Lenin: ¿bajo qué premisas
niegan los empiriocriticistas la causalidad en la naturaleza?
DIARIO
OCTUBRE / marzo 19, 2024
«La cuestión de la causalidad es de singular
importancia para la determinación de la línea filosófica de este o el otro
novísimo «ismo», razón por la cual debemos detenernos en esta cuestión más
detalladamente.
Empezaremos con la exposición de la teoría materialista del conocimiento en
cuanto a este punto. En su réplica ya citada a R. Haym, expuso L. Feuerbach con
particular claridad su criterio sobre esta materia.
«La naturaleza y la razón humana −dice Haym− se divorcian
en él [en Feuerbach] por completo: un abismo infranqueable se abre entre una y
otra. Haym funda este reproche en el párrafo 48 de mi «Esencia de la religión»,
donde se dice que «la naturaleza no puede ser concebida más que por ella misma;
que su necesidad no es una necesidad humana o lógica, metafísica o matemática;
que sólo la naturaleza es un ser al cual no se puede aplicar ninguna medida
humana, aun cuando comparemos entre sí sus fenómenos y apliquemos en general a
ella, con objeto de hacerla inteligible para nosotros, expresiones y conceptos
humanos tales como: el orden, la finalidad, la ley, ya que estamos obligados a
aplicar a ella tales expresiones dada la naturaleza de nuestro lenguaje». ¿Qué
significa esto? ¿Quiero yo decir con esto que en la naturaleza no hay ningún
orden, de suerte que, por ejemplo, el verano puede suceder al otoño, el
invierno a la primavera, el otoño al invierno? ¿Que no hay finalidad, de
suerte, que, por ejemplo, no existe ninguna coordinación entre los pulmones y
el aire, entre la luz y el ojo, entre el sonido y el oído? ¿Que no hay ley, de
suerte que, por ejemplo, la tierra sigue tan pronto una órbita elíptica como
una órbita circular, tardando ya un año, ya un cuarto de hora, en hacer su
revolución alrededor del sol? ¡Qué absurdo! ¿Qué es lo que yo quería decir en
este pasaje? Yo no pretendía más que trazar la diferencia entre lo que
pertenece a la naturaleza y lo que pertenece al hombre; en este pasaje no se
dice que, a las palabras y a las representaciones sobre el orden, la finalidad
y la ley no corresponda nada real en la naturaleza, en él se niega únicamente
la identidad del pensar y del ser, se niega que el orden, etc., existan en la
naturaleza precisamente iguales que en la cabeza o en la mente del hombre. El orden,
la finalidad, la ley no son más que palabras con ayuda de las cuales traduce el
hombre en su lengua, para comprenderlas, las obras de la naturaleza; estas
palabras no se hallan desprovistas de sentido, no se hallan desprovistas de
contenido objetivo; pero, sin embargo, es preciso distinguir el original de la
traducción. El orden, la finalidad, la ley expresan en el sentido humano algo
arbitrario. (…) El teísmo deduce directamente del carácter fortuito del orden,
de la finalidad y de las leyes de la naturaleza su origen arbitrario, la
existencia de un ser diferente a la naturaleza, y que infunde el orden, la
finalidad y la ley a la naturaleza caótica por sí misma y extraña a toda
determinación. La razón de los teístas… es una razón que se halla en contradicción
con la naturaleza y está absolutamente privada de la comprensión de la esencia
de la naturaleza. La razón de los teístas divide a la naturaleza en dos seres:
uno material y otro formal o espiritual». (Ludwig Feuerbach; Obras completas
tomo VII, 1903)
De modo que Feuerbach reconoce en la naturaleza las leyes objetivas, la
causalidad objetiva, que sólo con aproximada exactitud es reflejada por las
representaciones humanas sobre el orden, la ley, etc. El reconocimiento de las
leyes objetivas en la naturaleza está para Feuerbach indisolublemente ligado al
reconocimiento de la realidad objetiva del mundo exterior, de los objetos, de
los cuerpos, de las cosas, reflejados por nuestra conciencia. Las concepciones
de Feuerbach son consecuentemente materialistas. Y todas las demás concepciones
o, más exactamente, toda otra línea filosófica en la cuestión acerca de la
causalidad, la negación de las leyes objetivas, de la causalidad y de la
necesidad en la naturaleza, Feuerbach cree con razón que corresponden a la
dirección del fideísmo. Pues está claro, en efecto, que la línea subjetivista
en la cuestión de la causalidad, el atribuir el origen del orden y de la
necesidad en la naturaleza, no al mundo exterior objetivo, sino a la
conciencia, a la razón, a la lógica, etc., no sólo desliga la razón humana de
la naturaleza, no sólo contrapone la primera a la segunda, sino que hace de la
naturaleza una parte de la razón, en lugar de considerar la razón como una
partícula de la naturaleza. La línea subjetivista en la cuestión de la
causalidad es el idealismo filosófico −del que sólo son variedades las teorías
de la causalidad de Hume y de Kant−, es decir, un fideísmo más o menos
atenuado, diluido. El reconocimiento de las leyes objetivas de la naturaleza y
del reflejo aproximadamente exacto de tales leyes en el cerebro del hombre, es
materialismo.
