argentino.
Para transportar ese carbón hacia los grandes centros de consumo hay que llevarlo desde la cordillera hasta el puerto de Santa Cruz, unos 600 kilómetros, y luego embarcarlo en buques carboneros que lo lleven hacia en norte. La propaganda imperial comenzó a hacer circular el rumor de que ese carbón era peor que el importado, y para poder venderlo, el Estado argentino tuvo que mentir diciendo que era carbón inglés, hasta que los consumidores se acostumbraran a su uso y aceptaran que el carbón argentino era mejor que el inglés, y mucho más barato.
El gobierno surgido del golpe militar contra Perón de 1955, cerró la  mina de carbón de Río Turbio, deshizo la empresa YCF, y el ferrocarril languideció hasta que finalmente se suprimió.
El gobierno de Carlos Menem, uno de los peores que se recuerden, salvo el de Mauricio Macri, llevó a cabo el más eficaz ataque contra el ferrocarril argentino. Con la excusa de que era antieconómico levantó unos 20.000 kilómetros de via, y favoreció con ello al transporte por camión y el transporte  de pasajeros por autocar.
En España los ferrocarriles siempre han dado un buen servicio, pero con el gobierno de  Felipe González, y con la excusa de los fastos de 1992, para celebrar el quinto centenario del descubrimiento de América, se hizo la Expo de Sevilla y las olimpíadas de Barcelona.
Ello dió origen a que se tendieran las vías del primer tren de alta velocidad en España y abrió las puertas a que ese modelo se generalizara a otros recorridos distintos del primigenio Madrid-Sevilla. Se trataba de una decisión política. Siempre el trazado y el tendido de una línea de ferrocarril es una decisión política, y ello no es ni bueno ni malo en sí mismo, sino que es necesario saber a quién beneficia la obra. En el caso español, el Estado estaba interesado en la derrota de ETA y para ello necesitaba de la colaboración francesa, ya que el territorio francés servía de refugio a los miembros de ETA que debían huir de España. Esa colaboración se logra con la compra de trenes de alta velocidad de la marca Alsthom (francesa) y también de la socialdemocracia alemana. El primer ministro socialdemócrata alemán Willi Brandt, abre un crédito al Estado español para la compra de locomotoras Siemens para arrastrar los vagones del AVE (Alta Velocidad Española). Esto sin duda implicaba marginar a la empresa española Talgo, que fabricaba desde hacía ya muchos años trenes de alta velocidad y locomotoras.
Sin duda el emperador González bajó el pulgar y Talgo quedó fuera del negocio. El AVE es un tren elitista, ya que es muy caro viajar en él, y su trazado implic, como sucedió en Argentina, dejar a grandes regiones de España fuera del alcance de ese servicio, ya que muchas líneas, con la excusa de la existencia del AVE, han sido suprimidas o sus servicios achicados, y todo para beneficiar a los fabricantes de camiones pesados que  son todos extranjeros, ya que la única fábrica de capital nacional que fabricaba camiones, Barreiros, ya no existe, y Pegaso una marca tradicional española ha sido vendida a Iveco, que es una marca de Fiat, y quien quiera comprar un camión en España, debe hacerlo a empresas extranjeras.
En España existen aproximadamente un millón de camiones pesados (de cinco ejes), que pueden cargar 50 toneladas, lo mismo que un vagón de ferrocarril, pero una sola locomotora arrastra entre 50 y 60 vagones de carga, es decir que una sola locomotora puede arrastrar el equivalente de 50 ó 60 camiones pesados, con el consiguiente ahorro de fletes, gastos en carreteras, combustibles, lubricantes y repuestos. El costo del transporte por ferrocarril es de unos 45 céntimos por tonelada, mientras que el costo de esa misma tonelada por camión es de casi 70 céntimos. ¿Es comprensible que se haga tal dispendio?
Sin dudarlo, la respuesta es no. Pero lo que surge con claridad, es que el ferrocarril constituye una herramienta de progreso, siempre que sirva al interés nacional y a las clases sociales más numerosas, que obviamente no son las clases privilegiadas. Para servir al interés nacional, el ferrocarril debe tener un tendido acorde con dicho interés, y el Estado debe coordinar el transporte por ferrocarril a largas distancias, con el transporte por carretera, que puede ser servido por camiones más pequeños, y para ello no hacen falta un millón de camiones pesados.

