Estas últimas
semanas han abundado las alabanzas y piropos a Merkel, en claro contraste con
las opiniones que tiempo atrás se vertían sobre la canciller y su política,
fuertemente restrictiva. ¿Qué nos deparará el futuro con el nuevo gobierno
alemán?
Adiós, Merkel, adiós
Juan Francisco Martín Seco
El Viejo Topo
22 diciembre, 2021
Dicen que los
españoles enterramos muy bien a los muertos, pero pienso que no es una
característica exclusiva de España. La razón quizás se encuentre en que una vez
que una persona ha fallecido no constituye ya ningún peligro o amenaza, ni
siquiera plantea competencia alguna. Es por eso por lo que no hay inconveniente
en cantar sus supuestos méritos, e incluso en inventarlos, al tiempo que se
silencian todos sus defectos o faltas.
Es posible que
un fenómeno similar se produzca cuando se trata de la muerte política, es
decir, con respecto a aquel que deja la competición, que se retira del campo de
juego. Estas últimas semanas han abundado las alabanzas y piropos a Merkel, en
claro contraste con las opiniones que tiempo atrás se vertían en casi toda
Europa sobre la canciller y su política, política fuertemente restrictiva, que
venía imponiéndose a todos los países miembros desde el
Tratado de Maastricht mediante los criterios de convergencia.
Especialmente
fue a partir del 2008, al surgir la recesión mundial y con ella las
contradicciones de la Unión Monetaria, cuando se impuso con más fuerza la
política de austeridad. En muchos países como ocurrió en España la salida de la
crisis solo se consiguió tras fuertes sufrimientos y privaciones. Las
directrices provenían de las autoridades comunitarias y tuvieron efectos
devastadores desde el punto de vista social. De esa política se responsabilizó
a Alemania y a Merkel. Tan es así que desde Grecia -que fue sin duda el país
más castigado-, algunos llegaron a identificar la situación actual con la
dominación alemana en tiempos del nazismo. Recordemos a ese farmacéutico,
Dimitris Christoulas, suicidándose en la plaza Sintagma de Atenas y llamando al
presidente del Gobierno griego, Tsolákoglu, en referencia a quien ocupaba ese
cargo en el gobierno colaboracionista.
He criticado
innumerables veces la política aplicada por la Unión Europea. Pero de lo que no
he estado nunca tan seguro es de que Merkel fuese la máxima
responsable del sacrificio y deterioro sociales generados en la Eurozona. Es
importante que no nos pongamos orejeras. Solo así llegaremos a la verdadera
causa de los problemas, que no es otra que la propia Unión Europea y, más
concretamente, la moneda única. Hay que traer a colación aquel principio
escolástico de “Agere sequitur esse”, el obrar sigue al ser. Aplicándolo a
nuestro caso podríamos afirmar que la política es consecuencia de la naturaleza
del proyecto. Con la Unión Europea hemos construido un engendro lleno de
contradicciones y no podemos esperar más que resultados caóticos.
La integración
comercial, junto a la libre circulación de capitales y con moneda única, sin
que al mismo tiempo se dé la unidad fiscal, presupuestaria y política tiene que
conducir por fuerza al debilitamiento de la democracia y a incrementar las
desigualdades personales y entre los Estados. Tradicionalmente, los defensores
del libre comercio nunca negaron que este pudiese crear embarazosos
desequilibrios entre los Estados, es decir, superávits y déficits en la balanza
de pagos, que se traducirían en endeudamiento y en un importante gap entre
deudores y acreedores, pero suponían que el equilibrio se restablecería antes o
después a través del realineamiento de los tipos de cambio.
El problema
surge cuando nos movemos en una unión monetaria, y por lo tanto no cabe la
depreciación de la moneda. En realidad, eso es lo que sucede dentro de cada
país. Los desequilibrios producidos entonces entre regiones solo se palían,
aunque sea parcialmente, mediante la política redistributiva del Estado, a
través de los impuestos y de un presupuesto consistente, en otras palabras,
mediante la unión fiscal. Nada de esto ocurre en la Eurozona. Los impuestos
comunes son muy reducidos y carentes de progresividad y el presupuesto es de
una cuantía ridícula e inútil para compensar las desigualdades entre Estados que
crea el mercado. Es más, los tratados prohíben toda mutualización de la deuda o
transferencia de recursos entre países. Lo poco que se ha hecho en esta materia
se ha producido en momentos críticos y ante el peligro de que la Unión
Monetaria saltase por los aires, sorteando y haciendo trampa a los propios
tratados.
