Manuel
Sacristán, uno de los pensadores marxistas más fecundos del siglo XX, nacía en
Madrid el 5 de septiembre de 1925. Recordamos a este gran maestro con este
texto sobre Galileo, extraído del libro Filosofía y Metodología de las Ciencias
Sociales (I)
Sacristán y Galileo
Manuel Sacristán
El Viejo Topo
5 septiembre, 2022
Sobre Galileo Galilei
No es nuevo que
un científico destacado sea objeto de una película, pero tampoco es cosa
frecuente. Tiene que tratarse de personajes que, además de impresionar a la
inteligencia por la importancia de sus trabajos, muevan la imaginación y el
sentimiento por las consecuencias de sus aportaciones o por las circunstancias
de su vida, o por ambas cosas a la vez. Curie o Robert Koch son ejemplos
característicos. Marie Curie por ser una de las pocas mujeres que han podido
destacar como grandes científicos en una sociedad dominada por los hombres.
Koch por la impresión que produjo su aportación a la lucha contra una de las
plagas más temidas en su época: la tuberculosis.
A medida que el
trabajo científico se va haciendo más colectivo, por su riqueza de aspectos y
su complicación, van cambiando los criterios que dan interés literario,
dramático o cinematográfico a una aventura científica. Pero en la época de
Galileo, la época en la que precisamente empezó a florecer el individualismo en
todos los terrenos –desde la economía hasta el arte, la religión y la ciencia–,
los dos puntos de vista de la importancia de la aportación personal y
del dramatismo de la biografía alcanzaban una vigencia que no
habían tenido nunca hasta entonces en la historia. No conocemos los nombres de
casi ningún constructor de las catedrales e iglesias medievales, ni los nombres
de los que construyeron el admirable sistema de la geometría griega que hemos
recibido bajo los símbolos, más que nombres, “Pitágoras” y “Euclides”. En
cambio, conocemos la biografía del menos afortunado de los discípulos de
Galileo, de Newton o de Einstein.
Galileo es
inolvidable desde los dos puntos de vista indicados.
Galileo ha
aportado logros de mucha consideración en varios campos del conocimiento de la
naturaleza. Ha promovido con un éxito desconocido hasta entonces la penetración
de la matemática en la investigación de la naturaleza, la matematización de la
cosmología. En la mecánica ha formulado (1604) la ley de la caída libre de los
graves esencialmente tal como la conocemos hoy. Con la idea de gravedad Galileo
desarraigaba dos ilusiones casi míticas de la concepción del mundo antigua y
medieval: que haya un lugar natural para cada cuerpo (al que el cuerpo tiende a
volver, y por eso cae) y que, consiguientemente, haya un movimiento natural
(aquel por el cual cada cuerpo se mueve hacia su místico ‘lugar natural’) y un
movimiento violento (aquel por el cual se le fuerza a alejarse de dicho lugar).
Ya desde 1591 (lo más tarde) afirmaba Galileo la posibilidad del vacío, precisamente
para poder justificar sus ideas sobre la gravedad; y también con esta tesis se
oponía a otra creencia mítica aún dominante en su tiempo: la creencia en que
“la naturaleza siente horror del vacío”, por lo que este es imposible. La idea
de inercia, fundamento de la dinámica moderna, es otra de las aportaciones de
Galileo.
En astronomía,
Galileo, que desde 1594 era copernicano (es decir, estaba convencido de que es
la Tierra la que se mueve alrededor del Sol, y no al revés, contra la creencia
profesada por las autoridades eclesiásticas de la época), consigue observar en
1604 una estrella de las llamadas “nuevas” (novae), lo que le confirma
contra el prejuicio antiguo de la inmutabilidad del cielo de las estrellas. En
1609 Galileo construye la lente de aproximación o anteojo astronómico de cuyo
comercio en Holanda y en Venecia ha tenido noticia. En este, como en muchos
otros puntos de la obra de Galileo, se manifiesta la importancia que tuvo para
el nacimiento de la ciencia moderna la aparición de una vida económica y una
cultura mercantiles, en las que una incipiente acumulación de capitales en
dinero permitía potenciar las industrias artesanales. Los sabios de dos siglos
antes no habrían podido contar con un arte como el de los ópticos holandeses o
el de los vidrieros venecianos (uno y otro imprescindibles para la obra de
Galileo), pero, sobre todo, no habrían imaginado que la actividad industrial
tuviera algo que ver con la ciencia pura, y hasta se habrían sentido humillados
si alguien lo hubiera sugerido. Galileo, que vive en los comienzos de la
cultura burguesa, siente ya que las artes industriales están íntimamente
relacionadas con la investigación de la naturaleza, se interesa por ellas y
hasta se ejercita en ellas, como lo muestra, por ejemplo, su construcción del
anteojo.
