Hoy hace diez años moría Lucio Magri, exponente preclaro de la izquierda comunista italiana. Sus reflexiones sobre el Partido Comunista Italiano, el comunismo del s. XX y la identidad comunista constituyen un testimonio lúcido y esclarecedor.
El genoma Gramsci
El Viejo Topo
28 noviembre, 2021
En el momento de su despegue efectivo, el PCI recibía como herencia también
una voz todavía en gran parte desconocida y ocultada por su adversario
fascista, un recurso autónomo, los Cuadernos de la cárcel de
Antonio Gramsci, un cerebro que había seguido pensando, una mina de ideas.
Sobre el
pensamiento de Gramsci volveré una y otra vez para destacar elementos que
quedaron siempre a la sombra en la elaboración y en la política del PCI y en
cambio todavía, o mejor, sobre todo ahora, ofrecen ideas preciosas para una
discusión sobre el presente, con una original lectura de la historia italiana,
en su particularidad y al mismo tiempo en su valor general. Ahora me urge
considerar la «fortuna» de Gramsci, es decir cómo, cuánto, y cuándo, él haya
intervenido e incidido en la definición gradual de una identidad y de una
estrategia específica del comunismo italiano, en un primer momento bajo
persecución, luego a plena luz, y por último en declive, hasta su reducción a
santón del antifascismo, ejemplo de moralidad, intelectual poliédrico. Hablar,
más que de Gramsci, del gramscismo como genoma operante en una gran fuerza
colectiva y en la cultura de un país.
Sus Cuadernos pedían
una mediación que los hiciera comprensibles y dejaran huella más allá de un
estrecho círculo de intelectuales. Las condiciones constrictivas de la cárcel y
la censura que había que sortear, las enfermedades recurrentes, la parcialidad
de las informaciones y de los textos a los cuales tenía acceso obligaban a
Gramsci a emplear un lenguaje a menudo alusivo, a escribir en forma de notas, a
iniciar reflexiones suspendidas y retomadas más tarde, formas que no habrían
permitido a esos escritos alcanzar el objetivo que él mismo se proponía
manteniendo el esfuerzo heroico de un cerebro que siguió pensando en soledad.
No bastaba pues con un escrupuloso trabajo filológico que reprodujese fielmente
cada uno de los fragmentos e interpretara su sentido. Se necesitaba, desde el
principio, un arriesgado y progresivo intento de dilucidar los elementos
esenciales y reconstruir un hilo conductor capaz de penetrar en vastas masas y
también de obligar a los adversarios a tenerlo en cuenta. En suma, para
devolverle a Gramsci el papel que había tenido, el jefe y promotor de una gran
empresa política; y también reconocer a sus investigaciones teóricas el
carácter, subrayado por él mismo, de una filosofía de la praxis.
Esta mediación
existió, con efectos poderosos: Gramsci se ha convertido muy pronto, y lo ha
seguido siendo, en un punto de referencia de la búsqueda político-cultural, en
Italia y en el mundo, y no sólo entre los comunistas. Tal mediación ha sido
efectuada no por un gran intelectual, o por una escuela, sino mediante una
operación intencional promovida por Palmiro Togliatti y con la participación de
un partido de masas. Peligrosa conservación de los Cuadernos, la
progresiva publicación de una clasificación provisional de las notas en grandes
temas, un estudio colectivo enérgicamente solicitado. La fábula reciente de que
Togliatti habría entregado el cuidado de los Cuadernos a los
archivos soviéticos para sacarlos de circulación, es un vuelco ridículo de la
verdad, de la misma manera que es artificialmente exagerada la tesis de que su
primera edición haya estado fuertemente censurada y manipulada, siendo por lo
tanto desleal. Ciertamente el objetivo de Togliatti no fue sólo el de tributar
un homenaje a un gran amigo, ni tan sólo el de brindar una contribución a la
cultura italiana. Era un objetivo político en sentido fuerte; el de usar un
gran pensamiento y una autoridad indiscutida para fundar una identidad nueva
para el comunismo italiano. Algo parecido había ya ocurrido en el proceso de
formación de la socialdemocracia alemana y la Segunda Internacional: Marx leído
y difundido a través de Kautsky y en parte con el aval del viejo Engels. E
implicaba el precio de una lectura restrictiva. El mismo Togliatti, poco antes
de morir, lo reconoció cuando, en una reseña a la que no se le dio gran
importancia, dijo en sustancia lo siguiente: nosotros, comunistas italianos,
tenemos una deuda con Antonio Gramsci, hemos construido copiosamente sobre él
nuestra identidad y nuestra estrategia, pero, para hacerlo así, lo hemos
reducido a nuestra medida, a las necesidades de nuestra política, sacrificando
lo que él pensaba «mucho más allá».
