lunes, 11 de noviembre de 2019

LA DEMOCRACIA DE LOS IDIOTAS



La democracia de los idiotas (idiotés): lo común y lo propio

 Una vaca pastando 

En este nuevo artículo de la serie 'Disruptiva', la filósofa reflexiona sobre por qué no hay democracia si no vela por lo común y sin participación de la ciudadanía.

lamarea
09 noviembre 2019

A menudo olvidamos que las palabras que empleamos tienen su propia historia. “Idiota” es una y “democracia” es otra. Para empezar “idiota”, del griego idiotés, significaba en el contexto en el que comenzó a ser utilizada, la Grecia clásica, aquel que se desentiende de los asuntos de la comunidad bien porque no participa de la política o bien porque, desinteresado, vela por sus propios intereses. De ahí, de lo “propio” y “particular” asociado a la raíz “idios”, procede “idioma” (medio para expresar lo “propio”) o “idiosincrasia” (“temperamento propio”), es decir idiota es únicamente aquel que se centra en su particularidad y piensa que los asuntos de la comunidad no le afectan. Este es el sentido que quiero recuperar. 

Es interesante hacer notar que el uso de ese concepto coincide con el nacimiento de la democracia porque, aunque bien sabemos que la democracia clásica poco tiene que ver con la nuestra, si hay algo que se comparte y se defiende en esta época, la Grecia del siglo V a.c., es que la comunidad, como bien dijera Aristóteles, nos constituye de un modo mucho más profundo de lo que pudiéramos pensar. “El hombre por naturaleza -leemos en la Política– es un animal social” y lo es, entre otras cosas porque tiene palabra para manifestar lo justo y lo injusto “y la participación comunitaria de esas cosas constituye la casa y la ciudad” (1253a). De ahí, en un texto precioso que encontramos en la Ética a Nicómaco a propósito de la amistad leemos: “He aquí lo que se produce cuando se convive y se intercambian palabras y pensamientos, porque así podría definirse la sociedad humana, y no, como la del ganado, por el hecho de pacer en el mismo prado” (1170b11). 

En su contexto sociohistórico, no estar apartado de los asuntos públicos es clave porque estas discusiones y toma de decisiones afectan a la vida de cada ciudadano en tanto en cuanto de ese intercambio e interacción en comunidad se construye (en griego polizo) la ciudad (polis) y surge un modelo de sociedad. Ser un idiota por tanto es no participar de esa construcción. Hannah Arendt aplica esta distinción para dar cuenta de cómo los verdaderos ciudadanos de la Grecia clásica son aquellos cuya voz es visible en el ámbito público mientras que aquellas voces que están recluidas en el ámbito de la casa (oikós) -nosotras, mujeres-  no tendríamos derecho a ser escuchadas y, por tanto, no podríamos participar en decisiones que nos afectan. Serían idiotés: no porque no quisieran, sino porque no eran consideradas ciudadanas. La connotación negativa de “idiota” viene a posteriori. 

El idiota nada tiene que ver con el imbécil que, por cierto, se emplea para calificar a aquel que carece de bastón porque, al ser muy joven, no lo necesita. Por extensión el imbécil es el que aún no tiene fundamento ni autoridad porque no ha tenido tiempo para madurar. El sentido negativo llegó mucho después, como sucede en el caso de “idiota”. Velar por lo propio o estar en lo propio no deja margen al diálogo. En Grecia literalmente es imposible. Hoy en día hablaríamos de incomunicación: cuando uno habla “su propio idioma”. No deja de ser curioso que lo común (koinós), aluda inicialmente, no al idioma, sino a la lengua común con la que todos pueden entenderse y dialogar. 

De ahí que una democracia no funcione sin participación: si todos se apartan se disuelve la democracia, que solo alcanza su sentido desde el intercambio de palabras y pareceres en un discurso que, en su diversidad y pluralidad, contiene y construye el marco en el que ha de vivirse. Una democracia de los idiotas, desde esta perspectiva, describe entonces una comunidad en la que sus miembros no se dan cuenta de su pertenencia, que puede ser a su pesar, a una sociedad en el que unos sujetos se afectan a otros y que precisamente por ello es intersubjetiva. Dicho de otro modo: lo que usted, lector o lectora haga, me afecta a mí. Su decisión aunque sea suya tiene un impacto directo en el nosotros, porque sí: somos en un nosotros por mucho que la primera persona del singular aparezca siempre en primer plano. Esta es la vuelta de tuerca: que si la comunidad nos constituye, en realidad “lo propio” o “lo nuestro” no existe como algo aislado o independiente, ajeno al resto. 

