En el número de diciembre de Monthly Review Foster publica un
artículo en el que vuelve sobre un libro de 1974 sobre el proceso de
automatización, la obra de Harry Braverman El trabajo y el capital monopolista:
La degradación del trabajo en el siglo XX.
Automatización e IA
El Viejo Topo
10 diciembre, 2024
BRAVERMAN, EL CAPITAL MONOPOLISTA Y LA IA: EL TRABAJADOR COLECTIVO Y LA REUNIFICACIÓN DEL TRABAJO
La
automatización asociada a los algoritmos diseñados para los ordenadores, que
plantea la posibilidad de que las máquinas inteligentes desplacen al trabajo
humano, es un tema que ha estado presente durante más de siglo y medio,
remontándose a la Máquina Diferencial de Charles Babbage y al famoso tratamiento
del «intelecto general» de Karl Marx en los Grundrisse y su
posterior concepto del «trabajador colectivo» en El Capital. Sin
embargo, fue sólo con el auge del capitalismo monopolista a finales del siglo
XIX y principios del XX que la industria a gran escala y la aplicación de la
ciencia a la industria pudieron introducir la subsunción «real» en
contraposición a la «formal» del trabajo dentro de la producción. Aquí el
conocimiento del proceso de trabajo fue sustraído sistemáticamente a los
trabajadores y concentrado en la dirección de tal forma que el proceso de
trabajo pudo ser progresivamente descompuesto y subsumido dentro de una lógica
dominada por la tecnología de las máquinas. Con la consolidación del
capitalismo monopolista tras la Segunda Guerra Mundial y el desarrollo de la
cibernética, el transistor y la tecnología digital, la automatización de la
producción –y en particular lo que ahora llamamos inteligencia artificial (IA)–
constituyó una amenaza creciente para el trabajo.
Este cambio fue
dramáticamente retratado en la novela de Kurt Vonnegut de 1952, Player
Piano, que se basó en su experiencia trabajando para General Electric.
Ambientada en un futuro próximo en la ciudad ficticia de Ilium, al norte del
estado de Nueva York, Player Piano describe una sociedad
que había sido totalmente automatizada, desplazando a casi todos los
trabajadores de la producción. A un lado del río que divide la ciudad, en una
zona conocida como Homestead, vive la masa de la población, incluidos todos
aquellos que no obtuvieron puntuaciones suficientemente altas en una serie de
pruebas nacionales, y que en su mayoría están ociosos o empleados en proyectos
de reconstrucción y recuperación, en los pocos empleos comerciales que quedan y
en el ejército. En general, la población subsiste gracias a la renta básica
universal, fijada en niveles muy inferiores a los ingresos salariales que
obtenían antes los trabajadores no cualificados, aunque pueden disfrutar de
televisores de veintiocho pulgadas. Al otro lado del río viven los ingenieros,
gerentes y funcionarios que dan servicio a la maquinaria de producción, también
situada a ese lado del río, o que dirigen los asuntos públicos. La novela se
centra en cómo el protagonista principal, Paul Proteus, un ingeniero muy
estimado, cruza el puente hasta el lado Homestead del río, conoce a gente
corriente y se ve envuelto en una revuelta de masas. Al principio de la novela,
Proteus explica que «la Primera Revolución Industrial devaluó el trabajo
muscular, luego la segunda devaluó el trabajo mental rutinario», mientras que
una proyectada Tercera Revolución Industrial se basaría en «máquinas que
devalúan el pensamiento humano», descentralizando «el verdadero trabajo
cerebral». La inteligencia humana sería sustituida por máquinas, o por lo que pocos
años después de la publicación de la novela de Vonnegut se denominaría
«inteligencia artificial».
Player
Piano de Vonnegut fue producto de la preocupación
generalizada por la automatización en la década de 1950. En noviembre de 1958,
The Nation publicó un artículo titulado «La depresión de la
automatización», en lo que resultó ser una respuesta equivocada a la breve
crisis económica de 1957-1958. Las preocupaciones que The Nation y
otras publicaciones expresaron en la década de 1950 sobre la automatización
creadora de desempleo masivo fueron en su mayoría exageradas en su momento. Sin
embargo, el reconocimiento general de que el crecimiento de la industria a gran
escala con la consolidación del capitalismo monopolista tras la Segunda Guerra
Mundial –junto con la Revolución Científico-Técnica asociada (y la emergente
Tercera Revolución Industrial [o Digital]– representaba una alteración
fundamental en la relación del trabajo y el capital era una preocupación
completamente racional, entonces como ahora. Planteaba cuestiones que se
remontaban a la Primera Revolución Industrial del siglo XIX, y que resurgen hoy
en una fase de desarrollo aún más avanzada con la difusión de la IA generativa.
