¿Hay
antagonismo entre civilización y cultura? ¿La cultura ya no es solución y se ha
convertido en problema? ¿Y qué tiene ello que ver con el socialismo? Eagleton,
en este artículo publicado en El Viejo Topo 258-259 (Julio 2009) , responde a
estas cuestiones.
Cultura y socialismo
Terry Eagleton
El Viejo Topo
29.10.2022
Todos los seres
humanos nacen prematuramente, indefensos y dependientes, incapaces de cuidar de
sí mismos. Esto es aplicable no solamente a los profesores de Oxford y
Cambridge, sino al conjunto de la especie humana. Más adelante, si todo va
bien, alcanzamos un cierto grado de autonomía, pero solamente sobre la base de
una continua dependencia, esta vez de la cultura más que de la naturaleza.
Solamente por medio de esta forma de dependencia de los demás que llamamos
cultura podemos llegar a ser autosuficientes, que es sin duda una de las
razones de que la palabra “monstruo” en la Antigüedad clásica significase,
entre otras cosas, uno que se considera a sí mismo autodependiente y que, en
este sentido, está en conflicto con su propia naturaleza de criatura. El Edipo
de Sófocles es un buen ejemplo de ello –este astuto empresario de sí mismo cuyo
padre suprimido vuelve para destruirle.
A todos nos
gusta fantasear con la idea de que tenemos un pedigrí más noble del que
realmente tenemos, o (de un modo aún más ilusorio) que no tenemos ninguna clase
de pedigrí –que hemos salido de nuestras propias cabezas, de nuestras propias
entrañas. Y ya que aquello que no ha nacido no puede morir, esto nos produce la
reconfortante ilusión de la inmortalidad.
Este es
ciertamente el caso de lo que podríamos llamar el hombre burgués, o el Hombre
Fáustico, cuyo deseo es infinito y cuya voluntad no tiene límites. Tiene, pues,
que considerarse a sí mismo como totalmente inmaterial, dado que la
materialidad es una restricción. Es una criatura que no reconoce otro fin,
origen, fundamento u objetivo que ella misma. Y cuando esta torre fálica es
derribada por un avión terrorista, instantáneamente decide construir otra aún
más grande en su lugar. El mejor ejemplo imaginable de aprendizaje lento.
Ya que todos
nacemos prematuramente, con una incapacidad profesoral para defendernos solos,
también moriremos todos rápidamente a menos que la cultura tome inmediatamente posesión
de nosotros. No digo con esto que Stendhal o Shostakovich sean esenciales para
nuestra supervivencia. Me refiero a la cultura en el sentido de un sistema de
educación o crianza, siendo la palabra que expresa este concepto [nurture] la
que para Shakespeare sirve de mediación entre la natura [nature] y la cultura
[culture]. El dramaturgo Edward Bond habla de las denominadas “expectativas
biológicas” con las que nacemos –la expectativa, escribe, de que “el bebé
indefenso será bien atendido, que será no solamente alimentado sino que
recibirá confort emocional, que su vulnerabilidad será protegida, que nacerá en
un mundo dispuesto a recibirle y que sabrá cómo recibirle”. A menos que una de
estas caras que rodean la cuna hable realmente al niño, este nunca llegará a
ser una persona. Será humano, por supuesto, ya que esto depende de la clase de
cuerpo que tiene, pero llegar a ser una persona es un proyecto, no algo dado.
Juzgando al capitalismo contemporáneo desde este simple criterio, Bond se niega
a otorgarle el título de cultura.