Por lo que se refiere a Engels, no tuvo ocasión, si no me equivoco, de
contraponer de manera especial su punto de vista materialista de la causalidad
a las otras direcciones. No tuvo necesidad de hacerlo, desde el momento que se
había desolidarizado de modo plenamente definido de todos los agnósticos en una
cuestión más capital, en la cuestión de la realidad objetiva del mundo
exterior. Pero debe estar claro para el que haya leído con alguna atención las
obras filosóficas de Engels que éste no admitía ni sombra de duda a propósito
de la existencia de las leyes objetivas, de la causalidad y de la necesidad de
la naturaleza. Ciñámonos a algunos ejemplos. En el primer párrafo del «Anti-Dühring»,
Engels dice:
«Para conocer estos detalles [o las particularidades
del cuadro de conjunto de los fenómenos universales], tenemos que desgajarlos
de su entronque histórico o natural e investigarlos por separado, cada uno de
por sí, en su carácter, causas y efectos especiales». (Friedrich Engels;
Anti-Dühring, 1878)
Es evidente que este entronque natural, este entronque de los fenómenos de
la naturaleza, existe objetivamente. Engels subraya en particular el concepto
dialéctico de la causa y del efecto:
«La causa y el efecto son representaciones que sólo
rigen como tales en su aplicación al caso aislado, pero que, examinando el caso
aislado en su concatenación general con la imagen total del universo, convergen
y se diluyen en la idea de una trama universal de acciones y reacciones, en que
las causas y los efectos cambian constantemente de sitio y en que lo que ahora
y aquí es efecto, adquiere luego y allí carácter de causa, y viceversa».
(Friedrich Engels; Anti-Dühring, 1878)
Por consiguiente, el concepto humano de la causa y el efecto siempre
simplifica algo la conexión objetiva de los fenómenos de la naturaleza,
reflejándola tan sólo aproximadamente, aislando artificialmente tales o cuales
aspectos del proceso universal único. Cuando hallamos que las leyes del
pensamiento corresponden a las leyes de la naturaleza, esto se hace plenamente
comprensible para nosotros −dice Engels−, si tomamos en consideración que el
pensamiento y la conciencia son «productos del cerebro humano y el mismo hombre
no es más que un producto natural». Se comprende que los «productos del cerebro
humano, que en última instancia no son tampoco más que productos naturales, no
se contradicen, sino que corresponden al resto de la concatenación de la
naturaleza». No hay la menor duda de que existe una conexión natural, objetiva,
entre los fenómenos del universo. Engels habla constantemente de las «leyes de
la naturaleza», de la «necesidad natural» y no juzga indispensable aclarar de
una manera especial las tesis generalmente conocidas del materialismo.