Quizá el
análisis más perspicaz del estado general de la automatización y su relación
con el trabajo en la década de 1950 se originó con el economista marxista y
editor de Monthly Review Paul M. Sweezy en una monografía
anónima titulada La revolución científico-industrial escrita
para la casa de inversiones de Wall Street Model, Roland & Stone en 1957.
En ella, Sweezy argumentaba que, mientras que la máquina de vapor había
impulsado la Primera Revolución Industrial, la Revolución Científico-Industrial
(o Científico-Técnica) fue impulsada por la propia ciencia, un desarrollo que
fue posible gracias al auge del capital a gran escala. Esto dio lugar al «científico
colectivo», un concepto que tomó de la noción de Marx del trabajador colectivo.
Al referirse a la automatización, Sweezy explicó que «el proceso de trabajo»,
en el que cada vez se incorporaban más máquinas, se caracterizaba por «un
bucle» de información en el que participaban tanto los trabajadores como las
máquinas. «Cuando el ser humano es sustituido por uno o varios dispositivos
mecánicos, el bucle se cierra. El sistema se ha automatizado».
Sweezy se
refirió en este contexto a una conferencia del ingeniero, inventor y
administrador científico estadounidense Vannevar Bush, en la que Bush teorizó
la posibilidad de un coche autoconducido que siguiera la línea blanca de la
carretera incluso después de que el conductor se quedara dormido. Las mayores implicaciones
económicas y sociales de un nivel tan alto de automatización con máquinas
inteligentes, según Sweezy, se debían principalmente al desplazamiento de la
mano de obra. «El propósito de la automatización», continuó explicando, «es
reducir costes. En todos los casos lo hace ahorrando mano de obra. En algunos
casos, también ahorra capital». Con la llegada del transistor, las
posibilidades tecnológicas de expansión parecían infinitas. Los ordenadores,
predijo Sweezy, se harían no sólo más fiables sino también «de bolsillo». Los
radioteléfonos móviles que funcionaban a través de redes también eran factibles
y podrían reducirse a tamaños aún más pequeños que el ordenador de bolsillo,
para caber en una muñeca. Con la Revolución Científico-Técnica, la automatización
y las máquinas inteligentes más versátiles significaron un «desplazamiento
hacia los beneficios» y un alejamiento de los salarios en el conjunto de la
economía. También significó el desplazamiento concebible de millones de
trabajadores.
En 1964, la
cuestión del crecimiento de la productividad asociado a la automatización dio
lugar a la publicación del documento «La triple revolución», presentado al
presidente Lyndon B. Johnson por el Comité Ad Hoc sobre la Triple Revolución.
En él, la principal respuesta a lo que se caracterizó como la ruptura de la
conexión ingresos-empleos, como resultado del creciente despido de trabajadores
industriales, fue promover una renta básica universal. A esto, sin embargo, se
opusieron enérgicamente Leo Huberman y Sweezy en un artículo de la revista Monthly
Review sobre «La “triple” revolución» en noviembre de 1964.
Consideraban la renta básica universal como una política miope del tipo
retratado en la novela de Vonnegut, que conduciría a una población dependiente
y desmoralizada, reducida a vivir de un sistema de bienestar social muy
ampliado pero crónicamente deficiente. En su lugar, abogaban por un movimiento
más revolucionario hacia el socialismo, mediante la propiedad pública de los
medios de producción y la aplicación de una planificación por y para los
trabajadores.
