lunes, 13 de mayo de 2024

Canadá practica la eutanasia a los pobres y discapacitados

 

Canadá practica la eutanasia a los pobres y discapacitados

 


Por David Moscrop 

El Viejo Topo

13/05/2024 

 


Fuentes: Jacobin


Canadá ostenta una de las tasas de muerte asistida más altas del mundo, lo que supuestamente permite a los enfermos terminales morir con dignidad.

Sin embargo, este programa de suicidio se asemeja cada vez más a una sustitución distópica de los servicios asistenciales, cambiando el bienestar social por la eutanasia.

Un hombre ha muerto por no poder acceder a un colchón. Esa es, en resumen, la historia de un hombre tetrapléjico que en enero decidió poner fin a su vida mediante la muerte médicamente asistida. La historia de Normand Meunier, según informa la CBC, comenzó con una visita a un hospital de Quebec a causa de un virus respiratorio. Posteriormente, Meunier desarrolló una dolorosa úlcera de decúbito tras quedarse sin acceso a un colchón que se adaptara a sus necesidades. A partir de entonces, solicitó el programa canadiense de Asistencia Médica a Morir (MAiD, por sus siglas en inglés).

Como escribe Rachel Watts en su informe, Meunier pasó noventa y cinco horas en una camilla en la sala de urgencias, poco menos de cuatro días. La úlcera de decúbito que desarrolló «acabó empeorando hasta el punto de que el hueso y el músculo quedaron expuestos y visibles, lo que hizo que su recuperación y su pronóstico fueran desalentadores». El hombre, que «no quería ser una carga», optó por morir en casa. Se está llevando a cabo una investigación interna sobre el asunto.

Las organizaciones de defensa de los discapacitados y otros colectivos llevan años advirtiéndonos de que el MAiD pone en peligro a las personas. Nos han advertido de que el riesgo de que la gente elija la muerte —porque es más fácil que luchar por sobrevivir en un sistema que empobrece a las personas, y lo hace de forma desproporcionada a los discapacitados— es real. La falta de inversión en atención médica llevará a la gente al borde del abismo, lo que significa que algunos elegirán morir en lugar de ser una «carga» para sus seres queridos o para la sociedad en general. Tenían razón.

Un Estado de bienestar fallido

Canadá tiene ahora una de las tasas de muerte asistida más altas del mundo. Como informó The Guardian en febrero, el 4,1% de las muertes en el país fueron asistidas por médicos (y el número está creciendo, un 30% entre 2021 y 2022). En una encuesta realizada a algo más de 13.100 personas que optaron por la MAiD, una mayoría significativa —el 96,5 por ciento— eligió poner fin a su vida ante una enfermedad terminal o una muerte inminente, señaló Leyland Cecco, autora del informe. Pero 463 lo eligieron ante «una enfermedad crónica».

El espíritu libertario contribuyó en parte a que poca gente se inmutara cuando se lanzó el MAiD. Con una visión más amplia de los derechos, muchos de los que no se dejaban influir por el libertinaje rutinario estaban convencidos de que la preocupación por la autonomía corporal y la compasión eran razones suficientes para adoptar el MAiD. Sin embargo, en ausencia de un Estado del bienestar robusto, y ante la pobreza estructural y la discriminación, especialmente hacia las personas discapacitadas, no hay mundo en el que el programa MAiD pueda entenderse como «progresista».

De hecho, el año pasado, Jeremy Appel argumentó que el MAiD estaba «empezando a parecer un final distópico del coste de proporcionar bienestar social». Aunque inicialmente se había mostrado de acuerdo, cambió de opinión sobre el MAiD al considerar que las decisiones que toman las personas no son estrictamente individuales, sino que están conformadas colectivamente y a veces son «producto de circunstancias sociales que escapan a su control». Cuando no nos cuidamos unos a otros, ¿en qué acabamos?

«Me he dado cuenta», escribió Appel, «de que la eutanasia en Canadá representa el cínico final del aprovisionamiento social con la lógica brutal del capitalismo tardío: te privaremos de la financiación que necesitas para vivir una vida digna (…) y si no te gusta, ¿por qué no te suicidas?».