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¿PERO AUNQUE YO NO LO SEPA, ESTO NO ES UN ROBO MÁS A LA SOCIEDAD ESPAÑOLA, A LA PATRIA DE BANDERITAS POR AQUI Y BANDERITAS AL BALCÓN, INCLUIDOS VOTANTES DEL PSOE, PP, CIUDADANOS Y LA UNIÓN MEDIA CENTRAL DE CRISTO BENDITO? PUES NADA, VOTEMOS A QUIENES NOS ROBAN Y HACEN POSIBLE EL ROBO, QUE TODAVÍA QUEDA MUCHO QUE ROBAR, PENSIONES MEDIANTE. PERO DEJEMOS ESTAS TONTADAS QUE NO SON MAS QUE POLÍTICA,Y ENTREMOS DE CABEZA A LO IMPORTANTE, PERO SIN UTILIZAR MUCHO LA CABEZA NO SEA QUE SE NOS GASTE: A QUE LA COLETA DEL COLETAS NO ES UNA COLETA CON TODOS LOS PELOS IGUALES COMO DIOS MANDA, A QUE SÍ?



El oro de Solbes

Rebelión
Contrapunto
03.09.2019

Hay quienes afirman que la dicotomía izquierda-derecha ha perdido su razón de ser. Recuerdo que Aranguren en el capítulo IX de su obra "Ética y política" contestaba con una metáfora a los que ya entonces (1966) hablaban de la superación de tal alternativa. Refería que, ante la opinión extendida de que no existía el diablo, algún autor católico realizó con agudeza la siguiente reflexión: "La última astucia del diablo es divulgar la noticia de su muerte". Pues bien, añadía Aranguren, la última astucia de la derecha es propagar la noticia de que la antítesis entre derecha-izquierda ha desaparecido. Es evidente que en 1966 la aseveración de Aranguren era totalmente certera en todos los aspectos. ¿Pero qué sucede en los momentos actuales?

Soy un convencido de que también ahora la diferencia entre izquierdas y derechas mantiene todo su sentido en el ámbito ideológico. Pero una cosa es la teoría y otra, su concreción en la práctica. La pertenencia a la Unión Monetaria impone límites muy severos a los Estados a la hora de conformar su política económica. Los gobiernos pierden en buena medida su soberanía, que se traspasa al Banco Central Europeo y a los llamados mercados, mercados que tienen poco de racionales, pero que están prestos a castigar cualquier desviación que consideren contraria a sus intereses. Los partidos políticos, se denominen como se denominen, tienen que converger en sus actuaciones. La política es más que nunca el arte de lo posible, y la pericia y competencia de los gobernantes se hacen más importantes que la propia ideología. 

No sería malo que en estas circunstancias los futuros votantes abandonasen el fundamentalismo de siglas y, tanto los que se creen de derechas como los que se autocalifican de izquierdas, tuviesen en cuenta la solvencia de los que se presentan a las elecciones. Tenemos un buen ejemplo en el Gobierno Zapatero. Los destrozos económicos y sociales causados por su ineptitud y la de sus ministros no pueden ser compensados con su teórico marchamo de izquierdas, por otra parte bastante discutible. No es el momento de hacer un relato completo de su desastrosa gestión y de cómo esta, junto a la de Aznar, estuvo en el origen de la mayor crisis económica que ha padecido España en sus últimos cincuenta años. Me referiré tan solo a un hecho poco comentado y que adquiere actualidad en los momentos presentes en los que la cotización del oro vuelve a estar por las nubes.

Pedro Solbes, en el periodo del 2005 al 2007, cuando ya se estaba gestando la crisis -y se supone que con el permiso de Zapatero- decidió vender más del 45% de las reservas de oro (7,7 millones de onzas) al grito de que ya no era una inversión rentable. En esos años la cotización de la onza no alcanzaba los 500 euros, con lo que el precio obtenido, aun cuando no se conoce a ciencia cierta, hay que suponer que se situó alrededor de los 3.500 millones de euros. Cuatro años después la cotización se había incrementado un 125%. Hoy, el oro vendido tendría un valor aproximado de 9.765 millones de euros. Un espléndido negocio y una magnífica profecía.

Bien es verdad que en esto el Gobierno español no estuvo solo. Las instituciones europeas le animaron a hacerlo. En 1999, los bancos centrales europeos firmaron un acuerdo, renovado en 2004, comprometiéndose a desprenderse progresivamente de las reservas de oro. Era fruto del triunfalismo y la miopía que presidieron la creación del euro. Pensaban que la moneda única era garantía suficiente de estabilidad. Pocos años después se comprobó lo equivocados que estaban. Por otra parte, el convencimiento no debía de ser muy general, puesto que,según parece, los únicos países que acometieron ventas en cantidades significativas fueron España, Grecia y Portugal.