Ninguna de
estas cuestiones, sin embargo, fue retomada en El capital
monopolista de Paul A. Baran y Sweezy, que se terminó el mismo año en
que se produjo el debate sobre la triple revolución (Baran murió en marzo de
1964, y Sweezy evitó introducir nuevos elementos en el libro cuando se publicó
en 1966). El Capital Monopolista daba por sentadas las
elevadas tasas de explotación y productividad de la industria
monopolista-capitalista reflejadas en una «tendencia al alza del excedente». Se
detuvieron deliberadamente en un análisis de la transformación del «proceso
laboral» junto con «las consecuencias que han tenido los tipos particulares de
cambio tecnológico característicos del periodo
monopolista-capitalista». En lugar de retomar estas cuestiones, indicaron
que estos elementos iban más allá de los límites autoimpuestos de su estudio y
que tendrían que abordarse en un tratamiento más exhaustivo del capitalismo
monopolista.
De hecho, en
ningún lugar de la década de 1960 se abordó sistemáticamente la naturaleza real
del proceso laboral, ni en la izquierda ni en las ciencias sociales burguesas. Simplemente
se asumió que una tecnología más avanzada, que se consideraba un hecho
consumado, mejoraba la cualificación de los trabajadores al tiempo que
amenazaba con un desempleo cada vez mayor. Los debates sobre la alienación,
influidos por Marx, consideraban que la implacable mecanización y
automatización de la producción planteaba «una catástrofe de la esencia
humana», en palabras de Herbert Marcuse. Sin embargo, faltaban críticas
detalladas y significativas del proceso laboral bajo el capitalismo monopolista.
En su prólogo a
la obra de Harry Braverman El trabajo y
el capital monopolista: La degradación
del trabajo en el siglo XX (1974), Sweezy iba a destacar
esta deficiencia de El capital monopolista con respecto al
proceso laboral, al tiempo que consideraba que la obra de Braverman colmaba
esta enorme laguna. «Quiero dejar claro», escribió, “que la razón por la que
Baran y yo mismo no intentamos de ningún modo colmar esta laguna no fue sólo el
enfoque que adoptamos. Una razón más fundamental fue que carecíamos de las
cualificaciones necesarias. Un genio como Marx podía analizar el proceso laboral
bajo el capitalismo sin haber estado inmediatamente implicado en él, y hacerlo
con una brillantez y perspicacia inigualables. Para los mortales de menor
categoría, la experiencia directa es una condición sine qua non,
como atestigua tan elocuentemente el pésimo historial de diversos «expertos» y
«autoridades» académicos en este ámbito. Baran y yo carecíamos de esta
experiencia directa de crucial importancia, y si nos hubiéramos aventurado en
el tema, con toda probabilidad nos habríamos dejado engañar por muchos de los
mitos y falacias que con tanta energía promueven los ideólogos del capitalismo.
Después de todo, no hay ningún tema en el que sea tan importante (para el
capitalismo) que se oculte la verdad. Como prueba de esta credulidad, citaré
sólo un ejemplo: tragarnos entero el mito del tremendo descenso durante el
último medio siglo del porcentaje de mano de obra no cualificada.” (véase El
capital monopolista, p. 267).
Por el
contrario, Braverman tenía una gran experiencia en el proceso laboral monopolista-capitalista
y fue capaz de combinarla con una comprensión extraordinariamente profunda del
tratamiento que Marx hace de la jornada laboral en El Capital,
además de un examen de toda la historia de la gestión moderna y del desarrollo
de la maquinaria ahorradora de mano de obra. Sin embargo, mientras
que Trabajo y Capital Monopolista de Braverman sirvió para
llenar el vacío dejado en El Capital Monopolista de Baran y
Sweezy, Braverman tomó al mismo tiempo la descripción de la Revolución
Científico-Técnica desarrollada en la monografía de Sweezy, junto con el
análisis general de El Capital Monopolista, como base
históricamente específica de su propio análisis. Cincuenta años después de
la publicación de Trabajo y Capital Monopolista, la obra sigue
siendo por tanto el punto de entrada crucial para el análisis crítico del
proceso laboral en nuestro tiempo, en particular con respecto a la actual
automatización basada en la inteligencia artificial.
