Esto puede pasar aquí
Aunque el golpe o mascarada haya fracasado, la última provocación trumpiana ha sumido de lleno a toda la institucionalidad estadounidense en un dilema radical y traumático: o bien dejar pasar esto y esperar que la llegada de Biden calme las aguas, o hacer caer con ánimo ejemplarizante todo su peso sobre el todavía inquilino de la Casa Blanca.
(Trumpines razonando a cabezazos contra los muros del templo de al democracia)
Profesor adjunto en Fordham University (Nueva York).
elsaltodiario
7 ENE 2021
El miércoles 6
enero, Estados Unidos asistió estupefacto a un espectáculo inédito, si no en su
historia (su imperio ha estado detrás de muchos momentos similares en numerosos
países en el pasado), sí en su territorio. Masas de manifestantes, convocados por
el presidente Trump, irrumpieron en el Capitolio ─la policía prácticamente
les abrió las puertas─ obligando a evacuar el edificio e interrumpiendo la
sesión en la que se iba a certificar la validez de los resultados electorales
de noviembre (a los que se sumaban los de Georgia, celebrados el martes).
¿Un intento de golpe? Seguramente algo más simple y
menos peligroso (de momento) pero igualmente confuso. En cierto modo, lo
ocurrido en el Capitolio no es sino el cierre más perfecto y adecuado a estos
cuatro años, a todo lo que ha hecho y representado Trump y su gobierno.
Creo que nos vienen a la cabeza todos esos famosos
fragmentos del 18 de Brumario de Marx. El gobierno de Trump empezó como una
farsa, con su descenso de las escaleras mecánicas de su Trump Tower. Siguió como tragedia, mediante la represión
y asesinato de ciudadanos afroamericanos, la persecución de migrantes, el
enjaulamiento de niños, la criminalizacion de manifestantes, el cotidiano toque
de un tambor de angustia. Trump termina ahora en un tercer acto, que vuelve a
la farsa (espero que no nos aguarde un ultimo giro trágico).
Se habla de que este asalto pueda haber sido tan solo
un ensayo, que podría proseguir en los próximos días, hasta llegar al 20,
cuando se celebre la inauguración de Biden
Las imágenes de la entrada trumpista en el Capitolio
son un testimonio de paranoia, estupidez, de puro miedo, sin máscaras ni
barbijos, pero ataviados con confusos tatuajes, parafernalia militar, camisetas
nazis, simbología vikinga. E incluso pieles de lobo, como la que portaba un
manifestante subido al estrado del Senado, en una foto que quedará para la
historia (bufa). Banderas confederadas se paseaban por los pasillos del
Capitolio. Horcas y cruces, al mas puro estilo Ku Klux Klan, se levantaban en
las calles. Disfraces ─de nuevo Marx─ prestados del pasado. El inconsciente, el
'ello' brutal de un país, que aflora y se pasea, entre todo el ruido y furia de
cabezas de idiotas corriendo por pasillos desiertos, vociferando ¿Dónde están?
Quizás esas imágenes entre ridículas y dramáticas han
servido para revelarnos algo del trumpismo: su carácter de fondo del caldero
del neoliberalismo, las heces ideológicas acumuladas tras décadas de una
hegemonía solitaria que, cansada de monologar consigo misma, ha acabado
atrapada en sus propios fantasmas. Y que a la vez convoca los propios fantasmas
de la historia del país. A un nivel simbólico, esta jornada ha sido una
humillación a la institucionalidad estadounidense.
El mazazo (¿final?) de la era Trump o, como apuntaba
en twitter Keeanga-Yamahtta Taylor, el final absoluto
del excepcionalismo americano. “It can’t happen here” (Eso no
puede ocurrir aquí) era el título de la famosa novela de Sinclair Lewis que
advertía, mediante una narración distópica, de la posibilidad del ascenso de un
líder fascista en los Estados Unidos de los años cuarenta. Esta jornada ha
desmentido esa incredulidad que el título de Lewis criticaba: eso puede ocurrir
aquí, eso ha ocurrido aquí, y de hecho, eso ha venido ocurriendo y larvándose
aquí, desde mucho antes de Trump.
La simpatía con los cuerpos policiales enmascara una
identificación profunda con el racismo estructural, que se identifica con la
“americanidad” misma
Porque conviene no enfocarse únicamente en la
apariencia bufonesca del espectáculo. De momento, este asalto ha costado cuatro
vidas (una mujer por un disparo de la policía en el interior del capitolio;
otras tres personas fallecidas en hospitales por circunstancias todavía por
conocerse). Y podríamos haber presenciado una jornada todavía más sangrienta:
se han encontrado dos artefactos explosivos, dirigidos contra las respectivas
sedes de los partidos Demócrata y Republicano. Por otra parte, se habla de que
este asalto pueda haber sido tan solo un ensayo, que podría proseguir en los
próximos días, hasta llegar al 20, cuando se celebre la inauguración de Biden.
Como apuntaba la
politóloga Laleh Khalili, el asalto, a pesar de su apariencia
caótica y chusca, no debe entenderse como una acción espontánea, sino como
parte de un intento coordinado: el ataque se ha
replicado, con menores y variados efectos, en los capitolios de diez Estados que,
como explica Khalili, podría tener un efecto reclutador y ─observando la
notable presencia de banderas de muchos otros países─ contiene asimismo una
dimensión internacional.
