Tal día como hoy de 1892 nacía en Berlín Walter Benjamin, uno de los críticos más lúcidos de la modernidad. Su marxismo rompió radicalmente con la ideología del progreso, incorporando elementos de otras tradiciones y del pensamiento libertario.
Destino y carácter
El Viejo Topo
15.07.2021
Destino y
carácter son concebidos comúnmente en relación causal, y el carácter es
definido como una causa del destino. La idea que está en la base de tal
concepción es la siguiente: si por un lado el carácter de un hombre, es decir
también su modo específico de reaccionar, fuese conocido en todos sus detalles,
y si por otro lado el acontecer cósmico fuese conocido en todos los campos en
que entra en contacto con ese carácter, se podría decir con exactitud ya sea lo
que le ocurriría a ese carácter o lo que ese carácter cumpliría. En otras
palabras, el destino sería manifiesto. El contacto teórico directo con el
concepto de destino no es permitido por las concepciones actuales, según las
cuales los modernos aceptan la idea de leer el carácter en los rasgos físicos
de un individuo, porque hallan de alguna forma en ellos mismos la noción de
carácter en general, pero les parece inaceptable la idea de descifrar
análogamente el destino de un hombre según las líneas de su mano. Ello parece
tan imposible como «predecir el futuro», categoría en la cual es incluida sin
más la previsión del destino, mientras que el carácter, por el contrario,
aparece como algo dado en el presente y en el pasado, y por lo tanto
cognoscible. Pero justamente, quien pretende predecir a los hombres su destino,
sobre la base de determinados signos, sostiene la tesis de que ese destino,
para quien sepa ver (para quien tenga ya en sí una noción inmediata del
destino en general), está ya de alguna forma presente o, dicho con más cautela,
está ya en su lugar. La hipótesis de que un cierto «estar en su lugar» del
destino futuro no contradice el concept0 de éste y la de que su predicción no
contradice las fuerzas cognoscitivas del hombre no es, como se puede demostrar,
absurda. También el destino, como el carácter, puede ser observado sólo a
través de signos, no en sí mismo -pese a que este o aquel rasgo del carácter,
este o aquel encadenamiento del destino, puedan ser inmediatamente visibles-,
porque la conexión indicada por esos conceptos no está nunca presente más que
en los signos, debido a que se halla por encima de lo inmediatamente visible.
El sistema de signos caracterológicos está por lo general limitado al cuerpo,
si se prescinde de la importancia caracterológica de los signos estudiados por el
horóscopo, mientras que signos del destino, según la concepción tradicional,
pueden llegar a serlo, junto con los rasgos físicos, todos los fenómenos de la
vida externa. Pero la relación entre signo y designado constituye en ambas
esferas un problema igualmente difícil, aun cuando, en todo lo restante,
distinto, porque, a despecho de toda consideración superficial e
hipostatización falsa de los signos, no es sobre la base de conexiones causales
que éstos significan, en los dos sistemas, carácter o destino. Un contexto
significativo no puede ser nunca motivado causalmente ni siquiera cuando, como
en el caso en cuestión, esos signos hayan sido determinados causalmente en su
realidad por el destino y el carácter. Aquí no estudiaremos la fisonomía
de este sistema de signos del carácter y del destino, sino que
nos ocuparemos exclusivamente de los designados mismos.
Al parecer la
concepción tradicional de su naturaleza y de su relación no sólo resulta
problemática, debido a que no está en condiciones de tornar racionalmente
inteligible la posibilidad de una previsión del destino, sino que es
falsa, porque la separación sobre la que se funda es teóricamente
irrealizable. Puesto que es imposible formar un concepto no contradictorio del
exterior de un hombre actuante, como núcleo del cual es considerado en esa
concepción el carácter. Ningún concepto de mundo exterior se deja delimitar con
claridad en relación con el concepto de hombre actuante. Entre el hombre que
obra y el entero mundo externo hay más bien una interacción recíproca, en la
cual los círculos de acción se esfuman el uno en el otro; por más que sus
representaciones puedan ser distintas, sus conceptos no son separables. No sólo
no es posible mostrar en ningún caso qué cosa debe ser considerada en una vida
humana en ultima instancia como función del destino (lo que no querría decir
aún nada, si, por ejemplo, ambos elementos se esfumaran el uno en el otro sólo
en la experiencia), sino que lo externo, que el hombre actuante halla como
dato, puede ser reconducido en último término, en la medida en que se desee, a
su interior, y su interior, en la medida en que se desee, a su exterior, y
también considerar al uno como el otro. En esta perspectiva, carácter y
destino, lejos de estar teóricamente separados, coincidirán. Como en Nietzsche
cuando dice: « Quien tiene carácter tiene también una experiencia que siempre
vuelve.» Ello significa: si uno tiene carácter, su destino es esencialmente
constante. Lo cual a su vez significa -y esta consecuencia ha sido tomada de los
estoicos que no tiene destino.
