domingo, 16 de diciembre de 2018

URSS: 40.000 SOLDADOS BRITÁNICOS, Y OTROS CONTINGENTES DE TROPAS MILITARES DE EE.UU; FRANCIA; JAPÓN; ITALIA; RUMANÍA; SERBIA Y GRECIA, EN APOYO DE LA GUERRA CIVIL PARA ABORTAR LA REVOLUCIÓN RUSA DE 1917



Las intervenciones extranjeras en la Rusia revolucionaria

Rebelión
15.12.2018

Traducido del inglés para Rebelión por Beatriz Morales Bastos


Ya en 1917 la Primera Guerra Mundial había provocado en toda Europa una situación potencialmente revolucionaria. En aquellos países en los que las autoridades siguieron representando a la élite tradicional, exactamente como había sucedido en 1914, procuraron impedir por medio de la represión, de concesiones o de ambas cosas que este potencial se realizara. Pero en el caso de Rusia la revolución no solo estalló sino que tuvo éxito y los bolcheviques empezaron a trabajar en la construcción de la primera sociedad socialista del mundo. Era un experimento por el que las élites de los demás países no sentían la menor simpatía; al contrario, esperaban fervientemente que este proyecto acabara pronto en un estrepitoso fracaso (también fue un experimento revolucionario que iba a decepcionar a muchas personas simpatizantes porque la Utopía socialista no surgió entera, como Atenas, de la frente del Zeus revolucionario ruso).

Los círculos elitistas de Londres, París y de otros lugares estaban convencidos de que era inevitable que el audaz experimento bolchevique fracasara pero, por si acaso, se decidió enviar tropas a Rusia para apoyar a los “blancos” contrarrevolucionarios contra los “rojos” bolcheviques en un conflicto que se iba a convertir en una gran, larga y sangrienta guerra civil. Una primera oleada de tropas aliadas llegó a Rusia en abril de 1918, cuando los soldados británicos y japoneses desembarcaron en Vladivostok. Establecieron contacto con los “blancos”, ya implicados en una verdadera guerra contra los bolcheviques. En total, solo los británicos iban a enviar a 40.000 hombres a Rusia. Aquella misma primavera de 1918 Churchill, entonces ministro de Guerra, también envió un cuerpo expedicionario a Murmansk, en el norte de Rusia, para apoyar a las tropas del general “blanco” Kolchak, con la esperanza de que eso ayudara a sustituir a los gobernantes bolcheviques por un gobierno amigo de Gran Bretaña. Otros países enviaron contingentes más pequeños de soldados, como Francia, Estados Unidos (15.000 hombres), Japón, Italia, Rumanía, Serbia y Grecia. En algunos casos la tropas aliadas participaron en la lucha contra los alemanes y los otomanos en las fronteras rusas, aunque estaba claro que no habían ido para ello sino para derrocar al régimen bolchevique y “estrangular al bebé bolchevique en la cuna”, como dijo Churchill con tanta delicadeza. Los británicos en particular también esperaban que su presencia les permitiera hacerse con algunas partes atractivas del territorio de un Estado ruso que parecía desmoronarse, como el imperio Otomano. Eso explica por qué una unidad británica fue desde Mesopotamia a las orillas del mar Caspio, en concreto a las ricas en petróleo regiones en torno a Baku, la capital del actual Azerbayán. Como la propia Gran Guerra, la intervención aliada en Rusia tenía por objetivo tanto luchar contra la revolución como lograr unos objetivos imperialistas.

