Numerosos analistas
sugieren que el detonante de una guerra EEUU-China sería la anexión de la isla
por parte del gobierno de Pekín. Sin embargo, visto desde la óptica china, ese
conflicto, hoy por hoy, no tiene por qué aparecer.
La cuestión de Taiwán, a principios de 2024
Alberto Bradanini
El Viejo Topo
16 febrero, 2024
En una reunión
del American Enterprise Institute celebrada el 2 de noviembre
de 2021 en Florida –en presencia de personalidades políticas del frente
trumpista, como H. Brands, D. Blumenthal, G. Schmitt, M. Mazza, J. Bolton y
otros–, la derecha republicana había llegado a la conclusión de que la
estrategia china de reabsorción de la isla no tiene nada de
excéntrico ni de ideológico. Incluso un gobierno imaginario favorable a Estados
Unidos pondría la recuperación de Taiwán, un territorio históricamente chino,
en el primer lugar de la agenda política, pero esto choca con la mayoría de los
taiwaneses, que por ahora se oponen a ello.
Para los
dirigentes del país, ça va sans dire, la vía preferible debe ser la
pacífica, conscientes de que un hipotético conflicto con Taiwán tendría fuertes
repercusiones sobre la estabilidad y el crecimiento económico, por no hablar de
que las fuerzas armadas de Taipei (al margen de una posible intervención
estadounidense) harían muy costosa en todos los sentidos una hipotética
invasión de la isla.
Las elecciones
presidenciales celebradas en Taiwán el 13 de enero proclamaron vencedor a Lai
Ching-te (William Lai), vicepresidente saliente de la República de China (éste
es el nombre oficial de la isla). Lai, que tomará posesión de su cargo el 20 de
mayo, es ahora el líder del Partido Democrático Progresista (PDP), que ha
gobernado durante los últimos ocho años.
La presidenta
saliente, Tsai Ing-wen, la primera mujer en ganar las elecciones dos veces
consecutivas (2016 y 2020), había dimitido como presidenta del partido el
pasado otoño tras su derrota en las elecciones locales. En cualquier caso, Tsai
no podía optar a la reelección debido a la limitación de mandatos.
Dado que, según
la ley electoral taiwanesa, se declara vencedor a quien obtenga aunque sólo sea
un voto más que los demás candidatos (sistema de mayoría relativa),
Lai se convierte en presidente aunque sólo obtenga el 40,05% de los votos, ya
que sus dos oponentes obtuvieron el 33,49% (Hou Yu-ih, actual alcalde de
Taipei, del partido nacionalista Kuomintang, KMT) y el 26,46% (Ko Wen-je, del
Partido Popular, TPP), respectivamente.
El pasado
noviembre, parecía que el KMT y el TPP podrían unirse con una candidatura
compartida. Sin embargo, los dos partidos no lograron ponerse de acuerdo,
perdiendo una oportunidad histórica. La participación fue del 71,86%, (–3,04%
respecto a 2020) y es la primera vez desde las elecciones de 2000 que el
candidato ganador se sitúa por debajo del 50%.
Ahora bien, si
las elecciones eran la clave para calibrar la voluntad del pueblo taiwanés de
avanzar hacia la independencia, hay que deducir que esta voluntad se ha
reducido significativamente en comparación con hace cuatro años. Lai sólo
obtuvo el 40% de los votos, frente al más del 50% de Tsai Ing-wen en 2020, y
además su partido perdió la mayoría en el Parlamento, lo que dificulta la
gestión del país y hace aún más rocambolesca la hipótesis independentista que
el DPP, consciente de los riesgos, ni siquiera se había planteado seriamente
cuando tenía mayoría absoluta en el Parlamento. Además, antes de proceder por
esa vía, el gobierno tendría que consultar a los 24 millones de habitantes de
la isla recurriendo a un referéndum potencialmente desestabilizador. Aunque la
mayoría de los taiwaneses están en contra de la reunificación, no por ello
están a favor de un tira y afloja con Pekín.