En su obra «Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana»
(1886) leemos igualmente que:
«Las leyes generales del movimiento, tanto del mundo
exterior como del pensamiento humano son esencialmente idénticas en cuanto a la
cosa, pero distintas en cuanto a la expresión, en el sentido de que el cerebro
humano puede aplicarlas conscientemente mientras que en la naturaleza, y hasta
hoy también, en gran parte, en la historia humana, estas leyes se abren paso de
un modo inconsciente, bajo la forma de una necesidad exterior, en medio de una
serie infinita de aparentes casualidades». (Friedrich Engels; Ludwig Feuerbach
y el fin de la filosofía clásica alemana, 1886)
Y Engels acusa a la antigua filosofía de la naturaleza de haber suplantado
las:
«Concatenaciones reales [de los fenómenos de la
naturaleza], que aún no se habían descubierto, por otras ideales, imaginarias».
(Friedrich Engels; Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana,
1886)
El reconocimiento de las leyes objetivas, el reconocimiento de la
causalidad y de la necesidad en la naturaleza, está expresado muy claramente
por Engels, que al mismo tiempo subraya el carácter relativo de nuestros
reflejos, es decir, de los reflejos humanos, aproximativos, de esas leyes en
tales o cuales conceptos.
Refiriéndonos a J. Dietzgen, debemos indicar ante todo una de las
innumerables tergiversaciones de la cuestión por nuestros machistas [Nota de
Bitácora (M-L): los «machistas» a los que se refiere Lenin son los seguidores
de Ernst Mach, figura fundamental, junto a Avenarius, de la filosofía
empiriocriticista]. Uno de los autores de los Ensayos «sobre» La filosofía del
marxismo, el señor Helfond, nos dice:
«Los puntos fundamentales de la concepción del mundo
de Dietzgen pueden ser resumidos como sigue: a) la dependencia causal que
atribuimos a las cosas no está, en realidad, contenida en las cosas mismas».
(O. I. Helfond; Ensayos sobre la filosofía del marxismo, 1908)
Esto es un completo absurdo. El señor Helfond, cuyas ideas propias
representan una verdadera ensalada de materialismo y agnosticismo, ha falseado
sin escrúpulos a J. Dietzgen. Naturalmente, en J. Dietzgen se pueden encontrar
no pocas confusiones, imprecisiones y errores que son del agrado de los
machistas y que obligan a todo materialista a ver en J. Dietzgen un filósofo no
del todo consecuente. Pero únicamente los Helfond, únicamente los machistas
rusos son capaces de atribuir al materialista J. Dietzgen la negación directa
del concepto materialista de la causalidad.
«El conocimiento científico objetivo busca las causas
no en la fe, no en la especulación, sino en la experiencia, en la inducción, no
a priori, sino a posteriori. Las ciencias naturales no buscan las causas fuera
de los fenómenos, detrás de los fenómenos, sino en ellos o por medio de ellos».
«Las causas son productos de la facultad de pensar. Pero no son sus productos
puros; son engendrados por esta facultad en unión con el material suministrado
por los sentidos. El material suministrado por los sentidos da a la causa así
engendrada su existencia objetiva. Lo mismo que exigimos de la verdad que sea
la de un fenómeno objetivo, así exigimos de la causa que sea real, que sea la
causa de un efecto objetivamente dado». «La causa de una cosa está en su
concatenación». (Joseph Dietzgen; La esencia del trabajo intelectual, 1869)
De aquí se desprende que el señor Helfond ha vertido una afirmación
directamente contraria a la realidad. La concepción del mundo del materialismo,
expuesta por J. Dietzgen, reconoce que la «dependencia causal» está «en las
cosas mismas». Para confeccionar su ensalada machista, el señor Helfond ha
tenido que confundir la línea materialista y la línea idealista en la cuestión
de la causalidad. Pasemos a esta segunda línea.
Avenarius nos da en su primera obra, una exposición clara de los puntos de
partida de su filosofía en cuanto a esta cuestión. Leemos en el párrafo 81:
«No percibiendo [no conociendo por la experiencia] la
fuerza como algo que origina el movimiento, no percibimos tampoco la necesidad
de movimiento alguno… Todo lo que percibimos es que lo uno sigue a lo otro».