En Rusia la guerra había generado no solo unas condiciones favorables para una revolución social sino también para revoluciones nacionales entre varias minorías étnicas, al menos en algunas partes de este gigantesco país. Estos movimientos nacionales ya habían surgido durante la guerra y generalmente pertenecían a la variedad del nacionalismo de derecha, conservador y antisemita. La élite política y militar alemana reconocía en estos movimientos a unos parientes ideológicos cercanos y a unos aliados potenciales en la guerra contra Rusia (por otra parte, se consideraba a Lenin y a los bolcheviques útiles en la guerra contra Rusia, pero ideológicamente estos revolucionarios estaban en las antípodas del régimen reaccionario de Alemania). Los alemanes no apoyaron a los finlandeses, bálticos, ucranianos y a otros nacionalistas por simpatía ideológica, sino porque podían utilizarlos para debilitar a Rusia y también porque esperaban crear Estados satélites de Alemania en territorios de Europa del este y del norte, preferentemente monarquías que tuvieran como “soberano” a algún vástago de una familia alemana noble. El tratado de Brest-Litovsk resultó ser una oportunidad para crear varios Estados de este tipo. Así, desde el 11 de julio al 2 de noviembre de 1918 un aristócrata alemán llamado Wilhelm (II) Karl Florestan Gero Crescentius, Duque de Urach y Conde de Württemberg, pudo disfrutar de ser rey de Lituania con el nombre de Mindaugas II.

Con el armisticio del 11 de noviembre de 1918 Alemania estaba condenada a desaparecer de la escena de la Europa del este y del norte, y aquello acabó con el sueño de la hegemonía alemana ahí. Sin embargo, el Artículo 12 del armisticio autorizaba a los soldados alemanes a permanecer en Rusia, las tierras bálticas y en cualquier lugar de Europa del este mientras los aliados lo consideraran necesario; en otras palabras, mientras siguieran siendo útiles para luchar contra los bolcheviques, que es precisamente lo que hacían los alemanes. De hecho, a partir de entonces líderes británicos y franceses como Lloyd George y Foch consideraron a la Rusia revolucionaria un enemigo más peligroso que Alemania. Los movimientos nacionales de los bálticos, finlandeses y polacos, etc, estaban ahora totalmente implicados en la guerra civil rusa y los aliados volvieron a considerar aliados a los alemanes, también en términos militares, mientras lucharan contra los “rojos” en vez de contra los “blancos”, como también hacían a menudo, ya que tanto los rusos “blancos” como los polacos, lituanos ucranianos y otros nacionalistas reclamaban simultáneamente gran parte de las propiedades del este Europa, que antes formaban parte del Imperio zarista.

En todos los países que emergieron de las nubes de polvo formadas tras el colapso del Imperio zarista había básicamente dos tipos de personas. En primer lugar, personas trabajadoras y campesinas, y otras personas pertenecientes a las clases bajas, las cuales estaban a favor de una revolución social, apoyaron a los bolcheviques y estaban dispuestas a conformarse con algún tipo de autonomía para su propia minoría étnico-lingüística dentro de el nuevo Estado multiétnico y multilingüe (dominado inevitablemente por su componente ruso) que estaba ocupando el lugar del antiguo Imperio zarista y sería conocido con el nombre de Unión Soviética. En segundo lugar, la mayoría, aunque sin duda no todos, de los miembros de la viejas élites aristocráticas y burguesas, y de la pequeña burguesía, que estaba en contra de la revolución social y, por consiguiente, detestaba a los bolcheviques y luchaba contra ellos, y quería nada menos que la independencia total del nuevo Estado que estaban creando los bolcheviques. Su nacionalismo era un nacionalismo típico del siglo XIX, de derecha y conservador, estrechamente vinculado a un grupo étnico, una lengua, una religión y un pasado supuestamente glorioso, en su mayor parte mítico, que se esperaba que resurgiera gracias a una revolución nacional. También estallaron guerras civiles entre “blancos “ y “rojos” en Finlandia, Estonia, Ucrania y otros lugares.

Si en muchos casos los “blancos” salieron victoriosos y pudieron establecer unos Estados claramente antibolcheviques y antirrusos no fue solo porque los bolcheviques lucharon durante mucho tiempo con la espalda pegada al muro en el interior de la propia patria rusa y, por lo tanto, pocas veces pudieron proporcionar ayuda a sus camaradas “rojos” del Báltico y otros lugares en la periferia del antiguo Imperio zarista, sino también porque primero los alemanes y después los aliados (particularmente los británicos) intervinieron manu militari para ayudar a los “blancos”. A finales de noviembre de 1918, por ejemplo, un escuadrón de la Armada Real al mando del almirante Edwyn Alexander-Sinclair (y después por el almirante Walter Cowan) apareció en el mar Báltico para suministrar armas a los “blancos” estonios y lituanos, y ayudarles a luchar tanto contra sus compatriotas “rojos” como contra las tropas bolcheviques rusas. Los británicos hundieron varios barcos de la flota rusa y bloquearon al resto en su base, Kronstadt. Por lo que se refiere a Finlandia, ya en la primavera de 1918 las tropas alemanas habían ayudado a los “blancos” locales a lograr la victoria y les habían permitido proclamar la independencia de su país.