Alemania, por el contrario, en 2013, en plena crisis, repatrió 36.000 millones de dólares en lingotes de oro que tenía en otras plazas (Nueva York, París y Londres). La razón verdadera (aun cuando las autoridades alemanas nunca la reconocieron y adujeron otros motivos) era la desconfianza frente al euro y la conveniencia de armarse financieramente por lo que pudiera ocurrir. El hecho es que, en estos momentos, el país germánico ocupa el segundo lugar detrás de EE.UU. en reservas de oro, seguido del Fondo Monetario Internacional, Italia y Francia. Mientras que España se sitúa en el puesto 19, con una cifra escasa de 9,1 millones de onzas.

Es más, el Gobierno alemán en agosto de 2011 pretendió que España e Italia, acuciadas entonces por el problema de la deuda y por los mercados, vendiesen parte de sus reservas en oro. Menos mal que en aquellas fechas Zapatero había anunciado ya la convocatoria de elecciones anticipadas (28 de julio) y no estaba por tanto en disposición de acometer una operación de esa envergadura, y el gobierno siguiente -parece que con más cordura- supo resistir las presiones que venían de Europa.

Ahora, las grandes incertidumbres que planean sobre la economía internacional han conducido a que los bancos centrales (principalmente de países emergentes) como los de Rusia, China, Turquía, Kazajistán, India, etc. se hayan apresurado a comprar oro como factor de seguridad. Es significativo que entre los compradores figuren países de la Unión Europea tales como Polonia y Hungría.

"El oro ya no es una inversión rentable y España no presenta la misma necesidad de divisas, dada la fortaleza del euro". Esta afirmación de Pedro Solbes en su intervención en el Senado el 6 de junio de 2007 para acallar las críticas surgidas por la venta de oro que había realizado el Gobierno quedará marcada en la historia entre las más desafortunadas y ridículas, solo comparable con la de su antecesor Carlos Solchaga en 1992, cuando tras dos devaluaciones de la peseta, el 17 de septiembre (5%) y el 21 de noviembre (6%), solemnemente afirmó: "No habrá una nueva devaluación, el nuevo tipo de cambio es estable y duradero". No hubo que esperar mucho tiempo (13 de mayo de 1993) para que los mercados forzasen una tercera devaluación (8%), que no fue la última pues el 6 de marzo de 1995 hubo una cuarta devaluación (7%), aunque para entonces ya estaba en el gobierno Pedro Solbes (ver mi libro Contra el euro de la editorial Península).

Aunque alejadas en el tiempo, las dos frases lapidarias tienen el mismo origen, una falta de realismo y una fe ciega en la Unión Europea. Solchaga nos introdujo en el Sistema Monetario Europeo antes de lo pactado y contra viento y marea quiso mantener para la peseta un tipo cambio a todas luces irreal, consiguiendo únicamente incrementar el déficit y el endeudamiento exterior a niveles poco sostenibles. Contra su voluntad, los mercados forzaron cuatro devaluaciones de la peseta y, contra las previsiones de las lumbreras europeas, pusieron patas arriba el Sistema Monetario Europeo. El resultado: adentrar a nuestro país en una recesión a la que tuvo que hacer frente Solbes (1993-1996), que contó a su favor con las cuatro devaluaciones que ayudaron a salir de la crisis, y a las que lógicamente no pudo recurrir en 2007.

Solbes al llegar de nuevo, años más tarde (2004), al Ministerio de Economía debería haber tenido en cuenta la experiencia anterior y a dónde conduce un tipo de cambio fijo y, por lo tanto y con más razón, una unión monetaria. Si en 1992 un 3% de déficit exterior con el correspondiente endeudamiento originó la desconfianza de los mercados, un 6%, que era el nivel existente a su llegada al Ministerio, hubiese sido suficiente para ponerle en guardia y para hacerle pensar que un 10%, nivel que alcanzó en su mandato, desencadenaría el desastre, como así ocurrió.

No obstante, persistió todos esos años en la creencia ingenua en el euro y en la aquiescencia bobalicona del discurso que venía de Bruselas. Solo así se entiende que se desprendiese de nuestras reservas de oro a las puertas de la crisis y que negase esta cuando era ya evidente. Ahora que aparecen de nuevo los nubarrones económicos, hay que echarse a temblar porque si estas torpezas y desaciertos se cometieron en la época de los maestros, ¿que podrá ocurrir en tiempos de los becarios?

