Utopías basadas en hechos
reales
Por Olivia
Carballar
Rebelion / España
| 03/02/2022 | España
Fuentes: La Marea [Foto: Un trabajador de Navantia en el puente de Carranza durante una protesta en Cádiz (RAFEL MARCHANTE / REUTERS)]
La huelga del
metal en Cádiz recordó (otra vez) la necesidad de la movilización social para
luchar contra el progresivo deterioro de derechos laborales. ¿Es posible un
empleo decente? ¿Es posible la renta básica? ¿Es posible un sistema basado en
la economía social? ¿Es posible, en definitiva, vivir, tener una vida digna?
«Aunque me lo
pongan difícil, trataré de ser feliz”, dice una pintada sobre una pared blanca
en la barriada del Río San Pedro, en Puerto Real (Cádiz). Es lunes, Día de la
Constitución, festivo. Hay ropa tendida en los balcones. Los comercios están
cerrados. La frutería, la panadería, la guardería, el colegio… No se ve mucha
clientela dentro de los bares. En la cafetería La Caleta hay, incluso, una mesa
al sol vacía. En la calle paralela, al fondo, se alza un letrero de enormes
dimensiones que pone Navantia. Apenas circulan coches. No hay rastro visible de
la huelga del metal, ni de las pelotas de goma, ni de la tanqueta, la famosa
tanqueta que se adentró en ese mismo vecindario de gente obrera dos semanas
atrás.
La mesa, el sol, esos últimos rayos cálidos de la tarde que se consumen como un azucarillo en el café, los pilla Raquel Rodríguez, con gafas oscuras, un jersey grueso de lana azul y un fular moteado. Cuando se toca el pelo, una melena larga, de color castaño, descubre una perla en su oreja izquierda. En la otra no lleva pendiente. “Arreglar no se puede arreglar nada. Eso es como lavarle la cabeza a un tiñoso. Lo que hay que hacer es destruir y construir. Porque el problema es el sistema. Si no acabamos con el sistema y las instituciones que lo marcan, no vamos a arreglar nada. Lo hemos visto. Partidos progresistas mandando una tanqueta a un barrio obrero por pedir derechos. Este sistema no funciona para la vida de las personas y, mucho menos, para las de la clase obrera. Hay que demolerlo y empezar de nuevo”, reflexiona esta mujer de mediana edad mientras apura un café calentito en vaso, mientras te cita a Chomsky y a Malcolm X, mientras te habla del TTIP, del CETA, de los “objetivos reales” de la OTAN. Lo dice, pese a todo, con calma, mientras resopla mencionando Suresnes y “la deriva del que llevaba chaqueta de pana”.
Raquel
Rodríguez, en la barriada del Río San Pedro, en Puerto Real (Cádiz). O.
CARBALLAR
Sus palabras,
pronunciadas con la suavidad cantarina de las gentes de Cádiz, recuerdan a
aquellos versos de Cohen en La energía de los esclavos: “Cualquier
sistema que podáis concebir sin contar con nosotros será derribado. Os hemos
avisado ya antes y nada de lo que habéis construido ha perdurado. Oídlo
mientras os inclináis sobre vuestros planos. Oídlo mientras os subís las
mangas. Escuchadlo una vez más. Cualquier sistema que podáis concebir sin
contar con nosotros será derribado. Vosotros tenéis vuestras drogas, vosotros
tenéis vuestras armas. Tenéis vuestras Pirámides, vuestros Pentágonos; a pesar
de toda vuestra hierba y vuestras balas ya no podéis seguir cazándonos. Todo lo
que revelaremos acerca de nosotros para siempre es esta advertencia. Nada de lo
que habéis construido ha perdurado. Cualquier sistema que podéis concebir sin
contar con nosotros será derribado”.
Raquel
considera que ser revolucionario es un don. Y hubo gente que a Raquel la llamó
“diosa” por una intervención delante de la policía el día que las tanquetas “invadieron”,
como dice ella, su barrio, un barrio obrero del sur de España cuya tasa de paro
no ha bajado prácticamente del 30% desde 2010 hasta ahora. En 2012, superó el
40%. Estas fueron sus palabras, recogidas en un vídeo que se hizo viral:
“¿Quieren que lo defendamos como Airbus? Que llevan las criaturas tres semanas
en un rinconcito y no se les ha hecho ningún caso. No, no, no. ¡Si es
necesario, que arda Troya, porque esto hay que defenderlo con uñas y dientes!
¡Con uñas y dientes! Y no voy a permitir que estos sicarios se metan en las
zonas residenciales donde tenemos a nuestros hijos. Porque yo, si fuera obrera
como ellos… ellos se han criado en el seno obrero… si fuera obrera, colgaría el
uniforme. O si no, me uniría a ellos, como hicieron en Portugal. La Revolución
de los Claveles. ¡En Portugal! Que se unieron a la clase trabajadora y
consiguieron mejoras entre todos”.
De alguna
manera, aquella intervención llamaba a la revolución, pero a una revolución
práctica, presente, a una posibilidad. A una, por qué no, utopía posible. “Me
encanta como hablas, hija”, le dice una señora mayor que pasea por la acera un
perrito. “Esto siempre ha estado igual. Aquí en la Bahía. Yo no sé el futuro
que le espera a mi nieta”, continúa antes de despedirse siguiendo los pasos del
animal.
Lo que ha pasado en Cádiz, coinciden las personas entrevistadas para este reportaje, no es una protesta aislada, ni específica, ni sectorial. “Esto no es un tema económico de una subidita del IPC, es un tema político. Y saben que si ganaban, no ganaban solo los gaditanos, sino la clase obrera. Y eso es lo que no estaban dispuestos a permitir”, sigue analizando Raquel, que recuerda esta vez a aquella otra lucha de la clase obrera en la matanza de Vitoria, allá por el 76. La Policía volvió días después a la barriada a realizar detenciones. ¿Era necesario de nuevo el despliegue?
