Lo antisistema
Lo antisiste27 febrero, 2021
El crecimiento
global de la extrema derecha ha dado una nueva importancia al concepto de
antisistema en política. Para entender lo que está pasando, es necesario
retroceder algunas décadas. En un texto como este no es posible dar cuenta de
toda la riqueza política de este periodo. Ciertamente, las generalizaciones
serán arriesgadas y no faltarán las omisiones. Aun así, el ejercicio se impone
por la urgencia de dar algún sentido a lo que, por momentos, parece no tener
ningún sentido.
Los sistemas
El binarismo
sistema/antisistema está presente en las disciplinas más diversas, desde las
ciencias naturales hasta las ciencias humanas y sociales, desde la biología
hasta la física, desde la epistemología hasta la psicología. El cuerpo, el
mundo, la ciudad o el clima se pueden concebir como sistemas. Incluso hay una
disciplina dedicada al estudio de sistemas: la teoría de sistemas. El sistema
se define, en general, como una entidad compuesta por diferentes partes que
interactúan para componer un todo unificado o coherente. El sistema, de este
modo, es algo limitado, y lo que está fuera de él tanto puede rodearlo e
influenciarlo (su entorno) como serle hostil y pretender destruirlo
(antisistema). En las ciencias sociales, si bien ciertas corrientes rechazan la
idea de sistema, existen muchas formulaciones del binarismo
sistema/antisistema. Distingo dos formulaciones particularmente influyentes. La
teoría del sistema-mundo, propuesta por Immanuel Wallerstein, sostiene que,
históricamente, existieron dos tipos de sistema-mundo: el imperio-mundo y la
economía-mundo. El primero se caracteriza por un centro político con amplias
estructuras burocráticas y múltiples culturas jerarquizadas; el segundo se
caracteriza por una única división del trabajo, múltiples centros políticos y
múltiples culturas igualmente jerarquizadas. Desde el siglo XVI, existe el
sistema-mundo moderno basado en la economía-mundo del capitalismo. Se trata de
un sistema dinámico y conflictivo que marcha a distintos ritmos temporales y
que dividió los diferentes países/regiones en tres categorías: el centro, la
periferia y la semiperiferia, definidas en función del modo en que se apropian
(o son expropiadas) de las plusvalías de la producción capitalista y
colonialista global. El sistema permite transferencias de valor de los países
periféricos a los países centrales, mientras que los países semiperiféricos
actúan como correas de transmisión del valor creado de la periferia al centro
(como fue el caso de Portugal durante siglos).
La otra
concepción de sistema (y de antisistema) se ha desarrollado principalmente en
la ciencia política y las relaciones internacionales. El sistema se concibe
aquí como un conjunto coherente de principios, normas, instituciones,
conceptos, creencias y valores que definen los límites de lo convencional y
legitiman las acciones de los agentes dentro de esos límites. La unidad del
sistema puede ser local, regional, nacional o internacional. Podemos decir que,
tras la Segunda Guerra Mundial, hubo dos sistemas nacionales dominantes: el
sistema político de partido único al servicio del socialismo (el mundo
chino-soviético) y un sistema democrático liberal al servicio del capitalismo
(el mundo liberal). Las relaciones internacionales entre ambos sistemas
configuraron un tercer sistema, la Guerra Fría, un sistema regulado de
conflicto y contención. La Guerra Fría condicionó la forma en que se evaluaron
los dos sistemas nacionales/regionales: para el mundo liberal, el mundo
chino-soviético era una dictadura al servicio de una casta burocrática; para el
mundo chino-soviético, el mundo liberal era una democracia burguesa al servicio
de la acumulación y la explotación capitalista. Con la caída del Muro de Berlín
en 1989, este sistema formado por tres sistemas entró en crisis. A escala nacional,
pasó a reconocerse solo un sistema legítimo: el sistema liberal. La crisis del
sistema internacional de la Guerra Fría alcanzó el paroxismo con la presidencia
de Donald Trump. Vistas desde la larga duración del sistema-mundo moderno,
estas transformaciones políticas, a pesar de su dramatismo, son variaciones de
época dentro del mismo sistema. En la peor de las hipótesis, podrían estar
señalando una crisis más profunda del sistema-mundo mismo.