Fuente: https://www.republica.com/contrapunto/2019/08/22/el-oro-de-solbes/  

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MARXISMO. SI SE TRATA DE CAMBIAR AL HOMBRE HACIÉNDOLO PASAR DE OBJETO A SUJETO Y EL IMPEDIMENTO PARA ELLO ES LA ALIENACIÓN SOCIAL ORIGINADA POR LAS RELACIONES DE PRODUCCIÓN CAPITALISTA (LA PÉRDIDA DE CONCIENCIA PERSONAL Y SOCIAL) Y LOS MOTIVOS QUE LA ORIGINA SON LOS MISMOS AUNQUE CON DIFERENTES FORMAS ¿POR QUÉ RAZÓN HAY QUE "INVENTAR" MARXISMOS "NUEVOS"? ¿NO HABRÁ QUE TRATAR LOS NUEVOS PROBLEMAS CON NUEVAS FORMAS DE ORGANIZACIÓN SOCIAL Y LUCHA ECONÓMICA, POLÍTICA E IDEOLÓGICA? ¿NO TRATARÁN LOS "NUEVOS" MARXISMOS DE PERPETUAR LAS VIEJAS FORMAS PARA QUE EL CONOCIMIENTO DEL MARXISMO, COMO SIEMPRE, NO LLEGUE A LAS GRANDES MASAS CON EL OBJETO DE QUE ESTAS NO CUESTIONE EL MODO DE PRODUCCIÓN CAPITALISTA?