Marx, Braverman
y el trabajador colectivo
El argumento
básico de Braverman en El trabajo y el capital monopolista es
ahora bastante conocido. Basándose en la teoría de la gestión del siglo XIX, en
particular en la obra de Babbage y Marx, fue capaz de ampliar el análisis del
proceso laboral arrojando luz sobre el papel de la gestión científica
introducida en el capitalismo monopolista del siglo XX por Fredrick Winslow
Taylor y otros. Tanto Babbage como el teórico de la gestión del siglo XIX
Andrew Ure, Marx y Taylor habían considerado que la división premecanizada del
trabajo era primordial y constituía la base del desarrollo del capitalismo
maquinista. Así, la lógica de una división del trabajo cada vez más detallada,
tal y como se representaba en el famoso ejemplo del alfiler de Adam Smith,
podía considerarse como antecedente y lógicamente anterior a la introducción de
la maquinaria. En el caso de Babbage, el ejemplo del alfiler de Smith se
reconfiguró para dar cuenta de la economía tanto de la
manufactura (el primitivo sistema de fábricas bajo cooperación) como
de la industria moderna (o maquinofactura). La lógica de la
división capitalista del trabajo sentó las bases para los diseños de Babbage de
los primeros ordenadores de cálculo, destinados al desarrollo progresivo de la
división detallada del trabajo como medio para promover la plusvalía. Por lo
tanto, existía una conexión directa en la emergente teoría de la gestión de la
Revolución Industrial del siglo XIX entre la división detallada del trabajo, la
automatización y el desarrollo del ordenador.
Fue Braverman,
siguiendo el ejemplo de Marx, quien introdujo lo que llegó a conocerse como el
«principio de Babbage» en la discusión contemporánea del proceso de trabajo en
el contexto del capitalismo monopolista de finales del siglo XX, refiriéndose a
él como «la ley general de la división capitalista del trabajo». Según este
principio (ahora a menudo dividido en dos partes), la división del trabajo en
condiciones capitalistas consistía en determinar (1) la menor cantidad
de mano de obra necesaria para cada tarea individual, desglosada en sus
componentes más pequeños, generando así (2) una economía en los costes
laborales, ya que a cada tarea individual se le podía asignar la cantidad
más barata de mano de obra necesaria para su realización.
Babbage había
explicado los beneficios de la división del trabajo en términos de asignar las
tareas menos exigentes (que entonces se consideraba que requerían menos
esfuerzo muscular así como menos destreza) a mano de obra femenina o infantil
más barata, frente a la mano de obra masculina adulta más cara,
tradicionalmente artesanal. «Al dividir el trabajo a realizar en
diferentes procesos, cada uno de los cuales requiere diferentes grados de
destreza o fuerza», escribió, el propietario “puede comprar exactamente
la cantidad precisa de ambos que es necesaria para cada proceso”. “Toda la
tendencia de la industria manufacturera”, según Ure, era, si no la de sustituir
totalmente el trabajo humano, al menos un medio con el que “disminuir su coste
sustituyendo la industria de las mujeres y los niños por la de los hombres, o
la de los obreros ordinarios por la de los artesanos capacitados”.
«En la
mitología del capitalismo», escribió Braverman, el principio de Babbage se
presenta como un esfuerzo para «preservar las escasas capacidades» poniendo a
trabajadores cualificados a realizar tareas que «sólo ellos pueden desempeñar»
y no malgastar «recursos sociales». Se presenta como una respuesta a la
«escasez» de trabajadores cualificados o de personas con formación técnica,
cuyo tiempo se aprovecha mejor «eficientemente» en beneficio de la «sociedad».
Pero por mucho que este principio se manifieste a veces en forma de respuesta a
la escasez de mano de obra cualificada… esta apología es en conjunto falsa. El
modo de producción capitalista destruye sistemáticamente todas las competencias
allí donde existen y hace surgir las competencias y ocupaciones que
corresponden a sus necesidades. Las capacidades técnicas se distribuyen en
adelante sobre la base estricta de la «necesidad de saber». La distribución generalizada
del conocimiento del proceso productivo entre todos sus participantes se
convierte, a partir de este momento, no sólo en «innecesaria», sino en una
barrera positiva para el funcionamiento del modo de producción capitalista.