Si queremos
obtener el concepto de destino, debemos separarlo claramente del de carácter,
lo que a su vez no podrá lograrse si no damos también a este último una
determinación más precisa. Sobre la base de esta determinación los dos
conceptos se tornarán por completo divergentes; donde hay carácter no habrá
destino, y en el cuadro del destino no se encontrará carácter. Para este fin
será preciso cuidarse de asignar esos dos conceptos a esferas en las
que no usurpen, como ocurre en el uso lingüístico cotidiano la majestad de
esferas y conceptos superiores. El carácter, en efecto, es por lo común
incluido en un contexto ético y el destino en un concepto religioso. Es preciso
sacarlos de ambos campos, mostrando el error que los ha podido colocar allí.
Este error se halla determinado, en lo que concierne al concepto de destino,
por su conexión con el de culpa. Así, para citar el caso típico, la desgracia
fatal es considerada como la respuesta de Dios o de los dioses a la culpa religiosa.
Pero aquí debería hacer reflexionar el hecho de que falte una relación
correspondiente del concepto de destino con el concepto ofrecido por la moral
simultáneamente con el concepto de culpa, es decir el concepto de inocencia. En
la configuración clásica griega de la idea de destino la felicidad que le toca
a un hombre no es en modo alguno concebida como la confirmación de su
conducta de vida inocente, si no como una tentación para la culpa más grave,
la hybris. Por lo tanto, no se halla en el destino relación
con la inocencia. Y una pregunta que va aún más al fondo: ¿existe acaso en el
destino una relación con la felicidad? ¿Es la felicidad, como sin duda la
desventura, una categoría constitutiva del destino? Justamente la felicidad es
la que desvincula al feliz del engranaje de los destinos y de la red de lo
propio. No por azar Holderlin llama «sin destino» a los dioses
bienaventurados. Felicidad y bienaventuranza conducen pues, al igual que la
inocencia, fuera de la esfera del destino. Pero un orden cuyos únicos,
conceptos constitutivos son infelicidad y culpa y desde el cual no es
concebible ningún camino de liberación (pues en la medida en que algo es
destinado es infelicidad y culpa) no puede ser religioso, pese a que un falso
concepto de culpa parezca balanza es la balanza del derecho. Las leyes del
destino, infelicidad y culpa son puestas por el derecho como criterios de la
persona; pues sería falso suponer que en el cuadro del derecho se encuentra
sólo la culpa; se puede demostrar en cambio que toda culpa jurídica no es más
que una desgracia. Por un error, puesto que ha sido confundido con el reino de
la justicia, el orden del derecho, que es sólo un residuo del estadio demónico
de la existencia de los hombres -durante el cual los estatutos jurídicos
no regularon sólo las relaciones entre ellos, sino también su relación con los
dioses- se ha conservado más allá de la época que inauguró la victoria sobre
los demonios. No es con el derecho, sino en la tragedia, como la cabeza del
genio se ha alzado por primera vez desde la niebla de la culpa, porque en la
tragedia el destino demónico es quebrantado. Ello no significa que la
concatenación de culpa y castigo -que desde el punto de vista pagano no tiene
fin- haya sido sustituida por la pureza del hombre purificado y reconciliado
con el puro Dios. Pero en la tragedia el hombre pagano advierte que es mejor
que sus dioses, pese a que este conocimiento le quita la palabra y permanece
mudo. Sin declararse, ese conocimiento busca secretamente recoger sus fuerzas.
Ese conocimiento no coloca ordenadamente la culpa y el castigo en los dos
platillos de la balanza, sino que los agita juntos y los confunde. No se puede
decir que esté restablecido «el orden ético del mundo», pero el hombre moral,
aun mudo, aun menor -así como lo es el héroe- trata de elevarse en la inquietud
de ese mundo atormentado. La paradoja del nacimiento del genio en medio de la
incapacidad moral de hablar, del infantilismo moral, es lo sublime de la
tragedia. Y es probablemente el fundamento de lo sublime en general, pues en lo
sublime aparece mucho más el genio que Dios. El destino aparece por lo tanto
cuando se considera una vida como condenada, y en realidad se trata de que
primero ha sido condenada y sólo a continuación se ha convertido en culpable.