Los antisistemas
Los movimientos
que se oponen radicalmente al sistema dominante son antisistema. A lo largo del
siglo XX, fueron antisistema los movimientos que se oponían al capitalismo y al
colonialismo (antisistema-mundo) y aquellos que se oponían a la democracia
liberal (mundo antiliberal). Algunos movimientos estaban en contra del
capitalismo/colonialismo, pero no en contra de la democracia liberal, como fue
el caso de los partidos socialistas y de la mayoría de los sindicatos durante
las primeras décadas del siglo XX (socialismo democrático). Otros estaban en contra
del capitalismo/colonialismo y de la democracia liberal, como los movimientos
revolucionarios (comunistas, anarquistas) y muchos de los movimientos de
liberación anticolonial, con o sin la adopción de la lucha armada. Por último,
otros estaban en contra de la democracia liberal, pero no en contra del
capitalismo/colonialismo. Fueron los movimientos reaccionarios, nazis,
fascistas y populistas de derecha los que, o ni si quiera aceptaban los tres
principios de la Revolución francesa (libertad, igualdad y fraternidad), o
veían en la evolución de la democracia liberal (ampliación del sufragio,
multiplicación de derechos sociales y económicos) y en el crecimiento del
movimiento comunista tras la Revolución rusa una deriva peligrosa que acabaría
poniendo en peligro el capitalismo. Estos movimientos propusieron un
capitalismo tutelado por el Estado autoritario (fascismo y nazismo).
Siempre fue
importante distinguir entre izquierda y derecha, entre movimientos
revolucionarios y contrarrevolucionarios. Los primeros, cuando lucharon contra
el capitalismo/colonialismo, lo hicieron en nombre de un sistema social más
justo, más diverso y más igualitario; cuando lucharon contra la democracia
liberal, fue en nombre de una democracia más radical, a pesar de que el resultado
fuera la dictadura, como ocurrió con Stalin. Por el contrario, los movimientos
contrarrevolucionarios siempre lucharon contra las fuerzas anticapitalistas y
anticolonialistas, muchas veces con el prejuicio de estar lideradas por clases
inferiores o peligrosas y, por las mismas razones, estaban dispuestos a optar
por la dictadura siempre que la democracia liberal significase una amenaza para
el capitalismo.
1945-1989
Entre 1945 y
1989 la dialéctica sistema/antisistema fue muy dinámica. En los países centrales
del sistema-mundo, lo que hoy llamamos Norte global, el fascismo y el nazismo
fueron derrotados y solo sobrevivieron en dos países semiperiféricos de Europa:
Portugal y España. En Rusia (y países satélites), la otra semiperiferia
europea, y en China, se consolidó el sistema chino-soviético. En los países
europeos centrales la democracia liberal se convirtió en el único régimen
político legítimo. Los partidos socialistas abandonaron la lucha
anticapitalista (en 1959, el Partido Socialdemócrata de Alemania –SPD– se
desvinculó del marxismo) y comenzaron a hacerse cargo de la tensión entre la
democracia liberal (fundada en la idea de la soberanía popular) y el
capitalismo (fundado en la idea de acumulación infinita de riqueza), con
arreglo a la nueva fórmula dada a un antiguo concepto: la socialdemocracia. A
su vez, los partidos comunistas y otros partidos a la izquierda de los partidos
socialistas se integraron en el sistema democrático. De hecho, durante la noche
fascista y nazi, los militantes de estos partidos (especialmente los
comunistas) fueron los que lucharon con más dedicación por la democracia,
habiendo pagado un alto precio por ello. Es bueno recordar, a título de
ejemplo, que Álvaro Cunhal, secretario general del Partido Comunista Portugués (PCP),
estuvo preso durante quince años, de los cuales ocho fueron en régimen de
aislamiento.
En la periferia
y la semiperiferia del sistema-mundo, los movimientos anticapitalistas y
contrarios a la democracia liberal tomaron el poder en China, Cuba, Corea del
Norte y Vietnam, y en otros países alimentaron la lucha antisistema durante
muchos años, a veces recurriendo a la lucha armada, como en los casos de
Colombia, Filipinas, Turquía, Sri Lanka, la India, Uruguay, Nicaragua, El
Salvador y Guatemala. El caso más significativo de un movimiento
anticapitalista pero no contrario a la democracia liberal fue el liderado por
Salvador Allende en Chile (1970-1973), neutralizado por un brutal golpe de
Estado planeado por la CIA.
