Sobre la moneda de
Barcelona: crítica a los hipercríticos
Rebelión
22.11.2016
En España circulan más de 30 monedas diferentes al euro pero solo cuando se anunció que el Ayuntamiento de Barcelona gobernado por Ada Colau tenía previsto impulsar la creación de una en su territorio ha sido cuando se ha generado polémica al respecto.
Lamentablemente, esa polémica (deseable
y enriquecedora cuando es rigurosa y franca) ha estado teñida por la
animadversión que el fenómeno Podemos produce en muchos analistas y eso ha
empobrecido el debate sobre monedas complementarias, que debería ser tan necesario
como esclarecedor, entre los economistas más mediáticos.
El primero en atacar fue José Carlos
Díez (cuando ni siquiera se sabía qué se pensaba hacer en Barcelona) con un
artículo en El País titulado Ley de Gresham, en el que lamentablemente demostraba no saber ni
siquiera lo que decía esa ley tan popular en economía. El conocido economista
aseguraba que una moneda mala (como en su opinión iba a ser la de Barcelona)
sería sin duda desplazada por el euro, porque “siempre la moneda buena es
preferida a la mala”. Se equivocaba profundamente Díez en su juicio, primero,
porque Gresham se refería a monedas de contenido metálico (lo que no es el caso
del euro ni con toda seguridad de ninguna otra nueva moneda) y, segundo, porque
lo que dijo en realidad el comerciante y financiero inglés fue lo contrario, es
decir, que la moneda mala (por tener menos o peor contenido metálico) es la que
circula y desplaza a la buena (que deja de circular para ser utilizada como metal).
Además, al atacar al proyecto barcelonés
no distinguía los efectos diferentes que tienen los distintos tipos de monedas
locales que pueden existir (complementarias, locales, sociales... de crédito
mutuo o respaldada por bienes, por ejemplo) y, ni siquiera, la diferente
naturaleza de los distintos tipos de medios de pago que hoy día circulan o
pueden circular en nuestras economías (dinero legal, dinero de curso forzoso,
dinero bancario, criptomonedas, etc.). Y, lo que es peor, mentía Díez cuando decía
que tanto Ada Colau en Barcelona como Joan Ribó en Valencia habían propuesto
crear una moneda social “para pagar a sus funcionarios” o para “monetizar
déficit público” algo que, como veremos enseguida, es imposible que ocurra.
Hace unos días, mi buen amigo (a pesar
de las diferencias intelectuales) Daniel Lacalle ha escrito también sobre la
propuesta catalana (¿Bienvenido a los “Colaus”? Monedas locales, bomba de relojería) pero creo que incurre en algunos errores graves que
me gustaría señalar para contribuir al debate.
El primer error de Daniel Lacalle es que
critica el proyecto de crear una moneda local en Barcelona sin saber cuál será
su naturaleza, sus reglas de funcionamiento y, por tanto, sus efectos. Es
decir, critica como si ya existiera lo que todavía no existe.
El segundo error es que, como no tiene
delante el modelo de Barcelona, se inventa uno para criticar las monedas
locales en general y, para poder criticarlo más cómodamente, les achaca todas
las malas características que cualquier moneda local mínimamente bien diseñada
nunca tendría.
El tercer error, por tanto, es que
mezcla características de unos tipos de monedas con otros y hace un
batiburrillo que no tiene ningún sentido. En el mundo hay una enorme variedad
de monedas complementarias, locales, sociales… cada una de ellas con reglas de
funcionamiento muy diferentes. Generalizar el análisis, como hace Daniel
Lacalle, es un error de principiante.