Protesta en
Izar, en una huelga en Cádiz en 2004. ANTÓN MERES/REUTERS
Lo que hay tras
la huelga del metal es, en el fondo, el hartazgo de la ciudadanía ante
la continua y sangrante degradación de los derechos laborales, los que te
permiten comer y tener una vivienda digna. Los que te permiten tener vacaciones
y descansos. Los que te permiten llegar a fin de mes y no mendigar una cita
en la mermada sanidad pública para pedir ayuda psicológica. ¿Cómo hemos llegado
hasta aquí? ¿Existe esperanza desde el punto de vista laboral en este contexto
pandémico y precario? ¿Serán posibles, como decía Margaret Atwood, las
utopías? “Las utopías van a volver porque tenemos que imaginar cómo salvar
el mundo”, avisaba la autora del distópico El cuento de la criada en
una entrevista en El País.
Porque, de alguna manera, como también explicaba Eduardo Galeano en una anécdota con el director de cine argentino Fernando Birri, las utopías sirven para caminar. “La utopía está en el horizonte. Yo sé muy bien que nunca la alcanzaré. Si yo camino diez pasos, ella se alejará diez pasos. Cuanto más la busque, menos la encontraré. ¿Para qué sirve la utopía? Pues la utopía sirve para eso, la utopía sirve para caminar”.
Pues eso,
asiente Raquel mirando hacia adelante, en el camino de la reconstrucción de los
hechos de aquel día, en el que, se queja, no todos los medios contaron lo que
estaba ocurriendo de verdad: “El movimiento se demuestra andando”. En este
mismo diciembre que acaba de concluir, la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz,
disertaba sobre ello en las jornadas Transición digital y cambios en el
mundo del trabajo, organizadas por la Fundación Espacio Público: “Es tiempo
de hablar también de nuestro propio tiempo, de cómo percibimos nuestros
cuerpos. Debemos detenernos, pensar en qué nos estamos convirtiendo. La
digitalización es muy importante, no debemos tener miedo, pero hemos de estar
preparadas. Van a desaparecer muchos puestos de trabajo pero aparecerán
otros. Y el gran reto es disponer de la savia de los trabajadores con formación
para poder nutrir los dos espectros. Debemos acercarnos a ella [a la
digitalización] con mucha inteligencia, formación y sin miedo, porque a veces
el miedo nos paraliza […] Abandonemos las distopías, soñemos. Si no tenemos futuro
ni podemos pensarlo, no tenemos vida. […] Abandonemos las distopías y
caminemos hacia las utopías”, insistió.
Díaz echó mano
de dos leyes pioneras aprobadas esta legislatura por el Gobierno de coalición
para sostener ese discurso de posibilidad al que, de todas formas, siempre es
más fácil llegar en la teoría que en la práctica: la Ley del trabajo a
distancia y la conocida como Ley Rider. “En ese texto,
estuvimos seis meses trabajando con una intensa complejidad jurídica. Pero en
él se contempla por primera vez el derecho de las personas trabajadoras a
conocer cómo influye el uso de algoritmos en la relación laboral [si se han
producido discriminaciones a la hora de contratar determinados perfiles, si se
han propiciado despidos por usar determinados ítems que no valoran el trabajo
real de la plantilla, etc.]. Y no solo para los riders, sino para
todas las empresas que hagan uso de ello. Acceder a esa información es permitir
que los trabajadores puedan defenderse de agresiones veladas, como con el algoritmo
denominado Frank”.
La justicia ha
determinado que ese algoritmo que usaba Deliveroo generaba discriminación en
las condiciones de acceso al trabajo por parte de los riders. Y
ahora, tomando con referencia la legislación española, la Comisión Europea ha
aprobado también una directiva en la que especifica, como han dicho ya
numerosas sentencias, que quienes trabajan para plataformas digitales son
trabajadores asalariados. En estos días, además, Just Eat y los sindicatos han
acordado el primer convenio colectivo del reparto a domicilio.
Algoritmos y derechos
¿Qué ruta,
entonces, es la adecuada para los tiempos que vienen? ¿Estamos ante una
nueva reconversión? Según el catedrático de Economía Aplicada Juan
Torres, nos encontramos ante una recolocación global del capital que había
comenzado a ser necesaria antes de la pandemia: “La exuberancia del capital
financiero aprisiona cada vez más a la economía productiva. China
cambia de modelo y la Inteligencia Artificial y el Big Data que se abren paso
estaban comenzando a cambiar las lógicas productivas en todo el planeta. La
pandemia irrumpió provocando un fenómeno paradójico de
paralización-aceleración. Por eso estamos viviendo ahora un desorden tan
considerable a escala global que lógicamente nos afecta y que se ve agudizado
por los efectos de la crisis intrínseca de la pandemia”.
Los robots,
explicaba la presidenta de la Fundación Éticas, Gemma Galdón, en el mismo foro
que la ministra, no nos iban a sustituir en cuatro días: “Lo que vemos es la
consecuencia de 50 años de neoliberalismo, de incapacidad de los parlamentos
para proteger a los trabajadores. Las tecnologías ayudan en ese
proceso, reflejan las relaciones de poder, pero no hacen el poder”.