Con él consigue
Galileo descubrimientos que socavan irreparablemente la astronomía medieval:
descubre que la Luna tiene montañas; que la Tierra difunde luz como cualquier
planeta (corroboración de la astronomía copernicana); que hay muchas más
estrellas que las catalogadas hasta entonces: que los cometas son astros, no
meteoros (y, por lo tanto, que el viejo cielo inmóvil está bastante animado);
que Júpiter tiene satélites (lo que elimina lo que parecía ser una anomalía del
sistema copernicano, a saber, el hecho de que la Luna gire alrededor de la
Tierra, y no alrededor del Sol); que Venus tiene fases; que desde la Tierra se
ve siempre la misma cara de la Luna.
Desde el punto
de vista filosófico, para la concepción general del cosmos, el descubrimiento
más sensacional de Galileo fue que el Sol presenta manchas variables (1610,
1612). Esto era la puntilla para la idea del Empíreo inmutable. Así lo vio
Galileo:
Creo que estas
novedades serán el funeral, o más bien el final y el juicio último, de la falsa
filosofía; han aparecido ya signos en la Luna y el Sol. Y espero oír sobre este
punto grandes cosas (…) para mantener la inmutabilidad de los Cielos; no sé ya
cómo podrá salvarla y mantenerla.
Ya esa lista de
descubrimientos –que es solo parcial– bastaría para explicar la celebridad de
Galileo, y el que su memoria pueda disputar metros de cinta cinematográfica a
otros temas. Pero la importancia de Galileo no se aprecia del todo si no se
contemplan dos puntos más.
Uno es su
fecunda aportación a la constitución de la idea moderna de ciencia, la
condición que tiene la obra de Galileo de ser paradigma de la ciencia moderna.
Esta se caracteriza por unos rasgos aparentemente contradictorios, en realidad
muy unidos: es empírica y experimental, pero, al mismo tiempo, muy teórica,
incluso idealizadora y matematizadora. Por otro lado, su tendencia idealizadora
no le impide ser una energía práctica, principalmente industrial: una fuerza
productiva. Una teoría de la moderna ciencia de la naturaleza es un artificio
intelectual abstracto, ideal, matematizado en muchos casos, que no refleja la
naturaleza ni tiene, muchas veces, el menor parecido con ella; pero con esa
teoría es posible (mientras que era imposible con la ciencia medieval) hacer
experimentos exactos, prever hechos delicados y complicados, fabricar máquinas
y, con ellas, productos, etc. Todo eso está presente en la práctica científica
de Galileo, visitador asiduo de talleres artesanos y convencido, al mismo
tiempo, de que “el libro de la naturaleza está escrito con caracteres
matemáticos.”
La otra razón
por la cual Galileo Galilei es inolvidable es que encarna dramáticamente la
noción de verdad [*2] característica de la ciencia en sentido moderno: verdad
objetiva, independiente de consideraciones subjetivas, que puede, por lo tanto,
entrar en conflicto con el poder social, pero que, por otra parte, no necesita
de adhesión moral.
Galileo no ha
tenido ningún deseo de ser rebelde. Más bien –como piensa Bertolt Brecht en el
drama que le ha dedicado– ha pecado de acomodaticio, al modo de tantos
científicos modernos. Hasta bien entrado en su edad había vivido como un
tranquilo profesional de éxito. Había sido profesor en Pisa, su ciudad natal,
por nombramiento del Gran Duque de Toscana; luego había enseñado en Padua,
llamado por el senado de Venecia; por último, el Gran Duque le había recuperado
para la universidad de Florencia.
