Hoy, 27 de agosto de
2025, se cumplen 40 años del fallecimiento de Manuel Sacristán, uno de los
grandes filósofos españoles del siglo XX, una de las cimas del marxismo
español, iberoamericano y europeo. ¿Qué queda, qué quedará de su obra, de su
praxis?
TOPOEXPRESS
Centenario Sacristán
Salvador
López Arnal
El Viejo Topo
27 agosto,
2025
¿QUÉ QUEDA DE LA OBRA Y PRAXIS DE MANUEL SACRISTÁN LUZÓN EN EL PRIMER
CENTENARIO DE SU NACIMIENTO?
Para los lectores y estudiosos
de la obra de Manuel Sacristán.
Para Paco Fernández Buey (1943-2012), in memoriam et ad
honorem.
Hoy, 27 de
agosto de 2025, hace 40 años del fallecimiento de Manuel Sacristán, uno de los
grandes filósofos españoles del siglo XX, una de las cimas del marxismo
español, iberoamericano y europeo. El próximo 5 de septiembre recordaremos el
primer centenario de su nacimiento. ¿Qué queda, qué quedará de su obra, de su praxis?
Si las cosas no
empeoran más y seguimos amando, pensando y luchando a lo largo de este siglo,
el Siglo de la Gran Prueba en el decir de uno de sus grandes discípulos, Jorge
Riechmann, de la praxis del traductor de Gramsci y Quine queda y quedará su
inquebrantable compromiso con los más vulnerables; su decisiva participación en
la lucha antifranquista desde posiciones comunistas democráticas a lo largo de
más de dos décadas; sus 23 años de militancia en el duramente perseguido
partido de los comunistas españoles y catalanes (PSUC-PCE), del que fue
dirigente durante unos 15 años, tras renunciar a una plaza de profesor en el
Instituto de Lógica Matemática y de Fundamentos de la Ciencia de la Universidad
de Münster (Westfalia) donde estudió entre 1954 y 1956.
Queda y quedará
su apoyo a las luchas mineras asturianas (recordemos a Rafael González, minero
asesinado en 1963, a los 36 años) y a muchas otras luchas obreras; su firme y
arriesgada protesta (en compañía de muy pocos) contra el vil asesinato de Julián
Grimau; su decisiva participación en la formación del SDEUB (Sindicato
Democrático de Estudiantes de la Universidad de Barcelona); su radical rechazo
de la invasión de Checoslovaquia y del aplastamiento de la Primavera de Praga
por las tropas del Pacto de Varsovia (“veremos cosas peores”, señaló con
trágico acierto); su equilibrado balance crítico de las luchas (no solo
parisinas) de Mayo del 68; su participación en el encierro de Montserrat en
protesta por las condenas a muerte del juicio de Burgos.
Quedará, debe
quedar también, la indignación de los estudiantes antifranquistas y la
ciudadanía democrática por sus dos expulsiones universitarias, por el maltrato
que sufrió a lo largo de años y años, por la represión a la que fue sometido.
Era un rojo, lo trataron como tal. Pero nunca lograron doblegarle.
Seguiremos
recordando su decidida participación en la lucha de los profesores no
numerarios, su apoyo a la lucha de maestros y profesores de secundaria, sus
clases de alfabetización de adultos en la parroquia de Can Serra (L’Hospitalet
de Llobregat, Barcelona), su coraje político y su protagonismo en la (polémica)
constitución de la federación de enseñanza de CC.OO., en las luchas
antinucleares de los años setenta y ochenta (fue miembro del Comité Antinuclear
de Cataluña, CANC), en la lucha ecologista en general, en la lucha pacifista y
antimilitarista, y especialmente en la movilización antiotánica (¿Quién ha
podido olvidar su “La OTAN hacia dentro”?). También su apoyo a la lucha
feminista (mientras tanto fue, sigue siendo, una revista
rojo-verde-violeta), sus documentadas y sentidas críticas a las
posiciones defendidas por la izquierda institucional durante los años de la
transición política española, sus certeras críticas al estalinismo, su concepto
fuerte, no demediado, de democracia y de las libertades ciudadanas y obreras,
la autenticidad y veracidad de su autocrítica: “En Lukács, como en cualquier
comunista inteligente, crítica del estalinismo es autocrítica, porque no es
sensato creerse insolidario de treinta años del propio pasado político, aunque
uno tenga sólo veinte”.