De hecho, según
Galdón, miembro de la Comisión Asesora del Ministerio de Trabajo y Economía
Social en materia de Salario Mínimo Interprofesional (SMI), no hay un gran
cambio estructural en términos tecnológicos en este siglo. “La tecnología no
está cambiando las condiciones en la relación laboral. Seguimos vendiendo
fuerza de trabajo a cambio de un salario. La base estructural del trabajo se
mantiene inalterable. Las leyes que estamos utilizando son competencia,
privacidad, seguridad, derechos que forman parte de nuestras constituciones.
Hay que relativizar un poco la novedad del momento actual. No hay avances
tecnológicos en este siglo y hablamos como si se estuvieran haciendo grandes
inventos en los laboratorios, pero no es así. El gran cambio es el que nosotros
estamos alimentando a través de nuestra vida. El gran cambio son los datos, no
la tecnología que está detrás”, asevera.
Y en el terreno
laboral, donde se aplican los algoritmos es básicamente en la contratación, la
valoración del desempeño y la organización del trabajo. “Si yo puedo entrar en
el algoritmo –explica Galdón– sé cómo están valorando al trabajador. Lo bueno
del algoritmo es que siempre es auditable si podemos acceder a él. Y ahí está
la gran batalla: conseguir el acceso a esos datos”. En resumen, analiza la
socióloga, tenemos puertas abiertas para mejorar los espacios laborales: “Pero
si no nos ponemos a asegurar esos derechos vamos a acabar en espacios menos
democráticos que ahora por esas relaciones de poder”.
La profesora de
Derecho del Trabajo Montserrat Agís Dasilva también insiste en la diferencia
entre lo que es nuevo y lo que no es más que una forma distinta de hacer lo
mismo o ejercer la misma clase de derecho o deber. Por ejemplo, el artículo 20
del Estatuto de los Trabajadores, en el que se habla del control y la
vigilancia del trabajador por parte de la empresa –argumenta– debe cambiar.
“Quién es el sujeto de la frase es muy importante. El Derecho del Trabajo tiene
mucho que hacer en el ámbito de la aplicación correcta de los derechos
fundamentales dentro de la empresa. Tengo colegas muy reputados que dicen que
basta con que los trabajadores den su consentimiento para que todo fluya. Pero
en contextos de dependencia económica, el consentimiento no debe valer”.
Lo que está
claro, coinciden las expertas, es que es necesario actuar. La investigadora
Joana Bregolat, del Observatori del Deute en la Globalització (ODG) lo expresa
así: “Necesitamos dar un giro, necesitamos plantear el trabajo –el tiempo,
los derechos y la vida que implica– como algo compatible con la dignidad
humana, la sostenibilidad de la vida y el planeta. Comprender que si no es
digno para nosotres, no es digno para nadie; y que hablar en estos
términos no es una utopía, es una defensa de la vida de quienes sostienen el
sistema. Y, sobre todo, entender que el empleo no debe ser la llave para todos
los derechos, que el acceso a la dignidad humana, a nuestros derechos y supervivencia
no puede ni debe venir determinado por nuestra condición salarial”.
Bregolat sí
distingue un cambio de ciclo importante: “Estamos en un momento de reflujo
organizativo que topa de frente con la emergencia de luchas de resistencia”.
Desde su perspectiva, la principal ruta es ser conscientes de que hace falta
dar la batalla: “Hace falta no dar las cosas por perdidas. Tensar en caso de
conflicto, no podemos quedarnos en posiciones conformistas y pesimistas. Vienen
cambios, y no van a venir dados de una forma porque sí. Cualquier proceso de
reconversión o de transición es político y sus consecuencias –buenas y malas–
vienen moldeadas por quién dirige la acción”. Recuerda que, crisis tras crisis,
hemos visto los impactos en las economías, quién ha pagado las deudas, quiénes
han salido beneficiados y quiénes se han dejado la piel. “No es un conflicto
que nos venga de nuevo”, insiste.
Tomar conciencia de clase
Argumentaba la
recientemente fallecida y combativa Almudena Grandes, en una de sus columnas en El
País, cuando gobernaba José Luis Rodríguez Zapatero, que ella iba a
secundar la huelga general convocada el 29 de septiembre de 2010 por estos
motivos: “Porque digan lo que digan Zapatero, Salgado o el sursuncorda, los
trabajadores somos el motor de la economía. Porque ni los bancos, ni las
multinacionales, ni las grandes cadenas pueden subsistir sin nosotros. Porque
si nosotros paramos, se para todo. Porque hemos heredado, junto con nuestros
apellidos, la experiencia de que no existe otra manera de proteger nuestros
derechos”. Es lo que escribía Jorge Amado en Sudor, un
alegato también de las posibilidades, de las utopías posibles, concentradas en
este diálogo y centradas en la necesidad de creer en otras herramientas, las de
clase:
-¿Recuerda esas
historias que usted conoce, tía?
-¿Qué
historias?
-Esas historias
de la esclavitud…
-¿Qué hay con
ellas?
-Va a
olvidarlas todas.
-¿Cuándo?
-El día que
seamos dueños de todo esto…
-¿Dueños de
qué?
-De todo esto…
De Bahía… De Brasil…
-¿Cómo es eso,
hijo?
-Dueños de los
tranvías… de las casas… de la comida…
-¿Cuándo es
eso, hijo?
-Cuando no
queramos ser más esclavos de los ricos, tía, y terminemos con ellos…
-¿Quién va a
hacer hechizo tan grande que los ricos queden pobres?
-Los pobres,
por cierto, tía.
Pero las
condiciones en las que nos encontramos, prosigue Bregolat –crisis sanitaria,
ecológica, energética, de disponibilidad de materiales, etc; en definitiva,
crisis civilizatoria–, nos sitúan en un contexto distinto al de hace 15, 20 o
40 años. “De ahí la necesidad de repensar, de proponer nuevas estrategias”,
sostiene.
