REY REINANDO CON EL MAZO DANDO. UN ANÁLISIS DE LA MONARQUÍA Y LA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA DE 1978
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Lorenzo Peña
Sociología Crítica
02.02.2016
02.02.2016
Sumario
- La monarquía, Forma
perdurable del Estado español
- El carácter
parlamentario de la Monarquía española
- El poder real y la
necesidad del refrendo
- La potestad real de
nombrar al presidente del Gobierno
- La potestad regia
de vetar decretos y leyes
- El poder
constituyente del soberano
- Conclusión
Apartado 2.– El carácter
parlamentario de la Monarquía española
Podría resultar
curioso que, cuando la Constitución delimita tan claramente el orden
intraconstitucional, de vigencia circunscrita, temporalmente limitada –y, aun
para ese período, siempre supeditada al principio jurídicamente más alto de una
norma superior, que es la legitimidad histórica encarnada en la Monarquía y en
la supremacía del poder real–, subordinándolo sin tapujos al orden
supraconstitucional, que está por encima de los avatares y vaivenes de
constituciones alterables y de regímenes políticos, juzgue empero necesario
matizar la declaración según la cual España [intemporalmente] es una Monarquía
con el adjetivo «parlamentaria». Se han propuesto diversas lecturas. Una de
ellas es la de que esa declaración de la Constitución (su artículo 1.3) es la
conyunción de dos enunciados, a saber: 1º «La forma política del estado
español es la Monarquía»; 2º La Monarquía española es parlamentaria». Si
admitiéramos una línea semejante de interpretación, podríamos pensar que,
mientras el enunciado 1º es el que define a España como supratemporalmente
monárquica, el 2º tendría una aplicación limitada al período de vigencia de la
presente Constitución; entonces, más que rezar del modo indicado, ese enunciado
2º habría de ser de este tenor: «La Monarquía española viene, por la presente
Constitución, configurada como parlamentaria». Lo inalterable y consustancial
con España como entidad histórico-política sería el poder real, no su modalidad
parlamentaria.
No creo que sea
de descartar esa lectura. Evidentemente, llegado el caso se invocará la misma
para justificar un eventual abandono de las formas parlamentarias, al menos en
su presente versión constitucional. Sin embargo, no me parece que sea
exactamente ésa la intención de nuestros constituyentes del 78. Antes bien, juzgo
que la enfática declaración que encierra en artículo 1.3 expresa la visión que
de España tienen tanto los redactores del texto cuanto el promulgador y
sancionador del mismo –que no es otro que el monarca en persona. Esa visión es
la de que España es, por encima de las vicisitudes y constituciones que van y
vienen –y salvados los dos cortos períodos republicanos– una Monarquía
parlamentaria. Es, ha sido y será. A tenor de ello, tan parlamentaria es la
Monarquía española bajo Isabel la Católica, o bajo Enrique el de las Mercedes,
o bajo Carlos III, como lo sea bajo el actual monarca. No es que esa
parlamentariedad se ejerza de la misma manera, no. Ejércese de un modo u otro
según los regulamientos constitucionales que, en cada circunstancia histórica, han
sido o serán sancionados y promulgados por el monarca reinante, en aras del
mayor bien de la Monarquía hispana. Pero siempre se trató y se tratará de una
Monarquía parlamentaria.
Pero ¿cómo
puede ser eso? ¿No está claro que, además de que las viejas Cortes generales de
los reinos hispanos no eran parlamentos en el sentido de esta palabra corriente
en nuestro siglo, durante largos períodos y hasta de luengos reinados enteros
no se reunieron ni una sola vez? ¿No está claro que, cuando sí se reunían,
tenían poderes limitadísimos, casi poco más que consultivos? ¿No está claro que
no eran elegidas con libertad de candidaturas políticas, de campañas
electorales?
