Ya casi
nadie habla de la Comisión Trilateral. No es extraño: su trabajo ya está hecho.
Pensaron en cómo debía ser el mundo –su mundo– lo penetraron, y triunfaron. Hoy
la semilla ha dado árboles frondosos para el capital, y mucho barro para los de
abajo.
Cómo la Comisión Trilateral ha dado forma al Occidente
contemporáneo
El Viejo Topo
17 julio, 2023
Cuando los
fundadores David Rockefeller, Zbigniew Brzezisnki y George Franklin
establecieron la Comisión Trilateral en 1973, aspiraban a crear un organismo
transnacional para consolidar un orden internacional liderado por Estados
Unidos y aliviar las tensiones emergentes entre los miembros de la “tríada
capitalista”, formada por Estados Unidos, Europa occidental y Japón, debidas
al crecimiento económico europeo y japonés y la intensificación de la
competencia intercapitalista a raíz de la crisis del petróleo. A mediados de la
década de 1970, el think-tank publicó, entre muchos otros, un estudio en el que
argumentaba que “una iniciativa conjunta Trilateral-OPEP que ponga a
disposición más capital para el desarrollo sería funcional a los intereses de
los países trilaterales. En un período marcado por el estancamiento del
crecimiento y el aumento del desempleo, obviamente es ventajoso transferir
fondos de los estados miembros de la OPEP a los países en desarrollo para
absorber las exportaciones de las naciones representadas en la Comisión
Trilateral”.
En otro
documento de la misma época leemos que: “el objetivo fundamental es consolidar
el modelo basado en la interdependencia [entre estados] para proteger los
beneficios que protejan a cada país del mundo de las amenazas externas e
internas que provendrán constantemente de quienes no están dispuestos a
soportar la pérdida de autonomía nacional que implica el mantenimiento del
orden existente. En ocasiones, esto puede requerir ralentizar el ritmo de
avance del proceso de fortalecimiento de la interdependencia [entre estados] y
modificar sus aspectos procesales. La mayoría de las veces, sin embargo, será
necesario realizar esfuerzos para limitar las intrusiones de los gobiernos
nacionales en el sistema de libre comercio internacional de bienes económicos y
no económicos”.
El objetivo de
los trilateralistas consistía, pues, en transformar el planeta en un espacio
económico unificado que implicaba el establecimiento de estrechos lazos de
interdependencia entre los Estados y, como se afirma en un estudio fundamental
centrado en el tema (https://www.plutobooks.com/9781783714957/neoliberalism/),
«la reestructuración de la relación entre trabajo y gestión según los intereses
de los accionistas y acreedores, la reducción del papel del Estado en el
desarrollo económico y el welfare, el crecimiento de las instituciones
financieras, la reconfiguración de la relación entre los sectores financieros y
no financieros en beneficio de los primeros, el establecimiento de un marco
regulatorio favorable a las fusiones y adquisiciones de empresas, el
fortalecimiento de los Bancos Centrales a condición de que se ocupen
principalmente de garantizar la estabilidad de precios y la introducción de un
nuevo enfoque general tendiente a drenar recursos de la periferia hacia el centro».
Sin olvidar la rebaja de los impuestos sobre las rentas más altas, sobre los
activos y sobre el capital, a fin de liberar recursos para inversiones
productivas y poner fin al preocupante descenso de la participación en la
riqueza total, medida sobre la base de la propiedad conjunta de bienes raíces,
acciones, bonos, efectivo y otros activos, en poder del notorio 1% superior de
la población en su nivel más bajo desde 1922.
Un hecho
significativo, atribuible solo en parte al derrocamiento histórico de la arquitectura
fiscal instaurada en el período previo al estallido de la crisis de 1929 por la
administración Coolidge ––y en particular por su secretario del Tesoro Andrew
Mellon– operada por Franklin D. Roosevelt.
La contracción
de los ingresos percibidos por los grupos más ricos estuvo íntimamente ligada a
la tendencia a la baja de los beneficios empresariales que, como intuyó en su
momento Karl Marx, se produce siempre que se agudiza la competencia
intercapitalista. En el presente caso, el aumento astronómico de la inversión y
la productividad logrado por Europa Occidental y Japón no solo fue mayor que el
capitalizado por los Estados Unidos, sino que también se logró en un entorno
caracterizado por una baja inflación, un alto nivel de empleo y una mano de obra
en rápido crecimiento. Durante un cierto período, la rebaja del umbral de
remuneración producida por el recrudecimiento del enfrentamiento entre EE.UU.,
Europa Occidental y Japón se vio compensada por el aumento vertiginoso de la
masa de beneficios industriales generados por la bonanza económica, pero a
partir de mediados de la década de 1960, el margen había comenzado a reducirse
gradualmente como resultado de la mayor exasperación de la competencia
intercapitalista, combinada con el aumento generalizado de salarios y el
fortalecimiento de las organizaciones sindicales. Por otra parte, el desplome
de Wall Street ocurrido entre 1969 y 1970 había asestado un duro golpe a las
tendencias especulativas, desencadenando una espiral negativa destinada a prolongarse
al menos hasta finales de 1978, con la liquiación de aproximadamente el 70% del
total de activos mantenidos por los 28 principales fondos de cobertura de EE.
UU.