Raquel
Rodríguez no tiene familiares en el metal. Ella ha trabajado en el sector
servicios, en estética y ahora es limpiadora porque, según cuenta, no tiene
otra cosa. “Aquí la gente malvive, aquí nadie vive bien. Somos trabajadores
pobres. Te puedes matar a trabajar, que seguirás siendo pobre”. Recuerda que el
día de la tanqueta estaba desayunando en su casa. Asegura que no lo pensó, que
no tuvo miedo. Que cogió su móvil y se fue a la calle a grabar y a parar lo que
hiciera falta. “Me salió actuar así. Ese fue mi ímpetu. Me podía haber dado
miedo. Pero me salió así. Hay que darle conciencia a la clase obrera, que ha
sido muy manipulada y hemos normalizado cosas que no se deben normalizar. No
es normal que una persona gane cinco euros la hora trabajando a destajo, sin
seguridad, firmando un papel que dice que has hecho un curso de protección
laboral que no has hecho. Y si te sales del redil, te señalan y a la puta
calle. Como vives con miedo, hocicas. Y es el miedo por el que la gente traga
los cinco euros por hora”.
Por eso,
insiste en varios momentos de la conversación, es fundamental la organización:
“Hay que organizarse y quitarse esa conciencia capitalista que hemos mamao.
Ese ‘yo, yo, yo’ forma parte del mismo sistema burgués”. Ella se autodefine
como comunista por esta razón: «Creo en el bienestar común para todo el mundo».
El yo, el individualismo, es de lo que también habla Layla Martínez en Utopía
no es una isla. “De eso va el libro –escribía Ignacio Pato en estas mismas
páginas números atrás–, de estimularnos a ritmo de Idles o Algiers y de
recordarnos, un poco a lo Éric Vuillard, que los sueños, diseños, estrategias y
revoluciones nunca bajaron de un cielo que jamás, estaría bueno, se va a
asaltar a sí mismo. Que la política –como afirma la autora– no es solo la
gestión del conflicto, sino que también es el encuentro, y que aquellos que
miran más datos y gráficas que a los ojos no pueden cambiar que el Manifiesto
Comunista tuvo seguramente mayor poder de apelación que El
Capital”.
Es lo que
propone Bregolat, plantear una orientación conjunta, una estrategia unitaria.
“La fragmentación y la precariedad han llevado a nuevas formas de plantear el
trabajo sindical, nuevas formas de relación; y los conflictos como el del metal
en Cádiz, la Nissan y la CEPSA en Barcelona, o Mahle en Vilanova i la Geltrú,
generan y generarán otras nuevas dinámicas. Cada conflicto tendrá sus
peculiaridades y sus recorridos sociohistóricos, serán David contra su Goliat,
pero cada uno de ellos se sostiene, se atraviesa y se vive colectivamente, y se
acompañan desde la solidaridad de clase”, afirma.
La
investigadora, en cualquier caso, no cree que podamos hablar de utopía posible
sobre la lucha conjunta, porque considera que se da, que existe: “Las luchas
contra la precariedad, las luchas por unas vidas dignas, superan sectores.
Puede que el reto responda más a de qué mecanismos nos dotamos para sostener
estas estructuras de solidaridad de clase, y a qué elementos nos permiten
avanzar en la construcción de un sindicalismo realmente feminista, antirracista
y ecosocialista”.
En los últimos
años, según el economista Fernando Luengo, ha habido mucha desmovilización:
“Ponemos el retrovisor y, después del 15-M, hubo unos primeros años de euforia,
asaltar los cielos y esas cosas. Y luego ha habido un desapego y una
desmovilización social muy grande”. No obstante, para él, alcanzar un trabajo
digno en este contexto es una utopía posible, pero siempre que haya
movilización social. “Sin ello, esta puerta está cerrada. Por eso la huelga del
metal y la solidaridad en torno a ella es un dato muy ilusionante. Porque se ha
movido mucha gente en unas condiciones dificilísimas, con una enorme presión
mediática que, en ocasiones, ha presentado la movilización social como una
cuestión de alborotadores”. Y hay, sostiene Luengo, un denominador común en
todos los sectores: la reivindicación de derechos como factor de salida de la
crisis: “Las patronales, las élites económicas lo tienen claro y están bien
organizadas, son un lobby permanente. Los trabajadores tienen
que movilizarse”. Coincide en ello Juan Torres: “Los derechos en las
empresas se logran cuando los trabajadores los reclaman y consiguen imponerlos
en la legislación. El Estado no es un ente neutro sino un instrumento que actúa
de una u otra forma en función del poder real de cada grupo social”.
Porque no solo
es posible un trabajo digno –añade Luengo– sino necesario: “Para que una
economía funcione bien es imprescindible que haya trabajo decente, como plantea
la Organización Internacional del Trabajo (OIT), con un salario con el que se
pueda vivir, que se reconozcan los derechos laborales y humanos en la empresa y
la aceptación de la negociación colectiva, clave para que se reconozca la
ultractividad, que los salarios no pierdan capacidad adquisitiva…”.
La reforma laboral
Este es, de
hecho, uno de los aspectos más lesivos de la reforma laboral. Luengo confía en
el compromiso del Gobierno, “explícito y firmado” en el acuerdo de coalición,
puntualiza. Aunque es consciente de las presiones: “Fíjate con la subida del
salario mínimo la que se ha montado, que si se va a destruir empleo, que si
tal”. El nuevo Gobierno alemán, por ejemplo, acaba de incrementar la cuantía. Pero
claro, también ha sido posible despedir a Angela Merkel con aplausos de
todo el hemiciclo mientras en España se aplaude cuando alguien dice “coño”.