Galileo había
tenido un primer roce con la Inquisición, cosa nada rara en la época. Peor
augurio fue el que se tratara de la misma autoridad con que había chocado
Giordano Bruno antes de morir en la hoguera el año 1600 (cuando Galileo tenía
36 años): el cardenal San Roberto Belarmino. La Inquisición intimó a Galileo a
que no hablara del heliocentrismo más que como de una simple hipótesis irreal
calculística, solo útil para facilitar cálculos, pero sin valor descriptivo de
la naturaleza; como realidad había que proclamar que el Sol se mueve alrededor
de la Tierra. Por decreto de 24 de febrero de 1616 la Iglesia declaraba “absurda
y falsa en filosofía, y por lo menos errónea en la fe” la tesis de que la
Tierra se mueve alrededor del Sol.
La aparición de
la obra de Galileo Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo (Florencia,
1632), en la que Galileo discute el heliocentrismo copernicano y el
geocentrismo tradicional, hizo cristalizar las sospechas del Santo Oficio, que
procesó al sabio y le condenó a retractación y a severas penas que le fueron
conmutadas por la de destierro (22 de junio de 1633). En el momento de su abjuración
Galileo tenía setenta años y era ciego.
También la
abjuración de Galileo se ha visto como característica del científico moderno,
el cual, se dice, ha ido disociando cada vez más conciencia moral de su
conciencia teórica:
Yo, Galileo
Galilei, hijo del difunto Vincenzo Galileo de Florencia, a los setenta años de
mi edad, constituido personalmente en juicio y arrodillado ante vos,
eminentísimos y reverendísimos cardenales, Inquisidores generales en toda la
República Cristiana contra la herética maldad; teniendo ante mis ojos los
sacrosantos Evangelios, los cuales toco con mis propias manos, juro que siempre
he creído, creo ahora y, con la ayuda de Dios, creeré en el futuro todo aquello
que sostiene, predica y enseña la Santa Católica y Apostólica Iglesia. Pero
como por este Santo Oficio, luego de haberme sido jurídicamente intimado con
precepto del mismo que debía abandonar totalmente la falsa opinión de que el
Sol es el centro del mundo y no se mueve y que la Tierra no es el centro del
mundo y se mueve, y que no sostuviera, defendiera ni enseñara de ninguna
manera, ni de viva voz ni por escrito, dicha falsa doctrina, y tras haberme
notificado que dicha doctrina es contraria a la Sagrada Escritura, he escrito y
dado a la estampa un libro en el cual trato la misma doctrina ya condenada y
aporto razones con mucha eficacia en favor de ella, sin aportar ninguna
solución, he sido juzgado como vehemente sospechoso de herejía, es decir, de
haber sostenido y creído que el Sol es el centro del mundo e inmóvil, y que la
Tierra no es el centro del mundo y se mueve.
Por tanto,
queriendo yo quitar de la mente de Vuestras Eminencias y de todo fiel cristiano
esa vehemente sospecha, justamente concebida sobre mí, con corazón sincero y fe
no fingida abjuro, maldigo y detesto dichos errores y herejías, y en general
cualquier otro error, herejía o secta contra la Santa Iglesia; y juro que en el
futuro no diré nunca más ni afirmaré de viva voz o por escrito cosas tales por
las cuales se pueda tener de mí semejante sospecha; y si conociera algún hereje
o sospechoso de herejía lo denunciaré a este Santo Oficio, o al Inquisidor u
Ordinario del lugar en que me encuentre.
Yo, Galileo
Galilei, antedicho, he abjurado, jurado, prometido y me he obligado como queda
dicho; y en fe de la verdad, con mi propia mano he firmado la presente cédula
de abjuración y la he recitado palabra por palabra en Roma, en el convento de
la Minerva, este día 22 de junio de 1633.
Yo, Galileo
Galilei, he abjurado como queda dicho, de mi propia mano.
¿Es inevitable
que la conciencia científica se escinda de la conciencia moral en el
científico? El invento de que, después de abjurar negando el movimiento de la
Tierra, Galileo habría murmurado “Y sin embargo se mueve”, ¿no ha nacido del
malestar moral de algún discípulo de Galileo?
El 12 de enero de 1977, Sacristán escribió una nota sobre Galileo para
estudiantes preuniversitarios a propósito de la película de Liliana Cavani del
mismo título de 1969. Este texto está recogido en el volumen Filosofía y Metodología de
las Ciencias Sociales (I) cuya edición ha sido efectuada
por Salvador López Arnal y José Sarrión para la editorial Montesinos.
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