Con el avance
de la división detallada del trabajo, como argumentó Marx en su crítica de la
producción capitalista, la maquinaria podía introducirse para sustituir
totalmente a la mano de obra, generando lo que era potencialmente una
producción automática, al tiempo que arrojaba masas de trabajadores a la
población excedente relativa, o ejército de reserva de mano de obra,
disminuyendo así los costes laborales de forma generalizada. El trabajador,
cuando aún estaba presente, quedaba reducido a un apéndice de la máquina. Toda esta
tendencia se hizo evidente, como señaló Marx, en el hecho de que la gran
mayoría de los trabajadores de la industria textil en el corazón de la
Revolución Industrial en Inglaterra eran mujeres y niños, que fueron
superexplotados, recibiendo sólo una pequeña fracción del salario de los
trabajadores artesanales masculinos a los que habían sustituido, lo que no era
suficiente para la subsistencia. Todo ello alimentó el desarrollo de la
industria maquinista y una mayor explotación de los trabajadores, cuyas condiciones
–tanto si sus salarios eran altos como si eran bajos– les situaban en una
desventaja cada vez mayor en relación con el enorme aparato productivo que su
trabajo colectivo había generado, y que se les imponía como un peso muerto para
potenciar tanto su explotación como su desplazamiento por las máquinas.
Aún así, para
desarrollar aún más la división del trabajo, era necesario acabar con la
resistencia de los trabajadores con la ayuda de la ciencia como poder directo
dentro de la producción. Esto permitió lo que Marx denominó la subsunción real,
por oposición a la meramente formal, del trabajador dentro del
proceso de producción capitalista. Como afirma Matteo Pasquinelli en El
ojo del amo: Una historia social de la inteligencia artificial:
«Marx lo tenía claro: la génesis de la tecnología es un proceso
emergente impulsado por la división del trabajo», mientras que la
puesta en práctica del principio de Babbage señalaba todo el camino hacia la
automatización y el dominio de la máquina como medio para una mayor explotación
del trabajo.
La
incorporación de la ciencia, personificada por lo que Sweezy llamaría «el
científico colectivo», como un nuevo poder emergente dentro de la producción
capitalista, sólo fue realmente posible con las economías de escala y la
ampliación del mercado asociadas al crecimiento de la gigantesca corporación
del capitalismo monopolista. La simple gestión llevada a cabo por el
propietario y un puñado de supervisores en el capitalismo de libre competencia
de pequeña empresa ya no bastaría para mantener la rentabilidad en las nuevas
condiciones de la corporación gigante y multidivisional tras las oleadas de
fusiones masivas de finales del siglo XIX y principios del XX.
El nuevo
enfoque de la gestión fue mejor captado por Taylor; tanto es así que gestión
científica y taylorismo se convirtieron en términos sinónimos. El taylorismo
fue resumido por Braverman en términos de tres principios distintos: (1) «disociación
del proceso laboral de las habilidades de los trabajadores», (2) «separación
de la concepción de la ejecución» y (3) «uso de este monopolio sobre el
conocimiento para controlar cada paso del proceso laboral y su modo de
ejecución». Aunque Taylor afirmaba que los aumentos salariales eran parte
integrante del sistema, al menos en las primeras etapas del empleo de la
gestión científica en una industria determinada, el objetivo general era
reducir los costes laborales unitarios de los empresarios. «Taylor”, escribió Braverman,
“comprendió el principio de Babbage mejor que nadie de su época, y siempre
estuvo por encima de todo en sus cálculos… En su primer libro, Shop
Management [1903], dijo francamente que las “plenas posibilidades» de
su sistema [de gestión científica] «no se habrán realizado hasta que casi todas
las máquinas del taller sean manejadas por hombres de menor calibre y logros, y
que por lo tanto sean más baratos que los requeridos en el antiguo sistema»».
La contribución distintiva de Taylor consistió en articular un imperativo
directivo a gran escala para aumentar el control del trabajo, que se aplicaría
principalmente a través de la descualificación. Por lo tanto, dentro del
taylorismo, sostenía Braverman, «subyace una teoría que no es ni más ni menos que
la verbalización explícita del modo de producción capitalista».
Para Braverman,
toda la lógica contradictoria del modo de producción capitalista y las
posibilidades de una respuesta socialista revolucionaria sólo salieron a la luz
con la mecanización y la automatización, incluida la introducción de la IA (una
forma más avanzada de automatización) dentro de la producción
monopolista-capitalista. Aquí el análisis de Braverman se basó fundamentalmente
en el concepto de Marx del trabajador colectivo, que Marx utilizó como
categoría para abarcar la totalidad de la división detallada del trabajo, la
jerarquía del trabajo y la incorporación del conocimiento del trabajo a las
máquinas. Incluso en el contexto de mayores niveles de mecanización asociados
con la reducción de plantilla y el desplazamiento de trabajadores, el proceso
de trabajo, según Marx, seguía siendo orgánicamente, y en términos del valor
trabajo como su base, esencialmente el mismo.