En África y
Asia, los movimientos de liberación anticoloniales confirieron una nueva
complejidad a los movimientos antisistema. Inspirados por la Conferencia de
Bandung de 1955, que reunió a veintinueve países asiáticos y africanos y otorgó
fuerza política al concepto de Tercer Mundo (el Movimiento de Países No
Alineados), se proponían llevar a cabo una doble ruptura en la lógica
sistémica. Por un lado, rechazaban tanto el capitalismo liberal como el
socialismo soviético y estaban dispuestos a luchar por alternativas que
combinaban el pensamiento político europeo y diversas corrientes de pensamiento
africano. Por otro lado, buscaban construir un régimen político democrático de
nuevo tipo basado en el protagonismo de los movimientos de liberación. Gran
parte de esta experimentación política colapsó durante la década de 1980 debido
a errores internos y al asedio del capitalismo global.
De 1989 hasta hoy
En el periodo
más reciente, las características más significativas de la política antisistema
son las siguientes. Con el colapso de la URSS, parecía que el mundo de la
democracia liberal había ganado la histórica competición entre sistemas de
manera irreversible («el fin de la historia»). ¿Pero quién venció? Como hemos
visto, a lo largo de los últimos 150 años los dos pilares de la lucha
antisistema fueron el capitalismo/colonialismo y la democracia liberal. ¿En
1989 vencieron el capitalismo y la democracia de manera conjunta? ¿O la
democracia a expensas del capitalismo? ¿O, acaso, el capitalismo a costa de la
democracia? Para responder a estas preguntas es necesario examinar lo que pasó
en el periodo anterior con los dos pilares y los cambios convergentes que se
produjeron en ellos.
Tengamos en
cuenta que antes de 1945 el fascismo y el nazismo eran, en gran medida, una
respuesta al crecimiento de la militancia de las clases trabajadoras («la
amenaza comunista») combinado con altos niveles de desempleo e inflación y el
empobrecimiento de las grandes mayorías. A su vez, los límites de la democracia
liberal (límites al sufragio, control total de las élites, ausencia de
políticas públicas universales) no permitían gestionar el conflicto social ni
dar a los movimientos socialistas la oportunidad de consolidar alternativas. El
enfrentamiento entre dos tipos de alternativas fue feroz: el reformismo y la
revolución. Después de 1945, y en respuesta a la consolidación del mundo
chino-soviético, el mundo liberal de los países centrales buscó bajar la
tensión entre democracia y capitalismo. Para eso, las clases capitalistas que
la dominaban tuvieron que hacer concesiones inimaginables en el periodo
anterior: impuestos muy altos, sectores estratégicos nacionalizados, cogestión
entre trabajo y capital en grandes empresas (como en la entonces Alemania
Occidental), derechos laborales robustos, políticas sociales universales
(salud, educación, sistema de pensiones, transporte). Con esto surgieron
amplias clases medias y fue a partir de ellas que se consolidó el reformismo.
En Europa occidental, la compatibilidad entre la democracia liberal y el
capitalismo se produjo mediante la combinación de altos niveles de protección
social con altos niveles de productividad. En Estados Unidos, el reformismo
adoptó formas mucho más tenues. También implicó una respuesta a la amenaza
comunista imaginada (macartismo), que surgió en Alemania Occidental en forma de
Berufsverbot (descalificación para el ejercicio de ciertos cargos por parte de
comunistas y «extremistas radicales»). Pero la nueva posición hegemónica de
Estados Unidos, el activismo sindical y la fuerza de los “treinta años gloriosos”
(1945-1975) garantizaron el surgimiento de clases medias fuertes.
Este compromiso
entre democracia y capitalismo, combinado con la desintegración de la URSS, fue
lo que garantizó la caída, en los países centrales, de los movimientos
antisistema, tanto de izquierda como de derecha. Este compromiso entró en
crisis desde mediados de la década de 1970 con la primera crisis del petróleo y
la crítica de los conservadores al “exceso de derechos” de la democracia
(derechos laborales, económicos y sociales) y la crisis se profundizó
dramáticamente después de 1989. En retrospectiva, se puede decir que en 1989
los derrotados fueron tanto el comunismo soviético como la socialdemocracia.