Manuel
Sacristán, como dijera Brecht y cantara Silvio Rodríguez, fue un
imprescindible, y es justo y razonable que le sigamos considerando como tal.
Una muy activa y arriesgada vida militante y filosófica contra la barbarie, una
larga trayectoria de lucha guiada por la conquista de una Humanidad libre,
justa, fraterna y ecológicamente sostenible. Paco Fernández Buey, discípulo,
amigo y compañero suyo en mil combates, lo ha expresado así: “Nunca conocí otro
maestro igual: tan riguroso en las cosas del conocimiento y tan desprendido en
la entrega a ideales colectivos. Acababa entonces de leer el barojiano árbol de
la ciencia y su figura se me antojaba como una síntesis de filósofo y biósofo”.
Sacristán, añadía el autor de Marx (sin ismos), “fue un
marxista que en su obra trató siempre de complementar conocimiento científico y
pasión ético-política. Y lo hacía, buscaba complementar estas dos cosas, con
espíritu didáctico o pedagógico, con la intención de servir a los otros, a los
anónimos, a los sin nombre, a los de abajo”.
De esas
arriesgadas prácticas que conllevaron vigilancia, controles, detenciones,
encarcelamientos y sufrimiento surgieron textos y reflexiones esenciales para
las tradiciones emancipatorias, para la lucha antifranquista, para la cultura
democrático-socialista (nunca fue Sacristán un marxista teórico sin praxis; “no
hay marxismo de mera erudición” escribió). Por ejemplo: “Para leer el Manifiesto
comunista” (con la colaboración de Giulia Adinolfi, su esposa, y Pilar
Fibla), “Tres notas sobre la alianza impía”, “Studium generale para
todos los días de la semana”, “Por una universidad democrática”, “’El diálogo’:
consideración del nombre, los sujetos y el contexto”, “La universidad y la
división del trabajo”, “Amb tots los bons que em trob en companyia (Raimon
1959-1973)”. Muchos otros.
Es tarea
nuestra que estas aristas prácticas, esenciales en su estar en el mundo, no se
vayan desdibujando con el tiempo (¡nuestra memoria no suele acuñar bien sus
monedas!), porque Sacristán, como su amado Gramsci (“alguien digno de amor”,
escribió; también él lo era) y muchos de sus amigos y discípulos y amigos (Paco
Fernández Buey, Toni Domènech, Juan-Ramón Capella, Jacobo Muñoz, Víctor Ríos, Miguel
Candel, Félix Ovejero, Joaquim Sempere, Manolo Monereo, Manuel Cañada y muchos
otros y otras), fue un agudo filósofo de la praxis, en el sentido por él mismo
señalado en una nota al pie de página de “El filosofar de Lenin”: “… que la
descripción de Althusser es formal, que se trata de saber en qué consiste la
nueva práctica, y que para esa pregunta los marxistas de la “prassi” tenían
precisamente una respuesta de interés: el filosofar del marxismo es el
filosofar de la práctica marxista (en genetivo subjetivo, no objetivo: de la
práctica, no sobre la práctica), práctica que se caracteriza por su excepción
de ideología, por ser un modo de “liberarse de la filosofía sustantiva”, como
decía Labriola.”
De nosotros (y
de los “por venir”), depende que no habite el olvido en esta cara esencial del
rico y sólido poliedro (excelente metáfora de Xavier Juncosa) que el traductor
del Anti-Dühring representa. Sacristán fue capaz de alimentar
ininterrumpidamente y en duras circunstancias la necesaria llama resistente de
siempre.