Poner entre paréntesis la cuestión de si el programa debería siquiera existir en absoluto, permitiendo a aquellos que sufren enfermedades mentales acceder a un programa de suicidio —que el gobierno estaba dispuesto a permitir antes de reprogramar la controvertida expansión de la ley hasta 2027— es material de la más terrorífica ciencia ficción. En lugar de eso, podemos centrarnos en la absurda e inquietante realidad de que la desfinanciada y deficiente administración de la asistencia en Canadá ha conducido a algunos hasta la puerta de la muerte asistida, y a través de ella. Tal y como están las cosas, seguirán más. Es grotesco.

En la provincia más poblada de Canadá, Ontario, un beneficiario de una ayuda por discapacidad recibe unos 1300 dólares al mes, una miseria con la que debe cubrir alimentos, alojamiento y otras necesidades básicas. Ontario Works, el programa de asistencia social de la provincia, paga actualmente un máximo de 733 dólares al mes. Mientras tanto, el precio del alquiler de un apartamento de un dormitorio se acerca a los 2000 dólares al mes en muchas ciudades. En abril, en Toronto, un apartamento de un dormitorio costaba de media casi 2500 dólares al mes.

Eutanasiados por el Estado

En un artículo publicado en 2023 en la Canadian Medical Association Journal titulado «What Drives Requests for MAiD?» [¿Qué impulsa las solicitudes de MAiD?] James Downar y Susan MacDonald argumentan que

[A] pesar de los temores de que la disponibilidad de MAiD para personas con enfermedades terminales condujera a solicitudes de MAiD motivadas por la privación socioeconómica o la escasa disponibilidad de servicios (por ejemplo, cuidados paliativos), las pruebas disponibles indican sistemáticamente que el MAiD es más comúnmente recibido por personas de estatus socioeconómico alto y menores necesidades de apoyo, y por aquellas con una alta implicación de cuidados paliativos.

Según admiten ellos mismos, los datos al respecto son imperfectos. Pero incluso si lo fueran, el hecho de que «la mayoría» de los pacientes que eligen MAiD tengan una mejor situación socioeconómica no viene al caso. Algunos no la tienen, y esos «algunos» son importantes. Eso incluye a un hombre que vive con Esclerosis Lateral Amiotrófica y que, en 2019, eligió la muerte médicamente asistida porque no podía encontrar una atención médica adecuada que también le permitiera estar con su hijo. También incluye a un hombre cuya solicitud solo enumeraba «pérdida de audición», y cuyo hermano dice que fue «básicamente condenado a muerte». Esta historia se produjo un año después de que los expertos plantearan la preocupación de que el régimen de MAiD del país violaba la Declaración Universal de Derechos Humanos.

En 2022, Global News dijo abiertamente lo que no se decía: la pobreza empuja a los canadienses discapacitados a plantearse la MAiD. Esos «algunos» que se ven abocados a la muerte asistida debido a la pobreza o a la imposibilidad de acceder a una atención adecuada merecen vivir con dignidad y con los recursos que necesitan para vivir como desean. Nunca jamás deberían sentir la presión de elegir morir porque nuestras instituciones de bienestar social están famélicas y nuestro sistema sanitario ha sido vandalizado durante años de austeridad y mala gestión.

Dada la forma en que nuestras instituciones y élites económicas y políticas crean y perpetúan la pobreza en Canadá, especialmente entre las personas discapacitadas, deberíamos ser especialmente sensibles a las implicaciones del régimen MaiD del país para aquellos a los que a menudo se ignora cuando se advierte de los peligros de la ley.

El hecho de que tengamos colectivamente la riqueza, los medios y los recursos para hacer frente a la pobreza endémica y proporcionar una atención adecuada a todos pero elijamos no hacerlo mientras el Estado aplica la eutanasia a un sinfín de personas pobres y discapacitadas, es una profanación.

Por quién no doblan las campanas

En un artículo publicado en febrero en el Globe and Mail, el profesor de Derecho de la Universidad de Toronto Trudo Lemmens escribió: «Los resultados de la promoción del acceso a la muerte como un beneficio y la trivialización de la muerte como un daño contra el que hay que protegerse en nuestro régimen de MAiD son cada vez más claros». Al criticar la segunda vía del MAiD, que permite la muerte asistida por un médico a quienes no se enfrentan a «una muerte razonablemente previsible», Lemmens señala que a los dos años de su adopción, «los proveedores de MAiD de la “vía dos” ya habían acabado con la vida de cerca de setecientas personas discapacitadas, a la mayoría de las cuales probablemente les quedaban años de vida».