Cultura, podría
decirse, es aquí un término a la vez descriptivo y normativo. Describe de un
modo neutral lo que tiene que suceder realmente para que sobrevivamos, pero
también se refiere a cierta clase de afecto, y en este sentido es también un
término valorativo. Sin cierta cultura de afecto preparada para recibirnos,
simplemente no podemos florecer. En este sentido, la palabra “cultura” salva la
brecha que existe entre hecho y valor –entre lo que es el caso y lo que sería
deseable que fuera el caso. Lejos de erguirnos titubeando sobre cuatro patas y
lamiéndonos nosotros mismos, nacemos con un enorme agujero en nuestras
naturalezas, un agujero que la cultura tiene que tapar inmediatamente para que
no muramos. Es natural en nosotros ser carenciales. Y dado que nuestro
prematuro nacimiento tiene como consecuencia un período inusualmente largo de
dependencia respecto a aquellos seres humanos que están inmediatamente a mano,
eso da lugar al surgimiento de una intimidad inusualmente intensa con ellos.
Esto a su vez preludia una ruptura especialmente dramática en un momento
posterior del lazo que nos une a ellos, y que es lo que da lugar a ese curioso
invento humano que llamamos psicoanálisis. El psicoanálisis es una ciencia que
se interesa, entre otras cosas, por el hecho de que nuestra interrelación con
otros cuerpos genere determinados estados que tienen que ver con el valor:
fantasía, neurosis, psicosis, negar que este vejete del pelo gris que está
esperando a la puerta de la escuela es tu padre y no tu abuelo, pretender que
no es más que un viejo criado de la familia un poco arrugado, y cosas así.
Todo lo cual
equivale a decir que la cultura es parte de nuestra naturaleza. Un enunciado
–nótese– muy diferente de la afirmación postmoderna según la cual la cultura es
nuestra naturaleza. Para la ideología postmoderna a la que etiquetamos de
culturalismo, la cultura lo abarca todo. Va, por así decir, de pared a pared.
No es posible preguntar qué es lo culturalmente construido, ya que la respuesta
a esta pregunta tiene que ser también un constructo cultural. Este moderno tipo
de culturalismo, que se manifiesta por todas partes, desde Al Qaeda hasta el
Institute of Contemporary Arts, es, entre otras cosas, un desmentido de nuestra
fragilidad y mortalidad. Al Qaeda es culturalista porque cree que los valores
–los religiosos en particular– es lo que importa, mucho más que las cosas
materiales. Tanto para Al Qaeda como para el Sueño Americano, la materialidad
es limitadora más que posibilitadora, lo que sin duda es una de las razones de
que tanto uno como otro tengan una opinión más bien casual del hecho de que los
seres humanos sean de carne y hueso. Ni el ICA ni el Sueño Americano (no he
tenido ocasión de consular a Al Qaeda sobre este punto) estarían de acuerdo en
que, sea lo que sea que seamos además, somos en primer lugar objetos materiales
naturales. Cualquier otra cosa más glamurosa, sexy y fascinante que podamos
llegar a ser, lo tenemos que ser sobre esta base. Para la opinión anticulturalista
que yo propongo aquí, la cultura es algo requerido por nuestra forma peculiar
de ser criaturas, por la clase de ser-especie que compartimos, por el tipo de
cuerpos materiales que tenemos.
Solamente de un
animal lingüístico –es decir, uno que se mueva en un mundo de significado–
puede decirse que tiene una cultura. Vivir en un mundo de significado es
compartir un mundo sensorial con otros miembros de nuestra misma especie de una
forma que trasciende el mero contacto corporal. No se trata solamente de añadir
algo extra a un mundo sensorial, sino de transformarlo de golpe. Es prolongar
el cuerpo hacia afuera en un conjunto complejo de redes e instituciones, y
esto, a su vez, extiende el cuerpo hacia adentro dotándolo de profundidad
espiritual y de interioridad. La civilización entera es una extensión de
nuestros cuerpos. La tecnología es una especie de prótesis. Y esto es posible
gracias a la clase de cuerpos trabajadores, lingüísticos, conceptuales,
auto-transformadores y auto-trascendentes que tenemos (o que somos). (Decidir
si “tenemos” cuerpos o si “somos” cuerpos es un asunto fascinante del que no
voy a ocuparme aquí). Como dice Ludwig Wittgenstein, si quieres ver una imagen
del alma, fíjate en el cuerpo humano.