El análisis de
Marx sobre el trabajador colectivo en El Capital trascendió su
discusión sobre el intelecto general en los Grundrisse, escritos
alrededor de una década antes. En lo que llegó a conocerse como el «Fragmento
sobre las máquinas» de los Grundrisse, el «intelecto general»
se incorporó a las máquinas, lo que condujo a la aparente eliminación del
trabajo -e incluso del valor trabajo- en la producción con el crecimiento de la
automatización. El propio Braverman se referiría en El trabajo y
el capital monopolista a la declaración de Marx en el «Fragmento sobre
las máquinas», donde Marx había escrito: «El proceso de producción ha dejado de
ser un proceso laboral en el sentido de un proceso dominado por el trabajo como
su agencia rectora». El “Fragmento sobre las máquinas” se ha utilizado
a veces erróneamente en discusiones recientes para argumentar que Marx veía la
teoría laboral del valor como progresivamente desplazada por la producción
mecanizada y la automatización. Sin embargo, esto ha sido refutado por
análisis de cómo el concepto posterior de Marx del trabajador colectivo vino a
desmitificar todo el proceso de mecanización y automatización, demostrando
tanto la continua centralidad del trabajo como de la teoría laboral del valor.
El planteamiento
de Braverman ante la aparente contradicción asociada a la subsunción del
proceso laboral a la máquina fue centrarse precisamente en el concepto de Marx
del «trabajador colectivo», no sólo como explicación de la sempiterna
centralidad del trabajo en la producción, sino también apuntando a nuevas
posibilidades revolucionarias. En el trabajador colectivo, el trabajo en su
conjunto era visto por Braverman, al igual que Marx, como materializado dentro
de un proceso orgánico, abarcando la jerarquía del trabajo y la mecanización.
Comentando la
automatización y el trabajador colectivo en El Capital en
respuesta a Ure, Marx había escrito: “El Dr. Ure, el Píndaro de la fábrica
automática, la describe, por un lado, como «la cooperación combinada de muchos
órdenes de obreros, adultos y jóvenes, para atender con asidua habilidad un
sistema de máquinas productivas impulsadas continuamente por una fuerza
central» (la fuerza motriz); y por otro lado como «un vasto autómata compuesto
de diversos órganos mecánicos e intelectuales, que actúan en concierto
ininterrumpido para la producción de un objeto común, estando todos ellos
subordinados a una fuerza motriz autorregulada.» Estas dos descripciones distan
mucho de ser idénticas. En una, el trabajador colectivo combinado aparece como
el sujeto dominante [übergreifendes Subjekt], y el autómata mecánico
como el objeto; en la otra, el autómata mismo es el sujeto, y los trabajadores
son meros órganos conscientes, coordinados con los órganos inconscientes del
autómata, y junto con estos últimos subordinados a la fuerza motriz central. La
primera descripción [relativa al trabajador colectivo en general] es aplicable
a todo empleo posible de la maquinaria a gran escala, la segunda es
característica de su utilización por el capital, y por tanto del sistema fabril
moderno. Por ello, Ure prefiere presentar la máquina central de la que procede
el movimiento no sólo como un autómata, sino como un autócrata. «En estas
espaciosas naves, el benigno poder del vapor convoca a su alrededor a sus
miríadas de voluntariosos sirvientes».
En este
planteamiento contradictorio de las implicaciones de la automatización por
parte de Ure, la primera descripción, que corresponde, como sugería Marx, al
fenómeno del trabajador colectivo en general, es coherente con el desarrollo de
la producción socialista. La segunda corresponde al mito de la máquina en sí,
dotada de un intelecto general, y en la que el trabajo está totalmente ausente
o reducido a un estado abyecto y descerebrado. Para Ure, «cuando el capital
alista la ciencia a su servicio, siempre se enseñará docilidad a la mano de
obra refractaria». Para Marx, por el contrario, la respuesta
revolucionaria consistía en alistar la ciencia en nombre del trabajador
colectivo de forma que potenciara el libre desarrollo social.