A tales
preguntas hay que contestar como sigue. Siendo el carácter de Monarquía
parlamentaria, según la Constitución, algo permanente y por encima de los
cambiantes regímenes, la cualidad de lo parlamentario a la que se refiere el
artículo 1.3 ha de entenderse, no desde una pauta preconcebida al margen del
texto, ni menos todavía desde el prejuicio de las prácticas parlamentarias del
siglo XX, sino desde la literalidad misma del texto y desde las ideas de los
inspiradores y redactores, como Fraga Iribarne. Conque la parlamentariedad en
cuestión es perfectamente compatible con el que las Cortes sean elegidas de una
u otra manera, precedidas o no por campañas electorales libres, con pluralidad
de candidaturas o sin ella. Compatible es también con que tales Cortes tengan
mayor o menor poder. E incluso con que no se reúnan durante decenios. Basta,
para que sea –en el sentido del artículo 1.3– parlamentaria la Monarquía con
que exista una institución que sean las Cortes generales del reino, revestida
en principio de ciertas facultades –como la de asesorar al monarca y
transmitirle súplicas de sus vasallos–; institución que de algún modo, por uno
u otro procedimiento, resulte de elecciones de una u otra índole. Y en ese
sentido es verdad que la Monarquía hispana ha sido siempre parlamentaria, pues
hasta los reyes más absolutos y absolutistas, como Carlos III, se abstuvieron
de abrogar las leyes que reconocían algún tipo y grado de existencia a la
institución representativa que serían las Cortes, aunque en la práctica no las
convocaran. Es más, tanto la Constitución de Cádiz del 19-3-1812 como el
Estatuto Real promulgado por la Reina Mª Cristina el 10-4-1834 se presentaban:
la primera como una nueva versión, o refundición, de «las antiguas leyes
fundamentales de esta Monarquía, acompa ñadas de las debidas providencias y
precauciones, que aseguren de un modo estable y permanente su entero
cumplimiento»; el segundo como un «restablecer en su fuerza y vigor las leyes
fundamentales de la Monarquía» y como mera aplicación de lo dispuesto por las
Partidas. Así que la caracterización de la Monarquía hispana como parlamentaria,
en ese sentido lato, refleja, no sólo la visión particular de nuestros
constituyentes de 1978, sino, en cierta medida al menos, también la de sus
precursores liberales de la primera mitad del XIX. Otro asunto es el de la
sinceridad, y otro más el de cuán precursores hayan sido aquéllos de éstos.
Cabe sospechar que los redactores de la Constitución de Cádiz pusieron en su
Preámbulo esa frase para aplacar a los serviles, pero sin convicción. Y los
inspiradores de la vigente Constitución seguramente son, en su mayoría, más
descendientes políticos e intelectuales de los serviles que de los liberales,
toda vez que la Constitución de Cádiz, salvo en su preámbulo, no define a
España como Monarquía, sino que a lo largo de su Título I habla en términos
independientes de cuál sea la forma de gobierno, y hasta el artículo 14 (en el
cap. III del Título II) no hace referencia a la Monarquía; cuando lo hace es
con esta fórmula, tan comedida: «El Gobierno de la Nación española es una
Monarquía moderada hereditaria». Una estipulación carente de énfasis, colocada
entre otras, como una disposición particular tan revisable como cualquier otra,
y que se limita a prescribir, para el período de vigencia de la Constitución
–es más, para aquel período en que ésta no haya venido enmendada– una mera
forma de gobierno, lo cual es muy diferente de una forma política de l estado.
Conque, a pesar del preámbulo, el monarquismo de los liberales de 1812 era
infinitamente menor que el de los redactores e inspiradores de la Constitución
de 1978. Así y todo, los últimos no han dejado de tomar a los primeros como
modelo suyo, al menos en cuanto les convenía.
Los
panegiristas de la vigente Constitución y de la Monarquía borbónica quieren
persuadirnos de lo contrario. Desean ellos presentar una imagen muy otra del
espíritu y de la letra de la Constitución. Porque, si lo por ésta garantizado
como permanente e inalterable forma política del estado español es una
Monarquía parlamentaria, así entendida, entonces esa garantía no conlleva
ninguna exclusión del absolutismo despótico de los primeros Borbones, Felipe V,
Luis I, Fernando VI, Carlos III, que suponía una concentración de todos los
poderes en la persona del rey. Dándose cuenta de ello, y deseosos de que no se
vean las cosas así, esos apologistas arguyen que lo de «parlamentaria» ha de
entenderse, en el artículo 1.3, desde el transfondo del carácter democrático de
la Constitución y del régimen político que ésta viene a implantar. Alegan que
el Preámbulo de la Constitución de 1978 habla enfáticamente de convivencia
democrática y del establecimiento de una sociedad democrática avanzada. Aducen
también que cada declaración del texto constitucional ha de leerse desde el
espíritu de los regímenes democrático-parlamentarios contemporáneos, en el
marco de los cuales deseaban que pasara a estar España los autores de la
Constitución. Es difícil ver en tales alegatos otra cosa que meras peticiones
de principio, ya que suponen lo que se trata de demostrar. Respondo a esos
argumentos punto por punto.
Las declaraciones
del Preámbulo no tienen ningún carácter vinculante, sino que son meras
exposiciones de motivos para redactar el texto constitucional, o sea: expresan
las razones que han llevado a sus redactores a elaborarlo y proponerlo a la
sanción y promulgación regias. Los autores de ese texto han querido así
decirnos por qué ellos han redactado, para que tenga vigencia en esta fase, esa
regulación o reglamentación particular de lo permanente del estado español (la
Monarquía parlamentaria), ese conjunto de cláusulas, en vez de otras.