De su
obra teórica, mucha de ella no estrictamente teórica como se ha
señalado, habría que decir aquello que él mismo dijera de Heinrich Scholz, uno
de sus pocos maestros: “Personalidad muy rica, Scholz deja tras de si una obra
verdaderamente considerable, cuya parte no escrita -los discípulos, el
Instituto de Münster y la red de relaciones que supo establecer con otros
centros de la lógica simbólica o matemática- sobrepasa sin duda la importancia
ya muy respetable de su legado literario.” Lo mismo en su caso, con sus
variantes singulares. Su aportación rebasa con mucho lo que hay (que no es poco
ni menor) en sus libros, ensayos, notas y artículos publicados (o pendientes de
publicar). Muchos de quienes escribieron sobre él en los días que siguieron a
su muerte reconocieron haber aprendido de él tanto en lo que escribía cuando en
lo que hacía y en el trato personal. Paco Fernández Buey y Félix Ovejero han
remarcado este punto con toda razón.
Empero, no ha
habido ni habrá, hablando propiamente, “sacristanismo”, “paradigma Sacristán”,
“cosmovisión Sacristán”, “escuela Sacristán”. No existe ningún “sistema
filosófico” (en la acepción clásica del concepto) a él atribuible que hayamos
heredado. Nunca fue ese el objetivo de su filosofar. El traductor de El
Capital no nos ha dejado una ética, una estética, una lógica, una
metafísica, una ontología,…
Pero queda -y
debe quedar- su impecable rigor intelectual, su estilo filosófico, su método de
estudio y análisis, su pasión por la verdad y el conocimiento, su incansable
labor socrática (Joaquim Sempere), su agudeza crítica, su “saber leer”, su ser
y estar filosóficos (“Por muy dentro que que se encuentre de una tradición, el
filósofo digno de ese nombre escribe precisamente para alterarla en mayor o
menor medida, para añadir temática, o para rectificar puntos del método de
ella, o para someter a examen crítico su modo de validez, su capacidad de
evolucionar, etc”), sus ideas sobre modos de vida alternativos, sobre formas
del buen vivir (Epicuro fue filósofo cercano), su racionalismo documentado y
atemperado (“el hecho de que la lógica misma haya descubierto y demostrado los
límites o la inviabilidad de una realización universal del programa
algorítmico, en su forma clásica, es más un éxito que un fracaso de la actividad
capaz de tal resultado.”), su lucha ininterrumpida contra las diversas formas
de irracionalismo, sus nunca olvidadas aproximaciones a la vida y obra de
Antonio Gramsci (con el excepcional trabajo de edición de Albert Domingo
Curto), sus neologismos: letrateniente, tontiastuto, cultiprofundo,
tonitruante, remurimiento, sus ricas aportaciones a los conceptos de práctica y
dialéctica, y la ausencia de idealización al hablar de la relación entre la
Naturaleza y el ser humano (también él Naturaleza).
También su
concepción práxica, nada dogmática ni sectaria ni conservadora, de la
tradición: “No se debe ser marxista (Marx); lo único que tiene
interés es decidir si se mueve uno, o no, dentro de una tradición que intenta
avanzar, por la cresta, entre el valle del deseo y el de la realidad, en busca
de un mar en el que ambos confluyan”; su reflexión sobre el marxismo como
una religión obrera: “el marxismo ha sido y es mucho más una religión que una
ciencia. Esto es obvio, obvio para cualquiera que tenga dos ojos y quiere
mirar. La aplastante mayoría de los militantes marxistas ha sido fiel de una
religión. No han sido cultivadores fríos de unos teoremas”; su ampliación y
renovación de la teoría (y de la praxis) marxista; la rectificación de erróneas
ideas emancipatorias como la aspiración a un comunismo de la abundancia; su
concepción del filosofar como un enfrentamiento reflexivo y comprometido con la
realidad y la vida, como reflexión crítica ininterrumpida sobre la naturaleza y
la sociedad entendidas como un todo.