Ahora bien,
esto es a la vez un deleite y un desastre. La criatura lingüística, creadora
de cultura, tiene ventaja respecto a sus compañeros animales en toda clase de
formas. Resulta efectivamente difícil reprimir un escalofrío de desdén
humanista cuando uno piensa en todo aquello que nosotros podemos hacer y ellos
no. Nosotros podemos hacer acopio de armas nucleares, torturar musulmanes y
hacer volar por los aires cabezas de niño, por ejemplo, nada de lo cual está al
alcance de los topos o los tejones (a menos que estos estén siendo
extraordinariamente furtivos al respecto). El lenguaje o el pensamiento
conceptual nos permiten instalarnos holgadamente en nuestros propios cuerpos, y
también en los cuerpos de otros, separándonos hasta cierto punto de nuestras
limitadoras respuestas sensoriales. Es difícil estrangular a alguien con las
manos desnudas, porque las inhibiciones intraespecíficas que se oponen a que asesinemos
a un miembro de nuestra propia especie hacen su aparición si lo intentamos y
nos provocan náuseas. Y si bien es desagradable que alguien te vomite encima,
es muchísimo más desagradable ser estrangulado.
Podemos, sin
embargo, anular estas inhibiciones sensoriales matándonos unos a otros a
distancia, una ingeniosa estrategia que las ardillas y las lombrices de tierra
han sido hasta ahora estrepitosamente incapaces de concebir. (¿Por qué? Porque
un ser no lingüístico no puede inventar un rifle). El lenguaje, y el mundo
cultural o conceptual del cual el lenguaje es el médium, es el catastrófico
triunfo que hemos logrado sobre nuestros compañeros animales. Si esta peligrosa
arma de doble filo nos permite torturar, también nos permite hacer cirugía
mayor sin estar todo el rato vomitando sobre el cuerpo del paciente. Y hace
esto porque contribuye a objetificar el mundo, a ponerlo en contra de nosotros,
lo que es una fuente de alienación y de proezas. A diferencia de los armadillos
y de los caimanes, nosotros podemos ser irónicos y tocar el trombón,
escribir La pequeña Dorrit y cuidar de los enfermos. La
cultura lingüística también significa que podemos
establecer con
los demás relaciones más íntimas e intensas que las simples interacciones
corporales, que es lo que entendemos por espíritu, alma o conciencia.
La conciencia
es más algo que sucede entre nosotros que dentro de nosotros, se parece más a
bailar que a un murmullo en el intestino. Debido a esta excepcional forma de
comunicación, podemos disolver las paredes de nuestros cuerpos y acercarnos
unos a otros más que simplemente tocándonos. Las relaciones sexuales, por
ejemplo, son básicamente una especie de conversación (¿o tal vez me he perdido
algo?). Para los animales emisores de señales como nosotros, la acción física
no es una forma de aproximarnos unos a otros tan eficaz
como las
palabras. De hecho, acciones como la de abrazarse o darse la mano solamente
tienen sentido en un mundo de significado. Compartir signos no es un sucedáneo
de compartir cosas; es una forma de compartirlas más profundamente.
Entrar en el
lenguaje fue ciertamente una caída. Pero, como todas las mejores caídas, fue
una caída hacia arriba y no hacia abajo. Fue una caída hacia arriba desde la
mera animalidad inocente hasta el dominio cargado de culpa de la cultura y la
historia. Fue, como dicen los teólogos, una felix culpa –una caída afortunada.
Vivir en un mundo de significado es a la vez nuestra gloria y nuestro terror.
El lenguaje, o la conceptualidad, nos libera de las romas restricciones de una
rutina biológica y nos arroja a esta forma de autodeterminación colectiva que
llamamos historia. No quisiera ser odiosamente paternalista aquí: estoy seguro
de que los topos y los tejones son, a su modo, unos tipos magníficos, y sin
duda las babosas y las lombrices son unos compañeros maravillosos una vez que
los conoces bien. Es sólo que, vista desde fuera, su existencia parece un
poquitín aburrida, que es lo último que puede de cirse de la aparatosa carrera
de una especie aparentemente decidida a destruirse ella misma.