Naturalmente, para hacerlo han tenido en cuenta las ideas hoy corrientes sobre
cómo ha de funcionar y para qué debe servir el estado. Pero tales ideas no
pretenden hacernos creer los constituyentes que sean válidas eternamente, ni que
su aceptación sea consustancial con la existencia del estado español, mientras
que sí lo es, en cambio, el que éste sea una Monarquía. En resumen, el
Preámbulo es una exposición de motivos de la redacción de aquello solo que los
autores se juzgan en capacidad de disponer; y entre ello no figura la
existencia de España, ni lo consustancial con la misma, que sería la Monarquía
parlamentaria; esto último la Constitución se limita a acatarlo, inclinándose
ante ello, como ante una instancia jurídicamente superior; eso es lo que hace
por el artículo 1.3.
Tampoco es
correcto el otro argumento, a saber que ha de leerse cada enunciado de la
Constitución desde el espíritu de los modernos regímenes parlamentarios y desde
las prácticas en ellos comunes. Porque, al revés, la Constitución distingue y
deslinda con meridiana claridad los dos órdenes, el intraconstitucional –que,
efectivamente quiere atenerse, más o menos, a esas prácticas– y el
supraconstitucional y permanente, que está por encima, cual corresponde a lo que
[intemporalmente] es la forma política del estado español. Así pues, al
reconocer a esta Forma un rango jurídico superior y más vinculante, el artículo
1.3 ha de leerse, no desde las prácticas corrientes de regímenes parlamentarios
actuales, sino desde la concepción de España de los legisladores de 1978, como
el ya citado Manuel Fraga Iribarne.
No sólo, pues,
no hay por qué supeditar la interpretación del artículo 1.3 al espíritu
democrático, sino que, más bien al revés, hay que entender éste, según lo concibe
el texto constitucional de 1978, como enmarcado, ceñido y circunscrito por la
visión del estado español que viene expresada en el artículo 1.3. La democracia
que se prevé y se articula en la Constitución es una democracia que puede
existir tan sólo en tanto en cuanto se dé dentro de la Monarquía parlamentaria;
y, por supuesto, sólo hasta donde el Titular del estado juzgue oportuno
mantener esa Constitución y no se haya producido ninguna crisis grave dentro de
ella que lo lleve a preferir una mutación de ordenamiento constitucional en
aras del bien y de la conservación del estado español, según lo concibe la
Constitución, o sea del bien y de la conservación de la Monarquía.
Es más, como el
artículo 1.3 enuncia que la forma del estado español es la Monarquía
parlamentaria (en vez de decir que España se constituye en Monarquía
parlamentaria, o que esa forma política será la Monarquía parlamentaria, o
incluso que la forma de gobierno es la Monarquía parlamentaria –todo el mundo
sabe que las formas de gobierno son variantes y ocasionales), y como,
obviamente, está hablando de la Monarquía hoy existente en nuestra Patria, y de
ella dice que es parlamentaria y que es la Forma política del estado español,
resulta palmario que, si se usara ahí el término «parlamentario» en la acepción
que quieren darle los adalides y ensalzadores del régimen borbónico, se estaría
diciendo una falsedad tremenda, a saber: que esa Monarquía es y era, en tal
sentido, parlamentaria ya en el momento en que se estaba redactando el texto constitucional,
y hasta en el momento de la entronización del monarca. Y, sin embargo, todo el
mundo sabe que cuando se produce tal entronización, en noviembre de 1976,
España vive bajo el régimen fascista de partido único (el «Movimiento
Nacional»), régimen que no cesa entonces, sino que se mantiene hasta que va
siendo reformado primero y reemplazado después por el régimen parlamentario
actual. Y ¿quién puede creerse que nuestros constituyentes del 78 hayan
proferido una falsedad tan descomunal? ¿A quién iban a engañar? ¿No sabíamos
todos cómo estaban las cosas? Por el contrario, la declaración expresada por el
artículo 1.3 es verdadera si entendemos, en ella, el adjetivo «parlamentaria»
en ese sentido lato, pues, en tal sentido, ni siquiera el ordenamiento fascista
implantado y legado por Francisco Franco era imparlamentario, al menos desde la
llamada Ley de creación de las Cortes españolas del 17-7-1942. El
parlamentarismo que, en ese orden supraconstitucional, nos prometen y
garantizan nuestros legisladores del 78 no excluye, pues, un sistema como ése
del consejo del Reino y demás tinglado franquista.
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