Se desconoce cuál es el modelo de moneda
local que tiene Daniel Lacalle en la cabeza (porque no lo menciona ni describe)
pero es fácil comprobar que si Barcelona eligiese un modelo de moneda local
idéntico o parecido al de las monedas locales que han tenido éxito en muchas
partes del mundo nunca ocurriría lo que dice Lacalle (equivocadamente) que
ocurre siempre con las monedas locales. Supongamos, por ejemplo, que Barcelona
eligiese el modelo de Bristol. En ese caso, es meridianamente claro que sus
críticas carecen de fundamento:
a) La moneda de Barcelona (como la de
Bristol) no estaría sujeta al “derretimiento” u “oxidación” que critica
Lacalle, creyendo erróneamente que es una característica común a todas las
monedas locales. La oxidación significa que con el paso del tiempo la moneda va
perdiendo valor (por eso se dice que se “oxida”). A Lacalle le parece que esto
es un problema porque está pensando en el dinero como depósito de valor (y en
ese caso sí que sería una barbaridad que una moneda se oxidara, es decir, que
perdiera valor con el paso del tiempo y que hubiera que gastarla pronto, como
ocurre, por cierto, con las monedas de curso legal y forzoso, como el euro,
cuando hay inflación). Pero lo que ocurre con algunas y no con todas las
monedas locales es bien sencillo: lo que se busca con la oxidación es que las
monedas no se acumulen porque no se quiere que se conviertan en depósito de
valor (para ello ya está la de curso forzoso) sino utilizarlas como un medio de
cambio que circule más o más rápido cuando la de curso forzoso no lo hace o circula
con menos velocidad de la que es conveniente para promover suficiente actividad
económica. En todo caso, Lacalle se equivoca con esta crítica porque la
oxidación solo tiene sentido que se aplique a monedas con entidad material y no
con las que funcionan a través de anotaciones contables. Y porque la libra de
Bristol, aunque tiene entidad física, no es “derretible” u “oxidable”.
b) La moneda de Barcelona (como la de
Bristol) tendría respaldo completo, al 100%, en euros (la de Bristol en libras
esterlinas). Es decir, que no se podría crear más cantidad de moneda
barcelonesa que la cantidad de euros establecida como respaldo. Por tanto, no
es verdad que, en este caso, la moneda fuese “una moneda sin respaldo real”,
como anticipa Lacalle.
c) La moneda barcelonesa (como la de
Bristol) no sería emitida por el ayuntamiento sino por una asociación de
comerciantes o ciudadana de cualquier otra naturaleza. Por tanto, en este caso,
tampoco sería cierto, como dice Lacalle, que la pudiera crear el gobierno local
a su antojo.
d) El Ayuntamiento de Barcelona (como el
de Bristol) no podría utilizar la moneda local, como dice Lacalle, “para
disfrazar aumentos de gasto y de deuda”. Para aumentar gasto con moneda local
en Bristol (e igual pasaría en Barcelona si, como estamos suponiendo, siguiese
su modelo) el ayuntamiento debe adquirir previamente moneda local a cambio de
libras (o de euros en Barcelona). Otra cosa es que, como consecuencia de que
haya más actividad económica gracias a la moneda local (ese y no otro es su
objetivo en realidad), aumenten los ingresos del gobierno local y pueda, así,
aumentar su gasto pero sin que aumente entonces la deuda.
e) En el caso español, ni el
Ayuntamiento de Barcelona ni ningún otro podrá pagar forzosamente a sus
empleados en una moneda que no sea la reconocida para ello por las leyes
laborales y generales. Tampoco podría exigir a nadie que le pagara los
impuestos en moneda distinta a la de curso legal y forzoso. Eso sólo podría
ocurrir en ambos casos si fuera voluntariamente, lo mismo que sería posible
incentivar el uso de la moneda local estableciendo una especie de bonus a favor
de quien la utilizara para pagar o cobrar del ayuntamiento. Lo mismo que se
hace en otros muchos ámbitos sin que nadie se escandalice.
Con independencia del modelo que se
elija finalmente, el ayuntamiento de Barcelona (como el de Bristol) nunca
podría obligar “a los ciudadanos y comercios a utilizarla asignando
unilateralmente los negocios o comercios en los que se puede utilizar” o usarla
“para subvencionar políticamente a sectores predefinidos”, como dice Lacalle.
Este se equivoca también en este caso porque las monedas locales son
complementarias a las de curso legal y forzoso pero nunca las sustituyen
forzosamente.