En Europa, además, ha sido aprobada la propuesta de directiva con la que
Bruselas aboga por “salarios mínimos adecuados” para que cualquier
trabajador, resida donde resida, viva dignamente.
El economista y
cooperativista en Talaios Kooperatiba Óscar García Jurado es más escéptico en
ese aspecto: “La mejora de las condiciones en las que se desarrolla el trabajo
asalariado dependiente no transforma nada. Mejora las condiciones
económicas de una parte de la población, cada vez menor, pero creo que no
combate la crisis sistémica que nos traemos entre manos. Un claro ejemplo
es el impacto que tendrá en la Bahía de Cádiz la mejora de las condiciones
laborales acordadas por los sindicatos oficiales y la patronal. No creo que
vaya a transformar las condiciones de vida y futuro de la inmensa mayoría de la
población de la Bahía de Cádiz”.
García Jurado
lleva bastante tiempo investigando y actuando por la consecución de dos
“utopías realistas” en el ámbito estrictamente de lo económico. Una es la renta
básica –Catalunya tiene previsto iniciar un proyecto piloto a finales de 2022–
y otra es la economía social con vocación transformadora (cooperativismo
autogestionado, banca ética, consumo consciente, etc.). Las dos están muy
relacionadas, explicaba en un artículo publicado en Portal de Andalucía:
“Con la primera se aumenta la posibilidad de que la gente forme asociaciones
cooperativas para producir bienes y servicios que satisfagan necesidades
humanas al margen del mercado capitalista”. Es, como él mismo menciona en su
artículo, una llamada también a la responsabilidad. “La vida, físicamente, no
se sostiene si no se asumen responsabilidades”, escribía la antropóloga Yayo
Herrero en Contexto. O la Carta de Deberes de Saramago.
Bregolat
recuerda que en los últimos años, numerosas publicaciones y grupos activistas
han empezado a poner encima de la mesa la necesidad de discutir el papel del
trabajo en las transiciones ecosociales. “Esta situación nace ante la necesidad
de dar respuesta a conflictos sindicales vinculados explícitamente a sectores
contaminantes, de producción, trabajo y consumo, y la voluntad de superar la
falsa contraposición entre lucha sindical y ecologista”. El trabajo, tal y como
lo conocemos –dice ella–, viene mediado por una disponibilidad material que se
da dentro de unos límites biofísicos, unos ciclos naturales y de producción de
la vida continuos y cotidianos, y unas condiciones energéticas concretas
vinculadas a una producción fósil. “Ambos elementos, finitos, limitados y
dependientes, se encuentran fuera de las miradas de la economía clásica,
visibilizándose como externos y externalizables, desacoplándose de la realidad
de mercado”, argumenta. De ahí –continúa– que se vendan como anomalía los
impactos del cambio climático, que no se quieran ni se aspiren a comprender los
impactos de la crisis energética si implican un cambio de modelo productivo.
Y es,
además, rotunda con los fondos Next Generation: “Responden a una
política expansiva de gasto dirigida a impulsar nuevos procesos de acumulación
del capital: no son una política ni para las trabajadoras, ni para el clima.
Su llegada, gestión y gasto viene condicionada a una nueva ola privatizadora
–en el Estado español, bajo los nombrados PERTE– y por la asunción de reformas
–como la laboral, de pensiones y fiscal– cuyos pasos van en dirección contraria
a defender unas vidas dignas para el 99% de la población. Son una oportunidad
que no nos habla de vidas mejores, sino de negocios mejores, ‘conscientes y
resilientes’, que se dirigen a sectores que no son públicos en un momento en
que hemos visto que lo público es fundamental”.
Sobre la
reforma laboral, el secretario general de CCOO, Unai Sordo, fue muy claro en el
foro de Espacio Público: “El problema es que es una reforma pensada para un
país que mira hacia atrás y necesitamos un país que mire hacia adelante”. En su
intervención abogó por un modelo laboral que incentive los mejores proyectos
empresariales: “Cuando se habla de la necesidad de que las empresas inviertan
en digitalización, tenemos que ser conscientes de que tenemos un modelo laboral
anclado en un paradigma. Y es que España era un país que en la distribución
internacional europea del trabajo tenía que competir en las partes subalternas
de una pequeña parte de la industria internacional, el automóvil y alguna más
–con sus cadenas de valor asociadas– y, fundamentalmente, en sectores de
servicios, muchos de ellos de bajo valor añadido y ligados a actividades en
algunos casos estacionales. Y ese modelo de concurrencia de la economía
española en la economía global requería un modelo de salarios bajos, de
impuestos bajos y de precariedad”. Si queremos transformar el modelo
productivo –añadió– necesitamos cambiar el sistema de incentivos. “No puede
ser que una empresa que se digitalice para que sus trabajadoras tengan una
mayor formación compita con otra que concurra solo en precio porque hace un
convenio de empresa a la baja. Y un señor que se llama empresario, pero que es
un tratante de mano de obra, licite en un ayuntamiento y se quede el concurso”,
explicó.
Según el
economista García Jurado, para los tiempos que vienen debemos cambiar las
respuestas a dos preguntas fundamentales: ¿qué producimos y cómo lo hacemos?
“Desde mi punto de vista, desde cada economía territorial –pues cada vez con
más frecuencia se deberá hablar más de economía territorial debido a las
rupturas de las cadenas globales de mercancías y la desglobalización– se deben
desarrollar actividades socialmente necesarias y medioambientalmente
sostenibles, de manera que se avance en las autonomías o soberanías
estratégicas que sirvan para mantener y enriquecer la vida. En la respuesta al cómo
hacerlo interviene la economía social transformadora, que cuestiona el modo
capitalista de entender el valor, el trabajo y la propiedad”.