La intención de los responsables patricios de Londres, París, Washington, etc., era claramente asegurar también la victoria de los “blancos” a expensas de los “rojos” en la propia guerra civil rusa y abortar así la empresa bolchevique, un experimento a gran escala por el que demasiados británicos, franceses, estadounidenses y otros plebeyos demostraron entusiasmo e interés, lo que disgustó a sus “superiores”. En una nota dirigida a Clemenceau en la primavera de 1919 Lloyd George expresaba su preocupación por el hecho de que “toda Europa está llena del espíritu de revolución” y seguía afirmando que “existe un profundo sentimiento no solo de descontento, sino de ira y revuelta entre los trabajadores contra las condiciones de la guerra; […] las masas de la población de un extremo a otro de Europa cuestionan todo el orden existente en sus aspectos político, social y económico”.

No obstante, la intervención de los aliados en Rusia fue contraproducente ya que el apoyo extranjero desacreditó a los “blancos”, las fuerzas contrarrevolucionarias, a ojos de gran cantidad de rusos que cada vez consideraban más a los bolcheviques los verdaderos patriotas rusos y, por lo tanto, los apoyaban. En muchos sentidos la revolución social de los bolcheviques fue simultáneamente una revolución nacional rusa, una lucha por la supervivencia, la independencia y la dignidad de la Madre Rusia primero contra los alemanes y después contra las tropas aliadas que invadieron el país desde todas partes y se comportaron “como si estuvieran en África Central” (visto desde esta perspectiva, los bolcheviques se parecían mucho a los jacobinos de la Revolución francesa, que habían luchado simultáneamente por la revolución y por Francia). Debido a ello los bolcheviques se pudieron beneficiar del apoyo de gran cantidad de nacionalistas burgueses e incluso aristocráticos, un apoyo que probablemente fue un factor determinante de su victoria en la guerra civil contra la combinación de los “blancos” y los aliados. Hasta el famoso general Brussilov, un noble, apoyó a los “rojos”. “La conciencia de mi deber hacia la nación [rusa]”, explicó, “hizo que me negara a obedecer mis instintos sociales naturales”. En cualquier caso, los “blancos” no eran más que “un microcosmo de las clases dirigentes y gobernantes del antiguo régimen [ruso] (oficiales militares, terratenientes, clérigos) con un apoyo social mínimo”, según Arno Mayer. Además eran corruptos y gran parte del dinero que les había enviado los aliados desapareció en sus bolsillos.

Si la intervención aliada en Rusia, que a veces se había promovido como una “cruzada contra el bolchevismo”, estaba condenada al fracaso también fue debido a que se oponían a ella gran cantidad de soldados y civiles en Gran Bretaña, Francia y otros lugares de “Occidente” cuya consigna era “¡No a la interferencia en Rusia!”. Los soldados británicos que no habían sido desmovilizados después del armisticio de noviembre de 1918 y que se suponía iban a ser enviados a Rusia protestaron y organizaron motines, por ejemplo, en enero de 1919 en Dover, Calais, y otros puertos del Canal de la Mancha. Ese mismo mes Glasgow se vio sacudida por una serie de huelgas entre cuyos objetivos se incluía el obligar al gobierno a abandonar su política intervencionista respecto a Rusia. En marzo de 1919 las tropas canadienses se amotinaron en un campo en Ryl, Gales, lo que provocó la muerte de cinco hombre y veintitrés heridos; más adelante en 1919 se produjeron motines similares en otros campos militares. Sin duda estos disturbios reflejaban la impaciencia de los soldados por ser licenciados y volver a casa, pero también revelaban que no se podía contar con la mayoría de los soldados para un periodo de servicio de duración ilimitada en la lejana Rusia. En Francia, mientras tanto, los huelguistas en París exigían a gritos acabar con la intervención armada en Rusia y los soldados que ya estaban en Rusia dejaron claro que no querían luchar contra los bolcheviques sino que querían volver a casa. En febrero, marzo y abril de 1919 los motines y las deserciones devastaron a las tropas francesas estacionadas en el puerto de Ordesa, y fuerzas británicas en el distrito de Murmansk al norte y algunos de los británicos incluso cambiaron de bando y se unieron a las filas de los bolcheviques. “Los soldados que habían sobrevivido en Verdun y en la batalla del Marne no querían luchar en las llanuras de Rusia”, fue el amargo comentario de un oficial francés. En el contingente estadounidense muchos hombres recurrieron a la automutilación para ser repatriados. Los soldados aliados simpatizaban cada vez más con los revolucionarios rusos, cada vez se “contaminaban” más del bolchevismo contra el que se suponía que estaban luchando. Y así ocurrió que en la primavera de 1919 se tuvo que retirar ignominiosamente de Rusia a las tropas francesas, británicas, canadienses, estadounidenses, italianas y a otras tropas extranjeras.