Debido a que
vivimos cultural e históricamente, nuestra existencia es a la vez apasionante y
espectacularmente precaria, mientras que las vidas de nuestras compañeras
criaturas animales son en su mayor parte tediosas pero seguras. O tal vez son
inseguras solamente porque nosotros estamos ahí. Ser comido por un tigre no es
en absoluto tedioso para nosotros, pero es pura rutina para el tigre. Tener
historia significa que nunca podremos ser totalmente idénticos a nosotros
mismos. Al igual que el lenguaje, somos seres constitutivamente inacabados –y
esto significa que la muerte es siempre arbitraria y gratuita, incluso cuando
la vemos venir. Como sabe Lady Macbeth, aunque no su esposo, es propio de
nuestras naturalezas transgredir nuestras naturalezas. Vivir en un mundo de
significados también nos permite reflexionar sobre los fundamentos y la validez
de nuestros significados –en otras palabras, nos permite teorizar– que es otra
de las formas por las que no somos autoidénticos. Al reflexionar sobre nosotros
mismos, nos dividimos en dos, devenimos a la vez sujeto y objeto de nuestro
pensamiento.
Una criatura
condenada al significado es una criatura que está constantemente en peligro.
Parecería, por ejemplo, que su existencia no tiene un fundamento sólido, ya que
siempre hay más significado allí de donde ella viene, y el significado es en
cualquier caso inherentemente inestable. No puede haber algo así como una
interpretación final, en el sentido de una interpretación que no necesita ella
misma ser interpretada. No puede haber ninguna palabra final, porque una
palabra solamente tiene significado en función de otras palabras. Podemos vivir
históricamente porque la clase de cuerpos que tenemos son autotrascendentes, lo
cual significa que nos permiten, dentro de ciertos límites, determinar la forma
en que somos determinados. Somos determinados de una forma que nos posibilita
hacer algo creativo e impredecible con lo que nos hace. El lenguaje nos ofrece
un modelo de ello, porque es un sistema de convenciones regular y bastante
predecible, pero que nos permite generar en cualquier momento actos de habla
sorprendentemente originales que nadie ha oído nunca antes. Un poema es el
mejor ejemplo de una de estas proferencias.
El lenguaje nos
permite convertir en presente lo ausente. Hace un agujero en el modo indicativo
e introduce el subjuntivo –la esfera de la imaginación y de la posibilidad. Con
el lenguaje nacen al mismo tiempo la futuridad y la negación. Un perro puede
estar esperando vagamente el regreso de su dueño, pero no puede esperar que
regrese exactamente a las 3 horas y 57 minutos de la tarde del próximo martes.
Y por lo que respecta a la negación, es el lenguaje el que nos permite hacerlo,
pues no hay negatividad en la realidad. El habla introduce la nada en el mundo.
El problema con
este constante negar y trascender el presente(que es lo que entendemos por
historia) es que las criaturas lingüísticas pueden desarrollarse demasiado
deprisa. La evolución, por contraste, es alucinantemente lenta y aburrida pero
segura.
Los animales
lingüísticos están constantemente en peligro de trascenderse a sí mismos y de
autoaniquilarse. Su condición crónica es lo que los antiguos griegos llamaban
hubris o lo que la modernidad cono ce como el mito de Fausto. Cabe siempre la
posibilidad de que seamos destruidos por nuestro deseo. De hecho, hay algo
perversamente auto-fáctico en ello: una temeridad auto-deleitadora,
auto-dilapidadora, demoníaca, que Freud llamaba “impulso de muerte”. Y cuando
adopta la forma de un deleite gratuito o de un placer obsceno en la destrucción
de otros simplemente por diversión, esta temeridad se conoce tradicionalmente
como “mal”.