Jornadas de cuatro días
Sin corrupción,
el modelo capitalista no funciona, considera Raquel, bastante decepcionada con
los sindicatos y todos los partidos: “No me representa ninguno. En Podemos
tampoco aplican la teoría a la práctica”. Y se pregunta a modo retórico:
¿qué pintan las empresas privadas dentro de lo público? El sistema capitalista,
repite, no vale para la vida: “La vida es otra cosa. Eso no es
vida. Hay máquinas suficientes para hacer el trabajo duro y no
partir a una persona por la mitad. ¿Y por qué esa revolución no la ha
sacado el sistema? Porque no le conviene. Si hubiera un sistema socialista
nos valdríamos de herramientas para el bienestar común. Y en vez de doce horas
trabajando y partiéndonos las espaldas, vamos a estar tres horas trabajando. Y
luego me voy a poner a hacer otras cosas, vida zen, lo que me dé la gana. En el
siglo XXI estamos más esclavizados que nunca. Y eso quieren, legalizar la
esclavitud”.
España
necesita, dice ella, que le devuelvan la república, los derechos de la II
República. No una república cualquiera, no cualquier república, como ya
avisaba Tomás Moro, en el siglo XVI, en Utopía: “Por
eso, cuando contemplo y medito sobre todas esas repúblicas que florecen por
ahí, no se me antoja otra cosa, séame Dios propicio, que una especie de
conspiración de los ricos que tratan sus intereses bajo el nombre y título de
república. Y discurren e inventan todos los modos y artes para retener sin
riesgo de perderlo lo que apañaron con malas artes, eso lo primero; lo segundo,
para adquirirlo al más bajo coste con el trabajo y fatigas de todos los pobres
y para aprovecharse de estos. Estas maquinaciones, tan pronto como los ricos
han decretado que se observen en nombre del pueblo, esto es, también de los
pobres, pasan ya a ser leyes”.
Más allá de la
utopía –menos posible– de abolir directamente el trabajo, el antropólogo
estadounidense David Graeber destaca en Trabajos de mierda que existe una
relación inversa entre la relevancia social del empleo y el sueldo. Una
cuestión que ya estaba también en la obra de Moro: “¿Qué justicia es que un
noble o un orífice o un usurero o, en fin, uno cualquiera de esos que no hacen
nada absolutamente o que, si lo hacen, es de tal jaez que no resulta mayormente
necesario para la república, consigan a base de ocio o de un negocio superfluo
una vida suntuosa y espléndida, mientras, de otro lado, un azacán, un cochero,
un artesano, un agricultor, con un trabajo tan grande y tan continuo que apenas
lo soportan las bestias de carga, tan necesario que sin él no podría una
república durar ni un año siquiera, logran sin embargo un sustento tan cicatero
[…]?”.
García Jurado
incide en ello: “Vamos desde hace tiempo hacia la consideración de las personas
como recursos humanos. Y como recursos que deben guiarse por la competitividad
del capital, cuantos menos derechos, mejor. Siempre se ha dicho que hay algo
peor que te exploten, y es que no te exploten. Creo que debemos comenzar a
considerar el trabajo como algo más que el trabajo asalariado dependiente o
empleo. Creo que el trabajo, como actividad que tiene por objetivo satisfacer
las necesidades de la gente es digno. El empleo que te utiliza como un recurso
casi siempre es y será indigno”. Y añade: “Veo posible que el trabajo
autogestionado sustituya al dependiente asalariado. Que lo común arrincone a lo
privado. Y que el valor de las cosas se entienda no por los beneficios
empresariales que generan, sino por las necesidades que satisfacen. Veo posible
que la vida subordine al capital”.
Llegamos aquí a
otro debate, el de la las semanas laborales de cuatro días.
Las cardiopatías isquémicas y los accidentes cerebrovasculares atribuidos a
largas jornadas causaron 745.194 muertes en 2016 en todo el mundo, según un
informe elaborado por la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la OIT.
España, según los datos de la Organización para la Cooperación y el
Desarrollo Económicos (OCDE), ocupa el décimo puesto en la lista de países de
la UE en los que más horas se trabaja, y el vigésimo de entre los 36 país de la
OCDE, con 1.686 horas anuales frente a las 1.386 horas de Alemania. La
media semanal en España es de 37,7 horas. Quien abrió el melón fue Más País,
que incluyó en sus estatutos y en su programa electoral la reducción de la
jornada semanal a cuatro días o 32 horas, sin pérdida de salario.
El Gobierno,
tras comprometerse a estudiar la propuesta del partido liderado por Íñigo
Errejón, con un proyecto finalmente aplazado, incluyó en el Plan España 2050 la
necesidad de reducir la jornada. Y ya hay algunas empresas que funcionan así.
“A pesar de los avances desde 1980, España sigue teniendo un nivel de
productividad considerablemente inferior al de sus vecinos europeos. Esto
significa que somos capaces de generar menos riqueza y oportunidades que otros
países de nuestro entorno, algo que está comprometiendo el desarrollo de todo
el país y que explica los menores salarios, las jornadas laborales más largas y
la baja competitividad de muchas de nuestras empresas”, dice el documento
resumen del plan.