Quien ganó fue el capitalismo a expensas de la democracia. Esta victoria resultó
en el surgimiento de una nueva versión del capitalismo: el neoliberalismo
basado en la desregulación de la economía, la demonización del Estado y de los
derechos laborales, económicos y sociales, la privatización total de la
actividad económica y la conversión de los mercados en un regulador
privilegiado tanto de la vida económica como de la vida social. El
neoliberalismo comenzó a ensayarse violentamente en Chile y otros países del
Sur Global, y presidió las transiciones democráticas en el sur de Europa en la
década de 1970 y en América Latina en la década de 1980.
Hasta entonces,
el Estado democrático o social de derecho era la expresión de la posible
compatibilidad entre democracia y capitalismo. A partir de 1989, la democracia
quedó subordinada al capitalismo y solo se defendió en la medida en que
defendiera los intereses del capitalismo, la llamada “market friendly
democracy”. A ella se contrapuso la socialdemocracia que von Hayek
caracterizara como «democracia totalitaria». Como el objetivo principal es la
defensa del capitalismo, siempre que la burguesía nacional/internacional lo
considera en peligro, la democracia debe ser sacrificada, un sacrificio que,
dadas las circunstancias, puede ser total (dictaduras militares o civiles) o
parcial (Italia de posguerra, golpes jurídico-parlamentarios en la actualidad).
La diplomacia y la contrainsurgencia estadounidenses han sido los principales
promotores globales de esta ideología.
Los movimientos antisistema
¿Y los
movimientos antisistema en este último periodo? Nuevamente es necesario
distinguir entre movimientos de izquierda y de derecha. En cuanto a los
movimientos de izquierda, los viejos movimientos revolucionarios se
convirtieron en partidos democráticos y reformistas. La lucha anticapitalista
se convirtió en la lucha por amplios derechos económicos, sociales y
culturales, y la lucha antidemocracia liberal se convirtió en la lucha por la
radicalización de la democracia: la lucha contra la degradación de la
democracia liberal, la articulación entre democracia representativa y
democracia participativa, la defensa de la diversidad cultural, la lucha contra
el racismo, el sexismo y el nuevo/viejo colonialismo. Estos partidos, por
tanto, dejaron de ser antisistema y pasaron a luchar por las transformaciones
progresistas del sistema democrático liberal.
Los movimientos
antisistema de izquierda continuaron existiendo, pero, por definición, fuera
del sistema de partidos. Incluso puede decirse que se expandieron, dado el
creciente malestar social provocado por la subordinación incondicional de la
democracia al capitalismo, traducida en repugnante desigualdad social,
discriminación racial y sexual, catástrofe ecológica inminente, corrupción
endémica, guerras irregulares, y hasta por la incapacidad de los partidos de
izquierda para frenar este estado de cosas. A los viejos movimientos
revolucionarios y sindicales les siguieron los nuevos movimientos sociales a
nivel local, nacional e incluso global (Vía Campesina, Marcha Mundial de las
Mujeres, y varias articulaciones globales que surgieron dentro y fuera del Foro
Social Mundial que se reunió por primera vez en 2001 en Brasil). Surgieron
nuevos actores sociales, a saber, los movimientos feministas, indígenas,
ecológicos, LGBTIQ, de economía popular, afrodescendientes. Muchos de estos
movimientos tienen objetivos anticapitalistas y apuntan a formas de democracia
radical. Algunos de ellos han logrado alcanzar estos objetivos a nivel local,
transformándose así en utopías realistas. Hasta el momento no han logrado tener
una influencia política más consistente, ni a nivel nacional ni global, debido
a dificultades en las articulaciones translocales y al hecho de que el sistema
político democrático liberal está monopolizado por los partidos. Son
movimientos pacíficos, guiados por la idea de democracia de base intercultural,
y por la valorización de las economías populares y de los saberes ancestrales
de las comunidades campesinas, indígenas y, en el contexto americano, afrodescendientes.
A su vez, los
movimientos antisistema de derecha (la extrema derecha) también cobraron un
nuevo impulso en el último periodo. La derrota del nazismo y del fascismo (en
Portugal, 1974-76 y España, 1975-78) fue abrumadora. Cuando sobrevivieron fue
de forma muy atenuada, como en el caso del peronismo en Argentina y del
varguismo en Brasil, sin dictadura ni glorificación de la violencia política ni
odio racial. Fue este sistema híbrido el que originalmente se llamó populismo.