Solo hay que
echar un vistazo a las cifras macroeconómicas de los distintos países para
comprobar cómo ha influido en cada uno de ellos la creación de la moneda única,
y las diferencias que se han originado. Ciertamente no es solo Alemania la
beneficiada, pero, dado su tamaño, su caso tiene especial trascendencia. Entre
los datos macroeconómicos sobresale por su importancia el déficit o el
superávit en la balanza por cuenta corriente, porque cuando son
desproporcionados indican en buena medida cómo unos países viven a costa de
otros. Durante los siete primeros años de este siglo, Alemania fue acrecentando
su superávit, enchufada de forma parásita a los déficits de los países del Sur.
La crisis ha obligado a estos a equilibrar sus cuentas exteriores de la única
manera que podían hacerlo, mediante una devaluación interna que ha significado
dolor y empobrecimiento para sus ciudadanos. Al país germánico nada ni nadie le
ha obligado a hacer lo mismo con su superávit. Bien al contrario, este se ha
incrementado aún más, alcanzando el 9% del PIB, con lo que continúa creando
graves problemas a la Eurozona.
No obstante, no
es razonable echar la culpa a Merkel de esta situación. Como canciller de
Alemania, su quehacer no podía ser otro que sacar las mayores ventajas para su
país, explotando todas las posibilidades que le permitían los tratados y la
configuración de la propia Eurozona, basada en una enorme asimetría. Otros son
los responsables, principalmente los mandatarios de los países perdedores, que
no fueron conscientes de a dónde les conducía la Unión Monetaria tal como se
estaba gestando, y aquellos que siguen sin darse cuenta todavía.
El origen del
euro es un tanto pintoresco. Increíblemente, surge como contrapartida a la
reunificación alemana. La consideración de que la nueva Alemania era demasiado
grande, desequilibraba la Unión Europea y constituía una amenaza para los
intereses del resto de los países, sobre todo para Francia, llevó a Mitterrand
a exigir a Helmut Kohl (¡oh, paradoja!) la desaparición del marco y el
nacimiento de la moneda europea, en la creencia de que así Alemania tendría las
manos atadas. El canciller alemán accedió de mala gana, pero introduciendo tal
cúmulo de condiciones que finalmente se dio a luz un despropósito. La
perspicacia del presidente francés y de Jacques Delors, que presidía la
Comisión, y de algún acólito como Felipe González, pasará como paradigma a los
libros de texto, porque si lo que pretendían era controlar a Alemania, el
resultado ha sido justo el contrario, es el país germánico el que está
controlando al resto de los países miembros. Los tratados le dan tales armas
que su voluntad es ley en toda la Eurozona.
Responsables
han sido en tanta o mayor medida los gobiernos, sean de derechas o de
izquierdas, de los distintos países del Sur, que siguieron el juego sin ser
conscientes de a dónde les conducía. En España, Aznar y Zapatero permitieron
que se formase la burbuja inmobiliaria y los ingentes déficits de la balanza de
pagos por cuenta corriente con el correspondiente endeudamiento exterior, que
creó el campo abonado para que se produjese la recesión económica tan pronto
como una causa externa hizo de detonante. Y en cierto modo fueron también
responsables del deterioro social que se produjo por la aplicación de la
devaluación interior, única forma de salir de la crisis.
La izquierda de
los países del Sur de Europa, especialmente de España, para lavar su mala
conciencia de haber dado su aquiescencia a la Unión Monetaria, echa las culpas
a las derechas de las políticas de austeridad seguidas, pero lo cierto es que
populares y socialistas se pueden repartir las culpas, porque ambos están
implicados en su construcción y, por lo tanto, son responsables de sus
consecuencias. Es más, el modelo fabricado condiciona la política actual y
paraliza el desarrollo económico de los Estados deudores. Merkel lo único que
ha hecho es aprovechar el defecto radical que tiene el proyecto europeo y que
se manifiesta en sus tratados para maximizar el beneficio de Alemania en
detrimento de otros Estados.