A esto hay que sumar la actuación de la policía que,
como demuestran numerosos vídeos, ha dejado pasar a
los manifestantes. Un impulso biempensante podría explicarnos que se
trata de una cuestión de mera actitud individual de los agentes. Sin embargo,
es un gesto amable con los manifestantes trumpistas que 1) no es ni mucho menos
aislado, como se ha demostrado ya en numerosas ocasiones, y 2) esta en línea
con una tendencia emergente en el trumpismo, lo que el escritor Jeff Sharlet ha
denominado “nacionalismo policial”, acentuado sobre todo este verano con las
protestas de Black Lives Matter: la simpatía con los cuerpos policiales
enmascara una identificación profunda con el racismo estructural, que se identifica
con la “americanidad” misma.
Este proto- o pseudo-golpe puede tener una dramaturgia
grotesca e incompetente. Pero esa incompetencia no lo hace menos fascista
Hay que estar atentos ─con óptica poulantziana─ a qué
seguimiento y posiciones se adoptan desde los aparatos represivos. Como
recordaba el politólogo ─y, precisamente, experto en Poulantzas─ Rafael Khachaturian,
el llamado “estado profundo” que
tantas teorías de la conspiración ha animado durante estos años dista de ser
una entidad unificada, y de hecho se han revelado numerosas divisiones entre
diferentes aparatos: muchos departamentos de policía, las patrullas fronterizas
y ICE han expresado repetidamente su apoyo a Trump. Las agencias de seguridad
nacional, FBI y CIA se han mostrado en general hostiles a sus acciones.
En definitiva, este proto- o pseudo-golpe puede tener
una dramaturgia grotesca e incompetente. Pero como señala Richard
Seymour, esa incompetencia no lo hace menos fascista, y la jornada
del miércoles puede entenderse como uno más de una larga serie de progresivos
experimentos, pruebas de vestuario y procesos de radicalización mutua entre
calle y aparatos del Estado que sectores de la extrema derecha han venido
desarrollando, y que podrían conducir a la emergencia, ya totalmente desplegada,
de una extrema derecha extraparlamentaria, sí, pero ya abiertamente golpista y,
sobre todo, de una consistencia organizativa más sólida. Como apuntábamos en un artículo
anterior, la paulatina cristalización de corrientes, sensibilidades
y actitudes individuales, en una forma más coherente y, por eso mismo, mucho
más peligrosa.
El último escenario es el político. Despejado el
asalto ─los manifestantes
salieron tranquilamente, algunos gritando “vamos a por una cerveza”
y hubo tan solo 52 detenciones─ se reanudaba la deliberación para
certificar los votos del Electoral College. Los apoyos a Trump se reducían, y
solo siete senadores mantenían su oposición a los resultados, entre ellos Ted
Cruz. Pero en la Casa de Representantes, hasta 121 congresistas republicanos
rechazaban todavía los resultados de Arizona. En otros Estados, el voto llegaba
a números entre 70 y 80. Los resultados quedaban aceptados y certificados. Pero
aún en minoría, ese rechazo es sin duda políticamente muy significativo.
Mientras tanto, el aun vicepresidente Mike Pence
operaba un enfático distanciamiento de Trump. Parece que durante la noche y la
madrugada altos funcionarios y miembros del gabinete de Trump han estado
discutiendo la posibilidad de invocar la vigésimo quinta enmienda, el único
mecanismo previsto en la constitución para forzar la salida de un presidente.
¿Se atreverán esos miembros de la administración Trump? ¿Y que hará el Partido
Demócrata? El mensaje de Biden en la tarde del miércoles denunciaba sin duda
los hechos, pero concluía apenas con una vaga interpelación a Trump a
reaccionar, ejercer liderazgo y llamar a los asaltantes a retirarse, algo hasta
cierto punto comprensible como último gesto para no cargar mas la situación y
dejar una vía de intervención a Trump, sin amenazar con posibles consecuencias.
Trump efectivamente llamó a la retirada en un mensaje
grabado, pero ─en su característico y falsamente espontáneo fraseo,
siempre calculadoramente vago e irresponsable─ manteniendo su acusación de
fraude electoral.
El ala progresista de los demócratas, con Alexandria
Ocasio-Cortez, Ilhan Omar o Jamaal Bowman, entre muchas otras voces, llamaba
al impeachment inmediato. Aunque el golpe o mascarada haya
fracasado, la última provocación trumpiana ha sumido de lleno a toda la
institucionalidad estadounidense en un dilema radical y traumático: dejar pasar
esto y esperar que la llegada de Biden calme las aguas o bien hacer caer con
ánimo ejemplarizante todo su peso sobre el inquilino de la Casa Blanca.
Hasta esta confusa jornada, era de los que no esperaba
ninguna represalia del sistema político estadounidense hacia Trump. Pero esta
última sangrienta jugarreta ─farsa y tragedia inextricablemente
unidas─ supone una verdadera humillación para todo ese sistema, una
imperdonable mancha en el ensueño de su inmaculada autopercepción.
No creo en ninguna bondad o justicia intrínsecas a esa
institucionalidad, es simplemente que la más férrea razón de estado ─y de
imperio─ obliga a los Estados Unidos a derribar a Trump. Ningún “estado
serio” ─como podría decir un informe de la CIA escrito desde una
embajada en cualquier otro país─ puede permitirse dejar pasar algo así. En
cualquier caso, la más importante razón para terminar de una vez con este
payaso trágico, más allá y más acá del estado, del Capitolio, de las columnas y
escalinatas en que una vez este país quiso soñarse a sí mismo como democracia
fundadora de la modernidad, es la supervivencia de la democracia misma, y de
una sociedad que la ejerza, practique y transforme. ¿Puede eso ocurrir
aquí?
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