“Lo propio” no sólo afecta a lo “propio” de los demás, sino que lo propio sólo alcanza su sentido en el seno de una comunidad que se construye desde el nosotros. Del yo al nosotros, por decirlo con Hegel, pero también al revés: del nosotros al yo. Idiotés es, desde el sentido griego, quien vela por lo propio, es decir, aplicado a nuestra democracia, quien vota sin pensar en las consecuencias para la comunidad al centrarse en sus propios intereses, aunque estos generen injusticia social o dolor y sufrimiento personal a otros que forman parte de nuestro nosotros, lo queramos o no. Idiotés es, también, el que no participa porque le es indiferente. Esto es clave. Indiferencia no es abstención. 

Hay varias formas de construir comunidad como puede ser expresar el desacuerdo con las políticas y las propuestas de los políticos. La abstención puede ser una opción política válida y respetable en tanto en cuanto expresa una disconformidad con el sistema, pero la indiferencia es algo muy distinta. Nadie dirá que es reprobable reaccionar con indiferencia ante aquello que carece de importancia, pero sí lo será si la situación afecta decisivamente al otro –afecte o no directamente a nuestras vidas- porque en este caso el indiferente separa tajante y egoístamente su mundo del otro. No “siente” el nosotros y se centra en “su yo”. 

Quien se abstiene, sin embargo, no es por desafección, no porque le de igual, sino porque quiere, de algún modo, mostrar la disconformidad con el sistema, es decir que se visibilice. Una forma poética, como me argumentaba D.H. por redes sociales, de hacer visible otro camino frente a las alternativas que se presentan. Una forma de no-hacer que implica por tanto un “hacer”: el intento de hacer visible una grieta en el sistema para generar otras posibilidades. Quien se abstiene, se aparta de las opciones posibles de construcción porque intenta reivindicar otra. Por eso no es un idiotés porque busca otro camino para la comunidad. Y sin embargo, los efectos son los mismos a nivel democrático: decidir no elegir entra dentro de las opciones de un sistema -que ciertamente hay que repensar y mucho-, pero que equipara finalmente a nivel de voto la indiferencia con la abstención. Las consecuencias son las mismas: quedar fuera de la construcción de lo común y dejar a ésta en manos de otros que quizá sean realmente idiotas (idiotés) porque votan y gobiernan únicamente para sus “propios” intereses. 

No ha de olvidarse que la política democrática debería consistir en construir dialécticamente para todos. Es decir, construir comunidad en la diferencia y no en la uniformidad. Cuántas cosas hemos normalizado. En realidad una democracia que no vela por lo común, sino tan solo por lo propio, no es democracia, que es lo mismo que decir que la democracia de los idiotas no es democracia, sino pacer en un mismo prado y pelearnos por la hierba. Y eso (parece) que ni las vacas lo hacen.  

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NUESTRAS POLITICOS Y NUESTROS POLÍTICAS (A LAS/LOS DE IZQUIERDAS/DOS ME REFIERO / ME REFIERA) DEJAN DE SER UNOS IGNORANTES ILUSTRADOS Y UNOS CRETINOS PRESUNTUOSOS Y SE PONEN A LEER EL CAPITAL DE MARX PARA QUE NOS EXPLIQUEN A LOS DEMÁS QUÉ ES EL CAPITALISMO, PARA DEJAR CLARO, CLARITO , CLARO, QUE DENTRO DE LOS PARÁMETROS CAPITLAISTAS NO SE PUEDE SUPERAR LA CRISIS DE 2008, Y QUE COMO SIGAMOS POR EL CAMINO QUE VAMOS, ACABAMOS TODOS EN EL FONDO DEL LODAZAL, LOS SEÑORES CAPIS, INCLUIDOS LOS MÁS PINTUREROS DEL CAPITAL, Y LOS VOTANTES DE VOX, TAMBIÉN



España hacia el caos sin remedio (como el resto del mundo)

Rebelión

Ganas de escribir
11.11.2019



El titular de este artículo puede parecer exagerado si la palabra caos se interpreta en su sentido más coloquial. Pero yo la uso ahora como la utilizaba Immanuel Wallerstein para referirse a la situación en la que va a encontrarse dentro de poco el capitalismo de nuestra época. 