Sin embargo, la
canciller alemana, a diferencia de otros mandatarios como el primer ministro
holandés, ha sido lo suficientemente pragmática para tirar sí de la cuerda,
pero también aflojar cuando era necesario para que la cuerda no se rompiese y
matara de ese modo la gallina de los huevos de oro. La primera cesión fue en
2012, cuando la prima de riesgo de España e Italia había llegado a un nivel
insostenible y existía el peligro de que se rompiese la Unión Monetaria.
Merkel, en contra de los halcones de su misma nación, mantuvo una cierta
postura permisiva ante la actuación de Draghi, totalmente necesaria para que el
euro no saltase por los aires, pero contraria a los tratados o, al menos, bordeándolos
de manera un tanto heterodoxa.
Más tarde, fue
el órdago de Monti, al frente entonces del Gobierno italiano, acerca de que el
MEDE (UE) asumiese las pérdidas de las entidades financieras quebradas. A esta
postura se unieron en enseguida el Gobierno francés y el español. Ante ello la
canciller alemana, con cintura, no se opuso a la propuesta, pero supo
condicionarla de tal forma que al final la tan cacareada unión monetaria se ha
quedado reducida a transferir a las autoridades europeas las competencias sobre
la supervisión y las potestades de liquidación y resolución, pero nada de
mutualizar las pérdidas.
Otro hito
importante fue la llegada de Macron a la cabeza del Gobierno francés.
Consciente de que tenía que tomar medidas impopulares, pretendió compensarlas
consiguiendo reformas importantes en la Eurozona. Reclamó la creación de un
presupuesto para la Eurozona, distinto y separado del de la Unión Europea. La
propuesta era sustancial puesto que incidía sobre el defecto más grave de la
Unión Monetaria y del que surgen todos sus problemas y contradicciones, el
hecho de que al mismo tiempo no se haya creado una unión fiscal.
Merkel pareció
aceptar la propuesta y aparentemente Alemania y Francia hacían un frente común,
pero en realidad la teórica adhesión de Merkel solo ha servido para
desnaturalizar y hacer que pierda todo significado. Las cantidades que se
manejan son absurdas por insignificantes, no se nutre de impuestos propios sino
de créditos, y de las cotizaciones de los estados y las aportaciones a los
países se instrumentan a modo de préstamos y no a fondo perdido. Una vez más,
la canciller alemana, con mano izquierda, logró que todo quedase en nada.
Por último,
habrá que resaltar la respuesta de Merkel a la hora de encarar la crisis
económica derivada de la pandemia, marcando distancias con los halcones y
asumiendo un papel reconciliador entre los dos bandos. Era consciente de que la
postura de Mark Rutte primer ministro holandés y que capitaneaba a los llamados
frugales era suicida. Resultaba inasumible someter a las poblaciones de los
países del Sur a los mismos recortes de la crisis pasada. Por otra parte,
resultaba temerario enfrentarse a los tres países más grandes de la Eurozona,
si exceptuamos a Alemania. Había que cambiar algo para que nada cambiase. Ese
ha sido el origen de los fondos de recuperación, que todo el mundo está
interesado en magnificar, pero que en realidad tan solo suponen ese mínimo
necesario para que el proyecto continúe, y sin comparación alguna con la
transferencia de fondos que se produciría en una verdadera integración fiscal.
Sirva de ejemplo la unificación alemana. Así lo entendió Merkel, una vez más.
La canciller
alemana, como es lógico, ha potenciado siempre la política que le interesaba a
Alemania y a los otros países acreedores. Resultaría ilusorio haber pretendido
de ella otra cosa. Corregir ahora la asimetría de partida con la que se
redactaron los tratados resulta imposible. Los países que se han visto
beneficiados por ellos -Alemania y demás países del Norte- quizás hubieran
estado dispuestos a ceder en el origen como contrapartida a las ventajas que
obtenían de la Unión. Pero de ningún modo van a hacer ahora concesiones
sustanciales a cambio de nada. En todo caso, tal como ha hecho Merkel, se
plantearán permitir lo necesario para no acabar con la vaca lechera. Veremos lo
que nos depara el futuro con el nuevo gobierno alemán.
Artículo publicado originalmente en Contrapunto.
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