El artilugio del Estado
palestino independiente
Por Ignacio
Gutiérrez de Terán Gómez-Benita
REBELION
| 22/01/2024 | Palestina y
Oriente Próximo
Fuentes: El
Salto [Foto: Mapa de la Palestina histórica]
Un Estado para los palestinos como el que pueda haber en cualquier parte
supondría la sentencia de muerte para el ideario sionista clásico. La solución
de los dos Estados pertenece al terreno del ilusionismo político.
A lo largo de
estos cien días ya de atrocidades israelíes en Gaza, uno de los principales
argumentos —peculiares, como casi todo en el decálogo de la política exterior
estadounidense para Oriente Medio— gira en torno a la “solución del Estado
Palestino”. Así, en mayúsculas, porque lo enarbolan como el bálsamo de
Fierabrás que habrá de poner fin a la “problemática” cuestión palestina y
consolidar la “Paz”, también con letra capital. El comienzo de un nuevo texto, grandioso,
para Oriente Medio, a lo grande: Estado, Paz, Estabilidad, Bonanza Económica,
Libre Comercio en la Región, Coexistencia Pacífica, etc. El problema está en
que el recurso al “Estado palestino” no deja de ser una forma de desviar el
foco del asunto que hoy debería recabar la máxima atención: la barbarie, la
sinrazón, la destrucción desatadas por el régimen de Tel Aviv en Gaza y los
esfuerzos desplegados por los sectores más extremistas del Gobierno, el
ejército y la sociedad israelíes por lograr uno de sus mayores anhelos, a
saber, la expulsión del mayor número posible de palestinos.
La meta es
desterrarlos de Cisjordania, que es lo que verdaderamente interesa al proyecto
colonizador sionista; pero si se quitan de en medio unos cuantos cientos de
miles en Gaza también les vale. Por lo pronto, entre muertos, desaparecidos y
familias, heridos o desplazados que han conseguido salir de la Franja, y que
muy probablemente ya no volverán jamás, van camino de los 50.000.
El relato sobre
el Estado palestino se ha convertido en la cuestión fundamental que Antony
Blinken, Lloyd Austin —antes de su ingreso en el hospital—, John Kirby y una
nutrida lista de representantes estadounidenses “dicen” abordar en sus
interlocuciones con los líderes árabes. Intentan convencerlos de que para “el
día después”, que nadie sabe cuándo será habida cuenta de la fiera y organizada
resistencia de las milicias palestinas, tendremos una nueva conferencia de paz
y avances políticos que ellos, los líderes árabes dispuestos a la paz con Israel,
puedan presentar ante su opinión pública.
Algunos del
Golfo, como los emiratíes o los bahreiníes, que ya tienen acuerdos de paz con
Israel, o los saudíes, que estaban preparándolos antes de la gran explosión del
7 de octubre, desean, tanto o más que el régimen de Tel Aviv mismo, acabar con
Hamás y todas las facciones islamistas hostiles al modelo político y económico
—un islam neoliberal en lo económico, autoritario en lo político— que, sobre
todo, representa Arabia Saudí.
El problema es
que no lo pueden decir a las claras, aunque a determinados dirigentes
emiratíes, muy locuaces, se les nota con gran facilidad. Los círculos políticos
israelíes destacan de vez en cuando que las potencias del Golfo piden —exigen—
que en ningún caso se ponga fin a la operación de castigo colectivo en la
Franja sin asegurarse antes de que Hamás haya perdido por completo su capacidad
operativa; el propio primer ministro y criminal de guerra inconfeso, Benjamín
Netanyahu, decía a principios de diciembre que los saudíes y los emiratíes
estaban dispuestos a costear la reconstrucción de Gaza.
Tanto Riad como
Abu Dhabi se abstuvieron de confirmar el anuncio, pero, y esto lo sabe
cualquiera que siga la política regional árabe, unos y otros están más cerca
hoy de las tesis estadounidenses-israelíes que de la defensa de las
reclamaciones legítimas palestinas. Pero han de cubrir el expediente; y aunque
cada vez actúan con más descaro, el Estado palestino independiente les serviría
para justificar la aceptación incondicional del plan estadounidense para
Oriente Medio. Llama la atención, en cualquier caso, que estos planes los
suelen hablar entre ellos, dirigentes estadounidenses, israelíes y árabes de la
zona, sin que haya presencia notable de interlocutores palestinos, en especial
de los gazatíes. Ya se lo intentarán dar mascado, sin permitir ningún tipo de
rechazo.