(Richard Avenarius; La filosofía, como concepción del mundo según el principio
del mínimo esfuerzo, 1876)
Estamos en presencia del punto de vista de Hume en su forma más pura: la
sensación, la experiencia, nada nos hablan de necesidad alguna. El filósofo que
afirma −fundándose en el principio de la «economía del pensamiento»− que sólo
existe la sensación, no podía llegar a ninguna otra conclusión.
«Por cuanto la idea de la causalidad exige la fuerza y
la necesidad o la imposición como partes integrantes del efecto, dicha idea se
desvanece con estas últimas. (…) La necesidad expresa un grado determinado de
la probabilidad con que se espera la llegada del efecto». (Richard Avenarius;
La filosofía, como concepción del mundo según el principio del mínimo esfuerzo,
1876)
Esto es subjetivismo bien definido en la cuestión de la causalidad. Un
mínimo de consecuencia no nos permitiría alcanzar otra conclusión que el
reconocimiento de la realidad objetiva como origen de nuestras sensaciones.
Tomemos a Mach:
«La crítica de Hume [del concepto de causalidad] sigue
en todo su vigor [Kant y Hume resuelven diferentemente el problema de la
causalidad, ¡los demás filósofos no existen para Mach!] «nos adherimos» a la
solución de Hume. (…) Excepto la necesidad lógica [subrayado por Mach] no
existe ninguna otra, por ejemplo, la física». (Ernst Mach; Principios de la
teoría del calor, 1896)
Tal es justamente la concepción que de manera tan resuelta combatía
Feuerbach. Ni siquiera se le ocurre a Mach negar su afinidad con Hume. Tan sólo
los machistas rusos han podido llegar hasta afirmar la «compatibilidad» del
agnosticismo de Hume con el materialismo de Marx y de Engels. Leemos en la
Mecánica de Mach:
«En la naturaleza no hay ni causa ni efecto. (…) Yo he
expuesto muchas veces que todas las formas de la ley de la causalidad proceden
de las tendencias subjetivas; ninguna necesidad obliga a la naturaleza a
corresponder a éstas». (Ernst Mach; Desarrollo histórico-crítico de la mecánica,
1883)
Es preciso advertir ahora que nuestros machistas rusos sustituyen con
chocante ingenuidad la cuestión del carácter materialista o idealista de todos
los razonamientos sobre la ley de la causalidad con la cuestión de esta o la
otra formulación de dicha ley. Los profesores empiriocriticistas alemanes les
han hecho creer que decir: «correlación funcional», es hacer un descubrimiento
propio del «novísimo positivismo» y desembarazarse del «fetichismo» de
expresiones por el estilo de «necesidad», «ley», etc. Naturalmente, eso son
puras simplezas, y Wundt tenía completa razón al burlarse de ese cambio de
palabras −del artículo citado en Phil. Studien−, que en nada cambian el fondo
de la cuestión. El mismo Mach habla de «todas las formas» de la ley de la
causalidad y hace en su obra «Conocimiento y error» (1905) la reserva, muy
comprensible, de que el concepto de «función» puede expresar de manera más
exacta la «dependencia de los elementos» únicamente cuando se ha logrado la
posibilidad de expresar los resultados de las investigaciones en magnitudes
mensurables, lo que hasta en ciencias como la química no se ha logrado más que
parcialmente. Hay que creer que, desde el punto de vista de nuestros machistas,
poseídos de tanta confianza en los descubrimientos profesorales, Feuerbach −sin
hablar ya de Engels− ¡no sabía que los conceptos de orden, de ley, etc., pueden
bajo ciertas condiciones ser expresados matemáticamente por determinadas
correlaciones funcionales.
La cuestión gnoseológica verdaderamente importante, la que divide las
direcciones filosóficas, no consiste en saber cuál es el grado de precisión que
han alcanzado nuestras descripciones de las conexiones causales, ni si tales
descripciones pueden ser expresadas en una fórmula matemática precisa, sino en
saber si el origen de nuestro conocimiento de esas conexiones está en las leyes
objetivas de la naturaleza o en las propiedades de nuestra mente, en la
capacidad inherente a ella de conocer ciertas verdades apriorísticas, etc. Eso
es lo que separa irrevocablemente a los materialistas Feuerbach, Marx y Engels
de los agnósticos −humistas− Avenarius y Mach.