Cuando hablo de
lectura restrictiva no me refiero tanto a manipulaciones o a censuras del
texto, que muchos buscaron con tesón más tarde y que el ejemplar trabajo
posterior de Valentino Gerratana demostró como un hecho de escasa
trascendencia, cuanto a una sabia dirección, necesaria para la aparición
inicial de las notas, en la larga cadencia de su publicación y en los
comentarios que las acompañaban y las estimulaban. En todo esto no es difícil
descubrir el límite impuesto y aceptado por el contexto de la época. En primer
lugar, el esfuerzo, durante largo tiempo, de no hacer demasiado explícito todo
cuanto Gramsci innovaba y modificaba con respecto al leninismo o entraba en
conflicto con su versión estaliniana; en segundo lugar el esfuerzo de subrayar
todo cuanto en Gramsci servía para la valorización de la continuidad lineal
entre «revolución antifascista» y «democracia progresiva»; por último el
aplazamiento de algunas temáticas pioneras, más o menos conscientemente, a
tiempos más maduros.
De esta manera
la atención se habría concentrado en torno a dos grandes temas. El primero, el
Resurgimiento italiano como «revolución incompleta», por la eliminación de la
cuestión agraria, y como «revolución pasiva» por la escasa participación de las
masas y la marginación de las corrientes políticas y culturales más avanzadas
democráticamente, y cuya salida era el compromiso entre renta parasitaria y
burguesía. El segundo, o sea la relativa autonomía y el valor de la
«superestructura», en discusión con el mecanicismo vulgar, introducido por
medio de Bujarin también en la Tercera Internacional, y por lo tanto la mayor
atención que tenía que dedicarse al papel de la intelectualidad, de los
partidos políticos y de los aparatos estatales.
Temas leídos,
no al azar, con una particular óptica interpretativa, inconscientemente
selectiva. Por una parte al enfatizar lo que precisamente relacionaba a Gramsci
con los Salvemini, los Dorso y los Gobetti (el atraso fatal del capitalismo
harapiento y de la cultura nacional mojigata), pero dejando en la sombra la
crítica del compromiso cavouriano y la rápida corrupción del Parlamento con el
camaleonismo político, las ambigüedades del giolittismo[1],
la polémica con el croccianismo, los venenos emergentes del nacionalismo, la
«cuestión romana» como rémora aún no superada en la Iglesia, en suma, aquellos
procesos parciales parciales y distorsionados de modernización que habrían
llevado a la crisis del Estado liberal y al nacimiento del fascismo. Por otra
parte, la justa reafirmación de la autonomía de la «superestructura» tendía a
convertirse en una separación de la dinámica político-institucional de su base
de clase y llevaba al historicismo marxista a convertirse en historicismo tout
court.