Al plantear su preocupación por la ampliación de la MAiD para cubrir las enfermedades mentales, Lemmens añadió que «cada vez preocupa más que una atención social y de salud mental inadecuada, y el hecho de que no se proporcionen ayudas para la vivienda, empujen a las personas a solicitar la MAiD», y señaló que «añadir las enfermedades mentales como base para la MAiD no hará sino aumentar el número de personas expuestas a mayores riesgos de muerte prematura».

En 2021, Gabrielle Peters advirtió en Maclean’s que ampliar el MAiD para cubrir a quienes no se enfrentaban a una muerte inmediatamente previsible era «peligroso, inquietante y profundamente erróneo». Explicó las diversas formas en que una ley de MAiD más amplia podría llevar a que la gente eligiera morir frente a la austeridad, añadiendo una lente interseccional que a menudo falta en nuestras discusiones y debates sobre el tema.

Advirtió de que no estábamos teniendo en cuenta «cómo la pobreza y el racismo se entrecruzan con la discapacidad para crear un mayor riesgo de daño, más prejuicios y barreras institucionales, capas adicionales de marginación y deshumanización, y menos recursos para hacer frente a cualquiera de ellos». Y aquí estamos. Deberíamos haber escuchado con más atención.

Mientras que el MAiD puede ser defendible como un medio para que los individuos ejerzan la elección personal sobre cómo vivir y cómo morir cuando se enfrentan a la enfermedad y el dolor, es claramente indefendible cuando la austeridad y la mala gestión inducidas por el Estado llevan a las personas a elegir poner fin a sus vidas que se han hecho innecesariamente miserables. En resumen, estamos matando a gente por ser pobre y discapacitada, lo cual es horroroso.

Así pues, corresponde a los defensores del MAiD mostrar cómo pueden evitarse esas muertes, del mismo modo que corresponde a los responsables políticos construir o reconstruir instituciones que garanticen que nadie opte nunca por poner fin a su vida por falta de recursos o apoyo, que podríamos proporcionar en abundancia si así lo decidiéramos.

Fuente: https://jacobinlat.com/2024/05/07/canada-practica-la-eutanasia-a-los-pobres-y-discapacitados/

Traducción: Florencia Oroz

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Identidades tóxicas y letales

 

Las identidades son inevitables. Lo que es evitable es que se conviertan en un mecanismo que excluye el debate y se usa como una mera arma de ataque a los presuntos enemigos. La historia está llena de conflictos identitarios que han generado grandes tragedias. Las identidades son inevitables. Lo que es evitable es que se conviertan en un mecanismo que excluye el debate y se usa como una mera arma de ataque a los presuntos enemigos. La historia está llena de conflictos identitarios que han generado grandes tragedias.

TOPOEXPRESS

Identidades tóxicas y letales

 


Albert Recio

El Viejo Topo

13 mayo, 2024 



Todas las personas tenemos elementos identificadores. Forma parte de nuestro estar en sociedad. Desde que nacemos nos identifican con nombres y apellidos que dan cuenta de nuestro origen familiar, de nuestra procedencia geográfica y de otros aspectos relacionados con cuestiones étnicas y religiosas. En Estados Unidos, por ejemplo, los patronímicos judíos se asocian a ser miembro de la comunidad; en Europa, llamarse Mohamed te clasifica automáticamente de tener origen en algún país islámico. La identidad no es un mero dato informativo, casi siempre tiene connotaciones sociales que van mucho más allá. A lo largo de nuestra vida, participamos de experiencias sociales que nos hacen adoptar otras identidades, o que refuerzan o consolidan lo que nuestras señas primarias anunciaban. No es automático, por ejemplo, que una persona con un patronímico hebreo o un apellido vasco o catalán vaya a profesar el judaísmo o se convierta en nacionalista. Va a ser su participación en sus comunidades, la forma en la que asimile las experiencias de su comunidad de origen, su propia reflexión personal, la que finalmente le lleven a adoptar una identidad acorde o no con los estereotipos con los que va asociada cada identidad.