Lo que iba a
surgir como culminación del propio análisis de Braverman, basado en el de El
Capital de Marx, fue el desarrollo de un enfoque revolucionario de la
división del trabajo, la mecanización, la automatización y la IA, en el que el
trabajador colectivo era, al menos potencialmente, el sujeto activo del trabajo
social. Tal visión se oponía fuertemente a las caracterizaciones más
maquinizadas -la visión preferida de Ure y Taylor- de un «vasto autómata
compuesto de diversos órganos mecánicos e intelectuales» y que funcionaba como
el autócrata insuperable de la producción, con los trabajadores reducidos a
meros apéndices.
El trabajador
colectivo, la IA y la reunificación de la producción
En la crítica
de Braverman, la tecnología moderna, incluidas la automatización y la IA en la
era digital, representaban en última instancia una poderosa tendencia a
reunificar un proceso laboral que había sido degradado por la división
capitalista del trabajo. Significativamente, todas las tareas utilizadas por
Smith en su ejemplo del alfiler al principio de La riqueza de las naciones
estaban ahora unidas en una sola máquina, lo que permitía la reunificación del
propio proceso laboral. Sin embargo, el capitalismo en su etapa monopolista, en
la que la explotación del trabajo y el proceso de valorización seguían
arraigados en el principio de Babbage, trató constantemente de utilizar mayores
niveles de mecanización y automatización para reinstituir lo que ahora era una
división del trabajo cada vez más arcaica. Como declaró Braverman, «El proceso
reunificado en el que la ejecución de todos los pasos está integrada en el
mecanismo de trabajo de una sola máquina parecería ahora adecuado para un
colectivo de productores asociados, ninguno de los cuales necesita dedicar toda
su vida a una sola función y todos pueden participar en la ingeniería, el
diseño, la mejora, la reparación y el funcionamiento de estas máquinas cada vez
más productivas.» Sin embargo, estas posibilidades técnicamente abiertas al
trabajador colectivo como resultado de la evolución de las fuerzas de
producción se ven frustradas por las relaciones sociales de producción del
capitalismo monopolista. «Así, el modo de producción capitalista impone a los
nuevos procesos ideados por la tecnología una división del trabajo cada vez más
profunda, por muchas posibilidades de lo contrario que abra la maquinaria».
Como el propio
Marx reconoció en su concepción del trabajador colectivo, y como Braverman
destacaría en el contexto del capitalismo monopolista, las nuevas posibilidades
tecnológicas para la libertad humana, en las que los seres humanos son potencialmente
los sujetos de la producción, se vuelven contra ellos. El trabajador se
convierte en un mero objeto mercantilizado en un mundo en el que la gestión del
capital utiliza la nueva tecnología de las máquinas para reforzar la división
detallada del trabajo, tratando a la máquina, cada vez más «inteligente», como
sujeto de producción en sí misma. En términos de Braverman, el trabajador
colectivo de Marx se degradó a sí mismo bajo el capitalismo monopolista. «Si
bien la producción se ha vuelto colectiva y el trabajador individual ha sido
incorporado al cuerpo colectivo de trabajadores, éste es un cuerpo cuyo cerebro
ha sido lobotomizado o, peor aún, extirpado por completo. Su mismo cerebro ha
sido separado de su cuerpo, habiendo sido apropiado por la gerencia moderna
como medio de controlar y abaratar la fuerza de trabajo y los procesos
laborales».
Pero si la
noción de Ure del trabajo colectivo reducido a una lógica de máquina estaba
claramente presente bajo el capitalismo monopolista, el trabajador
colectivo de Marx, combinado con el científico colectivo de
Sweezy, representaba las nuevas posibilidades revolucionarias que surgieron a
medida que las máquinas se automatizaban más, incorporando el conocimiento del
proceso laboral desarrollado a lo largo de la historia humana. Con una
educación más extendida de los trabajadores en ciencia e ingeniería a través de
las escuelas politécnicas, posible gracias al aumento de la productividad, esto
podría conducir a la reunificación y mejora del trabajo y la creatividad
humanos. Irónicamente, cuanto más se hizo factible esto, más se degradó el
propio sistema educativo capitalista, manteniendo a los trabajadores bajo el
dominio del principio de Babbage, que dependía de la devaluación del
conocimiento del trabajador.