El sociólogo estadounidense, fallecido por cierto el pasado mes de agosto, decía que nuestro sistema social y económico se dirige al caos porque desde la gran crisis de los años sesenta y setenta del siglo pasado se viene alejando constantemente de la «normalidad». Una deriva hacia la inestabilidad y el desorden que es consecuencia de la crisis estructural en la que se encuentra desde entonces y que se hace cada vez más visible a nuestro alrededor en conflictos de todo tipo, en el auge de los populismos, del deterioro ambiental, en crisis comerciales, de deuda y financieras, en la extensión de un auténtico imperio de la mentira, en el debilitamiento de las democracias y las libertades, en la desigualdad creciente y en el clima general de desconcierto y falta de soluciones en el que vivimos últimamente, entre otras manifestaciones. 

Curiosamente, son los propios capitalistas quienes más rápidamente se han dado cuenta de ello y los que reclaman con más urgencia medidas de reforma que puedan hacer frente al caos y al desorden generalizado para evitar el colapso del sistema. La declaración que hizo el pasado verano una organización tan a favor del capitalismo como la Business Roundtable, que reúne a los ejecutivos de las 200 mayores empresas de Estados Unidos, es significativa: reconocía que el «sueño americano» se está «deshilachando» y, en lugar de seguir manteniendo la tesis tradicional de que la gestión empresarial debe tener como único beneficiario al accionista, afirmaba que las grandes empresas deben trabajar «para promover una economía que sirva a todos los estadounidenses». Puede parecer simple retórica, pero es un cambio muy significativo cuando en Estados Unidos se registra la etapa de crecimiento más larga de su historia mientras que la desigualdad, el empleo miserable, el deterioro ambiental y la pobreza crecen sin parar. 

Lo que está ocurriendo en todo el planeta es una paradoja: el capitalismo neoliberal está entrando en crisis terminal como consecuencia de su propio éxito como sistema de dominación. Su problema es que ha garantizado la apropiación masiva del beneficio pero a costa de llegar a la exageración e incluso a la aberración, monopolizando las fuentes de la toma de decisiones y convirtiendo al uso del poder y de la información en la fuente de la ganancia en detrimento de la actividad productiva. Pero al concentrar en extremo el poder ha generado una correlación de fuerzas tan favorable a las grandes corporaciones que ha terminado destruyendo los equilibrios básicos e imprescindibles que precisa tener cualquier sociedad si no quiere arder en la hoguera que antes o después prenden quienes se quedan sin nada. 

El capitalismo había conseguido mantener el orden social y la legitimación cuando permitía que una parte de los de abajo llegara arriba o, al menos, que se beneficiara también de buena parte de la riqueza que se creaba, y cuando permitió que existieran mecanismos de contrapoder. Pero, asustado por la gran crisis de los años setenta del siglo pasado, apostó tan fuerte y con tanto éxito por el beneficio y la concentración del poder que ha creado un mundo en el que millones personas, o incluso naciones enteras, saben que ya nada tienen que perder porque nada hay que puedan ganar. El capitalismo neoliberal es el del todo o nada, el capitalismo sin ningún tipo de bridas, y eso es lo que ha producido la «anormalidad» creciente que le lleva sin remedio al caos y al colapso. 

España está inmersa en esa misma crisis, aunque sus manifestaciones sean diferentes. Y no deja de ser curioso que la única persona que en periodo electoral está hablando de los males del capitalismo y de la necesidad de reformarlo sea la presidenta del Banco de Santander, Ana Patricia Botín: «necesitamos un cambio. El capitalismo ha sobrevivido gracias a que ha sabido adaptarse a los cambios. Ahora debe volver a hacerlo. Y esta intención no debe quedarse en palabras». 

Nuestro país, nuestra sociedad y nuestra vida política, también se vienen alejando progresivamente de la «normalidad» para dirigirse inevitablemente hacia el desorden y la inestabilidad permanente por una sencilla razón: las piezas que han venido sosteniendo al sistema dejaron de funcionar bien y son ya incapaces de mantenerlo en situación de equilibrio, mientras que todavía no hay otras de recambio que permitan devolverle el orden y la estabilidad. 

El orden y la estabilidad del sistema político y, en general, de la sociedad española de esta etapa democrática se han basado en la existencia de dos grandes partidos, el PP y el POSE, que hace tiempo que perdieron la legitimidad y capacidad necesarias para mantener el sistema en equilibrio, el orden de escuadra, por utilizar un término militar, que es preciso mantener para que las cosas no se desmanden y el sistema siga funcionando normalmente. 