plural
Pensar y actuar desde el marxismo hoy
El marxismo ecológico ante la crisis ecosocial
Jaime Vindel 
El elemento común a las aportaciones más ambiciosas de la teoría ecosocialista reciente es su deseo de deshacerse del complejo de culpa que habría atravesado a generaciones anteriores de esa tradición de pensamiento crítico. En la interpretación propuesta por autores como John Bellamy Foster o Paul Burkett (2017), el surgimiento del ecosocialismo habría consistido en una rectificación de las inercias productivistas que atravesaban la obra de Marx. Las primeras formulaciones del ecosocialismo intentaron generar una síntesis virtuosa entre la crítica de la economía política y la ecología política. Pero el hecho de que se tratara de una síntesis evidenciaba de partida la relación de relativa ajenidad entre el marxismo y la ecología. El materialismo histórico debía pasar por un colador verde que retuviera sus grumos productivistas, así como su pretensión de dominar las relaciones entre el ser humano y la naturaleza. Por el contrario, Foster y Burkett, así como el académico japonés Kohei Saito, cuyos trabajos han sido difundidos en el espacio editorial de la Monthly Review, apuestan por situar la ecología en el corazón de la crítica marxiana. Esto supone, sin duda, realizar un recorte parcial de la obra de Marx 1/. Pero, como señala César Rendueles, toda reconstrucción de su legado tiende a constituirse como una antología.
La reivindicación de un Marx ecologista no es una novedad histórica absoluta. De hecho, la tesis de la fractura metabólica (metabolic rift), popularizada por Foster (2000), ya había sido avanzada en nuestro contexto por Manuel Sacristán. En una serie de conferencias, el filósofo español destacó que el capítulo XIII del libro I de El Capital establecía un paralelismo entre las presiones padecidas por la fuerza de trabajo y la tierra como consecuencia del despliegue histórico de la ley del valor (Sacristán, 2005: 136 y ss.). La conversión formal del trabajo y la tierra en mercancías (una ficción jurídica que pasaba por alto que inicialmente no son producidas para ser objeto de intercambio –Polanyi, 2017–) tenía como efecto la tendencia decreciente de la fertilidad de los suelos y los síntomas de la fatiga en el cuerpo de los trabajadores. Interesado por la ecología humana, Sacristán sugería con agudeza la necesidad de reorientar en un sentido ecologista las luchas obreras. Marx habría deslizado la posibilidad de enlazar las reclamaciones por la reducción de la jornada laboral, descritas en el volumen I de El Capital, con la sostenibilidad de las actividades agroindustriales. Los ciclos de reproducción de la fuerza de trabajo y de la fertilidad de la tierra solo podían ser regulados de modo racional por la libre asociación de los productores.
Foster profundiza y sistematiza en su trabajo estas inquietudes intelectuales, cuya traducción política en el contexto de la crisis ecosocial aún se encuentra en un estadio tentativo. En concreto, el marxista norteamericano ha dotado de contenido a dos conceptos que acreditan el perfil naturalista de la obra del último Marx: metabolismo social y fractura metabólica. El metabolismo social describe la dinámica de las transformaciones energéticas que atraviesan la producción social de riqueza, destacando su dependencia en última instancia respecto a la naturaleza. La fractura metabólica, por su parte, alude a cómo las relaciones de producción capitalistas abren un abismo entre dicha producción social (desde la actividad agrícola a la industrial, pasando por los circuitos de distribución y consumo de mercancías) y su sostenibilidad en términos ecosistémicos.
Ante los diagnósticos de la crisis ecosocial, Foster recurre a figuras de las ciencias sociales y naturales que habrían actualizado esta pulsión ecológica marxiana. Esos referentes abarcan desde la sensibilidad naturalista de exponentes de la historia social y el materialismo cultural, como E. P. Thompson o Raymond Williams, a las aportaciones de la biología dialéctica de Richard Levins y Richard Lewontin o el neodarwinismo de Stephen Jay Gould. La obra de estos dos autores permite a Foster imaginar una adaptación activa del metabolismo socioambiental a los retos de la crisis ecológica. En ella, el trabajo y la política de clase juegan un papel mediador decisivo. Foster desea distanciarse tanto de las soluciones de corte tecnofílico como de la pesadumbre de los diagnósticos más catastrofistas o proclives al determinismo energético en la evaluación del desarrollo y las consecuencias del colapso civilizacional.
En la obra de Marx el recurso a conceptos procedentes de las ciencias naturales evidencia que la formación intelectual de los fundadores del materialismo histórico se nutrió de un número mayor de fuentes de las identificadas tradicionalmente. A la filosofía idealista alemana (en particular, los escritos de Hegel), el socialismo utópico francés (que, lejos de ser superado por el socialismo científico, dejó su huella en la imaginación política de Marx y Engels) y la economía política británica (de la que Marx retomaría la teoría del valor-trabajo, con el objeto de teorizarla como una crítica de la explotación) habría que sumar tanto la influencia del materialismo clásico como del materialismo científico del siglo XIX.
