El punto de no
retorno
DIARIO
OCTUBRE / noviembre 28, 2022
El inicio de la intervención militar rusa en Ucrania,
que supuso una escalada militar a la que los países occidentales respondieron
con una masiva asistencia militar a Kiev y también con masivas sanciones contra
Rusia, ha supuesto una rápida recomposición de las posturas políticas y
geopolíticas tanto en el continente europeo como en su relación con Estados
Unidos. Necesitada de un enemigo lo suficientemente fuerte como para justificar
un rearme, la OTAN ha sido una de las principales beneficiadas de esta guerra.
El reciente episodio en Polonia, cuando un misil antiaéreo ucraniano impactó en
territorio polaco y costó la vida a dos civiles, ha sido ilustrativo, sin
embargo, de los límites de la actual postura de la Alianza.
El
ataque ruso y la escalada militar en Ucrania no solo han justificado medidas
que hace unos años eran consideradas controvertidas, como la instalación de
escudos antimisiles estadounidenses, evidentemente contra Moscú, en el este de
Europa, sino que la Alianza ha adquirido nuevos miembros. Aunque aún por
ratificar, la adhesión de Suecia y Finlandia a la OTAN no supone un cambio
cualitativo en términos militares, pero sí es un golpe de efecto
propagandístico con el que los países occidentales han querido dejar claro a
Moscú que no conseguirá los objetivos de su intervención. Tanto la OTAN como
Estados Unidos rechazaron el pasado diciembre la negociación política que
planteaba Rusia para detener la expansión de la Alianza hacia sus fronteras. La
intervención militar rusa no solo no ha logrado detener esa expansión, sino que
ha dado nueva vida a una alianza militar obsoleta, que ahora vuelve a
militarizar Europa.
El
rearme, el aumento de los presupuestos militares en gran parte de los países
europeos y la creciente dependencia de Estados Unidos en términos de defensa es
solo el aspecto militar de unas consecuencias que, para Europa, van mucho más
allá. Hace unos meses, Josep Borrell, advertía que la Unión Europea había
basado su prosperidad en el mercado chino, la energía barata rusa y en dejar en
manos de Estados Unidos la seguridad del continente. Sin embargo, ni el líder
de la diplomacia europea ni el presidente francés, que se ha manifestado en
términos similares, han sabido, de momento, presentar alternativa viable alguna
a la población a la que representan. Con países tan importantes como Alemania
bordeando ya la recesión, la Unión Europea se ha distinguido en estos meses por
una postura tan coordinada con Estados Unidos que las políticas de uno y otro
lado del Atlántico se han hecho imposibles de distinguir a pesar de las
evidentes diferencias entre los intereses de unos y otros países.
En
el pasado, aunque partiendo de una misma postura, lograr que Ucrania recuperara
su integridad territorial sin las concesiones que exigía Minsk, las posturas de
Estados Unidos y la Unión Europea habían estado marcadas por los diferentes
matices que exigían los intereses concretos de los dos continentes. La Unión
Europea, y fundamentalmente Alemania como principal cliente del sector
energético ruso, se había mostrado interesada en lograr un acuerdo de mínimos,
siempre según las exigencias de Ucrania, que garantizara la continuación de las
relaciones comerciales entre la UE y Moscú. Mantener, aunque fuera de forma
artificial y conscientes de que Ucrania no tenía intención alguna de
implementar sus puntos, los acuerdos de Minsk eran una parte de esa estrategia
de mantener la presión sobre Rusia, pero también la posibilidad de mantener las
relaciones económicas.
Ya
entonces, tanto durante la presidencia de Trump como la de Biden, la postura de
Estados Unidos buscaba una ruptura que garantizara a Washington una posición
más favorable en una región, Europa occidental, que considera políticamente
prioritaria. Es así como hay que leer la lucha de Washington contra el proyecto
de ampliación del Nord Stream. Estados Unidos no solo buscaba destruir un
proyecto, el Nord Stream, en busca de una pieza del lucrativo pastel de la
venta de energía a la Unión Europea, sino que utilizaba la cuestión ucraniana
como herramienta para lograr impedir la existencia de una relación económica
estable y mutuamente satisfactoria entre Rusia y la Unión Europea,
fundamentalmente entre Moscú y Berlín.
Reticente
en el pasado a una ruptura que evidentemente iba a suponer un perjuicio
económico para la industria de la Unión Europea y para su ciudadanía, el inicio
de la intervención militar rusa ha servido para convencer a Bruselas de que la
ruptura que exigía Estados Unidos no era un problema sino una necesidad. En
estos nueve meses de guerra rusoucraniana, la Unión Europea ha tratado de
prepararse para renunciar voluntariamente a la energía barata rusa en favor de
energía “ideológicamente correcta” procedente de Irán, Arabia Saudí, o
Azerbaiyán entre otros países, a pesar de su precio mucho más elevado. Hace
unas semanas, Emmanuel Macron parecía no haber comprendido nada al quejarse de
que los aliados noruegos y estadounidenses estaban aprovechándose de la
coyuntura para vender a la Unión Europea su energía a precios de mercado.
