Ayer, 28 de febrero, nos
dejó para siempre Josep Sarret, co-fundador de El Viejo Topo en 1976, cómplice
y amigo leal. Echaremos en falta su sabiduría y su talante y, claro está, su
talento. Permanecerá en nuestro recuerdo y en nuestro corazón.
Adiós amigo
29 febrero, 2024 Miguel Riera
Murió Pep
Sarret, tras una larguísima y penosa enfermedad que sobrellevó con la ayuda de
su familia y de quienes también siempre le acompañaron: los libros. Su
modestia, su afán por permanecer siempre en un segundo plano, han contribuido a
que su nombre no estuviera inscrito en letras de oro en el triste panorama
cultural de nuestra época, que bien lo ha merecido. Le conocí cuando era un
profesor de filosofía recién salido de la facultad, y yo finalizaba un
doctorado en química orgánica; ninguno de los dos íbamos a proseguir por la
senda que habíamos iniciado. Tras unos balbuceos en el mundo de la enseñanza y
en el mundo editorial, acabamos creando, con Claudi Montañá, El Viejo Topo.
Pero dejemos que sea el propio Pep quien nos hable de sus comienzos, mediante algunos
extractos de una carta personal que me dirigió hace unos meses, cuando ya sabía
que estaba condenado irremisiblemente a abandonarnos:
“….siendo yo un
estudiante de filosofía, inicialmente no vocacional, sino rebotado de la
Escuela de Ingenieros, tras fracasar en el proyecto diseñado por mi padre
–panadero, hijo de pescador– de montar a sus hijos varones en el ascensor
social de los estudios universitarios (“Tu, Enric, seràs metge, i tu, Josep,
ingeniero de puentes y caminos”), y con la cabeza hecha un lío después de una
adolescencia caótica en la que quise ser cantante (lo fui efímeramente de un
conjunto llamado, creo recordar, The Sonners, y de un dúo bautizado como Los
Dingos, que nunca llegó a nacer), jugador profesional de baloncesto (¿qué, si
no, siendo como soy un BTV, de Badalona de Toda la Vida?; jugaba en el Círcol
Catòlic, participé en una llamada “Operación Altura” dirigida por el legendario
Kucharski que pretendía convertir en pívots a unos cuantos bases menos bajitos
que la media, y acabé cumpliendo el sueño de ser fichado por la Penya, sueño
que se acabó con una breve temporada de banquillo) y finalmente director de
cine (sueño que solo se concretó en la asistencia a un sinfín de sesiones de
cineforum; en el visionado de cientos de películas de arte y ensayo, incluido
algún que otro viaje a Perpinyà para ver un par de películas de género erótico,
género del que en España, porque Badalona está en España, solo se conocía el
subgénero “cine de destape”; y en un infructuoso intento de prepararme para el
examen de ingreso de la Escuela Oficial de Cine, de Madrid, del que solo
fructificó mi entrada en la Facultad de Filosofía y Letras, donde estaba
empezando a comprender aquellos libros de Sartre que había leído –es un decir–
en la Biblioteca del Museo de Badalona, gracias a profesores como Francisco
Gomá y Emilio Lledó, y donde empecé a tomarle el gusto a eso de “ser un
intelectual” gracias al ejemplo y al estímulo de los entonces jóvenes filósofos
Xavier Rubert de Ventós, Eugenio Trías, Jacobo Muñoz y Jesús Mosterín , y a los
apasionados debates no solo pero sobre todo políticos, en los que tuve el
placer de participar con compañeros de promoción como Pep Subirós, Miguel
Morey, Manuel Cruz, Francisco Arroyo y Rafael Argullol.
[…] Luego vino
el Topo, nuestra revista, la revista. Un paso más en la creación de mi yo
espejo intelectual reflejado en tu propio yo espejo, y también en el del
añorado Claudi Montañá, gracias al cual conseguimos formar un extraordinario
equipo de colaboradores que contribuyeron no a definir ni a determinar una
línea editorial, sino a delinearla y a darle una coherencia dentro de su
esencial pluralidad y radicalidad cultural y política. Un aspecto a mi modo de
ver nada menor de la “identidad” del Topo fue la creación de su imagen gráfica,
obra de Julio Vivas, a quien recuperé efímeramente en otro momento de mi vida
profesional cuando le pedí que ilustrara mi adaptación de un cuento infantil
tradicional. Pero qué te voy a contar que ya no sepas o no recuerdes de
aquellos primeros meses de la existencia de la revista. Me interesa sobre todo
expresarte el reconocimiento del efecto que tuvo en mí aquella aventura –sí,
también El Viejo Topo fue una gran aventura, y mi participación en ella el
mejor proyecto intelectual en el que he tenido ocasión de participar.