La concepción energética del cosmos estaba ya anunciada en el atomismo de Demócrito y Epicuro, que ocuparon a Marx (2012) durante su investigación doctoral. En relación al materialismo científico, aunque el filósofo de Tréveris rechazaba la fisicalización de las relaciones sociales practicada por personajes como Ludwig Büchner 2/, algunos de los conceptos fundamentales de su crítica de la economía política fueron rescatados de las ciencias naturales. Así, la noción de fuerza de trabajo (Arbeitskraft) había sido acuñada y difundida por Hermann von Helmholtz en su conferencia “Über Die Erhaltung der Kraft” (Sobre la conservación de la energía, 1847), centrada en la primera ley de la termodinámica, relativa a la conversión de la energía. Esta conferencia sentaría las bases para la extensión de una cosmovisión utópica de las sociedades modernas basada en las síntesis entre las máquinas y el trabajo humano. Marx se haría eco del concepto por primera vez en los Grundrisse, redactados diez años después de la charla de Helmholtz. Por su parte, la composición orgánica del capital, esto es, la relación entre la inversión en capital fijo (medios de producción) y en capital variable (fuerza de trabajo) en una determinada fase o en un contexto específico de la producción capitalista, remitía a los estudios en química agrícola de Justus von Liebig 3/, otro de los científicos más importantes de la época.
Por lo demás, Marx y Engels eran conscientes, gracias a su conocimiento de las investigaciones en geografía física de Karl Nikolas Fraas (pioneras en la atribución de un origen antropocénico al cambio climático), de que la brecha en el metabolismo socioambiental era anterior a la extensión del modo de producción capitalista. Habían detectado signos del vínculo entre civilización e hybris (desmesura) que caracterizaría la historia humana desde, al menos, el período neolítico. La invención de la agricultura y la aparición de las sociedades excedentarias implementaron una reorganización de la división social del trabajo y de los usos del suelo que infligían un daño ecosistémico estructural. Sin embargo, eso no les hacía perder de vista la novedad radical que el capitalismo entrañaba en relación con esa dinámica histórica. En contraposición a la celebración del desarrollo de las fuerzas productivas derivado de la alianza entre el capitalismo y la burguesía, que había tamizado las páginas del Manifiesto comunista (1848), el Marx de El Capital (1867) y el Engels de El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre (1876) entreveían la cara B de ese proceso histórico, el modo en que amenazaba los equilibrios socioambientales.
El hecho de que Marx y Engels no extrajeran las consecuencias últimas de esos hallazgos científicos pudo deberse, entre otros motivos, a la prudencia política que manifestaron ante la posibilidad de que esos estudios pudieran alimentar las hipótesis malthusianas sobre el colapso civilizacional (Vindel, 2018). Este aspecto ha retornado en los debates actuales sobre la crisis de civilización. Una parte del ecologismo contemporáneo insiste en subrayar que el crecimiento de la población mundial es incompatible con la sostenibilidad medioambiental. Esta afirmación es verdadera. Lo que es más discutible son las inferencias políticas que se hacen a partir de ella. Así, por ejemplo, se ha extendido una comprensión del Antropoceno 4/ según la cual no cabría distinguir entre víctimas y verdugos de la crisis climática. Todos seríamos (ir)responsables de las inercias de la petromodernidad en la medida en que nos habríamos beneficiado de ella gracias a los aumentos generalizados de los niveles de consumo y bienestar. Esto ha llevado a que filósofos vinculados al pensamiento poscolonial, como Dipesh Chakrabarty (2009), aboguen por recomponer la subjetividad histórica al margen de los antagonismos clásicos. La humanidad en su conjunto (y no una fracción de ella) estaría llamada a protagonizar una empresa humilde y común de reparación de los daños medioambientales que ha ocasionado. Tampoco parece casual que Paul Crutzen, el científico que acuñó el concepto de Antropoceno en el umbral del nuevo siglo, sea uno de los partidarios de encontrar soluciones de tipo geoingenieril al calentamiento global, que tienden a dejar intacta la dimensión social de la crisis ecológica.
Esto explica que la crítica ecosocialista se haya mostrado mucho más proclive a emplear el concepto de Capitaloceno. Por varios motivos. En primer lugar, porque sin necesidad de negar la hybris de cualquier civilización, con frecuencia el concepto de Antropoceno queda asociado a un telos histórico inevitable. Los ambientes conservadores alimentan una interpretación resignada de la crisis ecosocial, según la cual la historia humana habría estado condicionada desde el principio por el despliegue de una esencia maldita. El hallazgo de la fuerza energética de los combustibles fósiles solo habría multiplicado hasta el espasmo la tendencia antropológica a la extralimitación biofísica del metabolismo socioambiental. Esto pasa por alto la singularidad del modo de producción capitalista. En un gesto sin precedentes, la humanidad traspasó su destino a la reproducción autónoma y ampliada de la esfera económica. Tal y como ha señalado la crítica del valor desde Robert Kurz (2016) hasta Anselm Jappe (2016), lo que mueve el capitalismo no es la voluntad humana, sino el sujeto automático (el capital) descrito por Marx en torno a la crítica del fetichismo de la mercancía y la consecuente abstracción de las relaciones sociales. Hablar de Antropoceno es una forma, como otra cualquiera, de negar la historicidad concreta de ese delirio cósmico de la especie.