Cuando los dos grandes partidos entraron en crisis, transmitiéndola desde las más altas instituciones del Estado hasta la arquitectura territorial en la que se basa la cohesión básica de una nación, la propia sociedad creó los antídotos en forma de nuevos movimientos y partidos, pero ninguno de ellos ha sido capaz de constituirse en el cemento de un nuevo estado de cosas. Y así es como, casi desde 2011 y sobre todo desde 2015, nos venimos encontrando en un va y viene continuo que no tiene solución posible porque se está intentando dar solución a los problemas con las mismas piezas, relatos y lógicas que los han provocado. 

Y es por ello por lo que ninguno de los escenarios posibles que puedan darse tras las elecciones va a poder proporcionar estabilidad. 

Los enfrentamientos entre las fuerzas de izquierda han creado un clima que hace extremadamente difícil, por no decir imposible, que se de la armonía necesaria para gobernar bien y para poner en marcha con suficiente estabilidad y garantías un programa de transformaciones progresistas para España. Y, como la sociedad está rota y no cohesionada, si finalmente hubiera un gobierno de ese perfil, la derecha constituiría un frente de oposición brutal, dispuesto a incendiar lo que haga falta -incluido el conflicto civil como el que han avivado irresponsablemente en Cataluña en los últimos años- para acabar con las políticas de izquierdas, por moderadas que sean. Y el posible triunfo del bloque de derechas (no se olvide que Andalucía siempre ha marcado la senda estratégica de la política española) no haría sino reforzar los procesos y problemas que he mencionado y que han provocado la crisis estructural en la que nos encontramos en España y en todo el mundo. 

Las fuerzas que nacieron para regenerar la situación política (Ciudadanos y Podemos) han mostrado su total inutilidad. Las novísimas, o son puros embriones como Más País, o peligrosas variantes del fascismo neoliberal que ya proliferan en otros países, como Vox. Y una entente entre el Partido Popular y el PSOE no sólo podría llevar a este último partido a la irrelevancia en la que se encuentran los que hicieron lo mismo en otros países, sino que daría lugar a que el sistema se quedara sin reservas a la primera de cambio, siendo, al final, sólo un paso más y más rápido hacia el caos. 

España no tiene arreglo con los actuales sujetos políticos ni con el discurso de espectáculo que se utiliza para plantear los problemas sociales, ni con la lógica de enfrentamiento cainita que se ha generado como subproducto de la democracia de baja intensidad en la que vivimos, ni con una economía y unos medios de comunicación sometidos sin disimulo al dictado de los grupos oligárquicos. Y eso es grave porque los problemas que tenemos delante de nuestras narices no admiten soluciones de compromiso ni cogidas con hilo. Me refiero, entre otros, a desastres como la corrupción, la mentira generalizada, la ausencia de rendición de cuentas, la constante descalificación del adversario y la consideración como enemigo de quien simplemente no piensa como nosotros, la venta de España a los grandes intereses económicos, el poder desnudo de las grandes empresas y de los bancos, la desindustrialización, el desmantelamiento de nuestro sistema de servicios públicos y de ciencia y tecnología, la manipulación mediática o, sobre todo, nuestra incapacidad para entender que tenemos algo en común que se llama España y que no puede ser sólo de una parte de los españoles sino de todos por igual. 

Es ingenuo creer que las elecciones del 10N puedan proporcionar algún tipo de solución estable. Los problemas sistémicos, estructurales, como los que estamos viviendo no generan pequeñas heridas sin importancia sino el colapso de los sistemas, y eso es lo que está comenzando a suceder en España y en el mundo. Las viejas orquestas dedicadas a difundir música de siempre no podrán evitarlo. Se necesitan otros proyectos. Las reformas que anhelan Ana Botín y los grandes dirigentes capitalistas pueden darle de nuevo un aire diferente al capitalismo pero nada ni nadie puede ser contrario a sí mismo, así que están condenadas a dar el mismo tipo de problemas a medio y largo plazo. Hay que hacer frente al gran expolio, de riqueza y de derechos, que han llevado a cabo, al mundo digital que se abre paso, a una naturaleza destrozada y a una sociedad fragmentada, ensimismada y engañada. Y para eso hacen falta otros sujetos y un nuevo tipo de liderazgo, de lenguaje y de discurso político, nuevos mecanismos de representación y de control más genuinos y democráticos, nuevas formas de propiedad, de instituciones de gobierno y de relaciones sociales, liberarnos de la dictadura de la mercancía, una nueva cultura política y un nuevo ejercicio de la ciudadanía, un proyecto socialista, o llámese como se quiera llamar, que quiera y sepa ir más allá del capitalismo. Y además, la capacidad de saber resolver con justicia y sostenibilidad los problemas del día, cada vez más difíciles de abordar en medio de tantas turbulencias. 