Con el suicidio
de Claudi Montañá se rompió una troika cuya cohesión fue esencial en esa
primera etapa y que en ningún momento puso en peligro la coherencia y la
radicalidad del funcionamiento de la revista. Los tres meses que desapareció
antes de suicidarse llevamos la revista nosotros dos sin que hubiese, que yo
recuerde, grandes problemas o tensiones, pese a lo inseguro e ingenuo que era
yo. Luego se produjo el ciclón Barroso. Sería injusto decir que su entrada en
escena fue negativa para el Topo, todo lo contrario. Su aportación fue
extraordinaria, sobre todo como emprendedor –un digno rival de tu yo como
editor–, como demostró con su papel en la organización de la Fiesta del Viejo
Topo, que elevó el prestigio de la revista a un nivel claramente superior, pero
como ideólogo creo que acabó decantando la revista hacia una posición más
definida políticamente, que de algún modo creo que puso en evidencia mi
liberalismo naïf, que en aras de mi visión extremista de partidario de la libertad
de expresión me llevó a defender la inclusión de una reseña de “Gárgoris y
Habidis” del cretino de Sánchez Dragó, que ahora, conociendo su trayectoria, no
defendería ni loco, pero que entonces me pareció que “cerraba” un tanto la
perspectiva cultural de la revista, y ahí empezó a trastabillar, a mi modo de
ver, el equilibrio entre lo cultural y lo político, pese a nuestra convicción
de que lo cultural es político y lo político cultural.
La verdad es
que no recuerdo muy bien si fue la forma en que viví este desequilibrio, mi
deseo de demostrarme a mí mismo que tenía posibilidades como profesor
universitario o la tentación de ganarme mejor la vida en un trabajo como editor
en una editorial –Hymsa– en la que había trabajado de recién casado como redactor
de diccionarios y en la que tenía conexiones familiares –mi cuñado era el CEO
de la editorial– lo que finalmente me alejó del Topo […] Escapé una
primera vez de este trabajo [el de Hymsa],
gracias al cual había podido ganarme más que dignamente la vida pero en el que
no obtuve ninguna satisfacción intelectual, para aceptar la oferta que me
hicieron Ferran Mascarell y Pep Subirós –otros dos yos espejo en los que tuve
la fortuna de verme reflejado– de dirigir “El Món”, un semanario en catalán en
el que solo conseguí incidir en la renovación de su diseño formal antes de
presentar la dimisión a los seis meses, no por diferencias ideológicas, sino
porque pronto comprendí que el cargo me venía grande y porque me había
enclaustrado en la sección de cultura y había dejado la de política en las
manos, claramente más eficientes, de Enric Juliana, ocho años más joven que yo
y por lo menos ocho veces más competente para dirigir un semanario político”.
Después de esa
salida, Pep regresó a Hymsa, pero era inevitable que regresara de alguna manera
al mundo intelectual, y lo hizo como co-director de la revista literaria en
catalán Lletra de canvi, y posteriormente como director del sello
editorial Biblioteca Buridán, ariete de la Tercera Cultura y prácticamente
ignorado en España, a pesar de los formidables títulos que acoge. A lo que hay
que añadir su papel de traductor: la mayor parte de los libros de esa colección
fueron traducidos por él, además de llevar a cabo otras traducciones para
distintas editoriales.
Trabajador incansable,
lector voraz, hombre de familia, quizá, y además de lo dicho, su característica
más extraordinaria era que se trataba de un hombre bueno.
Pep fue un
hombre bueno, modesto, extremadamente inteligente, generoso y paciente. Y
lúcido. Fue de esos hombres que arrojan semillas a su paso sin que los que
recogen los frutos sepan quién los sembró. Carecía de ego, y eso en estos
tiempos es difícil de encontrar.
En las
necrológicas parece obligado alabar al ya ausente, exagerar sus méritos. En
este caso no hay ni un ápice de exageración.
Ni un ápice.
Adiós amigo.
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