Así, el
objetivo del Plan España 2050 es rebajar de manera progresiva la jornada hasta
las 35 horas. Se reduciría una hora por década. Es decir, 37 horas en 2030, 36
en 2040 y 35 en 2050. ¿Estamos, por tanto, ante otra utopía posible? ¿Trabajar,
además, sin horas extras –remuneradas o no–? “A medio y largo plazo habrá que
avanzar en esa dirección si se quiere evitar el paro masivo”, argumenta Juan
Torres. “No tiene sentido creer que haya disminuido a la mitad en un siglo y
que se puede lograr progreso económico manteniendo la jornada como desde hace
décadas, sin apenas modificaciones. Esto último es otra consecuencia de ese
poder de negociación desequilibrado. El paro es un enorme coste económico para
el capital pero una gran salvaguarda política”, prosigue Torres, que admite que
la utopía que más echa de menos es la de la gente de izquierdas debatiendo
entre ella “con generosidad y sin presupuestos previos para pensar el futuro y,
sobre todo, para tratar de anticiparlo al conjunto de la sociedad”. “Da
verdadera pena y vergüenza –asegura– comprobar que no hay espacios de encuentro,
propuestas conjuntas, desarrollo estratégico en común, organizaciones
compartidas, experiencias prácticas puestas en marcha de forma cooperativa y
superadora… Sin eso, nada de todo lo demás será posible”.
Es evidente
–analiza Luengo– que no hay trabajo para todos. «Existe una súper
explotación de los trabajadores que tienen ‘la suerte’ de tener un empleo, con
una enorme cantidad de horas extras. Eso es un tapón y, si se alarga la edad de
jubilación, ¿cómo va a entrar gente en el mercado de trabajo?”. No solo
está justificado el debate, dice el economista: “Hay que ser valiente, el
Gobierno tiene que ser valiente e introducir ese debate y el de la renta básica
universal, porque ambas cosas son imprescindibles”.
García Jurado,
no obstante, apunta a un matiz: “Trabajo para todos hay. Lo que no hay es
empleo. Si no, que se lo pregunten especialmente a las mujeres que no logran
corresponsabilizar a sus compañeros sobre el tema. En Andalucía o en
Bolivia, la cantidad de empleo existente en el mercado de trabajo apenas
depende de esa variable. Me parece que las jornadas de cuatro días son una
buena medida, mala no es, pero no deja de ser una tirita para un problema mucho
más grave”.
Bregolat encauza
el debate no hacia los días, sino hacia las horas: “Hay trabajos que hacemos
continuamente y repetidamente, que no es una cuestión de tener un día, sino de
tener una disponibilidad del tiempo. Encuestas realizadas nos muestran un sesgo
de género al plantear una reducción de la jornada laboral, y es que si tú
tienes dos, tres, cuatro turnos invisibles cuando llegas a casa, la
concentración de horas no te facilita habitar tu vida, hasta el punto de
visibilizarse con un desborde. Soy más partidaria de hablar de jornadas de
30-32h a la semana y ser conscientes de que esta reducción es necesaria pero no
suficiente, sino que debe venir acompañada de más cambios y más propuestas,
desde una renta básica a la redefinición del trabajo”.
Por otra parte,
subraya la redistribución del trabajo mediante los tiempos dentro de una
transición ecosocial: “Eso implica un reparto mayor y un proceso de
valorización de tareas-empleos que a día de hoy son invisibles y denostados por
la economía de mercado. Lleva en su base cuestionar un modelo de producción sin
fin y de consumo sin fin, planteándonos que los límites de la naturaleza,
nuestra salud y el buen vivir deben ser quiénes guíen las necesidades de
trabajo. Así serán realmente oportunas y democráticamente expresadas, y no
pensadas desde la sobreexplotación. Nos lleva a cuestionar la división sexual y
transnacional del trabajo, la jerarquización de los trabajos en nuestros
territorios y la descolonización de nuestras cadenas de valor”. Suena utópico,
remarca: “Pero cuando planteamos cambios en el modelo laboral y sus jornadas lo
hacemos desde la aspiración de que ya es hora de tener una vida”.
Montserrat Agís
también hace referencia a la desconexión digital: “Hay que regular bien el tema
de las cargas de trabajo. No me sirve que mi empresario no me pueda contactar
el fin de semana si el viernes por la tarde me pone una cantidad de trabajo
terrible que no puedo hacer. Eso tiene que estar establecido en la negociación
colectiva”.
Cooperativas en el rural
Un rebaño de ovejas en Ayllón, en Segovia. ÁLVARO MINGUITO
La generación
de empleo en el rural también puede calificarse como una utopía posible. Las
cifras aportadas por la directora general de Desarrollo Rural, Innovación y
Política Forestal del Gobierno, Isabel Bombal Díaz, muestran que es urgente el
cambio: la tasa de empleo de las mujeres en el medio rural es inferior al de
las mujeres en el medio urbano y muy inferior a la de los hombres en el propio
medio rural: 49-50% frente al 72,3%. Los contratos que consiguen las mujeres en
el medio rural son temporales en su mayoría y fijos discontinuos; son “los más
precarios y con peores condiciones desde el punto de vista salarial y de
estabilidad”. En el sector agroalimentario, las diferencias también son
significativas. En el campo, las titulares de explotación alcanzan el 32%. “Si
descendemos al nivel de jefa de explotaciones, solo el 25% son mujeres. Y las
explotaciones a cuyo frente hay una mujer tienen una dimensión económica y
física inferior a la de los hombres: menos rentabilidad, menos capacidad de
innovación y menos éxito. La cantidad media en ayudas que reciben las mujeres
es de 4.200 euros al año frente a los 6.700 euros de los hombres”, dijo en
el III Foro Mujer y Empresa, impulsado por Prodetur.