El fenómeno no
dejó de llamar la atención de Lewis Powell, un juez del Tribunal Supremo con
trayectoria como abogado de las multinacionales del tabaco que en agosto de
1971 había enviado una célebre carta al funcionario de la Cámara de Comercio
estadounidense Eugene B. Sydnor. En el documento (https://scholarlycommons.law.wlu.edu/powellmemo/),
elocuentemente titulado “Ataque al sistema estadounidense de libre empresa”,
Powell lamentó el asedio ideológico y de valores que la «extrema izquierda, que
es mucho más numerosa, y está mejor financiada y tolerada que nunca antes en la
historia, ha impuesto al sistema empresarial. Lo que sorprende, sin embargo, es
que las voces más críticas provienen de elementos muy respetables insertos en
las universidades, en los medios de comunicación, en el mundo intelectual,
artístico e incluso político […]. Casi la mitad de los estudiantes también
están a favor de socializar industrias estadounidenses clave, como resultado de
la difusión generalizada de propaganda engañosa que socava la confianza del
público y los confunde. El juez proclamó entonces que había llegado el momento
de que los negocios estadounidenses marcharan contra quienes pretenden
destruirlos […]. [Las empresas necesitan] organizarse, planificar a largo
plazo, regularse por un período ilimitado y coordinar esfuerzos financieros
hacia un solo objetivo subyacente […]. La clase empresarial está llamada a
sacar lecciones de las lecciones impartidas por el mundo de los trabajadores, a
saber, que el poder político es un factor indispensable, que debe ser cultivado
con compromiso y diligencia y ser explotado agresivamente […]. Quienes
representan nuestros intereses económicos deben afilar sus armas […], ejercer
una fuerte presión sobre todo el establishment político para asegurar su apoyo
y golpear a los opositores sin demora girando sobre el sector judicial en la
misma medida que lo hizo la izquierda en el pasado, sindicatos y grupos de
derechos civiles […] capaces de lograr éxitos notables a nuestra costa”.
Sin embargo, el
pasaje más significativo de la carta es aquel en el que Powell llama la
atención sobre la necesidad de tomar el control de la escuela y de los
principales medios de comunicación, identificados como herramientas esenciales
para «moldear» la mente de los individuos y así crear las condiciones
políticoculturales para la perenne reproducción del sistema capitalista.
Evidentemente, Powell no había pasado por alto las reflexiones formuladas por
Marx y Gramsci en torno al concepto de «hegemonía», que se ejerce mucho más eficazmente
mediante una hábil manipulación de los aparatos educativos y mediáticos que
mediante la coerción. En su opinión, en realidad era necesario convencer a las
grandes empresas para que pusieran a disposición sumas de dinero suficientes
para relanzar la imagen del sistema a través de un trabajo refinado y minucioso
de «construcción de consenso» al que deberían haberse aplicado profesionales
muy bien pagados. “Nuestra presencia en los medios de comunicación, en las
conferencias, en el mundo editorial y publicitario, en los tribunales y en las
comisiones legislativas debe ser incomparablemente precisa y de un nivel
excepcional”.
Otro aspecto
crucial viene dado por el establecimiento de una relación de colaboración con
las Universidades, preparatoria para la inclusión en las universidades de
“docentes que creen firmemente en el modelo emprendedor […] [y que, en base a
sus convicciones] evalúan los libros de texto a partir de las de economía,
sociología y ciencia política”. En cuanto a la información, “los televisores y
radios tendrán que ser monitoreados constantemente con el mismo criterio que se
utiliza para la evaluación de los libros de texto universitarios. Esto es
especialmente cierto para los programas realizados en profundidad, de los que
muy a menudo provienen algunas de las críticas más insidiosas al sistema
empresarial […]. Los artículos que patrocinan nuestro modelo deben aparecer
continuamente en la prensa y los quioscos también deben involucrarse en el
Proyecto”.
El otro texto
de referencia (https://www.thriftbooks.com/w/the-second-american-revolution-somepersonal-observations-a-cass-canfield-book_john-d-rockefeller/495541/),
complementario del memorándum de Powell, en el que se inspiraron los
trilateralistas fue The Second American Revolution de John D.
Rockefeller
III, un
auténtico manifiesto ideológico publicado por el Council on Foreign Relations
en 1973 en el que se proponía limitar drásticamente el poder de los gobiernos a
través de un programa de liberalización y privatización destinado a despojar a
las autoridades estatales de algunas de sus funciones regulatorias
fundamentales y revocar las políticas keynesianas vigentes desde los días del
New Deal con miras a volver al modelo darwiniano y altamente desregulado que
duró hasta que Franklin D. Roosevelt llegó al poder.
La
implementación de los diseños trilateralistas, favorecida por la proliferación
de fundaciones (habría sido particularmente incisivo el activismo de las del
Medio Oeste, encabezadas por las familias Olin, Koch, Richardson, Mellon Scaife
y Bradley) y por la aplicación práctica de una serie de medidas indicadas en un
impactante informe (https://samizdathealth.org/wp-content/uploads/2020/12/The-Crisis-of-Democracy-Trilatl-Comm-1975.pdf)
sobre la «crisis de la democracia» elaborado por los politólogos Samuel
Huntington, Michel Crozier y Joji Watanuki en nombre de la Comisión, se llevó a
cabo bajo la presidencia de Jimmy Carter. Es decir, el candidato demócrata que
salió victorioso de las elecciones de 1976 gracias a una impresionante campaña
mediática centrada en responsabilizar a la administración pública respecto del
surgimiento de toda una serie de problemas que atenazan a Estados Unidos,
empezando por la ineficiencia provocada de la excesiva burocratización y la
«injerencia» en la vida económica en detrimento de la plena valorización del
potencial económico del país. Significativamente, hasta 26 miembros de la
Comisión Trilateral fueron reclutados por la administración Carter, incluidos
Walter Mondale (vicepresidente), Cyrus Vance (secretario de estado), Harold
Brown (secretario de defensa), Michael Blumenthal (secretario del Tesoro) y
Zbigniew Brzezinski (Consejero de Seguridad Nacional).
Fuente: L’Antidiplomatico.
*++