jueves, 30 de enero de 2025
Poner
al mismo nivel la simbología nazi y la comunista es un aviso, una advertencia:
los rojos podéis iros preparando, que vamos a por vosotros. Los sátrapas de la
UE están sembrando represión… ¿para cuándo la cosecha?
Una equiparación canalla
El Viejo Topo
30 enero, 2025
La equiparación
propuesta por esa realidad criminógena que es la UE (consolidada como una
reorganización de arriba a abajo de la relación de fuerzas establecida tras la
caída del Muro de Berlín) entre símbolos nazis y símbolos comunistas es una
auténtica locura: los símbolos comunistas son también, y no poco, aquellos con
los que millones de mujeres y hombres en Europa se han identificado en su
sacrosanta reivindicación de derechos y dignidad, trabajo y emancipación.
Prohibirlos no significa tanto distanciarse de Pol Pot (indefendible y, en todo
caso, no puesto como modelo por nadie en Europa), sino que equivale, si acaso,
a un imperativo categórico que suena así: pueblos dominados de toda Europa, ¡no
volváis a intentarlo! ¡No os atreváis nunca más a desafiar la explotación
capitalista! ¡Nunca más oséis imaginar una sociedad que no sea la del
totalitarismo del libre mercado! Resistid con espíritu de resistencia y adaptaos
a la civilización de mercado, ¡el único mundo decente, si no el único posible!
El mensaje ideológico de los heraldos de la globalización neoliberal recita que
cualquier intento de éxodo del capitalismo está destinado a reproducir las
tragedias de Pol Pot: y que, por tanto, es necesario reconciliarse, con euforia
exultante o resignación desencantada, con la jaula de acero del
tecno-capitalismo sin fronteras. Ideología en estado puro, la cual hay que
etiquetar bajo el epígrafe de «no hay teorema alternativo»: lo que Fisher
calificó acertadamente de «realismo capitalista». Por no hablar de que, en lo
que a violencia asesina y genocida se refiere, el liberalismo no tiene nada que
envidiar a los totalitarismos rojo y negro, como bien demostró Domenico Losurdo
en «Contrahistoria del liberalismo»: deportación de esclavos de África y
colonialismo, exterminio de los nativos de América y bombas atómicas, “casas de
trabajo” y racismo.
La verdad es
que el liberalismo no debería permitirse erigirse en juez universal de la
historia, como hace habitualmente: debería sentarse en el banquillo de los
acusados por los crímenes que ha cometido y sigue cometiendo en todo el mundo
gracias a su concepción de la libertad como «libertad de mercado» (en cuyo
altar no puede sacrificarse ninguna vida). Además, hoy en Europa sólo hay un
totalitarismo, el del fanatismo del libre mercado desregulado, del que derivan
todas nuestras tragedias actuales, que con Hegel podríamos calificar con razón
de «tragedias en lo ético». La convención fabuladora que repite que debemos
resignarnos a vivir eternamente en el sistema capitalista desde que el
comunismo del siglo XX fracasó y cayó sin gloria (Berlín, 1989) se parece
bastante a la conducta de aquel médico que diría a su paciente que se resigne a
vivir con la enfermedad porque la cura no ha producido los resultados deseados.
Incluso Norberto Bobbio, un pensador liberal que ciertamente no podría
adscribirse a la galaxia comunista, lo admitió: el comunismo ha caído sin
gloria, pero permanecen todas las contradicciones contra las que había surgido
legítimamente como un intento de los grupos dominados de reclamar su
emancipación del sistema de explotación modestamente llamado libertad de
mercado. Por tanto, no lamentamos en absoluto el pasado, pero menos aún estamos
dispuestos a aceptar el presente plenamente alienado como un eterno horizonte
ideal.
Traducción de
Carlos Blanco