Fuente: http://www.juantorreslopez.com/espana-hacia-el-caos-sin-remedio-como-el-resto-del-mundo/

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BOLIVIA. EL TRABAJADOR SE SALVA A SÍ MISMO O NO HAY QUIEN LO SALVE



El golpe en Bolivia: cinco lecciones

11.11.2019


La tragedia boliviana enseña con elocuencia varias lecciones que nuestros pueblos y las fuerzas sociales y políticas populares deben aprender y grabar en sus conciencias para siempre. Aquí, una breve enumeración, sobre la marcha, y como preludio a un tratamiento más detallado en el futuro.  Primero, que por más que se administre de modo ejemplar la economía como lo hizo el gobierno de Evo, se garantice crecimiento, redistribución, flujo de inversiones y se mejoren todos los indicadores macro y microeconómicos la derecha y el imperialismo jamás van a aceptar a un gobierno que no se ponga al servicio de sus intereses.

Segundo, hay que estudiar los manuales publicados por diversas agencias de EEUU y sus voceros disfrazados de académicos o periodistas para poder percibir a tiempo las señales de la ofensiva. Esos escritos invariablemente resaltan la necesidad de destrozar la reputación del líder popular, lo que en la jerga especializada se llama asesinato del personaje (“character assassination”) calificándolo de ladrón, corrupto, dictador o ignorante. Esta es la tarea confiada a comunicadores sociales, autoproclamados como “periodistas independientes”, que a favor de su control cuasi monopólico de los medios taladran el cerebro de la población con tales difamaciones, acompañadas, en el caso que nos ocupa, por mensajes de odio dirigidos en contra de los pueblos originarios y los pobres en general.

Tercero, cumplido lo anterior llega el turno de la dirigencia política y las elites económicas reclamando “un cambio”, poner fin a “la dictadura” de Evo que, como escribiera hace pocos días el impresentable Vargas Llosa, aquél es un “demagogo que quiere eternizarse en el poder”. Supongo que estará brindando con champagne en Madrid al ver las imágenes de las hordas fascistas saqueando, incendiando, encadenando periodistas a un poste, rapando a una mujer alcalde y pintándola de rojo y destruyendo las actas de la pasada elección para cumplir con el mandato de don Mario y liberar a Bolivia de un maligno demagogo. Menciono su caso porque ha sido y es el inmoral portaestandarte de este ataque vil, de esta felonía sin límites que crucifica liderazgos populares, destruye una democracia e instala el reinado del terror a cargo de bandas de sicarios contratados para escarmentar a un pueblo digno que tuvo la osadía de querer ser libre.

Cuarto: entran en escena las “fuerzas de seguridad”. En este caso estamos hablando de instituciones controladas por numerosas agencias, militares y civiles, del gobierno de Estados Unidos. Estas las entrenan, las arman, hacen ejercicios conjuntos y las educan políticamente. Tuve ocasión de comprobarlo cuando, por invitación de Evo, inauguré un curso sobre “Antiimperialismo” para oficiales superiores de las tres armas. En esa oportunidad quedé azorado por el grado de penetración de las más reaccionarias consignas norteamericanas heredadas de la época de la Guerra Fría y por la indisimulada irritación causada por el hecho que un indígena  fuese presidente de su país. Lo que hicieron esas “fuerzas de seguridad” fue retirarse de escena y dejar el campo libre para la descontrolada actuación de las hordas fascistas -como las que actuaron en Ucrania, en Libia, en Irak, en Siria para derrocar, o tratar de hacerlo en este último caso, a líderes molestos para el imperio- y de ese modo intimidar a la población, a la militancia y a las propias figuras del gobierno. O sea, una nueva figura sociopolítica: golpismo militar “por omisión”, dejando que las bandas reaccionarias, reclutadas y financiadas por la derecha, impongan su ley. Una vez que reina el terror y ante la indefensión del gobierno el desenlace era inevitable.