Hasta cierto punto, adquirir una identidad es algo consustancial a la vida social, tanto con lo que cada persona considera más acorde con experiencia como respecto del efecto de las «voces» que le llegan de su entorno social. Adquirir una identidad no es nunca una mera cuestión de elección individual, sino que tiene relación con las estructuras sociales en las que estamos sumergidos, con la fuerza de los mensajes que recibimos. En sociedades represivas, muchas identidades pueden quedar opacadas y sólo emergen como resultado de una lucha social de los que padecen esta represión. Las campañas del «black is beautiful» de los afroamericanos o, en años más recientes, del feminismo y la colectividad LGTBI, son una muestra de la emergencia de una identidad como parte de una reivindicación social. En el pasado, también la creación de una identidad obrera constituyó un elemento de la lucha social. Y el concepto de clase media ha sido sin duda una parte de la batalla emprendida por el poder capitalista para difuminar conciencia colectiva. Las identidades juegan un papel importante en cómo nos situamos ante los demás, influyen en pautas de comportamiento, generan fidelidad a unos grupos, a unas formas de actuar. En cierta medida, facilitan tomas de decisiones, pero también pueden coartar la reflexión crítica y fragmentar nuestras relaciones sociales.

Todas las organizaciones tratan de generar identidades, puesto que ello hace más fiable y controlable el comportamiento de su base social. La creación de estados-nación está asociada a la construcción de una identidad nacional que debe compartir su ciudadanía. Partidos políticos, organizaciones religiosas, clubes deportivos… todo tipo de organizaciones tratan de generar identidades compartidas, con símbolos, actividades comunes, adoctrinamiento… Hasta cierto punto es una medida necesaria para cohesionar y dar una cierta persistencia a su actividad. Incluso las empresas, un espacio de por sí conflictivo en cuanto a los intereses de directivos y trabajadores, tratan habitualmente de confinar esta contradicción y obtener un comportamiento cooperativo de sus empleados mediante la creación de una cierta identidad de equipo, de proyecto común que separe a la plantilla del resto del mundo laboral.

No todos los procesos son iguales, no todas las identidades tienen la misma fuerza, ni influyen tanto en el comportamiento de cada cual. Pero es obvio que muchos comportamientos humanos están poderosamente influidos por identidades básicas que la gente asume sin demasiado cuestionamiento. Y esto es lo que genera que la construcción de identidades sea un proceso potencialmente peligroso, en dos sentidos complementarios. Por una parte, porque la construcción de identidades fuertes es un instrumento que ayuda a las élites a influir sobre el comportamiento de la gente corriente y manipularla emocionalmente. Por otra, porque las identidades fuertes se traducen fácilmente en la generación de murallas que separan a la gente y convierten a los otros en enemigos. A menudo, las identidades forman parte de un entramado diseñado tanto para cohesionar acríticamente al grupo como para enfrentarlo al grupo considerado rival. La historia de las naciones o de las religiones abunda en muestras dramáticas de esta realidad. Pero este elemento patológico también está presente en cuestiones de menor calado, como se puede constatar en la rivalidad de los equipos deportivos, especialmente de fútbol.

En muchos de los conflictos presentes el papel de estas identidades es más que evidente. De hecho, lo que ha originado esta nota es constatar su presencia en dos situaciones de muy diverso nivel: la agresión imperialista de Israel, por un lado, y la enésima crisis de la izquierda transformadora de nuestro país, por el otro. Son situaciones de muy diverso calado, donde operan, sin duda, otros muchos factores. Pero vale la pena analizar cómo la intromisión de este factor contribuye a agravar la solución.