Joana Bregolat
cita al economista Arcadi Oliveres –“siempre decía que las utopías no
deben confundirse con las quimeras, que las utopías no son imposibles, que si
no son posibles muchas veces es por una falta de voluntad de hacerlas posibles”–
para hablar de la necesidad de una economía feminista: “No es una utopía, es
una realidad que es posible, urgente y necesaria, que hay recursos, ideas y mil
y una propuestas, que sabemos por dónde queremos empezar y qué implicaciones
tiene sobre la vida, sobre nuestras vidas. Deseamos estas economías que nos
hablan de lo cotidiano y no lo hacen subalterno, que generan un cambio en la
cadena de valor y transforman todas sus fases. Economías feministas que hablan
de desmercantilizar, descolonizar y despatriarcalizar, de dignificar los
procesos vivos que nos hacen estar vivas, que nos generan bienestar, que nos
dan apoyo en un mundo que vive de espaldas a su propia supervivencia”. Y son,
insiste, economías reales, colectivas y solidarias, que actúan en red y que
necesitamos cultivar para dar saltos de escala.
Carmen Perea
Moreno, presidenta de la Federación Empresarial de Mujeres para la Economía
Social de Andalucía, reconoce que cuando hace años iba a las asambleas, la
única mujer era ella. “Después me metí en el consejo rector y ya nos hemos
hecho más visibles. Yo estoy en una cooperativa de La Puebla de Cazalla
(Sevilla) y vamos viendo que el 32% de nuestras socias son mujeres y tenemos
6.000 y pico de socios». Según datos de AMECOOP Andalucía, de las casi 4.000
cooperativas que existen en esta comunidad, que representan el 9% del PIB, el
80% son cooperativas de trabajo, y el porcentaje de socias trabajadoras
asciende a un 49%.“El hecho de lograr una conexión territorial y social adecuada,
el hecho de lograr unas condiciones de vida, trabajo y ocio justas y
equitativas en el medio rural son la única vía que tenemos de asegurarnos el
bienestar social no solo de las personas que vivan en el medio rural sino de
todas las personas”, subrayó Bombal Díaz.
La directora
general del Trabajo Autónomo, de la Economía Social y la Responsabilidad Social
de las Empresas del Gobierno, Maravillas Espín, pone un ejemplo que responde al
reto de la España vaciada: el proyecto de escuelas rurales a través
de cooperativas de enseñanza. “Se trata –explica– de iniciativas que, en
colaboración con los municipios y el resto de administraciones, van a combinar
el cooperativismo de vivienda con la generación de empleo a través de las
cooperativas de enseñanza, las comunidades energéticas y la oferta de servicios
y atención a la infancia. Y, con ello, atracción de familias jóvenes al
territorio o retención de quienes no quieren verse obligados a abandonar el
mismo”. También menciona otras experiencias sobre la atención a las personas
más mayores, con el ofrecimiento de cuidados sin que tengan que experimentar el
desarraigo.
El día después de las grandes epidemias (Taurus,
2021), de José Enrique Ruiz-Domènec, es otra llamada a lo posible e invita a
mirar al pasado para encontrar respuestas a este nuevo escenario de pandemia:
la plaga de Justiniano, la peste negra del XIV, la viruela que acabó con el
Imperio azteca, las pestilencias del siglo XVII en Europa o la gripe española.
“Estos episodios generaron un nivel de angustia que hoy nos es familiar,
pero, aunque hubo aciertos y desatinos, las sociedades supieron tomar
decisiones a la altura. ¿Seremos capaces de afrontar de forma positiva las
dificultades, tomando estos modelos históricos, y de vencer, una vez más, a una
gran epidemia?”, dice a modo de resumen.
Raquel afirma
que la pandemia existe y usa contra quienes la niegan todavía hoy un término
muy frecuente en su conversación: “Eso es matemático”. Pero también cree que ha
sido la excusa perfecta para continuar el proceso de recortes de derechos y
privatizaciones y aumentar, de ese modo, el miedo. De ello hablaron también las
filósofas Marina Garcés y Silvia Federici en la décima edición de la Feria de
Economía Solidaria de Catalunya, el pasado octubre. Garcés cree que,
efectivamente, la pandemia ha reconducido las vidas a un espacio mucho más
individual y aislado, con un alto componente de obediencia; pero también
considera que ha puesto un espejo delante de nosotros: qué vida tenemos, cómo
la queremos y qué no queremos tener. “Por lo tanto, paradójicamente, lo que se
percibía como individual y aislado se ha convertido en un problema colectivo”,
expresó en el evento, cubierto por El Diari del Treball. “Dicen que
la gente no se levanta. Claro que se levanta. Lo que pasa es que el mismo
sistema la desvía”, sigue reflexionado Raquel Rodríguez, que llega a la misma
conclusión que Federici: “Ante los problemas reales, la gente supera el miedo”
y toma conciencia de la necesidad de un cambio.
En Andalucía,
hace 44 años, la gente se echó a la calle, sin miedo, a pedir autonomía, que no
era más que el derecho a una vida y un trabajo dignos, que es lo mismo que han
reclamado en Cádiz, que es lo mismo que hay que seguir reclamando. Era 4 de
diciembre de 1977. Así se llama la avenida que da entrada a Puerto Real, donde
ondea una bandera blanca y verde, donde se ha sumado al callejero este año la
plaza Manuel José García Caparrós, muerto de un disparo ese mismo día en
Málaga. “Teniendo conciencia y organización, siempre vamos a estar a tiempo. Si
no es con las mismas herramientas del Estado opresivo burgués, podemos cambiar
las cosas en cualquier momento”, se despide Raquel Rodríguez, con el chaquetón
puesto y el sol ya detrás de las casas.
Fuente: https://www.lamarea.com/2022/02/02/utopias-basadas-en-hechos-reales/
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