También se equivoca Lacalle cuando dice
que este tipo de instrumentos “lo garantiza una corporación local que no tiene
legitimidad ni estatal ni europea, ni reconocida por el BCE, ni tampoco –ojo--
de sus propios ciudadanos para emitir moneda y menos garantizarla con un valor
1 a 1 equivalente a la moneda de curso legal”. Ya he señalado que la moneda
local no tiene por qué emitirla ni garantizarla una corporación local (en
Bristol la crea una asociación privada sin ánimo de lucro apoyada por el
ayuntamiento y la Bristol Credit Union). Pero esa moneda local sí que puede
tener legitimidad legal, claro que sí. Nada hay en Europa que impida que
circulen esas monedas: lo hacen legalmente y con éxito en Italia, Francia,
Alemania, Reino Unido... Y para nada amenazan a las monedas de curso forzoso
con las que corren paralelas. ¿Por qué no entonces en España o en Barcelona?
Y, finalmente, es una pena que se
equivoque Lacalle cuando achaca a la izquierda la promoción del “monetarismo
inflacionista” y los grandes males financieros (por no hablar de que tenga que
recurrir al “argumento Maduro”, en sustitución de otros de peso económico).
Solo se engaña quien quiere engañarse y lo cierto y verdad es que las grandes
catástrofes monetarias y financieras de la historia no han venido precisamente
de mano de las izquierdas sino más bien de los grandes centros de poder
privado. Y si hay algo que tratamos de combatir los economistas de izquierdas
(y también otros muchos de derechas) es precisamente el modelo de crecimiento
impulsado en la deuda que fomentan las grandes corporaciones industriales y
financieras y la deuda en sí misma que no es sino el gran negocio de los bancos
y la mayor esclavitud que puede caer sobre las personas y los pueblos.
Las monedas locales sirven precisamente
para tratar de escapar de esa esclavitud de la deuda que genera el sistema de
creación de dinero bancario ex nihilo, desde la nada. Se trata,
justamente, de evitar que el negocio bancario de crear deuda constantemente
siga ahogando a las economías y, frente a eso, de ayudar a que haya más y mejor
actividad económica.
En definitiva, la crítica que se hace a
un proyecto que nadie conoce, como el de Barcelona, se basa en crear un
monigote de referencia (con todas las características negativas que solo podría
tener una moneda local diseñada a propósito para fracasar) y lanzar contra él
una artillería que parece muy pesada pero que en realidad no tiene ningún
fundamento científico. Lo que parece mentira es que economistas que defienden
el mercado pongan este tipo de pegas a procedimientos que en realidad lo que
tratan de conseguir es que el mercado funcione a pesar de los problemas de
desigualdad y exclusión que tan a menudo genera.
A estas críticas al proyecto catalán se
unió de pasada el subgobernador del Banco de España, Fernando Restoy, quien al
parecer ha afirmado que algo así es “indeseable” e “imposible. Una opinión
completamente extravagante. No se puede entender que una moneda local sea
imposible en España cuando hay tantas en otros países ni tampoco que sea
indeseable si se diseña correctamente y es capaz, por lo tanto, de producir los
efectos benéficos sobre los mercados que produce en otros lugares. También al
Banco de España (una de las instituciones, por no decir que la que más se
equivoca habitualmente en sus predicciones) le sobra conservadurismo,
servidumbres hacia los grandes poderes financieros privados y, sobre todo,
anteojeras ideológicas que le nublan la realidad que se encuentra a medio metro
de sus ojos.
Es evidente que este tipo de monedas no
son la panacea. Ni son “una bomba de relojería”, como dice Lacalle, ni son el
bálsamo de Fierabrás, como creen algunos. Son un instrumento más, pero muy a
tener en cuenta hoy día porque, si hay algo obvio, es que el mundo de las
finanzas está patas arriba y ha creado ya demasiados desastres. Por eso, en
lugar de descalificar estas experiencias y propuestas con tan escaso fundamento
lo que a mi juicio se debería hacer es leer más a favor y en contra, analizar
separadamente la utilidad de instrumentos que en realidad son de muy distinta
naturaleza (moneda complementaria al euro a escala nacional, monedas
complementarias regionales o locales, monedas sociales, criptomonedas,…) y
mantener sobre todo ello un debate transparente y en positivo.
Juan Torres López.
Catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Sevilla y autor de Economía
para no dejarse engañar por los economistas, de inmediata publicación.