Si
hay un lugar donde la guerra cultural entre la iglesia y el laicismo ha tenido
siempre importancia es el cine. La Iglesia, consciente de que los templos se
vacían y las salas de cine eran la competencia, conquistó el cine durante la
Semana Santa.
El cine, entre la religión y
el laicismo
Pepe Gutiérrez-Álvarez
El Viejo Topo
15 abril, 2022
Si hay un lugar
donde la guerra cultural entre la iglesia y el laicismo tuvo importancia desde
el principio, fue el cine. La Iglesia era consciente de que los templos se
vacían, que las salas de cine eran la competencia y, por lo tanto, hicieron
todo lo posible por llevar los púlpitos a dichas salas, una conquista eclesial
que todavía se impone como una tradición, sobre todo durante la Semana Santa.
A su favor
contó con el apoyo incondicional de la industria, perfectamente consciente del
pacto que se había establecido entre ambas partes contra el socialismo. También
jugó a favor el peso del arte y la cultura religiosa, el poder de fascinación
que todavía ejercían algunos capítulos bíblicos. También significó el éxito de
una cierta literatura, como la representada por Quo Vadis?, del
polaco Henry Sinkiewicz (Nobel en 1905), tantas veces llevada al cine, siendo
la más famosa la filmada en 1951. La más singular sería la apócrifa de De Mille
(El signo de la cruz, 1932), y la más patética, la de Jerzy Kawalerowicz
(2001). Jerzy había sido el laureado responsable de Faraón (Polonia,
1966), una las mejores (si es que no la mejor) películas sobre el Antiguo
Egipto. Su convencional Quo Vadis? fue una producción del
nuevo régimen nacional-católico y debidamente bendecida por el papa Wojtyla
como un gesto de pleitesía digno de una revista satírica, amén de otra prueba
de la conversión de no socialistas polacos. Un repaso de ciertas producciones
polacas emitidas por plataformas como Filmin, ayuda a rememorar el cine
de estampitas tan propio del franquismo.
No hace falta
decir que esta guerra cultural fue ganada por el Vaticano que, a lo largo del
siglo XX, pudo bendecir un torrente de “colosales” norteamericanos e italianos
de exaltación religiosa, con éxitos multitudinarios como La túnica
sagrada y su secuela, Demetrius y los gladiadores, que
marcan la expansión del Cinemascope al principio de los años cincuenta
coincidiendo con la guerra fría. Se trata de la segunda ola
del peplum después del italiano previo a la Gran Guerra, y fue
acompañado en la España de Franco por un tsunami de películas de estampitas,
hasta el punto de superar el que ya había conocido la Italia de Mussolini. Era
un cine que acompañaba fenómenos religiosos como el de Fátima en Portugal, cuya
celebración conecta la reacción contra la república portuguesa con la del
papado de Wojtyla, que señala la culminación de la alianza entre el
neoliberalismo y el fundamentalismo religioso, ambos vencedores triunfantes
contra el comunismo. La guerra cultural, pues, acaba con la
victoria final del dinero y de la religión como consolación en este valle de
lágrimas.
Evidentemente,
este cine fue posible porque encontró un público adicto, algunas películas como
las citadas o como Marcelino, pan y vino, fueron grandes
éxitos de público, incluyendo las barriadas obreras. No siempre fue un cine
totalmente despreciable, fue hecho por auténticos profesionales capaces de
hacer películas importantes, formaban parte de una cultura religiosa más que
milenaria. Pero sobre todo ocuparon un escenario en el que el cine social y
crítico (el neorrealismo italiano y norteamericano) tenía muchas más
dificultades de acceder. Pero en la gran mayoría de los casos, se trataba de
ejercicios de sucia hipocresía. En realidad, las vidas ejemplares que ofrecían,
eran el producto de épocas y situaciones que nada tenían que ver con la praxis
de la Iglesia constantiniana. De hecho, los autores que estaban marcados por
verdaderas inquietudes religiosas (Dreyer, Bresson, Fellini, Tarkowski, entre
otros), se situaban en una dimensión diferente, sino opuesta. Películas como la
impresionante Ordret, todavía causan una profunda conmoción
seas o no creyente.