Después de 1989, asistimos al surgimiento o creciente visibilidad de grupos de
extrema derecha, casi siempre involucrados en retóricas y acciones de odio y
violencia racial. Este crecimiento es particularmente significativo en Estados
Unidos.[1] Muchos
de estos movimientos se mantuvieron en la ilegalidad o exploraron áreas grises
o híbridas que he designado como alegalidad. En los últimos veinte años, estos
grupos asumieron una nueva agresividad, buscando la legalidad y la propia
conversión sistémica al convertirse en partidos, que consiguieron legalizar con
artificios del lenguaje y con la complicidad de los tribunales. Cuando esto
sucedió, mantuvieron estructuras clandestinas formalmente separadas de la
estructura partidaria, pero articuladas orgánicamente como fuentes de
movilización política que los propios partidos no tienen capacidad de
garantizar.
Con la llegada
de Donald Trump al poder, los movimientos de extrema derecha ganaron nuevo
aliento y se diversificaron internamente. Entretanto, los grupos de extrema
derecha y las milicias estadounidenses habían aumentado, especialmente después
de que Barak Obama llegó al poder. El respetado Southern Poverty Law Center
identificó, en 2020, 838 «grupos de odio».[2] Algunos
son nazis, están fuertemente armados y reivindican el legado de los movimientos
de linchamiento racial del siglo XIX (el Ku Klux Klan). Fuera de Estados Unidos,
grupos paramilitares y milicias en Colombia, Brasil, Indonesia e India se
acercan al poder institucional. Por otro lado, asumieron una dimensión global
que antes no existía o no era visible. El agente más notorio de esta promoción,
en Europa y América, es Steve Bannon, una figura siniestra y criminal que ha
sido halagada por los medios de comunicación ingenuos o cómplices.
Estos
movimientos conquistan espacio social, no gracias a la exaltación de los
símbolos nazis (a los que también recurren), sino mediante la explotación del
malestar social que provoca la creciente subordinación de la democracia al
capitalismo. En otras palabras, explotan las mismas condiciones sociales que
movilizan a los movimientos antisistema de izquierda. Pero, mientras para estos
el malestar social proviene precisamente del sometimiento de la democracia a
las exigencias del capitalismo, exigencias cada vez más incompatibles con el
juego democrático, para los movimientos de extrema derecha el malestar proviene
de la democracia y no del capitalismo. Por eso, como en los años treinta, la
extrema derecha es mimada, protegida y financiada por sectores del capital,
especialmente el financiero, el más antisocial de todos los sectores del
capital.
En este
contexto surgen dos preguntas. Primera: ¿por qué resurge ahora la extrema
derecha si, a diferencia de las décadas de 1920-1930, no existe amenaza
comunista ni gran activismo sindical? Esta amenaza fue una de las respuestas a
la grave crisis social y económica que se vivía entonces. Hoy esa respuesta no
existe, pero la crisis de los próximos años amenaza con ser tan grave como la
de esos años. Los think tanks capitalistas globales (incluidos los chinos) han
estado señalando el peligro de desestabilización política debido a la inminente
crisis social y económica, ahora agravada por la pandemia. Saben que la
ausencia de alternativas anticapitalistas o poscapitalistas no es definitiva.
Pueden surgir a largo plazo y es mejor prevenir que curar. La respuesta tiene
varios niveles. El más profundo es el perfeccionamiento del capitalismo de
vigilancia, que, con la cuarta revolución industrial (inteligencia artificial),
permite desarrollar controles efectivos y más precisos que nunca de la
población. A un nivel más superficial, se promueve la ideología intimidatoria,
antidemocrática, racista y sexista. El lenguaje del pasado es, en este caso,
más eficaz que el del presente y, por tanto, la retórica de la extrema derecha
habla del nuevo peligro comunista, que ve tanto en los gobiernos democráticos
como en el Vaticano del Papa Francisco. En Estados Unidos, el partido
democrático, de centroderecha, es atacado como izquierda radical, confusamente
vinculada al gran capital y a las tecnologías de información y comunicación. En
Brasil, la extrema derecha instalada en el poder federal habla del peligro del
“marxismo cultural”, un lema nazi para demonizar a los intelectuales judíos. Lo
que se pretende es maximizar la coincidencia de la democracia con el
capitalismo mediante el vaciamiento del contenido social de la democracia,
débil en protección y fuerte en represión. Los think tanks saben que todos
estos planes son contingentes y que los movimientos antisistema de izquierda
pueden tirarlos a la basura de la historia. De ahí que sea mejor prevenir que
curar.