Pero, ¿qué
tiene todo esto que ver con Gordon Brown?
Déjenme que me
desplace furtivamente de la cultura a la política pasando por El rey
Lear. Shakespeare, en Lear pero también en otros lugares,
considera a la cultura como una especie de superávit o de exceso, una
superfluidad por encima y más allá de la estricta necesidad. Pero también
considera que esta superfluidad nos es muy necesaria. La superfluidad es algo
propio de nuestras naturalezas. La cultura es un suplemen to –pero un
suplemento incorporado en nuestro ser. Shakes peare considera que desbordar la
medida, como escribe en Antonio y Cleopatra, es en cierto modo
parte de nuestra medida, que transgredir la norma es parte de lo que somos. Es
por este motivo que Lear exclama: “¡Oh, no hay que razonar sobre la
necesidad!”, cuando sus brutalmente utilitarias hijas le preguntan para qué
necesita tener un caballero en su comitiva.
En un momento
de la obra Shakespeare parece estar argumentando desde la idea del exceso y los
sentidos hasta la idea del socialismo. Sobrecogido por la visión para él poco
familiar de unos pobres desnudos e indefensos, Lear exclama: “¡Oh, cuán poco me
había preocupado de ellos! Pompa, acepta esta medicina; expónte a sentir lo que
sienten los desgraciados, para que puedas verter sobre ellos lo superfluo y
mostrar a los cielos más justos”. Lo que Lear quiere decir es que el poder no
tiene cuerpo. El poder está descarnado. Si tuviera un cuerpo, si tuviera
sentidos, sentiría el sufrimiento que inflige, y así tal vez pararía de infligirlo.
Lo que embota los sentidos del poder es un exceso de propiedad material, que le
proporciona una especie de cuerpo vicario, una especie de envoltura adiposa de
posesiones materiales. Y esto es lo que lo aísla de la compasión. Así, lo
importante es que el poder se desprenda de este exceso de grasa para dárselo a
los pobres (“verter sobre ellos lo superfluo”), lo que mejorará la condición de
esos desnudos desdichados y permitirá al propio poder (al propio Lear) sentir,
reapropiarse de su cuerpo, rehumanizarse. (A propósito, lo más cercano a la
obra de Shakespeare, en este sentido, son los Manuscritos
económico-filosóficos de Marx de 1844, un documento que igualmente
trata de abrirse camino argumentando desde el cuerpo material del comunismo,
desde lo somático a lo socialístico. Marx también considera que el socialismo
es esencial para que podamos empezar a sentir de nuevo nuestros cuerpos).
Sigue diciendo
Lear: “¡Que el hombre lleno de gula y de comodidades, que esclaviza vuestra
ley, que no quiere ver porque no siente, sienta acto seguido los efectos de
vuestro poder! Así, la distribución deshará todo exceso, y cada uno tendrá lo
bastante”. Si los sentidos de los ricos y poderosos no estuvieran así
revestidos y consentidos, los ricos podrían sentirse conmovidos por las
privaciones de los pobres hasta el punto de compartir con ellos los bienes
mismos que actualmente les impiden sentir su sufrimiento. Los ricos están
vacunados frente a la compasión por un exceso de propiedades, mientras que los
pobres son pobres por no tener suficientes propiedades. La renovación del
cuerpo y una redistribución radical de la riqueza están estrechamente relacionadas.
El comunismo y la corporalidad, aquí como en otras partes de la obra de
Shakespeare, son dos ideas estrechamente emparentadas.
“¡No hay que
razonar sobre la necesidad!” Liberalidad, dadivosidad, esplendidez,
no-necesidad, superabundancia: estas cosas son constitutivas de lo que somos, o
de lo que po dríamos llegar a ser en unas condiciones políticamente
transformadas. Esta es, seguramente, una de las razones de que la cultura
artística sea algo tan vital desde los románticos a Oscar Wilde. Representa
una forma de producción que es radicalmente valiosa por ella misma, que se hace
solamente por su propio bien. Como tal, es una crítica implícita a la utilidad
simplemente por el milagro de su existencia, una reprimenda viva a los
benthamitas y a las demás encarnaciones del valor de cambio.