Pero aún hay más. Las investigaciones recientes de Andreas Malm (2016) han tratado de demostrar no solo que el business as usual de la historia del capitalismo fósil ha repartido de manera crecientemente desigual sus beneficios, sino que, en origen, las formas de vida subalternas se resistieron a asumir ese dispositivo de poder. Malm, cuyos trabajos se sitúan en el ámbito de la historia ecológica, destaca la ambivalencia que el concepto de poder (power) posee en inglés. Este remite tanto a la fuerza que permite activar los procesos de transformación energética como a la dominación política. Como es sabido, la historia de la Revolución industrial se encuentra ligada a la máquina de vapor. En realidad, sus fundamentos tecnocientíficos eran conocidos desde épocas anteriores 5/. Solo la desposesión de las comunidades de vida tradicionales, derivada de los cercamientos de los terrenos comunales y de la concentración urbana de crecientes masas de trabajadores fabriles, hizo posible el encuentro entre la nueva división social del trabajo y la aplicación de la energía fósil a la industria textil. Ambos factores habrían actuado como condiciones de partida para establecer los ritmos de crecimiento exponencial requeridos por la economía capitalista.
Malm recuerda que los sujetos antagonistas que darían lugar a la conformación del primer movimiento obrero (la historia de luditas, partidarios del Capitán Swing y de las huelgas mineras de 1842 6/) se resistieron a ser absorbidos por el dispositivo fosilista de producción de valor. Para Malm, somos herederos de esa derrota histórica. El cambio climático sería su consecuencia fatal; o por decirlo de manera jocosa con McKenzie Wark (2015), la constatación de la victoria del Frente de Liberación del Carbono (Carbon Liberation Front), el único grupúsculo radical que ha obtenido un éxito sin paliativos en la historia de la modernidad. Si Kohei Saito (2018), implicado en el proyecto de reedición de los MEGA, ha sugerido la posibilidad de interpretar la obra tardía de Marx como un intento inconcluso de crítica ecológica de la economía política, la apuesta de Malm podría describirse como una crítica climática del capitalismo fósil.
En cualquier caso, en estas aportaciones quedan pendientes dos aspectos ineludibles para la ecología política contemporánea. Por una parte, la cuestión del sujeto. Por otra, la cuestión de los tiempos. En relación a la primera de ellas, es necesario articular una posición crítica tanto con el realismo cortoplacista de quienes ven en el cosmopolitismo verde del Green New Deal una superación ecológica del internacionalismo proletario 7/, como con soluciones de corte mesiánico que, al modo de Sacristán o Malm, convocan una reacción milagrosa a la escalada de la crisis ecosocial que no se detiene a valorar cómo puede ser propiciada de acuerdo a la composición sociológica y subjetiva específica de las sociedades contemporáneas. Esto es lo Wark describe como “el reto de construir la perspectiva del trabajo sobre las tareas históricas de nuestra época”. Al fin y al cabo, es la política de clase la que puede atacar la producción socioambiental de la plusvalía, basada en la subsunción del trabajo vivo 8/.
En relación con la discusión sobre los tiempos, recientemente se ha suscitado un debate dentro del marxismo ecológico entre los partidarios del ecosocialismo y quienes se sitúan en la órbita del marxismo colapsista 9/. Los segundos acusan a los primeros de no incorporar en sus valoraciones la crudeza de los informes científicos más recientes respecto a la evolución de la multiplicidad de factores que configuran la crisis ecológica: cambio climático, descalabro de la biodiversidad, alteración en los usos de los suelos, acidificación de los océanos, ciclos del nitrógeno y el fósforo, reservas de agua dulce, declive energético, etc. El marxismo ecosocialista estaría alimentando las promesas de un socialismo verde que sigue anclado en el paradigma de la sostenibilidad, y que no acepta que el único horizonte posible es el de aminorar los daños de un colapso ecosocial ya irreversible y hasta inminente. Bajo esta óptica, el ecosocialismo sería una destilación marxista de las falsas esperanzas que, en clave reformista, presentan programas como el greenwashing del capitalismo verde o las políticas neokeynesianas del Green New Deal.
La posición colapsista presenta un punto fuerte y una serie de ángulos ciegos. El punto fuerte reside en la necesidad de desactivar la psicopatología cotidiana en torno a la crisis sistémica, que oscila entre el optimismo y el pesimismo con que se encajan los diagnósticos ecológicos. Poner el acento en esa disposición subjetiva es similar a suponer que elegir una corbata de tonos alegres en un día de lluvia tendrá alguna incidencia sobre las precipitaciones. Lo que requerimos es más bien una síntesis política de realismo e imaginación, de prudencia y determinación, de humildad y camaradería. Organizar el pesimismo, que diría Walter Benjamin.