Quinto, la seguridad y el orden público no debieron haber sido jamás confiadas en Bolivia a instituciones como la policía y el ejército, colonizadas por el imperialismo y sus lacayos de la  derecha autóctona.  Cuando se lanzó la ofensiva en contra de Evo se optó por una política de apaciguamiento y de no responder a las provocaciones de los fascistas. Esto sirvió para envalentonarlos y acrecentar la apuesta: primero, exigir balotaje; después, fraude y nuevas elecciones; enseguida, elecciones pero sin Evo (como en Brasil, sin Lula); más tarde, renuncia de Evo; finalmente, ante su reluctancia a aceptar el chantaje, sembrar el terror con la complicidad de policías y militares y forzar a Evo a renunciar. De manual, todo de manual. ¿Aprenderemos estas lecciones?
 
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POR QUÉ ESTUDIAR LA REVOLUCIÓN RUSA? (3/4)



¿Por qué estudiar la Revolución Rusa?
3/4
por David North º
20 marzo 2017
World Socialist Wed Site
Wsws.org

Publicada por el Comité Internacional de la Cuarta Internacional (CICI)




El surgimiento del “poder dual”

Para la tarde del lunes 27 de febrero, el régimen dinástico de los Romanov, que había gobernado Rusia desde 1613, ya había sido derrocado por el movimiento de las masas de obreros y soldados. La destrucción del antiguo régimen suscitó inmediatamente la cuestión política de qué reemplazaría a la autocracia. Los confusos y asustados representantes políticos de la burguesía rusa se reunieron en el Palacio de Tauride. Establecieron el Comité provisional de la Duma Estatal que, poco después, se constituyó como Gobierno Provisional. La principal preocupación de la burguesía, aterrorizada por el movimiento de masas, fue traer a la revolución bajo control tan pronto como fuera posible, limitar cualquier daño que pudiese resultar para los intereses materiales de los ricos y dueños de la propiedad privada y continuar la participación de Rusia en la guerra imperialista.

Al mismo tiempo y en el mismo edificio, los representantes electos del pueblo conformaron el Sóviet de los Diputados de Obreros y Soldados para defender y promover los intereses de las masas revolucionarias. En la formación de este instrumento de poder obrero real y potencial, la clase obrera rusa se basó en la experiencia de la Revolución de 1905. Mientras que en 1905 el Sóviet de San Petersburgo, presidido por León Trotsky, fue establecido hasta las semanas finales del movimiento de masas de la clase obrera, el Sóviet de Petrogrado cobró vida en la primera semana de la Revolución de 1917.

Las divisiones de clase dentro de la sociedad rusa, aún sin resolver tras el derrocamiento de la autocracia zarista, se vieron reflejadas en el carácter dual de poder. La existencia de dos autoridades gubernamentales rivales, representando a fuerzas de clase irreconciliablemente hostiles, era algo intrínsecamente inestable. Explicando el significado político de este peculiar fenómeno, Trotsky escribió: “La separación de la soberanía no augura nada menos que una guerra civil”.[14]

Durante los siguientes ocho meses, el desarrollo de la revolución siguió las líneas del conflicto entre el Gobierno Provisional burgués y el Sóviet de los Diputados de Obreros y Soldados. Si se hubiese podido determinar el resultado con base en algún tipo de cálculo matemático de las fuerzas en conflicto, no habrían sido necesarios ocho meses para resolver el asunto.

Desde un principio, el Gobierno Provisional burgués no tenía esencialmente nada de poder. Su autoridad política dependía casi enteramente del apoyo que recibió de dirigentes del Sóviet, principalmente de los mencheviques y socialrevolucionarios. Ellos insistieron que la revolución era de carácter exclusivamente burgués y democrático, que un derrocamiento socialista del capitalismo no estaba en el orden del día y que, por lo tanto, el Sóviet — el cuerpo representativo de la clase obrera y de los campesinos pobres — no podía ejercer poder en sus propias manos.

Durante las primeras semanas que siguieron tras la victoriosa Revolución de Febrero, la aquiescencia del comité ejecutivo del Sóviet no fue cuestionada. Incluso el Partido Bolchevique, con Lenin aún fuera de Rusia y su dirección en manos de Kámenev y Stalin, se doblegó ante el apoyo del comité ejecutivo al Gobierno Provisional y, por lo tanto, a continuar la participación de Rusia en la guerra. Esta postura de adaptación política prosiguió hasta que Lenin regresó a Rusia el 4 de abril.