El caso de Israel es, posiblemente, el caso extremo de esta situación. Un país creado como «solución» a un largo conflicto que afectaba a una comunidad ya de por sí cohesionada en torno a una identidad religiosa, y que acababa de ser sometida a una experiencia extrema de sufrimiento. El Holocausto y los pogromos reforzaban una identidad y se utilizaban como legitimación de la migración masiva y de la expulsión de los palestinos de su territorio. Servía, en occidente, para encubrir una maniobra imperialista (situar en Oriente Medio una colonia «occidental») y una «solución» de la «cuestión judía» favoreciendo la migración a Palestina y el despojo de la población local. El Estado de Israel ha trabajado a fondo esta política identitaria, que incluye el absoluto desprecio por la identidad y los derechos de los palestinos, como cohesión local y también como arma de neutralización de las críticas del exterior. Al equiparar las críticas al sionismo con el antisemitismo, tratan de neutralizar y criminalizar cualquier crítica a sus atroces políticas de represión y asentamientos. El uso de la identidad nacional para tildar de enemigos a los opositores tiene un largo recorrido; basta recordar la experiencia del franquismo o la política macartista. Está de nuevo presente en el discurso de la derecha españolista y del independentismo catalán. Pero es posiblemente en el caso israelí donde cobra una mayor radicalidad.

Creo también que en la tragicomedia de la izquierda transformadora está presente este mecanismo. A menudo, el análisis de la dificultad de articular un proyecto inclusivo, amplio de la izquierda, se concentra en la psicología de los líderes, en su maleducado egotismo. Sin duda este es un aspecto importante. Las mayores disputas tienen casi siempre el epicentro en la confección de listas electorales. Algo en parte inevitable y que en parte denota una falla cultural-organizativa: la comprensión de que un proceso complejo como el que debe asumir una verdadera transformación social requiere la cooperación de mucha gente, trabajando en muchos espacios y, a ser posible, contando con la gente más adecuada para cada cometido. El problema de fondo es que participamos de una cultura jerárquica y confundimos actividad política con ocupar cargos o puestos relevantes. Y, por eso, las peleas casi siempre se acaban convirtiendo en luchas personales (o de capillitas) para ocupar los espacios de poder. Pero hay, además, la cuestión de las identidades que ayuda a convertir cualquier pelea personal en una confrontación entre familias, como la que ahora es visible entre Podemos y las diversas organizaciones que confluyeron en Sumar.

Las organizaciones, incluidas las de izquierdas, también generan identidades, en parte generadas en el propio trabajo cotidiano, pero en parte también emanado de la organización como un mecanismo de fidelizar a sus bases. El problema surge cuando aparecen los conflictos, y estas identidades se transforman en bandas dispuestas al combate, rompiendo puentes con la facción rival. Generando dinámicas que se parecen a las que existen en parejas deterioradas, pero a una escala colectiva. Basta asomarse a las redes sociales para ver la simpleza de argumentos y el ambiente bélico en el que se establece el debate. La refriega que hace unos meses se limitaba a Podemos y Sumar ahora se ha extendido ya a Izquierda Unida, y posiblemente también a otros espacios. Todo tiene un carácter entre ridículo y dramático. Ridículo porque no deja de ser un enfrentamiento de patio de colegio entre gente que, al menos en teoría, quiere cambiar el mundo. Dramático porque el resultado de esta lógica suele acabar en la erosión del proyecto, el desencanto de mucha gente y la impotencia. Que las identidades pueden modularse lo prueba la experiencia de Catalunya, donde Iniciativa per Catalunya, la mayoría de Esquerra Unida i Alternativa (menos el grupo de Comunistes, que prefirió pactar con Esquerra), una buena parte de Podem y todo el grupo de Guanyem Barcelona alrededor de Ada Colau ha hecho un verdadero esfuerzo de integración, situación que no se ha producido de igual manera en otros territorios. Incluso se ha ido cambiando de siglas y símbolos para adaptarse a la situación cambiante. No es que no existan tensiones, ni que el proceso sea idílico, pero al menos permite observar que, si hay voluntad, los conflictos identitarios pueden modularse y el efecto neto es positivo.

Las identidades son inevitables. Lo que es evitable es que se conviertan en un mecanismo totalitario que excluye el debate y se usa como una mera arma de ataque a los presuntos enemigos. La historia está llena de conflictos identitarios que han generado grandes tragedias. O del uso de la identidad nacional o religiosa para laminar a la oposición, casi siempre para golpear a la izquierda real. Y la historia de la izquierda está demasiado llena de ridículos conflictos en torno a siglas o símbolos. Construir una alternativa exige también deconstruir las identidades tóxicas o letales. Ahora es urgente.

 

Fuente: mientras tanto

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Paco Ibáñez - La mala reputación [1970]