De ahí que, en
la sociedad monopolista-capitalista, la educación esté cada vez más sometida a
la misma lógica que la división detallada del trabajo. El imperativo del
sistema a este respecto estaba claro desde el principio. Como escribió Frank
Gilbreth, uno de los fundadores de la gestión científica: «Formar a un
trabajador significa simplemente capacitarle para llevar a cabo las
instrucciones de su programa de trabajo. Una vez que puede hacer esto, su
formación ha terminado, sea cual sea su edad». Este principio, unido a la
degradación del trabajo, está detrás de la intensa degradación de la educación
en las escuelas públicas de Estados Unidos y de otros países. La ciencia, la
cultura, la historia y el pensamiento crítico se están eliminando
sistemáticamente o se les está restando importancia en los niveles K-12, que se
dedican cada vez más, sobre todo en los primeros cursos, a un proceso reductor
impuesto por los exámenes estandarizados. Es como si el sistema hubiera
encontrado por fin los medios para aprovechar al máximo el adagio del
economista político clásico-liberal Adam Ferguson, «La ignorancia es la madre
de la industria», subrayando que los trabajadores son más productivos desde el
punto de vista del capital cuanto más descerebrados están. La digitalización
de la educación, en lugar de ampliar el conocimiento y la creatividad, está
conduciendo a lo contrario: a una estandarización implacable. El objetivo
parece ser convertir a la mayor parte de la población en lo que C. Wright Mills
denominó «robots alegres». Con el auge de los modelos lingüísticos a gran
escala, unido al crecimiento de la IA generativa capaz de incorporar masas de
entradas de datos y sintetizar artificialmente la información en «redes
neuronales» de acuerdo con algoritmos predeterminados, se anima cada vez más a
los estudiantes universitarios a utilizar estas tecnologías como sustituto
mecánico del aprendizaje real. En lugar de un trabajador colectivo o un
científico colectivo, se hace hincapié en la IA como una inteligencia de máquina
colectiva.
Detrás de esto,
en la morada oculta de la producción, se encuentra la continua degradación del
trabajo humano. Google contrató a cien mil trabajadores temporales y
subcontratados para escanear libros a gran velocidad al compás de una banda
sonora regulada por el ritmo como parte de su plan para digitalizar todos los
libros del mundo (se calcula que 130 millones de volúmenes únicos). Aunque el
proyecto se ha abandonado en gran medida, se consideraba un mecanismo para el
desarrollo de la IA generativa.38 El
aumento del número de trabajadores temporales y contratados, que constituyen
mano de obra precaria, son las realidades ocultas de la era digital/de la IA,
oscurecidas por la mística de la «computación en nube». Los nuevos empleos de
plataforma emplean a millones de trabajadores contratados. Las encuestas en
línea sobre la mano de obra nacional realizadas por grupos empresariales como
el McKinsey Global Institute «indican [que] entre el 25 y el 35 por ciento de
los trabajadores» en Estados Unidos han «realizado trabajos atípicos o gigs de
forma complementaria o principal en el mes anterior». En 2024,
eso significa que al menos 41 millones de personas en Estados Unidos realizan
algún tipo de trabajo gig [o de plataforma]», normalmente como trabajadores
eventuales. Aunque innumerables puestos de trabajo se ven amenazados por la IA
-cuyas estimaciones varían enormemente-, el trabajo no se está desplazando
tanto en general como haciéndose más contingente y precario.
Sin embargo,
existen tendencias opuestas a esta degradación aparentemente inexorable del
trabajo. Surgen inevitablemente nuevas luchas revolucionarias dirigidas a «la
reconstitución de la sociedad en su conjunto», como observó célebremente Marx,
allí donde el potencial humano en expansión, asociado al desarrollo de las
fuerzas productivas, se ve encadenado por las relaciones sociales de producción.40 Las
luchas de clase actuales sobre el proceso laboral no se dirigen contra la nueva
tecnología digital o la IA, sino contra la reducción de los propios seres
humanos a meros algoritmos. El trabajador colectivo como encarnación del
intelecto general sólo puede controlar las condiciones de producción en
beneficio de la sociedad en su conjunto bajo un socialismo desarrollado, o un
sistema igualitario y sostenible de desarrollo humano.
Fuente: Monthly
Review
Artículo seleccionado
por Carlos Valmaseda para la página Miscelánea de Salvador
López Arnal