En ciertos lugares de sus obras Mach −a quien sería un pecado acusar de
consecuente− a menudo «olvida» su conformidad con Hume y su teoría subjetivista
de la causalidad, razonando «buenamente» como un naturalista, es decir, desde
un punto de vista espontáneamente materialista. Por ejemplo, en la Mecánica
leemos:
«La naturaleza nos enseña a hallar la uniformidad en
sus fenómenos». (Ernst Mach; Desarrollo histórico-crítico de la mecánica, 1883)
Si encontramos uniformidad en los fenómenos de la naturaleza, ¿hay que
deducir de ello que tal uniformidad tenga una existencia objetiva, fuera de
nuestra mente? No. Sobre esta misma cuestión de la uniformidad de la
naturaleza, Mach afirma cosas como ésta:
«La fuerza que nos incita a completar en el
pensamiento hechos que no hemos observado más que a medias, es la fuerza de la
asociación. Esta se refuerza grandemente por la repetición. Entonces nos parece
una fuerza extraña independiente de nuestra voluntad y de los hechos aislados,
fuerza que dirige los pensamientos y los hechos, manteniendo en conformidad los
unos con los otros, como una ley de unos y otros. Que nos creamos capaces de
formular predicciones con ayuda de esa ley, sólo prueba la suficiente uniformidad
de nuestro medio, pero en modo alguno prueba la necesidad del éxito de las
predicciones». (Ernst Mach; Principios de la teoría del calor, 1896)
¡Resulta que se puede y se debe buscar no se sabe qué otra necesidad fuera
de la uniformidad del medio, es decir, de la naturaleza! ¿Dónde buscarla? Ese
es el secreto de la filosofía idealista, que teme reconocer la capacidad
cognoscitiva del hombre como un simple reflejo de la naturaleza. En su última
obra, «Conocimiento y error» (1905), ¡Mach llega hasta a definir la ley de la
naturaleza como una «limitación de la expectativa»! A pesar de todo, saca su
parte el solipsismo.
Veamos cuál es la posición de otros autores pertenecientes a esta misma
dirección filosófica. El inglés Karl Pearson se expresa con la precisión que le
es propia:
«Las leyes de la ciencia son más bien productos de la
inteligencia humana que factores del mundo exterior. (…) Tanto los poetas como
los materialistas que ven en la naturaleza la soberana del hombre, olvidan con
demasiada frecuencia que el orden y la complejidad de los fenómenos que
admiran, son, por lo menos, lo mismo el producto de las facultades
cognoscitivas del hombre, que sus propios recuerdos y pensamientos. (…) El
carácter tan amplio de la ley de la naturaleza es producto de la ingeniosidad
del espíritu humano. (…) El hombre es el creador de la ley de la naturaleza.
(…) La afirmación de que el hombre dicta las leyes a la naturaleza tiene mucho
más sentido que la afirmación contraria, según la cual la naturaleza dicta las
leyes al hombre», aun cuando [el honorabilísimo profesor lo reconoce con
amargura] este último punto de vista [materialista] «desgraciadamente está
demasiado extendido en nuestros días». (Karl Pearson; La gramática de la
ciencia, 1892)
En el capítulo IV, dedicado a la cuestión de la causalidad, en el párrafo
11, formula así su tesis Pearson:
«La necesidad pertenece al mundo de los conceptos y no
al mundo de las percepciones». (Karl Pearson; La gramática de la ciencia,
1892)
Hay que señalar que para Pearson las percepciones o las impresiones de los
sentidos «son precisamente» la realidad existente fuera de nosotros.