Quedará, debe
quedar un Sacristán epígono de Sócrates si se quiere, fuertemente asentado en
una amplia y larga tradición filosófica. Quedará su vida de filósofo, su
filosofar sobre la vida (Félix Ovejero, Joaquín Miras), su papel de profeta
ejemplar (Antoni Domènech), que no de profeta guía, su concepción del
socialismo: “El asunto real que anda por detrás de tanta lectura es la cuestión
política de si la naturaleza del socialismo es hacer lo mismo que el
capitalismo, aunque mejor, o consiste en vivir otra cosa”. Es vivir otra cosa,
nos enseñó.
Podremos seguir
leyendo, aprendiendo y disfrutando de sus textos de crítica literaria y teatral
(Alberti, Wilder, Eugene O’Neill, Sánchez Ferlosio, Goethe, Heine, Brossa,
Raimon), de sus interesantes escritos de juventud (personalismo, Simone Weil,
Unamuno, Montesquieu, Kant, Husserl), de su tesis doctoral sobre la gnoseología
de Heidegger (con su magnífico capítulo de conclusiones), de sus ricas y
decisivas aportaciones al desarrollo y consolidación de la lógica y la
filosofía de la lógica en España (¡cuánto bien hizo su Introducción a
la lógica y al análisis formal!), de sus ricas (y críticas) aproximaciones
a la obra de Ortega, de sus anotaciones de lectura (y aforismos) a grandes
clásicos de las tradiciones filosóficas marxista y analítica (“¿Por qué ningún
gran pensador se acuerda de la ocupación de barrer o eliminar lo barrido?”;
“Marx es, como Kant o Freud, iniciador de un camino: está confuso a menudo,
perplejo e indeciso sin saberlo.”), de sus observaciones metacientíficas (“No
hay theoria que no se prolongue en techné, si es
buena teoría. Pero eso es una cosa, y otra que hay que manipular menos y
acariciar más la naturaleza. Lo esencial es que la técnica de acariciar no
puede basarse sino en la misma teoría que posibilita la técnica del violar y
destruir”), de su realismo: ni progresista ni fantasmagórico y siempre con
nítida mirada autocrítica: “Me parece [carta a Félix Novales] que, a pesar de
las diferencias, ninguna historia de errores, irrealismos y sectarismos es
excepcional en la izquierda española. El que esté libre de todas esas cosas,
que tire la primera piedra. Estoy seguro de que no habrá pedrea”.
Seguiremos
aprendiendo de su reflexión sobre el lugar de la filosofía en los estudios
superiores, que tanto agitó (y sigue agitando) las estancadas aguas de la
filosofía española de los años sesenta, setenta y posteriores. Quedará (para
seguir deslumbrados) su ingente obra de trabajador editorial, su impresionante
trabajo de editor –pane lucrando, pero también de grandísima incidencia
cultural-, de traductor (90 libros, más de 26.000 páginas, 5.000 de ellas de
Lukács). Seguiremos recordando el proyecto OME (Obras de Marx y Engels) que
tuvo entre manos y cerebro (12 libros editados de los casi 70 proyectados) y
las revistas en las que participó, dirigió en ocasiones, y dejó huella: Qvadrante,
Laye, Nuestras Ideas, Quaderns de cultura catalana, Nous Horitzons, Veritat,
Materiales, mientras tanto.
Nos quedará la
lectura y relectura de sus prólogos imperecederos (sí, fue también un filósofo
de prólogos, ¿pasa algo?), de las entrevistas (más que entrevistas muchas de
ellas), de sus notas editoriales, de sus textos de intervención política
siempre de interés y con buena crítica: sobre libertad y privaticidad, sobre el
diálogo entre marxistas y cristianos, sobre la polémica de la austeridad, sobre
el aceite de colza, sobre el peligro de las guerras con armamento nuclear,
sobre las huelgas de hambre.