El problema
está en que el plan ya lo han vendido varias veces; en buena medida, nos
hallamos en esta situación hoy, en el contexto de la ofensiva más brutal y
despiadada contra la población palestina desde 1948, gracias al fracaso de los
acuerdos de paz firmados desde el fin de la primera Intifada a principios de
los 90. Fracasaron porque partían de la prioridad de proteger los intereses del
Estado israelí por encima de cualquier otra consideración y reducir al máximo
las concesiones a los palestinos.
Estos, debido a
la inoperancia, venalidad y egocentrismo de sus representantes, como bien
relata Edward Said en sus escritos, desesperados, sobre el desastre de
negociaciones como las del Proceso de Oslo —léase, por ejemplo, Gaza y
Jericó. Pax Americana—, no supieron, o no les importó, conceder el sistema
autonómico adulterado que desembocó en la Autoridad Nacional Palestina y en un
delirante sistema de territorios A, B y C en los que los palestinos se
convertían en rehenes de su propia demarcación, sometidos a los imperativos de
seguridad de las fuerzas ocupantes y las necesidades de las colonias, en
continua expansión desde entonces a pesar de estos acuerdos de paz.
Pero los
estadounidenses, la mayor parte de las elites políticas árabes, autoritarias y mendaces,
y, por desgracia, la propia Autoridad Nacional Palestina en Ramala, cuyos
dirigentes harían cualquier cosa por mantener su ficción de poder e importancia
política, necesitan este tipo de discursos. No se puede destruir un territorio
de 360 kilómetros cuadrados y condenar a cientos de miles de personas al
hambre, el frío y la desposesión sin vender la idea de que “todo esto se va a
arreglar” cuando termine la guerra.
Sin embargo,
los dirigentes israelíes actuales no comulgan con ningún proyecto de Estado
palestino y, para desesperación de sus valedores estadounidenses, lo pregonan
sin ningún rubor. Al presidente Biden le habría gustado lidiar en esta crisis
con una elite política sionista más presentable y sutil, como la que
representaban facinerosos de apariencia impoluta como Ben Gurion o Golda Meier,
por ejemplo; no obstante, se ha topado con elementos del jaez de Bezalel
Smotrich o Ben-Gvir, ministros actuales en el gabinete de Netanyahu. Estos,
representantes del sionismo religioso, refractarios a cualquier tipo de
ideología secularizadora y partidarios del discurso bíblico más apocalíptico,
consideran que la única forma de asegurar un futuro próspero para Eretz
Yisra’el (La tierra de Israel) pasa por expulsar a los palestinos. Lógico:
saben que el sionista es un proyecto ante todo colonizador, supremacista y
expansionista.
Por ello,
propuestas que den lugar a “aventuras” como la Autoridad Nacional Palestina o
el supuesto autogobierno suponen una aberración, por mucho que, en esencia,
estén en las antípodas de un verdadero Estado palestino. Pero el sionismo
siempre ha sobrevivido en la hipérbole, en la exageración victimista de los
supuestos peligros que supone dar casi nada a los habitantes originarios de
Palestina. Bueno, eso de originarios es un decir: Smotrich, ministro de
Finanzas, suele decir que los auténticos palestinos son él y los suyos. Los
palestinos “otros” son unos impostores, advenedizos, nómadas beduinos —qué
pesados se ponen los nazisionistas con eso de que los palestinos son árabes
que, como todos los demás, pueden vivir en cualquier parte del desierto—. Lo
curioso es que la familia de Smotrich, con ese apellido tan eslavo, procede al
igual que una muy buena parte de la población judía de la Palestina ocupada, de
territorios lejanos y extraños.
En definitiva,
los estadounidenses y buena parte de los simpatizantes occidentales del
sionismo internacional muestran signos de abatimiento. La opinión pública
internacional está reaccionando, según pasan los días, con mayor irritación
ante el horror de las matanzas de civiles gazatíes; las hordas ocupantes se ven
zarandeadas por un hatajo de milicianos que salen de sus guaridas con bazookas
y lanzagranadas en chanclas y pantalón de chándal y, para colmo, los
sudafricanos lanzan una causa internacional por genocidio, término utilizado ya
por numerosos sectores para referirse a esta carnicería.