Estados Unidos no ha escondido su júbilo ante la nueva situación. Nada más
iniciarse la intervención militar rusa, Washington ofreció aumentar los flujos
de gas natural licuado a la Unión Europea, un objetivo que había tratado, sin
éxito, de cumplir durante años y que es uno de los principales motivos de la
lucha norteamericana contra el Nord Stream. Horas después del sabotaje de los
gasoductos Nord Stream y Nord Stream-2, de los que se acusó sin prueba ni
lógica alguna a Rusia, un emocionado Anthony Blinken afirmaba abiertamente que
la situación es una gran oportunidad para Estados Unidos.
Durante
meses, los representantes de la Unión Europea han transitado el camino a la
adaptación al nuevo mundo, uno en el que la competitividad estará minada por la
pérdida del privilegio que había sido durante décadas el acceso a la energía
rusa barata. Si la guerra fue el principio del fin, las explosiones de los
gasoductos que unen Rusia y Alemania por el mar Báltico fueron la
representación simbólica de una ruptura que posiblemente no pueda revertirse
cuando termine la guerra. Quizá sea aún más representativa la falta de interés
por parte de la Unión Europea por investigar el episodio, determinar a los
culpables e incluso denunciar la catástrofe ecológica que supusieron las fugas.
Dos son las explicaciones más plausibles: los países de la Unión Europea son
conscientes de quién está detrás del sabotaje o habían dado ya por perdidos los
gasoductos, es decir, habían aceptado final y definitivamente la ruptura de
relaciones económicas con Rusia.
Durante
meses, buques con cargamentos de fertilizantes rusos, importantes para
garantizar las cosechas a nivel mundial, han permanecido o permanecen
bloqueados en los puertos europeos. Y las sanciones secundarias, es decir, la
amenaza de caer bajo las sanciones estadounidenses en caso de ofrecer servicios
a empresas rusas sancionadas, han paralizado incluso los envíos rusos a países
que rechazan las sanciones occidentales. Sin embargo, en gran parte gracias a
los altos precios de la energía, que han permitido a Moscú vender sus materias
primas a través de países como China, India o Turquía, que en ocasiones actúan
únicamente como intermediarios, Rusia ha mantenido, o incluso aumentado, su
nivel de ingresos.
Frente
a otros países, que como China, India o el tercer mundo prácticamente en
bloque, rechazan implementar las sanciones unilaterales -y, por lo tanto,
ilegales- que impone Estados Unidos, la Unión Europea ha sido en estos meses
una de las bases más firmes para su implementación. Las sanciones occidentales
no han logrado destruir la economía rusa ni el colapso del rublo, pero sí han
conseguido uno de sus principales objetivos: reducir al mínimo las relaciones
Rusia-Unión Europea y hacer a los países de Europa occidental menos
competitivos y más dependientes de Estados Unidos.
Aunque
con meses de retraso, los países de la Unión Europea parecen estar
comprendiendo ahora que sus intereses no siempre coinciden con los de Estados
Unidos. “Los americanos, nuestros amigos, toman decisiones que tienen un
impacto sobre nosotros”, se lamentaba Josep Borrell en un comentario a
Político, que esta semana ha afirmado que “nueve meses después de invadir
Ucrania, Vladimir Putin está empezando a fragmentar Occidente”. Las quejas
europeas se deben a los altos precios de la energía estadounidense, que al
contrario que Rusia no ofrece descuentos a sus aliados o países afines, o los
beneficios de la industria armamentística. Estados Unidos, mucho más lejos del
frente que los países europeos, siempre estuvo cómodo con el uso de Ucrania
como herramienta militar contra Rusia y sigue estándolo ahora, al menos en lo
que respecta a sus autoridades políticas.
Pero
a los beneficios de la industria de la muerte y la realidad de la ley de la
oferta y la demanda, que Estados Unidos aplica a rajatabla, se ha sumado ahora
la queja europea por una realidad que tampoco es nueva: el proteccionismo
estadounidense. En un momento en el que la renuncia a la energía a precios
asequibles mina la competitividad de la industria europea, Estados Unidos ha
anunciado un plan de subsidios a su industria que la UE considera “un riesgo
existencial”, 369.000 millones de dólares a los que la Unión Europea
difícilmente va a poder responder. Más unida y sometida políticamente que
nunca, la Unión Europea no deja de sorprenderse de que su gran aliado, Estados
Unidos, actúe centrándose únicamente en sus intereses económicos. Pasado hace
tiempo el punto de no retorno, la Unión Europea se ha condenado a sí misma a
continuar por el camino marcado por las normas de Estados Unidos y las
sanciones que ella misma ha decidido imponerse.
FUENTE: slavyangrad.es