El arte se
convierte en esa cosa misteriosa que, como el Dios al que trata de suplantar,
es su propio fundamento, su propio fin y su propio origen, que sigue
autoinvocándose espontáneamente desde sus propias e insondables profundidades
por el puro placer de hacerlo, que no se agacha ante ninguna ley externa y que
se niega a ser juzgado por ningún tribunal de la historia de cara adusta,
Geist, producción, benevolencia o utilidad,
sino que vive
solamente según la ley de su propio ser autónomo (auto-nomus), y que por ello a
nada se asemeja más que a nosotros, hombres y mujeres, o al menos a lo que los
hombres y las mujeres serían en una sociedad en la que también nosotros
seríamos tratados como fines y no como medios, en la que la existencia humana
ya no estaría sometida a los imperativos de una razón exangüemente
instrumental, sino que podría convertirse, como dice Marx en los Grundrisse,
en “la manifestación absoluta de las potencialidades creativas […] con el
desarrollo de todos los poderes humanos como tales en un fin en sí mismo”, es
decir, para decirlo a su modo, en el reino de la libertad y no en el reino de
la necesidad.
Increíblemente,
pues, desde el romanticismo y el esteticismo al modernismo, el arte es más
profundamente político cuando menos funcional es. Está más políticamente
comprometido y es más instructivo cuando cavila sobre el milagro de su propio
ser en una civilización en la que, hablando con propiedad, tendría que ser algo
casi imposible. La nuestra es una cultura en la que la mercancía, cuya razón de
ser se encuentra totalmente fuera de su ser sensorial, es la norma que define a
un objeto, y en la que, por tanto, una obra de arte se convierte en lo
más opuesto posible a una mercancía, aunque de hecho actualmente forma parte
por vez primera de la producción general de mercancías.
En la lucha
entre naturaleza y cultura, siempre se acaba imponiendo la naturaleza. A esto
lo llamamos muerte. A la corta, sin embargo, el objetivo del socialismo es que
la cultura y el placer ocupen el lugar que antaño ocupaban el trabajo y la
necesidad. Se da un importante conflicto en el seno de la tradición socialista
respecto a cuál es la mejor forma de conseguirlo: ¿Hay que tratar de hacer un
trabajo creativo a la manera de William Morris, de modo que la cultura
artística se convierta en un paradigma del trabajo no alienado, o hay que
tratar de abolir absolutamente el trabajo, a la manera de Marx y Wilde? ¿Es la
mejor razón posible para ser socialista el hecho de que uno se niegue a tener
que trabajar? Para Wilde, este es ciertamente el caso. En su opinión, una vez
automatizado el reino de la necesidad, no tendremos otra cosa que hacer que
andar todo el día por ahí vestidos con un holgado traje de color carmesí,
adoptando diversas e interesantes posturas de jouissance, recitando
a Homero, bebiendo absenta y siendo, nuestra propia sociedad, comunista. La
indolencia es una de las características del reino socialista por venir. No es
nada de lo que sentirse en absoluto culpables. El aristócrata es el precursor
del comunista, del mismo modo que el terrateniente siente secretamente mayor
aprecio por el cazador furtivo que por el pequeñoburgués que guarda su coto de
caza. La cultura, que actualmente es el coto exclusivo de unos cuantos
privilegiados, también es la imagen utópica de un futuro más allá de la mercancía,
al otro lado de la férrea necesidad.