Otros temas
gramscianos permanecieron como marginales durante mucho tiempo en la reflexión
teórica e ignorados en la política. Pienso en el escrito sobre Americanismo
y fordismo, que anticipó aquello que mucho más tarde llegaría también a
Italia, y que era visible, como veleidad, en la política fascista. O en la
pasión juvenil de Gramsci por la experiencia consejista, completamente
diferente de la rusa, que él mismo había dejado aparte, al descubrir sus
límites, pero que, revisitada, habría ayudado no poco a interpretar la fase
inminente de la Resistencia y, mucho más tarde, la aparición del movimiento de
mayo del sesenta y ocho. Las consecuencias de este descubrimiento restringido
del pensamiento de Gramsci no habrían sido solamente de carácter cultural, ni
en el corto ni en el largo plazo. Son dos, en particular: la obstinación en no
reconocer y analizar el alcance y la rapidez del proceso de modernización de la
economía en Italia y en Europa; y la concepción del partido nuevo (partido de
masas, ciertamente, capaz de «hacer política» y no solamente propaganda,
educador de un pueblo, pero aún alejado del intelectual colectivo, interlocutor
de los movimientos e instituciones desde abajo, promotor de una reforma cultural
y moral que Gramsci consideraba importante en un país que había quedado indemne
de la reforma religiosa).
En suma, por lo
menos al inicio, la herencia gramsciana se ofrecía y era aceptada como
fundamento de una alternativa intermedia entre la ortodoxia leninista y la
socialdemocracia clásica, más que como una síntesis que superaba los límites de
ambas posturas: el economicismo y el estalinismo. Un «genoma» que podía
desarrollarse o simplemente actuar sobreviviendo, imponerse plenamente o
deteriorarse. Lo veremos en acción. No obstante me parece que la interpretación
que al comienzo emprendía Togliatti de Gramsci, no era ni abusiva ni
inmotivada. No era abusiva porque el motor que mueve y caracteriza los Cuadernos es
efectivamente la reflexión crítica y autocrítica sobre el fracaso de la
revolución en los países occidentales (en la que, tanto él como Lenin, habían
creído), sobre sus causas y consecuencias. Él fue el único que, entre los
marxistas de su época, no se limitó a explicarla como la traición de los
socialdemócratas, o por la debilidad y los errores de los comunistas: y al
mismo tiempo, no sacó de ello la conclusión de que la Revolución rusa era
inmadura y su consolidación en Estado un error. Buscó, en cambio, las causas
más profundas por las que el modelo de la Revolución rusa no podía reproducirse
en las sociedades avanzadas, pero era un bagaje necesario (y el leninismo era
una contribución teórica admirable) para una revolución en Occidente con
recorrido diferente y resultado más rico. De hecho todo su esfuerzo de
pensamiento se apoyaba en dos fundamentos, que pueden resumirse en pocas
frases. Primero, un análisis: «En Oriente el Estado lo era todo, la sociedad
civil era primaria y gelatinosa; en Occidente, entre Estado y sociedad civil
había un relación equilibrada y en los parpadeos del Estado se vislumbraba de
inmediato una sólida estructura de la sociedad civil. El Estado era solamente
una trinchera avanzada, tras la cual había una robusta cadena de fortalezas y
baluartes». En segundo lugar un principio teórico, mencionado continuamente
mediante una cita de Marx tomada del prefacio de Contribución a la
crítica de la economía política: «Ninguna formación social desaparece antes
de que se desarrollen todas las fuerzas productivas que caben dentro de ella, y
jamás aparecen nuevas y más elevadas relaciones de producción antes de que las
condiciones materiales para su existencia hayan madurado en el seno mismo de la
sociedad».
La revolución
es para Gramsci, por lo tanto, un largo proceso mundial, por etapas, en el que
la conquista del poder estatal, aun siendo necesaria, interviene hasta cierto
punto según las condiciones históricas, y en Occidente presupone, de todos
modos, un largo trabajo de conquista de baluartes, la construcción de un bloque
histórico entre clases diferentes, cada una portadora no sólo de intereses
diferentes sino con raíces culturales y políticas propias. Entretanto, tal
proceso social no es el resultado gradual y unívoco de una tendencia ya
inscrita en el desarrollo capitalista y en la democracia, sino el producto de
una voluntad organizada y consciente que interviene, de una nueva hegemonía
política y cultural, de un nuevo tipo humano en formación progresiva.