«No hay ninguna necesidad interior en la uniformidad
con que se repiten ciertas series de percepciones, en esa rutina de las
percepciones; pero la rutina de las percepciones es la condición indispensable
para la existencia de los seres pensantes. Luego la necesidad está en la
naturaleza del ser pensante, y no en las percepciones mismas: es un producto de
la capacidad cognoscitiva». (Karl Pearson; La gramática de la ciencia, 1892)
Nuestro machista, con el cual el «mismo» Mach expresa su plena solidaridad
repetidas veces, llega así con toda felicidad al puro idealismo kantiano: ¡el
hombre dicta las leyes a la naturaleza y no la naturaleza al hombre! No se
trata de repetir con Kant la doctrina del apriorismo −esto determina, no la
línea idealista en filosofía, sino una formulación particular de dicha línea−,
sino de que la razón, el pensamiento, la conciencia son aquí lo primario, y la
naturaleza lo secundario. No es la razón una partícula de la naturaleza, uno de
sus productos supremos, el reflejo de sus procesos, sino que la naturaleza es
una parte integrante de la razón, que de este modo se dilata, convirtiéndose de
la ordinaria y simple razón humana, a todos familiar, en la razón «ilimitada»
−como decía J. Dietzgen−, misteriosa, divina. La fórmula kantiana-machista: «el
hombre dicta las leyes a la naturaleza», es la fórmula del fideísmo. Cuando
nuestros machistas se asombran al leer en Engels que la admisión de la
naturaleza y no del espíritu como lo primario es el fundamental rasgo
distintivo del materialismo, sólo demuestran con ello hasta qué punto son
incapaces de distinguir las corrientes filosóficas verdaderamente importantes
del juego profesoral de la erudición y de los terminillos sabiondos.
J. Petzoldt, que en sus dos volúmenes analiza y desarrolla a Avenarius,
puede proporcionarnos una bonita muestra de la escolástica reaccionaria de la
doctrina de Mach:
«Todavía en nuestros días, 150 años después de Hume,
la sustancialidad y la causalidad paralizan el ánimo del pensador». (Joseph
Petzoldt; Introducción a la filosofía de la experiencia pura, 1900)
¡Sin duda, los más «animosos» son los solipsistas, que han descubierto la
sensación sin materia orgánica, el pensamiento sin cerebro, la naturaleza sin
leyes objetivas! «La última formulación, aún no mencionada por nosotros, de la
causalidad, la necesidad o la necesidad de la naturaleza, tiene algo de vago y
de místico»: la idea del «fetichismo», del «antropomorfismo», etc. ¡Cuán pobres
místicos son Feuerbach, Marx y Engels! Hablaban sin cesar de la necesidad de la
naturaleza, y hasta tildaban de reaccionarios teóricos a los partidarios de la
línea de Hume… Petzoldt está por encima de todo antropomorfismo. Ha descubierto
la gran «ley de la determinación en sentido único», que elimina toda falta de
claridad, todo rastro de «fetichismo», etc., etc., etc. Por ejemplo: el
paralelogramo de fuerzas. No se le puede «demostrar», hay que admitirlo como un
«hecho de la experiencia». No se puede admitir que un cuerpo que recibe los
mismos impulsos se mueva de formas variadas.
«No podemos admitir tanta indeterminación y
arbitrariedad en la naturaleza; debemos exigir de ella determinación y leyes».
(Joseph Petzoldt; Introducción a la filosofía de la experiencia pura, 1900)
Bien. Bien. Exigimos leyes de la naturaleza. La burguesía exige de sus
profesores reaccionarismo.
«Nuestro pensamiento exige de la naturaleza
determinación, y la naturaleza siempre se somete a tal exigencia; inclusive
veremos que, en cierto sentido, está obligado a someterse a ella». (Joseph
Petzoldt; Introducción a la filosofía de la experiencia pura, 1900)
¿Por qué un cuerpo que recibe un impulso sobre la línea «AB» se mueve hacia
«C» y no hacia «D» o hacia «F», etc.?
«¿Por qué la naturaleza no acepta otra dirección entre
las innumerables direcciones posibles?». (Joseph Petzoldt; Introducción a la
filosofía de la experiencia pura, 1900)
Porque entonces habría «determinación múltiple», mientras que el gran
descubrimiento empiriocriticista de Joseph Petzoldt exige la determinación en
sentido único. ¡Y los «empiriocriticistas» llenan páginas a docenas con tan
inefable galimatías!