Quedarán sus
grandes textos sobre la universidad, incluyendo su nunca olvidado “Studium
Generale para todos los días de la semana”: “Por todo eso, la única
manera de ser de verdad un intelectual y un hombre de lo que Goethe llamó la
armonía, de la existencia humana sin amputaciones sociales, es una manera
militante; consiste en luchar siempre, prácticamente, realmente, contra la
actual irracionalidad de la división del trabajo, y luego, el que aún esté
vivo, contra el nuevo punto débil que presenta entonces esa vieja mutilación de
los hombres. Y así sucesivamente, a lo largo de una de las muchas asíntotas que
parecen ser la descripción más adecuada de la vida humana. Lo demás es utopía,
cuando no es interés. Esto, en cambio, es un Studium generale y
hasta un vivir general para todos los días de la semana.”
Quedarán
también sus clases de Metodología de las ciencias sociales (“una obra de arte”,
como dijera Karl Popper de las clases de Moritz Schlick), incluidos sus cursos
impartidos en la UNAM: Ignacio Perrotini, Carolina Fortuno y Jorge Moreira
fueron tres de sus alumnos. (Algunas de esas clases grabadas y transcritas se
están editando en Filosofía y Metodología de las Ciencias Sociales I,
II, III). Quedará el vívido recuerdo de su deslumbrante castellano oral, de
sus conferencias (cinco de ellas pueden oírse en el material complementario que
acompaña a los documentales de Xavier Juncosa, “Integral Sacristán”),
conferencias que siguen imborrables en la memoria de muchos y que fueron
durante décadas una aportación esencial a la formación ciudadana y
universitaria, verdaderos “acontecimientos culturales de masas” muchas veces.
Quedarán sus textos de marxista estudioso, agudo, penetrante y crítico (“El
trabajo científico de Marx y su noción de ciencia”, “Karl Marx como sociólogo
de la ciencia”, ¿Qué Marx se leerá en el siglo XXI?”), sus textos sobre el
filosofar de Lenin, sus aportaciones sobre Engels, al que nunca consideró un
segundo violín desafinado de la orquesta marxiana (“La tarea de Engels en
el Anti-Dühring” es uno de sus grandes clásicos). Nos quedarán, es
justo destacarlo, sus pioneras intervenciones sobre temas ecologistas (“Hasta
la astronomía y la matemática dan pie a movimientos cuando afectan a la visión
del mundo y de la vida. Mucho más una ciencia con componente sociológica
evidente, como es la ecología humana”), sus textos pacifistas y
antimilitaristas, sus escritos de política socialista de la ciencia, los
dedicados a los atisbos ecológicos en la obra de Marx, y a la tradición y los
nuevos problemas, su idea de conversión del sujeto transformador. Quedarán sus
trabajos sobre Gramsci, Lukács, Labriola, Heller, Harich, Markus, Labriola,
Korsch y tantos otros, y esa maravilla filosófica que crece y crece con el
tiempo: sus anotaciones a la biografía de Gerónimo editada por S.M. Barrett:
“…los indios por los que aquí más nos interesamos son los que mejor conservan
en los Estados Unidos sus lenguas, sus culturas, sus religiones incluso, bajo
nombres cristianos que apenas disfrazan los viejos ritos. Y su ejemplo
indica que tal vez no sea siempre verdad eso que, de viejo, afirmaba el mismo
Gerónimo, a saber, que no hay que dar batallas que se sabe perdidas. Es
dudoso que hoy hubiera una consciencia apache si las bandas de Victorio y de
Gerónimo no hubieran arrostrado el calvario de diez años de derrotas
admirables, ahora va a hacer un siglo”.
En fin, como
señaló Félix Ovejero, Sacristán fue un sabio, y el sabio “no juega con las
ideas. No le vale cualquier idea porque sus ideas rigen su vida y quiere llevar
su vida de la mejor manera. Se piensa en serio, como le gustaba decir a
Sacristán”.