Mientras tanto,
tras las elecciones, el ex asesor de seguridad nacional estadounidense Stephen
Hadley y el ex vicesecretario de Estado James Steinberg –que aterrizó en Taiwán
con provocadora puntualidad junto a otros ex altos funcionarios
estadounidenses– expresaron «su felicitación al pueblo estadounidense» al
presidente electo, que respondió que agradecía a Estados Unidos su firme apoyo a
la democracia taiwanesa por la sólida asociación mutua.
En nombre de la
Administración, el portavoz de la Casa Blanca –al reiterar la profundidad
de las relaciones con Taiwán, que estará gobernada por el mismo
partido durante los próximos cuatro años– declaró que el compromiso de
EEUU con la isla sigue siendo sólido como una roca, basado en principios
bipartidistas y a favor de los amigos, palabras que fuera de la ambigüedad
habitual ocultan la expectativa de Washington de que la isla siga plegándose
a los intereses estadounidenses a cambio de una hipotética protección ante una
amenaza igualmente hipotética.
El Secretario
de Estado, Antony Blinken, alabó la fortaleza de la democracia
taiwanesa, mientras que desde la Casa Blanca, J. Biden, en un tono
inusualmente conciliador, afirmó que Washington no apoya la independencia de la
isla, en línea con el contenido de los conocidos comunicados
conjuntos que, partiendo del reconocimiento de la existencia de una
sola China, habían propiciado la apertura de relaciones diplomáticas entre
ambos países a finales de los años setenta.
En el frente
opuesto, la portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores de Pekín, Mao Ning,
juzgando una provocación la visita a Taiwán de ex altos
funcionarios estadounidenses a menos de dos días de las elecciones,
reafirmó la absoluta oposición de China a cualquier injerencia en
Taiwán, un asunto que, como Pekín no se cansa de repetir, debe
considerarse exclusivamente interno.
Mientras tanto,
al día siguiente de la victoria de Lai, otra nación –Nauru, con poco más de
12.000 habitantes, la más pequeña del mundo– rompía relaciones políticas con
Taiwán, que ahora sólo es reconocido por doce países. Un acontecimiento menor,
pero que ilustra el cambio de temperatura estratégica en el
mundo.
Mientras tanto,
en Occidente, la ola mediática antichina, encabezada por Estados Unidos, no
cesa. Esta última es una nación de 335 millones de habitantes que no tiene
intención de liberarse de la patología irrealista de querer dominar un planeta de
ocho mil millones de personas. En las técnicas subterráneas del expansionismo
estadounidense –donde el Estado profundo se encuentra con el Estado
permanente– la estrategia que prevalece hoy se centra en el complejo
industrial militar frente a los impulsos neocoloniales de
las Grandes Finanzas que extraen la riqueza ajena.
Por tanto,
Washington seguirá avivando el fuego de un conflicto Pekín-Taiwán, con el
objetivo de detener la locomotora china, que en términos demográficos y
económicos constituye el principal desafío al hegemón unipolar. La estrategia
estadounidense consiste en reproducir el guion prescrito para Europa (el
conflicto OTAN/EEUU contra Rusia a través de Ucrania), utilizando esta vez los
recursos humanos y militares de Taiwán, ante la inviabilidad de un
enfrentamiento directo entre dos potencias nucleares.
En cuanto a Xi
Jinping, su pensamiento sobre Taiwán refleja recomendaciones pasadas que Deng
Xiaoping había relegado a la historia allá por 1979. El Pequeño Timonel había
dejado claro que la reunificación de China es una misión histórica de
la nación china, compartida por todos sus hijos, al tiempo que sugería que
debía prescindirse de la retórica de la liberación forzosa. Si en
este momento de la historia, razonaba Deng, las condiciones políticas no lo
permiten, habrá que dejar la solución a las futuras generaciones de
dirigentes de Pekín y Taipei, cuando dichas condiciones sean favorables.
Mientras tanto,
según Xi, los compatriotas a ambos lados del Estrecho están llamados a
trabajar juntos para derrotar cualquier tentación independentista, asegurar un
futuro brillante para el camino de rejuvenecimiento de la nación china y
proteger la soberanía y la integridad territorial del país.