«Hemos notado repetidas veces que nuestra tesis no
extrae su fuerza de una suma de experiencias aisladas, sino que exigimos su
reconocimiento por la naturaleza. Y en efecto, dicha tesis es para nosotros,
antes de llegar a ser ley, un principio que aplicamos a la realidad, o sea un
postulado. Tiene valor, por decirlo así, a priori, independientemente de toda
experiencia aislada. A primera vista, no es propio de la filosofía de la
experiencia pura predicar verdades a priori, volviendo así a la más estéril
metafísica. Pero nuestro apriorismo no es más que un apriorismo lógico, y no psicológico
ni metafísico». (Joseph Petzoldt; Introducción a la filosofía de la experiencia
pura, 1900)
¡Evidentemente, no hay más que calibrar el a priori de lógico para que esa
idea pierda todo lo que tiene de reaccionaria y se eleve a la cumbre del «novísimo
positivismo»!
«No puede haber determinación en sentido único de los
fenómenos psíquicos: el papel de la fantasía, la importancia de los grandes
inventores, etc., son causa de excepciones, mientras que la ley de la
naturaleza o la ley del espíritu no consiente «excepción alguna». (Joseph
Petzoldt; Introducción a la filosofía de la experiencia pura, 1900)
Estamos en presencia del más puro de los metafísicos, que no tiene la menor
idea de la relatividad de la distinción entre lo fortuito y lo necesario.
«¿Se me argüirá quizá con la motivación de los
acontecimientos de la historia o del desarrollo del carácter en las obras
poéticas? Si examinamos atentamente el asunto, no encontraremos esa
determinación en sentido único. No hay ni un acontecimiento histórico, ni un
drama en el que no podamos representarnos a los actores obrando diferentemente
en las condiciones psíquicas dadas. (…) No solamente está ausente en lo
psíquico la determinación en sentido único, sino que tenemos el derecho de
exigir que esté ausente de la realidad. De ese modo nuestra doctrina se eleva…
a la categoría de postulado…, es decir, de condición indispensable de toda
experiencia anterior, de un a priori lógico». (Joseph Petzoldt; Introducción a
la filosofía de la experiencia pura, 1900)
Petzoldt continúa operando con dicho «a priori lógico» en los dos volúmenes
de su «Introducción» y en su opúsculo «El cuadro del mundo desde el punto de
vista positivista» (1906). Estamos en presencia del segundo ejemplo de un
destacado empiriocriticista, caído sin darse cuenta en el kantismo y que
predica, bajo un aspecto apenas modificado, las más reaccionarias doctrinas. Y
eso no es un hecho fortuito, puesto que la doctrina de la causalidad de Mach y
de Avenarius es en su misma base una mentira idealista, cualesquiera que sean
las frases sonoras sobre el «positivismo» con que se la disfrace. La diferencia
entre la teoría de la causalidad de Hume y la de Kant es una diferencia de
segundo orden entre los agnósticos, que están de acuerdo en lo esencial: en la
negación de las leyes objetivas de la naturaleza, condenándose así,
inevitablemente, a llegar a estas o a las otras conclusiones idealistas. Un
empiriocriticista un poco más «escrupuloso» que J. Petzoldt y que se sonroja de
su afinidad con los inmanentistas, Rudolf Willy, rechaza, por ejemplo, toda la
teoría de la «determinación en sentido único» de Petzoldt, como teoría que no
da otra cosa que un «formalismo lógico». ¿Pero mejora Willy su posición al
renegar de Petzoldt? De ningún modo. Porque no hace más que renegar del
agnosticismo de Kant a favor del agnosticismo de Hume:
«Sabemos desde hace ya mucho tiempo, desde los tiempos
de Hume, que la «necesidad» es una característica puramente lógica, no
«transcendental» o, como diría mejor y como lo he dicho ya otras veces,
puramente verbal». (R. Willy; Contra la sabiduría escolar, 1905)
El agnóstico califica de «transcendental» nuestra concepción materialista
de la necesidad, puesto que, desde el punto de vista de esa misma «sabiduría
escolar» de Hume y de Kant, que Willy no rechaza, sino que depura un poco, todo
reconocimiento de la realidad objetiva que nos es dada en la experiencia es un
«transcensus» ilegítimo.
