Tal día como
hoy de 1626 fallecía el filósofo y político inglés Francis Bacon. Considerado
el padre del empirismo, sus obras fueron un gran aporte para el naciente método
científico en la interpretación de la relación del hombre con la naturaleza.
Aristóteles y
Francis Bacon
Anthony Gottlieb
El Viejo Topo
9 abril,
2022
Bacon sigue
siendo a menudo considerado como un profeta de la revolución científica, aunque
con frecuencia no sabía de qué estaba hablando y tenía una notable habilidad
para mirar hacia otro lado cuando estaba pasando algo interesante. Según
parece, no habría sido capaz de darse cuenta de que se había producido un gran
descubrimiento científico aunque le hubiera caído literalmente en la cabeza,
como la proverbial manzana de Newton.
Pasó por alto
el trabajo de su propio médico, el doctor William Harvey, que descubrió la
circulación de la sangre; condenó la teoría del magnetismo propuesta por un
conocido suyo, William Gilbert, calificándola de tontería ocultista; ignoró a
Galileo y a Kepler porque no pudo entender sus matemáticas, y tampoco vio la
importancia de Copérnico. Sin embargo, como propagandista desempeñó un papel
honorable colaborando a que cambiase la marea dominante de la vieja visión del
mundo de Aristóteles y la escolástica.
Bacon le
criticaba principalmente dos cosas a Aristóteles. En primer lugar, afirmaba que
la física de Aristóteles estaba terminalmente enferma por culpa de unos
conceptos cancerosos y de unas teorías lisiadas. En eso tenía parte de razón
Bacon (aunque de hecho tampoco él se zafó completamente de dichos conceptos y
teorías). Y en segundo lugar, decía que Aristóteles habitualmente ignoraba los
hechos y desdeñaba las observaciones debido a su ciega adhesión a las teorías
que había pergeñado. Esta fue la más influyente de las críticas de Bacon y es
completamente errónea, aunque a menudo la comparten y refrendan personas que no
se molestan en leer a Aristóteles antes de repetirla.
Esto es lo que
dice el propio Aristóteles, justo después de sacar una errónea conclusión
acerca de las abejas obreras:
“Esta parece
ser la verdad respecto a la generación de las abejas, a juzgar por la teoría y
por lo que se cree que son los hechos respecto a ellas; los hechos, sin
embargo, no han sido todavía suficientemente comprobados; si alguna vez lo son,
habrá que dar más crédito a la observación que a las teorías, y a las teorías
habrá que darles crédito solamente si lo que dicen concuerda con los hechos
observados.”
En general,
escribió en otra parte, ‘tenemos que inspeccionar lo que ya hemos dicho,
sometiéndolo a la prueba de los hechos, y si armoniza con los hechos, tendremos
que aceptarlo, pero si está en conflicto con ellos, entonces habremos de
considerar que lo que hemos dicho es una mera teoría’. Y esto no es una
piadosa declaración de intenciones; es exactamente lo que Aristóteles trató de
hacer en toda la obra científica suya que ha llegado hasta nosotros. La verdad
es que Aristóteles tenía la misma curiosidad y apertura mental que los miembros
de la Royal Society, pero debido a que éstos se consideraban a sí mismos unos
revolucionarios, tenían que convencerse de que pensaban lo contrario. Lo que
necesitaba ponerse al día no eran tanto los métodos de Aristóteles cuanto sus
conclusiones, lo que, dado que llevaba más de 2.000 años muerto, no podía hacer
por sí mismo. Él no tenía la culpa de que algunos pensadores posteriores
hubieran convertido sus conjeturas en dogmas.
Galileo
entendió esto mejor que Bacon. Reconoció que Aristóteles ‘no sólo admitía
la importancia de la experiencia entre los diversos modos que permiten sacar
conclusiones acerca de los problemas físicos, sino que incluso le concedía un
lugar preeminente’.