Cecil B. de
Mille fue desde fechas tempranas el principal modelo para el colosal religioso
que casi todos trataban de imitar, lo que significó descartar otras tentativas
más analíticas como las propuestas del maestro Griffith en Intolerancia o
por Henry King con David y Betsabe, por cierto, prohibida en la
España de Franco. De Mille fue el iniciador de esta segunda ola del peplum con
Sansón y Dalila en la que persistía en un cierto compromiso, él aportaba
espectacularmente su dosis de exaltación religiosa (Dios era el Supremo
Hacedor), pero a cambio se le permitían al menos dos grandes licencias, la
exaltación erótica (Sansón enloquece por Dalila o sea por Hedy Lamarr), e
Israel era el pueblo elegido, el antecesor de Norteamericano Destino
Manifiesto. La culminación fílmica de De Mille fue su nueva versión del Éxodo,
el mito fundacional del pueblo de Israel y uno de los temas más recurrente del
cine norteamericano que subrayaba un paralelismo con la Biblia, si bien se
trata de moldes diferentes. Mientras que en la Biblia, Moisés, el hombre
providencial, libera a su pueblo de la esclavitud a la que le sometía Egipto,
con mucho, la mayor potencia civilizatoria de la Antigüedad (un paradigma que
todavía no ha sido superado), la conquista del Oeste se hizo por el contrario
para ocupar los territorios milenarios de las naciones indias. Pero a De Mille
la historia le importaba lo mismo que al Departamento de Estado.
Los diez
mandamientos (The Ten Commandments, USA, 1956),
de entrada, fue un verdadero fenómeno social, su estreno se prolongó durante
más de dos años, a veces con colas interminables. Fue una película por la que
la gente se interpelaba si la había visto. Desde el punto de vista del
espectáculo, pero también por su parte religiosa, no se discutía su verdad.
Pero sus verdades eran muchas. Tal como está planteada en el Libro de Libros,
el Éxodo puede interpretarse como una historia de liberación nacional, el
pueblo hebreo se libera de la servidumbre, atraviesa el desierto para llegar a
la Tierra Prometida. En el trayecto, Dios entrega a moisés diez mandamientos,
no matarás, no robarás…Estos principios se oponen al Becerro de Oro, símbolo
del afán de lucro. En la película, la connotación más inmediata remite al
judeocidio llevado a cabo por el nazismo con enormes complicidades. En
realidad, el antisemitismo fue uno de los componentes más oscuros de la cultura
cristiana.
De Mille había
ya mostrado su sensibilidad sobre la cuestión judía en su (en parte) atrevida
Rey de Reyes, un título que nos remite a una de las versiones más singulares e
inteligentes de los sesenta, la de Nicholas Ray en la que el pueblo judío es la
víctima de la colonización romana. Estos mitos han sido empleados en la
historia del socialismo de manera constante, y no solamente por los teóricos de
formación religiosa.
Moisés fue
escogido como el primer judío en un reciente referéndum, todavía sigue siendo
la figura central de la historia de Israel, es, simultáneamente, figura central
del Antiguo Testamento y el antecesor de Jesús, así como uno de los profetas
mayores que antecedieron a Mahoma para los musulmanes. Moisés fue “instruido en
toda la sabiduría egipcia”, un hilo que nos lleva a otra cuestión: a cómo la
Biblia –y la cultura occidental-, asume la historia del Antiguo Egipto desde
una superioridad que resulta exaltada en la película desde el momento en que
Moisés se encuentra con la zarza ardiendo sin consumirse. Moisés humilla a
Ramsés II (Yul Brynner), este sí, un personaje histórico. Una vez más, la
leyenda vence a la historia, y la religión sirve para proclamar el mayor
milagro: un pueblo esclavizado vence a la primera potencia con la ayuda del
Dios de su pueblo. De Mille va más lejos y, caracterizado de colonizador, nos
presenta la película como una lucha entre el Bien y el Mal, como un referente
del dilema entre democracia y totalitarismo o sea, fascismo o
comunismo o, dicho de otra manera, de los Estados Unidos y de sus adversarios.