Nunca antes la
posición internacional del sionismo había sido tan delicada. Para cualquier
persona con sentido común lo que está haciendo la jauría que gobierna Tel Aviv
habría sido motivo suficiente, desde hace meses, para armar un embargo
internacional y una ristra de sanciones determinantes. Pero Israel es otra cosa
y, teniendo en cuenta lo que estamos viendo hoy por hoy, su situación, por
cuestionada e inestable, resulta inédita.
Por ello, los
estadounidenses y asociados están forzando conflictos bélicos como el iniciado
en la segunda semana de enero contra los huzíes en Yemen; o tratan de
amplificar el efecto de los ataques de milicias islamistas en Iraq y Siria
hablando de una escalada bélica en ciernes. Hay que desviar la atención tanto
de las atrocidades israelíes como de los fracasos de sus fuerzas de ocupación,
y mantener a la gente ocupada con otras cosas. Como el Estado palestino. Ya en
2020, la Administración de Donald Trump aireó su propuesta particular al
respecto, para incentivar, una vez más, los acuerdos de paz araboisraelíes.
Naciones Unidas también invitó en sus reuniones de la Asamblea General a ir por
esta línea.
Nadie, empero,
sabe en qué consiste este Estado palestino porque, de nuevo, los presupuestos
de la teoría política saltan por los aires cuando Israel está de por medio. Es
decir, un Estado palestino debería tener fronteras delimitadas y seguras,
soberanía plena dentro de las mismas, independencia económica, fuerzas armadas
propias y, en definitiva, todos los elementos que confieren la identidad que
cualquier persona sensata supondría en un estado “normal”. Pero los confusos
enunciados de Washington y sus aliados occidentales y árabes no hablan de
erradicar los asentamientos ni del reconocimiento del derecho al retorno de los
millones de refugiados y desplazados palestinos ni de un ejército propio ni una
economía basada en la explotación y administración de los recursos propios.
Un Estado para
los palestinos como el que pueda haber en cualquier parte supondría la
sentencia de muerte para el ideario sionista clásico. En opinión de sus
partidarios menos radicales, lo máximo a lo que se puede llegar es a algo
parecido a lo que tenemos hoy con la Autoridad Nacional Palestina en
Cisjordania, o el “caos controlado” en Gaza desde el bloqueo impuesto en 2007:
una entidad que no controla absolutamente nada verdaderamente importante, sin
fuerzas armadas ni aeropuertos ni capacidad para decidir quién sale o entra de
su territorio, privada de jurisdicción sobre los asentamientos ni de control
sobre las conexiones terrestres entre ellos.
Unos
asentamientos que, por supuesto, se quedarían donde están. Por no poder, no
pueden ni disponer del dinero recaudado por los impuestos pagados por los
contribuyentes o incluso las ayudas procedentes del exterior. El régimen de Tel
Aviv, como ha hecho recientemente, puede retener estas cantidades, siempre con
el argumento incuestionable del derecho a la autodefensa, en este caso para
evitar la financiación de grupos armados o cualquier actividad hostil a la
ocupación.
He ahí la
propuesta de eso que rimbombantemente llaman “de los dos Estados”. Una nueva
añagaza con visos de mantener el conflicto enquistado durante tiempo
indefinido. No es mala solución para las elites sionistas, acostumbradas a
pescar en río revuelo y revertir crisis pasadas en su beneficio, como ocurrió
con el día después de las dos intifadas (1987 y 2000). Entonces, la conmoción
política y militar derivada de ambas revueltas populares se canalizó en
procesos de negociación internacionales en los que la presión de Washington y
aliados dieron lugar a tratados desastrosos para cualquier proyecto nacional
palestino. Hoy se les está acabando el tiempo. Y muchos, incluso entre los
aliados occidentales del régimen de Tel Aviv, se preguntan si mantener una
estructura colonial tan anacrónica y, a la postre, inefectiva en Oriente Medio
no está comenzando a resultar fastidiosa.
*++