Esto, sin
embargo, supone un cambio en el significado mismo de cultura, desde el sentido
más restringido del término –aproximadamente, el de arte– hasta el sentido más
amplio del mismo –el de todo un modo de vida. El arte define ciertas
propiedades de la vida que es tarea de la política radical generalizar a la
existencia social como un todo: esta, creo yo, es una de las intuiciones
fundamentales que tuvo Raymond Williams, de quien el año pasado se conmemoró el
veinte aniversario de su muerte. Déjenme poner estas ideas de una forma lisa y
llanamente enunciativa:
1) La cultura
en sentido amplio –la cultura como lenguaje, símbolo, parentesco, comunidad,
tradición, raíces, identidad, etcétera– puede definirse sumariamente como
aquello por lo que los hombres y las mujeres están dispuestos a matar, o a
morir. Esto no es válido, como el lector habrá observado, para la cultura
entendida en el sentido de Stendhal o de Shostakovich, excepto tal vez por lo
que respecta a unos cuantos tipos realmente raros que se ocultan en alguna
cueva y que se sienten demasiado avergonzados para salir a dar la cara frente
al resto de nosotros. A medida que la civilización capitalista se va
desarrollando, esta idea gemeinschaftlich de cultura se va
haciendo cada vez más –no menos– poderosa, al tiempo que un globalismo
abstracto va generando un particularismo corto de miras.
2) Esto
significa que la cultura, en general, ha dejado de ser parte de la solución,
como lo fue en los momentos de apogeo del capitalismo liberal, y se ha
convertido en cambio, en tiempos del capitalismo avanzado, en parte del
problema. El punto de vista generoso, absolutamente bienintencionado,
totalmente idealista de que la cultura podía proporcionar el terreno común o universal
en el cual podíamos todos finalmente encontrarnos, independientemente de
nuestras diferencias sociales, sexuales, étnicas o de otro tipo, y que podía
por ello ofrecernos una forma muy necesaria de cohesión espiritual en una
sociedad fragmentaria, ha dejado de ser viable incluso para los críticos
burgueses más liberales.
Al mismo
tiempo, sin embargo, la cultura como una imagen utópica radical del tipo al que
me he referido aquí, también ha dejado de tener vigencia. Todo lo contrario: la
cultura habla hoy el lenguaje del conflicto y el antagonismo más que el del
consenso y la universalidad. Los tres movimientos que han dominado la agenda
política desde mediados del siglo XX en adelante –el nacionalismo
revolucionario, el feminismo y los conflictos étnicos– consideran la cultura
como el idioma mismo en el que articular sus demandas, de un modo muy diferente
del que se daba en la lucha industrial tradicional.
3) Finalmente,
estamos pasando de una oposición entre civilización y barbarie, a una entre
civilización y cultura. La izquierda política siempre ha insistido en que la
civilización y la barbarie eran sincrónicas, no secuenciales –no sólo que la
civilización estaba siendo laboriosamente dragada desde lo más profundo de la
barbarie, sino que una y otra eran dos caras de la misma moneda. No hay
catedral sin osario; no hay alta cultura sin miseria y explotación. Hoy, sin
embargo, civilización significa individualidad, universalidad, autonomía,
ironía, reflexión, modernidad y prosperidad, mientras que cultura significa
espontaneidad, convicción, colectividad, especificidad, tradición y (hablando
en general) pauperización.
No es nada
difícil trazar el mapa de esta oposición sobre un eje geográfico. Si antaño
había partes del globo civilizadas y partes bárbaras o primitivas, hoy hay
zonas que tienen civilización y zonas que tienen cultura. ¿Quién dijo que no ha
habido progreso en nuestra forma de pensar? El único problema para la
izquierda, antes de que se precipite a desmantelar este contraste
flagrantemente ideológico, es que, naturalmente, hay aspectos de la llamada
civilización que son muy valiosos y progresistas, y aspectos de la llamada
cultura que son gazmoños e ignorantes. Y con esta nota impecablemete ecuánime,
dejo la cuestión para que sea el lector quien siga reflexionando…
Traducción de Josep Sarret para El Viejo Topo 258-259 (julio
2009).
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