Los ángulos ciegos se relacionan con, al menos, tres elementos. El primero de ellos es el relativo a las fechas. Como ha señalado Emilio Santiago Muíño, la insistencia en fijar plazos concretos para el desencadenamiento de fenómenos como la abrupta contracción energética derivada del pico de los combustibles fósiles, se ha demostrado como una estrategia comunicativa errada, en la medida en que expone al activismo ecologista a ser socialmente desacreditado cuando no se cumplen sus proyecciones 10/. El segundo aspecto se relaciona íntimamente con el anterior. Aunque el sustrato natural de los procesos económicos presenta un límite absoluto que no puede ser obviado, resulta aventurado presuponer que la mediación social, cultural y (geo)política de la dinámica extractivista no puede alterar los márgenes que manejamos respecto a la evolución de la crisis ecológica. Pese a que el recurso al fracking de la administración Trump tiene un recorrido probablemente corto, su repercusión sobre el precio del petróleo a nivel global muestra que la temporalidad del colapso civilizacional está expuesta a cambios de ritmo que pueden acelerar o demorar sus efectos.
Finalmente, las tesis colapsistas tienen algo de hipótesis autocumplidas, presentando resonancias de la imaginación escatológica marxiana. Me refiero al modo en que alimentan la presunción de una crisis total que abrirá un tiempo político radicalmente nuevo. Los deseos de hacer tabula rasa generan la ilusión según la cual el colapso permitirá reconstruir desde cero los cimientos de la civilización. Lamentablemente, se trata de una visión muy poco materialista. En primer lugar, porque el colapso no será un acontecimiento fulgurante, sino una densa marea histórica cuyo influjo se extenderá gradualmente. Algo similar podría decirse sobre la temporalidad de las transformaciones infraestructurales y culturales requeridas por la transición ecológica. En segundo lugar, porque la historia nos enseña que, incluso (o especialmente) tras las insurrecciones más tumultuosas y las revoluciones triunfantes, el verdadero trabajo político consiste en reconstruir las sociedades desde las ruinas del pasado y aceptando que los conflictos sociopolíticos (y, cabría añadir, socioecológicos) nunca adoptan una resolución definitiva. Antes, durante y después del colapso ecosocial, la política emancipadora más audaz deberá ser consciente de su carácter tentativo y provisional.
Jaime Vindel es profesor de Teoría del Arte en la Universidad Complutense de Madrid
Notas
1/ Una interpretación más mesurada del legado ecológico marxiano es la proporcionada por ecosocialistas como Michael Löwy o Daniel Tanuro (“Colapsología: todas las derivas ideológicas son posibles”, viento sur, 02/07/2019, www.vientosur.info/spip.php?article14953 ).
2/ Büchner establecía un correlato lógico entre la energía como fuerza que atravesaba el conjunto del universo y la república como forma democrática de gobierno, o presuponía que el cambio en la dieta de una persona podía variar sus ideas políticas.
3/ Sobre la relación entre materialismo histórico y materialismo científico: Rabinbach (1990) y Wendling (2009).
4/ El concepto de Antropoceno alude al período geológico que, al menos desde la Segunda Guerra Mundial, con la denominada Gran Aceleración, habría reemplazado al Holoceno. El Antropoceno se caracteriza por el modo en que la acción humana ha adquirido el rango de una fuerza biogeoquímica de superficie, que altera la biosfera con consecuencias desastrosas para la sostenibilidad ecosistémica y amenazando la propia supervivencia de la especie.
5/ Así lo recordaba, por ejemplo, Kropotkin en su relectura cooperativista de la biología evolutiva de Darwin en El apoyo mutuo. Un factor de evolución, Logroño, Pepitas de Calabaza, 2016, p. 349.
6/ Conocida como Plug Plot Riots, la sucesión de huelgas, incentivada por el cartismo, se inició en Staffordshire para extenderse posteriormente a Lancashire, Yorkshire y las minas de carbón galesas.
7/ Esta es la posición defendida por Santiago Muíño y Tejero (2019). Con todo, el manifiesto no es ingenuo respecto a las contradicciones y los límites que esa construcción subjetiva puede implicar en un contexto de acentuación de la crisis ecológica. Ambos autores proponen soluciones que no se adecuan a los imaginarios clasemedianistas de la transición ecológica, como la apuesta por un sindicalismo verde que conciba en términos ecológicos la reducción de la jornada laboral. Paradójicamente, el libro podría ser leído como una corrección materialista del programa del populismo de izquierdas.
8/ Debo este apunte, así como otros comentarios de utilidad, a Juanjo Álvarez.
9/ El debate ha tenido eco en el portal de la revista Sin permiso: http://www.sinpermiso.info/textos/ecosocialismo-versus-marxismo-colapsista-i-y-ii
10/ Emilio Santiago Muíño, “Futuro pospuesto: notas sobre el problema de los plazos en la divulgación del Peak Oil”, en: https://www.15-15-15.org/webzine/2019/03/02/futuro-pospuesto-notas-sobre-el-problema-de-los-plazos-en-la-divulgacion-del-peak-oil/
Referencias
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Rabinbach, Anson (1990) The Human Motor. Energy, fatigue and the origins of modernity. Berkeley/ Los Angeles: University of California Press.
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Vindel, Jaime (2019) “Entropía, capital y malestar: una historia cultural”, en VV. AA., Comunismos por venir, Barcelona, Icaria, pp. 157-188.
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