Consideremos
el caso de las manchas solares, cuyo descubrimiento fue una cruel salpicadura
de ácido sobre el cuadro de la visión aristotélica del mundo (en tiempos de
Galileo hacía más de mil años que se veneraba aquel cuadro). Aristóteles había
dejado dicho que ‘durante todo el tiempo pasado, hasta allí donde llegan
los registros que hemos heredado, no parece haberse producido ningún cambio en
los lugares más remotos del cielo’. Es decir, al parecer no pasaba
nunca nada en las estrellas. A partir de esto Aristóteles llegó
provisionalmente a la conclusión de que la única forma de cambio que podía
encontrarse fuera de la atmósfera de la Tierra era el movimiento circular
uniforme, y que por tanto había una diferencia radical entre el turbulento
reino terrestre y el sereno e inmaculado firmamento. Esta idea resultó ser muy
conveniente para los propósitos religiosos de la Edad Media, pues dicha
división entre el cielo y la tierra parecía ser un eco de lo que afirmaban las
Sagradas Escrituras.
Pero cuando
Galileo miró por su telescopio y vio unas manchas irregulares que ensuciaban la
superficie del Sol, se dio cuenta de que, al fin y al cabo, los cielos no eran
tan perfectos e inmutables como todo el mundo creía. También se dio cuenta de
que Aristóteles hubiera cambiado de opinión acerca de la tierra y del cielo
si ‘su conocimiento hubiera incluido la evidencia sensorial que poseemos
actualmente’. Los filósofos-sacerdotes medievales hubieran tenido entonces
que buscar otra cosa en que basar sus fantasías religiosas.
Naturalmente,
nadie puede demostrar que Aristóteles hubiera cambiado definitivamente de
opinión si hubiera visto lo que vio Galileo. Pero tampoco tenemos ningún motivo
para pensar que se hubiera negado a hacerlo. Había, sin embargo, una diferencia
genuinamente revolucionaria entre el enfoque de Aristóteles al conocimiento
científico, y el que fue defendido con tanto éxito por Bacon. Esta diferencia
está en la respectiva actitud de los dos pensadores frente a la tecnología.
Aristóteles no
tenía ninguna concepción al respecto: para él, el conocimiento de la naturaleza
era un fin deseable por sí mismo y no tenía nada que ver con la invención de
artilugios que nos permitan no tener que trabajar tanto. Bacon, en cambio, fue
el profeta de la sociedad tecnológica. Es posible que no entendiese mucho de
ciencia, pero sabía muy bien lo que quería y percibía vagamente que la ciencia
era la forma de conseguirlo. La Madre Naturaleza tenía que ser dominada y
puesta a trabajar al servicio del hombre.
En el
transcurso de su campaña a favor de este nuevo proyecto, Bacon defendió con
insistencia la necesidad de más experimentos, de observaciones más sistemáticas
y de más cooperación científica. Ninguna de estas cosas era exactamente nueva
en sí misma, pero sus esfuerzos en defensa de ellas fueron un útil correctivo a
la tradición medieval.
Bacon dedicó
mucho tiempo a pensar en los métodos para obtener y evaluar los datos de la
investigación empírica. Desafortunadamente, él mismo no era muy bueno en este
campo, pero por lo menos sus principios eran muy sensatos. Creía que al
proponerlos estaba ofreciendo una nueva técnica que sustituiría a los cánones
del método científico propugnado por Aristóteles.
Bacon creía,
como varias generaciones habían creído antes que él, que Aristóteles había
proclamado que la ciencia consistía simplemente en improvisar unos cuantos
principios generales lo más verosímiles posible sin tener que molestarse en
contrastar los hechos. Este rumor arraigó en un tiempo en que las únicas obras
disponibles de Aristóteles eran partes de algunos de sus tratados de lógica, y
se basa en una mala lectura de los mismos. Lo que se dice que dijo Aristóteles
no es lo que realmente dijo.
Fuente:
Fragmento del capítulo «El maestro de los que saben. Aristóteles», del
libro de Anthony Gottlieb, El sueño de la razón. Una historia de la Filosofía, desde los
griegos hasta el Renacimiento.
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