Fases que Goethe resume en las palabras: «Hacéis convertir al pobre en
culpable». El derecho no condena al castigo sino a la culpa. El destino es el
contexto culpable de lo que vive. Corresponde a la constitución natural de lo
viviente, a esa apariencia no disuelta aún del todo, de la cual el hombre está
apartado de tal manera que nunca ha conseguido sumergirse del todo en ella,
sino que más bien -bajo su imperio- ha podido permanecer invisible sólo en
su mejor parte. Por lo tanto, no es el hombre el que tiene un destino, sino que
el sujeto del destino es indeterminable. El juez puede ver el destino donde
quiere; en cada pena debe infligir ciegamente destino. El hombre no es golpeado
nunca, sólo lo es la desnuda vida en él, que participa de la culpa natural y de
la desventura por causa de la apariencia. En el sentido del destino este
viviente puede ser acoplado tanto a las cartas como a los planetas, y la
adivina apela a la simple técnica de insertarlo, con las cosas más
inmediatamente ciertas y calculables (cosas impuramente grávidas de
certidumbre), en el contexto de la culpabilidad. Así la adivina descubre a
través de los siglos algo sobre la vida natural del hombre a quien trata de
colocar en el puesto de la cabeza anterior (la del genio), así como por otra
parte el hombre que se llega junto a la adivina abdica de sí mismo en favor de
la vida culpable. El contexto de la culpa es temporal en forma por completo
impropia, por completo diferente, en cuanto al género y a la medida, del tiempo
de la redención, de la música o de la verdad. La plena iluminación de estas
relaciones depende de la determinación del carácter particular del tiempo del
destino. El cartomántico y el quiromante muestran en cada caso que este tiempo
puede ser en todo momento convertido en contemporáneo de otro (que no es
presente). Es un tiempo no autónomo, que se adhiere parasitariamente al tiempo
de una vida superior, menos ligada a la naturaleza. Este tiempo no tiene
presente, porque los instantes fatales existen sólo en las malas novelas, y
conoce el pasado y el futuro sólo a través de inflexiones características.
Existe por lo
tanto un concepto del destino -verdadero y único, que concierne en la misma
forma al destino de la tragedia como a las intenciones del cartomántico- por
completo independiente del de carácter y que busca su fundamento en una esfera
del todo diferente. También debe ser puesto en el estado correspondiente el
concepto de carácter. No por azar ambos órdenes están conectados con prácticas
hermenéuticas ni tampoco es por azar que en la quiromancia carácter y destino
coinciden con exactitud. Ambos conciernen al hombre natural o, para decirlo
mejor, a la naturaleza en el hombre; es la naturaleza lo que se manifiesta en
los signos naturales, obtenidos directamente o en forma experimental. Por
consiguiente, el fundamento del concepto de carácter deberá estar referido a su
vez a una esfera natural y deberá tener tan poco que ver con la ética o con la
moral como el destino con la religión. Por otro lado, el concepto de carácter
deberá liberarse también de los rasgos que determinan su falsa conexión con el
concepto de destino. Esta conexión es producto de la imagen de una red
susceptible de ser espesada sin límites por el conocimiento, hasta que se
convierta en un tejido ceñidísimo: así es como el carácter aparece a la
consideración superficial. Junto a estos rasgos fundamentales la mirada aguda
del conocedor de hombres debería percibir -según esta concepción- otros rasgos
más pequeños y más densos, hasta que la red aparente se condense en un tejido.
En los hilos de este tejido un intelecto débil ha creído captar la esencia
moral del carácter en cuestión y ha distinguido en ella las buenas y las malas
cualidades.
Pero tal como
le toca demostrar a la moral, nunca las cualidades y sí solamente las acciones
pueden ser moralmente relevantes. Pero es evidente que el criterio superficial
piensa de otra forma. No es sólo que «furtivo», «pródigo», «animoso» parecen
implicar valoraciones morales (aquí se puede aun prescindir del aparente
colorido moral de los conceptos), sino que además palabras como
«desinteresado», «maligno», «vengativo», «envidioso» parecen designar
rasgos de carácter en los cuales no es ya posible hacer abstracciones de
valoración moral. Y sin embargo tal abstracción no sólo es posible en cada
caso, sino también necesaria para percibir el sentido de los conceptos. Y tal
abstracción debe concebirse en el sentido de que la valoración en sí permanece
totalmente intacta y se le quita sólo el acento moral, para dar lugar, en
sentido positivo o negativo, a apreciaciones no menos limitadas por las
determinaciones -sin duda moralmente indiferentes- de cualidad del intelecto
(como «inteligente» o «estúpido»).