El regreso de Lenin a Petrogrado

El regreso de Lenin a Rusia, y su llegada a la estación de Finlandia en Petrogrado, figura entre los episodios más dramáticos de la historia mundial. El estallido de la Revolución lo encontró en Suiza, viviendo en un pequeño apartamento de Spiegelgasse, en el casco antiguo de Zúrich. Las circunstancias del viaje de Lenin de la Hauptbahnhof o estación central de trenes de Zúrich a Petrogrado fueron una cuestión política de gran importancia en el transcurso de la revolución. Bajo condiciones de guerra, la posibilidad de un rápido regreso a Rusia desde una Suiza sin salida al mar requería que viajara por Alemania. Lenin comprendía muy bien que los chauvinistas reaccionarios protestarían su decisión de viajar por un país que estaba en guerra con Rusia. Pero el tiempo era vital. En su ausencia, el Partido Bolchevique estaba siendo arrastrado a la órbita de los dirigentes mencheviques del Sóviet, cuya postura era de compromiso con el Gobierno Provisional. Lenin negoció los términos de su viaje, atravesando Alemania en un “tren sellado”, que excluyera toda posibilidad de cualquier contacto entre él y los representantes del Estado alemán.

Desde el momento en que Lenin recibió noticias del estallido de la revolución en Rusia, comenzó a formular una política de irreconciliable oposición revolucionaria al Gobierno Provisional. Su respuesta inicial a la revolución quedó registrada en una serie de comentarios detallados conocidos como las Cartas desde lejos.

Las políticas que Lenin propuso en los primeros días de la revolución se basaron en su análisis de la guerra imperialista y daban continuidad al programa revolucionario antibélico por el que había combatido en la Conferencia de Zimmerwald, en septiembre de 1915. Allí, Lenin insistió en que la guerra imperialista conduciría a la revolución socialista. La consigna que avanzó, “¡Transformar la guerra imperialista en una guerra civil!”, fue una concretización programática de esta perspectiva. Lenin vio la expulsión de la autocracia zarista como una confirmación de su análisis. La Revolución en Rusia no fue un evento nacional autónomo, sino la primera etapa del levantamiento de la clase obrera europea contra la guerra imperialista y, por lo tanto, el comienzo de la revolución socialista mundial.
El análisis hecho por Lenin utilizando el marco internacional de la guerra mundial lo posicionó en conflicto, no solo con los líderes mencheviques del Sóviet, sino con importantes secciones de la dirección bolchevique en Petrogrado. Los líderes mencheviques sostuvieron que, al derrocar al Zar, el carácter político de la participación de Rusia en la guerra había cambiado. Se había convertido, según alegaban, en una guerra legítima de defensa nacional.

La respuesta inicial del Partido Bolchevique, formulada por los dirigentes de más bajo nivel en Petrogrado, fue reafirmar la postura intransigente contra la guerra por la que Lenin había luchado en Zimmerwald, reiterando su llamado a convertir la guerra imperialista en una guerra civil. Sin embargo, conforme líderes viejos llegaban de su exilio en Siberia a Petrogrado, la línea política del partido fue cambiando.

La llegada de Kámenev y Stalin a Petrogrado a mediados de marzo produjo casi inmediatamente un cambio dramático en las políticas del partido. Adoptando una posición defensista que justificaba la continuación de la guerra, Kámenev, con el apoyo de Stalin, publicó una declaración en el periódico bolchevique, Pravda, el 15 de marzo, donde manifestó: “Cuando un ejército se enfrenta a otro, sería la medida más ciega llamar a uno de ellos a dejar sus armas e irse a casa… Un pueblo libre se mantendrá en su puesto firmemente, respondiendo bala por bala”.[15]

“Las tesis de abril”

Sujánov dejó escrita una vívida descripción del regreso de Lenin a Rusia. El Partido Bolchevique le organizó una bienvenida emotiva. Los líderes del Sóviet, al reconocer que tantos años de actividad de Lenin le habían adquirido un inmenso prestigio entre los trabajadores más conscientes de Petrogrado, se vieron obligados a participar. Lenin se bajó del tren y recibió un espléndido ramo de rosas rojas, las cuales contrastaron de forma extraña con su atuendo convencional. Claramente encantado de haber llegado a la capital de la revolución, Lenin se dirigió rápidamente a la sala de espera de la estación de Finlandia. Allí encontró una melancólica delegación de líderes del Sóviet, dirigidos por su presidente menchevique, Nikolái Chjeídze. Con una sonrisa nerviosa, la bienvenida oficial del presidente consistió en apelar a Lenin para que no destruyera la unidad de la izquierda. Lenin, según Sujánov, si acaso le prestó atención al discurso del presidente del Sóviet de Petrogrado, como si no tuviese nada que ver con él. Lenin volvía a ver al techo, buscaba en la audiencia a alguien conocido y arreglaba las flores de su ramo que todavía conservaba en sus manos. Tan pronto como Chjeídze concluyó su sombría intervención, Lenin tomó el escenario y comenzó a lanzar sus rayos:

Queridos camaradas, soldados, marineros y obreros, estoy feliz de saludar en ustedes a la victoriosa revolución rusa, y los saludo como la vanguardia del ejército proletario mundial… La piratesca guerra imperialista es el comienzo de la guerra civil en Europa. La hora está cerca cuando nuestro camarada, Karl Liebknecht, llame a los pueblos a voltear sus armas contra sus propios explotadores capitalistas... La revolución socialista mundial acaba de comenzar... Alemania está hirviendo... Cualquier día, el capitalismo europeo se hundirá. La revolución rusa, efectuada por ustedes, ha preparado el camino y dado inicio a una nueva era. ¡Qué viva la revolución socialista mundial![16]

Sujánov describió el impresionante impacto que tuvieron las palabras de Lenin:

¡Todo fue muy interesante! De repente, ante los ojos de todos, completamente absorbidos por el rutinario trabajo de la revolución, se nos presentó una luz deslumbrante y exótica que borró todo “por lo que vivíamos”. La voz de Lenin, escuchada directamente desde el tren, fue una “voz desde afuera”. Tocó dentro de nosotros en la revolución una nota que no fue, para dejar claro, una contradicción, pero que sí fue novedosa, dura y algo ensordecedora.[17]

Recordando su propia reacción a las palabras de Lenin, Sujánov reconoció que “Lenin tenía muchísima razón... al reconocer el comienzo de la revolución socialista mundial y establecer una conexión inquebrantable entre la guerra mundial y el desplome del sistema imperialista…”. Pero Sujánov, personificando una ambivalencia política que caracterizó hasta a los más izquierdistas de los mencheviques, no pudo ver la posibilidad de convertir la perspectiva de Lenin, aunque fuese correcta, en acciones revolucionarias prácticas.

Después de la recepción en la estación de Finlandia, Lenin procedió a una breve cena con sus antiguos camaradas y luego a una reunión en la que dio un reporte informal de dos horas, donde esbozó lo que ampliaría luego y entraría en la historia como “Las tesis de abril”. Lenin explicó que la revolución democrática sólo podía ser defendida y completada a partir de una revolución socialista que repudiara la guerra imperialista, derrocara al Gobierno Provisional burgués y les transfiriera el poder estatal a los sóviets.

Sujánov, quien logró ingresar a la reunión a pesar de no ser miembro del partido, describió el informe:

No creo que Lenin, apenas saliendo de un tren sellado, tenía planeado exponer en su respuesta su credo entero y todo su programa y sus tácticas para la revolución socialista mundial. Este discurso probablemente fue en gran parte una improvisación, y, por lo tanto, careció de cualquier densidad especial o plan elaborado. Sin embargo, logró perfeccionar cada parte individual de su discurso, cada elemento, cada idea; fue claro que estas ideas lo habían tenido ocupado por mucho tiempo y que las había defendido varias veces. Esto quedó demostrado por la asombrosa riqueza de su vocabulario, toda la deslumbrante cascada de definiciones, matices e ideas paralelas (explicativas), que sólo pueden ser producto de un trabajo mental fundamentado.

Lenin comenzó, por supuesto, con la revolución socialista mundial que estaba lista para estallar como resultado de la guerra mundial. La crisis del imperialismo, la cual se reflejaba en la guerra, sólo podía llegar a ser resuelta por el socialismo. La guerra imperialista... no tenía otro curso posible más que el de una guerra civil y sólo podía ser terminada por una guerra civil, por una revolución socialista mundial.[19]

El programa político de Lenin, donde alineó su estrategia con la teoría de la revolución permanente de Trotsky, no se basó primordialmente en medir las circunstancias y oportunidades determinadas nacionalmente y como existían en Rusia. La cuestión esencial a la que se enfrentaba la clase trabajadora no era si Rusia, como Estado nacional, había alcanzado un nivel suficiente o no de desarrollo capitalista que le permitiera una transición al socialismo. Más bien, la clase obrera rusa se enfrentó a una situación histórica cuyo destino estaba inextricablemente unido a la lucha de la clase obrera europea en oposición a la guerra imperialista y al sistema capitalista del cual surgió la guerra.

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