Las élites occidentales fueron incapaces de vencer a los bolcheviques por medio de una intervención armada, de modo que cambiaron de táctica y proporcionaron un generoso apoyo político y militar a los nuevos Estados que habían emergido en los territorios occidentales del antiguo Imperio zarista, como Polonia y los países del Báltico. Estos nuevos Estados eran sin excepción producto de revoluciones nacionales, inspiradas por variedades reaccionarias del nacionalismo, todas ellas teñidas a menudo de antisemitismo, y estuvieron dominados por los supervivientes de las viejas élites, incluidos grandes terratenientes y generales de origen aristocrático, las iglesias “nacionales” cristianas y los industriales. Con raras excepciones, como Checoslovaquia, no eran democracias en absoluto sino que estuvieron dirigidos por regímenes autoritarios, generalmente encabezados por un militar de alto rango y origen noble, por ejemplo, Horthy en Hungría, Mannerheim en Finlandia y Pilsudski en Polonia. Solo su sentimiento antirruso igualaba al abierto antibolchevismo de estos nuevos Estados. Con todo, los bolcheviques lograron recuperar algunos territorios de la periferia del antiguo Imperio zarista, como Ucrania.

El resultado de esta confusa mezcla de conflictos fue una especie de empate: los bolcheviques triunfaron en Rusia y hacia el oeste hasta Ucrania, pero los antibolcheviques y los nacionalistas antirrusos con grandes ambiciones territoriales conflictivas entre ellos prevalecieron en zonas más al oeste y al norte, concretamente en Polonia, los Estados del Báltico y Finlandia. Fue un arreglo que no satisfizo a nadie, pero que finalmente fue aceptado por todos, aunque a todas luces solamente “mientras durara esa situación”. Se erigió entonces en torno a la Rusia revolucionaria un cordón sanitario formado por una serie de Estados hostiles con la ayuda de las potencias occidentales con la esperanza de que “aislara al bolchevismo dentro de Rusia”, como escribió Margaret MacMillan. Por el momento eso era todo lo que podía hacer Occidente, pero la ambición de acabar antes o temprano con el experimento revolucionario en Rusia siguió muy viva en Londres, París y Washington. Durante mucho tiempo los líderes occidentales siguieron esperando que la revolución rusa se colapsara por sí misma, pero eso no ocurrió. Más tarde, en la década de 1930, iban a esperar que la Alemania nazi asumiera la tarea de destruir la revolución en su guarida, la Unión Soviética. Esa es a razón por la que iban a permitir a Hitler volver a militarizar Alemania y a través de la tristemente célebre “política de apaciguamiento” le iban a animar a hacerlo.

Jacques R. Pauwels es un historiador y escritor de origen belga que reside en Canadá. Su último libro es The Great Class War: 1914-1918. De este autor está traducido al castellano, por José Sastre, su obra El mito de la guerra buena: EE.UU en la Segunda Guerra Mundial, Hondarribia, Hiru, 2002.

Fuente: http://www.counterpunch.org/2018/12/10/foreign-interventions-in-revolutionary-russia/

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