Entre los autores franceses pertenecientes a la dirección filosófica que
analizamos, también se desorienta incesantemente yendo a parar al senderillo
del agnosticismo Henri Poincaré, gran físico y débil filósofo, cuyos errores,
naturalmente, representan para P. Iushkévich la última palabra del novísimo
positivismo, «novísimo» hasta el punto de que incluso ha sido necesario
designarle por un nuevo «ismo»: el «empiriosimbolismo». Para Poincaré −de cuyas
concepciones en conjunto hablaremos en el capítulo dedicado a la nueva física−,
las leyes de la naturaleza son símbolos, convenciones creadas por el hombre
para su «comodidad»:
«La armonía interior del mundo es la única realidad
objetiva verdadera». (Henri Poincaré; El valor de la ciencia, 1905)
Para Poincaré lo objetivo es lo que tiene una significación universal, lo
que está admitido por la mayoría o por la totalidad de los hombres, es decir,
Poincaré, como todos los prosélitos de Mach, suprime de forma puramente
subjetivista la verdad objetiva, y en cuanto a si la «armonía» existe fuera de
nosotros, responde de manera categórica: «indudablemente, no». Es bien evidente
que los términos nuevos no cambian en nada la vieja, muy vieja línea filosófica
del agnosticismo, pues la esencia de la «original» teoría de Poincaré se reduce
a la negación −aunque está lejos de ser consecuente en ello− de la realidad
objetiva y de las leyes objetivas de la naturaleza. Es completamente natural,
por tanto, que los kantianos alemanes, a diferencia de los machistas rusos, que
toman las nuevas formulaciones de los antiguos errores por descubrimientos
novísimos, hayan acogido con entusiasmo tal teoría, como una adhesión a sus
concepciones sobre la cuestión filosófica esencial, como una adhesión al
agnosticismo. El kantiano Philiph Frank escribió lo siguiente:
«El matemático francés Henri Poincaré defiende el
punto de vista de que muchos de los principios más generales de las ciencias
naturales teóricas −ley de la inercia, de la conservación de la energía, etc.−,
de los que frecuentemente es difícil decir si provienen del empirismo o del
apriorismo, no tiene en realidad ni uno ni otro de estos orígenes, sino que son
postulados convencionales, dependientes del humano arbitrio. (…) Así que la
novísima filosofía de la naturaleza renueva de un modo inopinado el concepto
fundamental del idealismo crítico, a saber: que la experiencia no hace más que
llenar los marcos que el hombre trae ya consigo al mundo». (Anales de la
Filosofía de la Naturaleza, 1907)
Hemos citado este ejemplo para demostrar de manera bien patente al lector
el grado de ingenuidad de nuestros Iushkévich y Cía., que toman una «teoría del
simbolismo» cualquiera por una novedad de buena ley, mientras que los filósofos
un poco competentes dicen clara y sencillamente: ¡el autor ha pasado a sostener
el punto de vista del idealismo crítico! Pues la esencia de dicho punto de
vista no está obligatoriamente en la repetición de las fórmulas de Kant, sino
en la admisión de la idea fundamental, común a Hume y a Kant: la negación de
las leyes objetivas de la naturaleza y la deducción de estas o las otras
«condiciones de la experiencia», de estos o los otros principios, postulados,
premisas partiendo del sujeto, de la conciencia humana y no de la naturaleza.
Tenía razón Engels cuando decía que lo importante no es saber a cuál de las
numerosas escuelas del materialismo o del idealismo se adhiere este o el otro
filósofo, sino saber si se toma como lo primario la naturaleza, el mundo
exterior, la materia en movimiento, o el espíritu, la razón, la conciencia,
etcétera». (Vladimir
Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo
y empiriocriticismo, 1909)
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