En los últimos
treinta años, los dirigentes chinos se han ceñido al llamado Consenso
de 1992. En aquel año, al término de una histórica reunión en Hong Kong,
las partes acordaron la existencia de una sola China, compuesta por
el continente y las islas, es decir, los territorios controlados por Pekín y
Taipei. En aquella ocasión, sin embargo, no se abordó la cuestión crucial de la
soberanía, mientras que el significado que debía reservarse a la noción
de «una sola China» se dejó a la libre
interpretación de las partes, en la clásica tradición oximorónica china.
Este Consenso,
en su ambigüedad hermenéutica, representaba para Pekín la base política de sus
relaciones con Taiwán, que en cambio en 2016, con la llegada al gobierno de
Tsai Ing-wen, decidió renegar de los entendimientos de 1992,
apostando por una futura metamorfosis de China en un país democrático
liberal al estilo occidental.
Dicho esto, hay
que señalar que, rebus sic stantibus, la única eventualidad
que podría inducir a Pekín a considerar hoy el posible uso de la fuerza es una
declaración de independencia por parte de Taiwán. Queda sin respuesta, a este
respecto, la razón que podría empujar a los dirigentes de la isla por una vía
destructiva, que incluiría un bloqueo naval, bombardeos y devastación de
territorios, infraestructuras, ciudades, con un elevado número de víctimas
civiles y militares, cuando de hecho Taiwán ya es
independiente. Se trata, por tanto, de un escenario sólo concebible si los
dirigentes taiwaneses cedieran a los halagos, presiones o corruptelas de
Estados Unidos. Pero tanto en Taipei como en Pekín, donde los dirigentes tienen
la cabeza sobre los hombros, prevalece un juicioso espíritu de espera, para que
la historia indique la dirección de los acontecimientos hacia un compromiso
aceptable para ambas partes.
Mientras tanto,
mirando más allá del horizonte inmediato, Pekín apuesta por dos perfiles
seductores: a) las relaciones económicas y comerciales, hoy ventajosas para
Taiwán, superávit comercial e importantes inversiones en ambas direcciones; b)
el mantenimiento de una propuesta que prevé una mayor autonomía en caso de que
Taipei acepte la ingeniosa fórmula de Deng (un país, dos sistemas),
hasta ahora aplicada a Hong Kong y Macao, aunque de momento sin éxito.
En cuanto al
calendario de la reunificación, Xi Jinping nunca ha dado fechas precisas,
aunque señala que la cuestión no puede posponerse indefinidamente.
Sin embargo, según algunos análisis occidentales sin pruebas convincentes, el
PCCh ha fijado 2049 como fecha definitiva para la
reunificación. Los argumentos en apoyo de esta tesis serían la aceleración de
los preparativos militares, el aumento de la inversión en la industria
armamentística, la intensificación de las actividades militares sobre el Estrecho,
los ataques aéreos y el uso de tecnologías avanzadas. Esta tesis, como se ha
señalado, era débil y poco persuasiva. Nada más ser elegido a la dirección del
Partido, Xi Jinping había afirmado en 2012, en cambio, que el calendario del
sueño de la nación se centraba en dos
centenarios: a) el surgimiento de una sociedad moderadamente
acomodada en China para el centenario del PCCh (2021); b) la
culminación del rejuvenecimiento nacional para el centenario
de la proclamación de la República Popular (2049). Según la narrativa
occidental, también carente de validación, Pekín haría coincidir el momento de
la reunificación con Taiwán con el del rejuvenecimiento
nacional. En cambio, es plausible que la exégesis de esta locución antiaristotélica –una
de las muchas a las que recurre la dirigencia china– pretenda equilibrar la
dialéctica política con la flexibilidad filosófica. En última instancia, la
ausencia de rigidez léxica o temporal permite al Partido mantener sus promesas
aunque el objetivo de la reunificación no se alcance en 2049. Para terminar,
pues, si son concebibles las ambiciones de Xi Jinping de pasar a la historia
como el reunificador de China, hay que decir que en 2049, si
aún vive, tendrá la madura edad de noventa y seis años, con una influencia
mínima por tanto en tales complejidades.
Fuente: La fionda.
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