La verdadera
esfera a la que pertenecen estos atributos seudomorales se nos revela en la
comedia. En el centro de ella, como protagonista de la comedia de caracteres,
se halla a menudo un hombre al que, si en lugar de encontrarnos frente a él en
el teatro nos encontráramos en la vida frente a sus acciones, llamaríamos un canalla.
Pero sobre la escena de la comedia sus actos conquistan el interés de que los
inviste la luz del carácter; y el carácter es, en los casos clásicos, objeto no
de una condena moral sino de una consideración altamente serena. Las acciones
del héroe cómico no tocan al público..nunca por sí mismas, nunca desde el punto
de vista moral; sus actos interesan sólo en cuanto reflejan la luz del
carácter. Por lo que se observa que el gran poeta cómico, como Moliere, no
trata de determinar a su personaje a través de una multiplicidad de rasgos
característicos. De tal suerte, el análisis psicológico encuentra cerrada toda
entrada a su obra. Para el interés de dicho análisis no tiene nada que ver el
hecho de que en el Avare o en el Malade imaginaire la
avaricia o la hipocondría sean hipostatizadas y puestas en la base de todas las
acciones. Esos dramas no enseñan nada sobre la hipocondría ni la avaricia;
lejos de hacerlas comprensibles, las representan en forma cruda y simplificada,
y si el objeto de la psicología es la vida interior del hombre empíricamente
entendido, los personajes de Moliere no le pueden servir ni siquiera como
puntos de apoyo. En ellos el carácter se despliega luminosamente en el
esplendor de su único rasgo, que no permite subsistir a ningún otro visible
junto a sí, sino que lo anula con su luz. La sublimidad de la comedia de
caracteres reposa sobre este anonimato del hombre y de su moralidad incluso
mientras el individuo se despliega al máximo en la unicidad de su rasgo
característico. Mientras el destino desarrolla la infinita complicación de la
persona culpable, la complicación y fijación de su culpa, el carácter da la
respuesta del genio a la mítica esclavitud de la persona en el contexto de la
culpa. La complicación se convierte en simplicidad, el destino en libertad.
Porque el carácter del personaje cómico no es el fantoche de los deterministas,
sino el fanal bajo cuyo rayo aparece visiblemente la libertad de sus actos. Al
dogma de la natural culpabilidad de la vida humana, de la culpa originaria,
cuya fundamental insolubilidad constituye la doctrina y cuya ocasional solución
constituye el culto del paganismo, el genio opone la visión de la natural
inocencia del hombre. Esta visión permanece a su vez en el ámbito de la
naturaleza, pero los conocimientos morales están tan próximos a su esencia como
la idea opuesta lo está a las formas de la tragedia. Pero la visión del
carácter es liberadora bajo todas las formas: está en relación con la libertad
(como no es posible mostrar aquí) a través de su afinidad con la lógica. El
rasgo de carácter no es por lo tanto el nudo de la red, sino el sol del
individuo en el cielo incoloro (anónimo) del hombre, que arroja la sombra de la
acción cómica. (Y esto sitúa la profunda observación de Cohen de que toda
acción trágica, por sublime que se alce sobre sus coturnos, arroja una sombra
cómica sobre un contexto más pertinente.)
Los signos fisiognómicos, como los demás signos divinatorios, debían servir necesariamente para los antiguos sobre todo para la investigación del destino, conforme a la supremacía de la fe pagana en la culpa. La fisiognómica, como la comedia, fueron manifestaciones de la nueva edad del genio. La fisiognómica moderna muestra aún su relación con el antiguo arte divinatorio a través del estéril acento moral de sus conceptos, así como también por su tendencia a la complicación analítica. Justamente en este sentido han visto mejor los fisonomistas antiguos y medievales, que entendieron que el carácter puede ser captado sólo bajo pocos conceptos fundamentales, moralmente indiferentes, como los que trató de fijar, por ejemplo, la teoría de los temperamentos.
Texto redactado entre septiembre y noviembre de 1919 y publicado por
primera vez en 1921 en la revista Die Argonauten.
*++