No era abusivo,
por lo tanto, el intento togliattiano de utilizar a Gramsci como anticipador y
fundamento teórico del «partido nuevo» y del «camino italiano hacia el
socialismo», en continuidad con el leninismo y con la socialdemocracia de los
orígenes, pero diferenciado de ambos. Parte de un proceso histórico mundial
avanzado y sostenido por la Revolución de octubre pero no es una imitación
tardía de su modelo. No era abusivo, ni mucho menos inmotivado, porque nacía de
grandes novedades que habían aparecido tras la redacción de los Cuadernos.
La victoria sobre el fascismo se había alcanzado, el papel decisivo que Unión
Soviética había desempeñado era reconocido, y habían participado movimientos de
resistencia armada en muchos países de Europa oriental, occidental y
meridional, estaban en marcha poderosos movimientos de liberación anticolonial
y una revolución en China; todo esto obligaba al capitalismo a un compromiso y
se abrían también en Occidente espacios para conquistas sociales y políticas de
relieve. Sin embargo, la victoria se había conseguido a través de una alianza
con Estados y fuerzas muy distintas, en Europa con gobiernos y liderazgos
abiertamente conservadores; la resistencia armada, a diferencia de la primera
posguerra, no mostraba indicios de prolongarse en una insurgencia popular y
radical; emergía en el mundo, en los hechos aunque aún no en las directrices,
la supremacía económica y militar de una nueva potencia a la que la guerra, en
vez de desgastarla, había dejado intacta, y con la que se había concluido en
Yalta un pacto para la posguerra que era no sólo un vínculo sino también una
garantía.
Quien, como
Gramsci, había ido más adelante en la búsqueda de un nuevo camino, no podía
prever ninguna de estas dos novedades: ni en el impetuoso avance del comunismo
en el mundo, ni la consolidación del capitalismo en Occidente. Incluso Trotsky,
con su reconocida lucidez, poco antes de ser asesinado, previendo la inminencia
de la guerra y aun habiendo dicho que había que ayudar a la Unión Soviética a
resistir, había anotado: «Si de una nueva guerra mundial no se derivan una
revolución en Europa y una subversión del poder en la URSS, tendremos que
volver a pensarlo todo». Y precisamente esto habría hecho el mismo Gramsci, no
sé decir de qué manera, si hubiese sobrevivido: reconocer el nuevo marco
surgido históricamente, reconocer los límites impuestos por las relaciones de
fuerza en el mundo y en Italia, movilizar todos los nuevos recursos para
conservar y reforzar la propia identidad autónoma y comunista en una nueva
«guerra de posiciones», para transformar, una posible nueva «revolución pasiva»
en una nueva hegemonía, aquello en lo que —decía— los mazzinianos habían
errado, o mejor dicho, no habían ni siquiera tratado de hacer en el
Resurgimiento.
Esta
reconstrucción de los «antecedentes», de los que no he sido partícipe ni testigo,
que sólo he intentado, teniendo a la mano los libros y empleando el juicio de
lo ya sucedido, no tiene nada de original o poco conocido; sin embargo, sirve
para restaurar la verdad, para contrarrestar censuras y juicios corrientes hoy
en día como idola fori[2]: desde este punto debe comenzar la
reflexión acerca de la historia del comunismo italiano.
Notas
[1] Política llevada a cabo por Giovanni Giolitti que se basaba en una
táctica parlamentaria de carácter clientelista, apropiada para asegurar la
estabilidad del gobierno, y en tanteos para institucionalizar las formaciones
políticas extremas (N. de T.).
[2] Para Bacon, según Vicente Gaos, los idola fori (ídolos
del foro) son las supersticiones políticas que siguen imperando incluso después
de que una crítica racional ha demostrado su falsedad (N. de T.).
Fuente: Segundo apartado del capítulo primero del libro de Lucio
Magri El sastre de Ulm. El
comunismo del siglo XX. Hechos y reflexiones.
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