Además de
sabio, Sacristán es también un autor clásico, cada vez más clásico, y, como él
mismo dijera de Gramsci, los clásicos merecen no estar de moda nunca y ser
leídos siempre y por todos (que así sea siempre en su caso). Con una
observación complementaria apuntada por uno de sus grandes discípulos, el más
“metafísico” de ellos: “La fidelidad a los clásicos exige recuperar no tanto su
letra como su actitud ante el mundo. Al filósofo debe importarle menos saber
qué pensaba realmente el Platón histórico que saber pensar hoy la realidad con
tanta lucidez como la pensaba Platón, aunque al hacerlo acabemos llevándole la
contraria en determinadas cuestiones. Una actitud, pues, más cercana a la de
Spinoza o Leibniz que a la de Nietzsche o Heidegger. A los primeros no les
movía ningún prurito de fidelidad a los clásicos, con lo que de hecho fueron
más respetuosos con ellos que los segundos, cuya reverente exégesis acaba
siendo a menudo un mero “llevar el agua a su molino”.” (Miguel Candel, Más
allá del ser y el no ser, Barcelona: Néctar editorial, 2024, p. 25).
La misma actitud en su caso.
Y hay más: en
un decir orteguiano que recordó Victor Sánchez de Zavala tras el fallecimiento
de su amigo, también Víctor Méndez Baiges más recientemente en su
imprescindible La tradición de la intradición, es una impiedad
limitarse a leer a los grandes maestros, de lo que se trata es de imitar sus
virtudes. Ortega pensaría probablemente en las virtudes dianoéticas,
intelectuales; añadamos nosotros las poliéticas.
La tarea es
entonces, si cabe, más difícil, mucho más difícil, porque Sacristán, con
excelente sentido del humor incluso en duros momentos de derrota (“hablar y
escribir como derrotados con buen humor, con autoironía” dijo en sus últimos
años), fue, como recordábamos, en serio, muy en serio. Su hacer, su pensar, su
ejemplo, nos hizo, nos hace mejores.
En 1979, en los
compases finales de una conferencia sobre una política socialista de la ciencia
en la que estaba presente su amigo José María Valverde, recitó unos
versos de Guillevic (poeta desconocido entonces para muchos de nosotros) que
mucho dicen de su forma de concebir la tradición emancipatoria, su sentido de
la vida, la solidez de su militancia:
Nous n’avons
jamais dit
Que vivre c’est
facile
(No hemos dicho
nunca
que vivir sea
fácil)
Et que c’est
simple de s’aimer…
(ni que sea
sencillo amarse…)
Ce sera
tellement autre chose
(Pero será todo
muy distinto)
Alors. Nous
espérons
(Por lo tanto, tenemos
esperanza)
P.S. Pensando
sobre el Marx que leeríamos en el siglo XXI, el que fuera dirigente del
PSUC-PCE, miembro de CC.OO., del CANC y de los Comités anti-OTAN señaló
que una palabra tan camp como «revolucionario» fuera tal vez
la que describía más adecuadamente la personalidad del compañero de Jenny von
Westphalen, del padre de Tussy Marx, y el asunto central de su obra y de su
práctica. Acaso nosotros podemos pensar hoy que esa misma palabra, que sigue
siendo tan camp como entonces, acaso más, es
una de las que mejor le describe también a él.
Su discípulo
Víctor Ríos así lo señaló en la conferencia inaugural (Aula Magna de la UB) de
las Jornadas dedicadas a su amigo y maestro en el vigésimo año de su
fallecimiento. Y, en mi opinión, dio en la diana, en el centro de la diana, en
el corazón del proyecto político-filosófico-vital del que fuera luchador
comunista antifranquista, gran filósofo, estudioso marxista adicto a la lógica,
director de mientras tanto, ecomunista (Ariel Petruccelli)
internacionalista, traductor de El Capital y esposo-compañero
de la hispanista italiana Giulia
Adinolfi.
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