Tampoco resulta
ser cierta la esclavitud de los judíos en Egipto, la constancia arqueológica es
que nunca existió ninguna emigración como pueblo. Puede ser muy noble hacer un
alegato contra la esclavitud, y subrayar las coincidencias con el drama
inconmensurable de la Shoah, pero la verdad es que no existe
ninguna indicación por parte de la arqueología de que fuese nada parecido, ni
en ninguna obra de investigación sobre el modo de producción esclavista (cf.
la obra homónima pubicada por Akal, 1978). Ciertamente, esta descripción
corresponde a una tradición en la que se dan de la mano ilustrados, liberales y
marxistas que no podían concebir la construcción de las pirámides más a la
manera que describe en la película. Pero lo cierto es que la esclavitud en
Egipto fue en lo que cabe mucho más benigna que bajo el Imperio Romano. Resulta
paradójico que la primera información que se tuvo sobre dicha esclavitud
provenía del Génesis, concretamente de cuando el patriarca Abraham recibe un
cierto número de esclavos de uno u otro sexo, regalo del faraón.
Con el tiempo y
las constantes investigaciones, el Éxodo ha dado lugar a una
interpretación que ya fue apuntada por Freud, que escribió que de ser
millonario, financiaría las excavaciones arqueológicas en El Amama: “Me
gustaría aventurar esta conclusión: si Moisés fue egipcio, si transmitió su
propia religión a los judíos, fue la de Akhenatón, la religión de Atón”. Sobre
esta hipótesis se han efectuado diversas elaboraciones, un hilo que nos lleva a
la principal revolución de aquellos tiempos, a la herejía de Akhenatón para el
que el Sol era el principio de todas las cosas. Akenatón acabó siendo derrotado
por la casta sacerdotal, por la nomenklatura de un Estado en
el que la religión era el opio del pueblo en todos los
sentidos: en el bueno porque le permitía creer que su vida, finalmente tenía un
sentido, y para lo malo, porque eso le impedía oponerse a los amos. Una
historia no tan lejana como podía parecer.
De todo ello se
puede hablar gracias a una de las películas más influyentes de la historia del
cine que cuenta con una aproximación célebre a la historia de Akenatón, la
adaptación de la obra de Mika Waltari, Sinuhé el egipcio (The
Egyptian/USA, 1954), en la que un Akhenatón místico dirige sus plegarias a un
Dios único, un Dios porque sufrirán martirologio los atonistas, unos creyentes
de buena fe que en la película serán representados por Jean Simmons, la misma
que el público ya la hacía en los cielos desde que vio el final de The
Robe.
Otro hilo
bíblico igualitarista nos lleva a profetas como Amós, Oseas, pero, sobre todo,
Isaías. Todos apelan a la rebelión, y condenan a quienes abusan del poder, al
tiempo que vaticinan la llegada de unos tiempos futuros en los que el pueblo
establecerá el reino de Dios en la Tierra, un reino incompatible con la
exclusión y las injusticias. Entonces, proclama Isaías (II, 4), las naciones
«convertirán sus espadas en arados y sus lanzas en hoces», una imagen muy
querida en todos los movimientos pacifistas que sueñan un mundo sin guerras.
Proclama que, finalmente reinará la alegría y desaparecerá el dolor, como
ocurría en el Paraíso, antes de que los seres humanos desobedecieran el mandato
divino. Textualmente se dice: «Se alegrará el desierto y florecerá como lirio»
y «la tierra seca se mudará en estanque y la sedienta en fuentes de agua»
(Ibid, XXXV, 1-7). Todo ello compone una tradición que tendrá una influencia
determinante entre las corrientes heréticas que atravesarán la Reforma con
componentes tan significados como Thomas Münzer, Jean Huss, Gerard Winstaley y
tantos otros.
Nota: Sobre la idea de los Estados Unidos como pueblo
elegido, resulta del mayor interés el ensayo de Johan Galtung, Fundamentalismo
USA. Fundamentalismo político, teológico en la política exterior USA (Icaria,
Barcelona, 1999). En cuanto a lo referente a la asimilación del legado del
Antiguo Egipto a las medidas de las pautas históricas de la civilización
judeo-cristiana, resulta de una gran utilidad la obra de Francisco J. Gómez
Espelosín y Antonio Pérez Largaña, Egiptomanía (Alianza,
Madrid, 1997). En cuanto al apartado cine-historia, me remito a mi libro, En
nombre del padre y del hijo. El cine y la Biblia (Los Libros de la
Frontera, Barcelona, 2009).
Artículo publicado originalmente en Viento Sur.
*++