Segunda
pregunta: ¿la extrema derecha tiene una vocación fascista o simplemente
autoritaria? La extrema derecha no es monolítica ni puede ser evaluada
exclusivamente por su cara jurídica. De ahí la complejidad del juicio. La
historia nos enseña que la democracia liberal no sabe defenderse de los
antidemócratas y, dicho sea de paso, desde 1945, nunca como hoy se vio con
tanta frecuencia que los antidemócratas sean elegidos para altos cargos. Son
antidemócratas porque, en lugar de servir a la democracia, la utilizan para
llegar al poder (como Hitler) y, una vez en el poder, no lo ejercen
democráticamente ni lo abandonan pacíficamente si pierden las elecciones.
Inicialmente cuentan con el apoyo de los medios convencionales y, a partir de
cierto momento, con seguidores en las redes sociales, intoxicados por la lógica
de la posverdad y los “hechos alternativos”.
Incluso antes
de cualquier desenlace dictatorial, la extrema derecha de hoy tiene dos
componentes fundamentales del nazi-fascismo: la glorificación de la violencia
política y el discurso del odio racial contra las minorías. Solo falta la
dictadura, pero algunos elogian la tortura (Jair Bolsonaro en Brasil) y
promueven ejecuciones extrajudiciales (Rodrigo Duterte en Filipinas). El
peligro de estos dos componentes puede ser maximizado por tres factores.
Primero, la complicidad de los tribunales con una comprensión equivocada (o
peor) de la libertad de expresión. Segundo, el deslumbramiento de los medios
con la retórica “poco convencional” de los protofascistas y el protagonismo de
los ideólogos de derecha que separan artificialmente el mensaje político, que
aprueban, de lo que consideran excesos descartables (prisión perpetua,
esterilización de pedófilos, deportación de inmigrantes, segregación de las
minorías), silenciando que son precisamente estos “excesos” los que atraen a
parte de los seguidores. Tercero, la legitimación que les otorgan políticos de
derecha moderada, convirtiéndolos en socios de gobierno con la esperanza de
poder moderar tales excesos. En la Alemania prenazi, Franz von Pappen se hizo
tristemente famoso, quien en 1933 jugó un papel crucial en vencer la
resistencia del presidente Paul von Hindenburg para nombrar a Hitler como jefe
de gobierno y, habiéndose integrado él mismo a ese gobierno, demostró ser
totalmente incapaz para controlar el “dinamismo” golpista nazi.
La defensa de la democracia
La defensa de
la democracia frente a la extrema derecha pasa por muchas estrategias, algunas
a corto plazo, otras a mediano plazo. En el corto plazo, ilegalización, siempre
que se viole la Constitución, aislamiento político y atención a la infiltración
en las fuerzas policiales, el ejército y los medios de comunicación. En el
mediano plazo, reformas políticas que revitalicen la democracia; políticas
sociales robustas que hagan efectiva la retórica de “no dejar atrás” a nadie ni
a ninguna región del país; en un país como Portugal, hacer el juzgamiento
político de los crímenes del fascismo y el colonialismo para, con eso,
descolonizar la historia y la educación; promover nuevas formas de ciudadanía
cultural y respetar la diversidad que se deriva de ella. Acosada por la
ideología global de la extrema derecha, la democracia morirá fácilmente en el
espacio público si no se traduce en el bienestar material de las familias y de
las comunidades. Solo así la democracia evitará que el respeto ceda al odio y
la violencia, y que la dignidad ceda a la indignidad y la indiferencia.
Notas:
[1] Véase el Informe de 2020 del Center for Strategic and International
Studies, “The Escalating Terrorism Problem in the United States”, de autoría de
Seth Jones, Catrina Doxsee y Nicholas Harrington. Disponible en https://csis-website-prod.s3.amazonaws.com/s3fs-public/publication/200612_Jones_DomesticTerrorism_v6.pdf,
consultado el 19 de febrero de 2021.
[2] Disponible en https://www.splcenter.org/hate-map,
consultado el 19 de febrero de 2021.
Fuente: «Other News».