lunes, 28 de diciembre de 2020
LA GRAN MENTIRA: EL SISTEMA DE PENSIONES ES INSOSTENIBLE. A restregar por los hocicos a todos los “pactantes” del Pasti-robo Pacto de Toledo, incluyendo a los señores del gobierno y a todos los parlamentarios que voten a favor. El dinero de las pensiones es dinero de los trabajadores y debe volver a los trabajadores. Y en el Pacto de Toledo no solo se ah robado y se va a seguir robando a los pensionistas, al zagalete trabajador de 20 años también se le roba.
Si yo estoy de acuerdo. Yo soy un hombre muy acuerdoso, eso sí, ni de izquierdas ni de derechas. Soy un pululante, uno de estos que pulula entre la izquierda, la derecha y la nebulosa parda, demócrata de toda la vida entero y verdadero, que no se mete en política o si los elefantes vuela o dejan de volar. A mí, qué. ¿Que cambian las cosas?, pues que cambien, a mí que me viene usted contando. Y ya que estamos, dígame, ¿sabría usted decirme cuando va a cambiar el mamoneo este para que el chorizo se deschorice primero devolviendo lo robado para que luego entre en la cárcel el tiempo que le toque, ya sin cargo de conciencia y sin que tenga que pedir disculpas a nadie. Y cuando el trabajador se va a quedar en su poder con el producto integro de su trabajo? Que yo lo digo únicamente porque las cosas cambian, por nada más. No me lo vaya tomar a mal ni se vaya a mosquear nadie.
La muy voluble ortodoxia económica
El Viejo Topo
28.12.2020
La teoría
económica, tras cualquier proposición, suele emplear la expresión “ceteris
paribus”, que viene a significar que tal cosa sucederá siempre que
permanezcan constantes todas las demás variables. Es una forma de guardarse las
espaldas. Lo cierto es que casi nunca las otras variables permanecen estables,
pero eso no importa porque el economista de “pro” continúa actuando como si no
hubiese introducido la cláusula, o bien como si nada hubiese cambiado. He aquí
una de las razones por las que muchas veces en Economía se afirma una cosa y la
contraria.
Existe aún otro
motivo para las enormes discrepancias que se suelen dar en esta disciplina, y
es que las teorías tienen consecuencias prácticas y diferentes según la
posición social en la que cada uno se encuentra. Las afirmaciones no suelen ser
desinteresadas, y todo depende del sitio donde cada cual esté situado o del
bando al que pertenezca. Es más, la ortodoxia se desplaza sin el menor pudor de
unas a otras posiciones.
Los que
llevamos bastantes años en el estudio de esta materia, recordamos cómo hace
treinta o treinta y cinco años, incluso más, la doctrina oficial pasaba por
condenar toda posible monetización del déficit. Durante muchos años financiar
el déficit público con la emisión de dinero era tabú y herejía. Aquí en nuestro
país el Banco de España se presentaba como el cancerbero de la ortodoxia, pero
coincidía al cien por cien con el diseño seguido en la Unión Europea y con los
principios sobre los que se estaba asentando la creación del Banco Central
Europeo (BCE); en general, concordaba con las tesis de todos los bancos
centrales. Se defendía que una postura expansiva de la política monetaria
conducía automáticamente a un proceso inflacionario.
Solo algunos
nos atrevimos a adentrarnos mínimamente en planteamientos que casi todo el
mundo consideraba heterodoxos, y mantuvimos que la creación de dinero no tenía
por qué ser inflacionaria, ya que actúa sobre el PIB nominal, es decir, sobre
sus dos componentes, PIB real y precios, sin que esté determinado a priori en
qué proporción. Es posible que en muchas ocasiones no se traduzca en inflación,
sino en crecimiento de la economía. Señalábamos también que una política
monetaria en exceso restrictiva, tal como se venía aplicando primero en el
proceso de convergencia y más tarde en el plan de estabilización, podía dañar
gravemente la economía.
En los momentos
actuales, el panorama ha cambiado por completo. Todos los bancos centrales han
adoptado políticas monetarias enormemente flexibles a las que se ha denominado
“de expansión cuantitativa” (QE, por sus siglas en inglés), con las que
monetizan los déficits públicos de sus respectivos países. Como se puede
apreciar, el dogma ha virado de un extremo al otro. El BCE bajo la presidencia
de Draghi se vio obligado a dar un giro radical para que la Unión Monetaria no
hiciese aguas. Aunque es verdad que el BCE no inyecta directamente el efectivo
a los tesoros de los países miembros, sí los financia mediante la compra de
deuda pública en el mercado secundario y el descuento de los títulos de los
bancos.
El BCE, nada
más comenzar la crisis del Covid, cuando los distintos gobiernos y la propia
Comisión estaban discutiendo si eran galgos o podencos, puso sobre la mesa
750.000 millones de euros, cantidad que meses después aumentó en otros 600.000
millones, orientados a comprar títulos públicos y privados. La pasada semana ha
añadido otros 500.000, con lo que su potencial de fuego se eleva en estos
momentos a 1.850.000 millones de euros. Es más, ha anunciado que continuará con
esta política al menos hasta marzo de 2022 y que, si fuera necesario,
incrementaría la cantidad hasta 2.5 billones de euros. No es extraño que por
primera vez el Tesoro español haya podido introducir en el mercado bonos a diez
años a interés negativo. Y todo ello sin que aparezca la menor señal de
inflación. El incremento de los precios está muy lejos de alcanzar el objetivo
del 2%.
Considerando
estas cifras, uno se pregunta qué sentido tiene el tan cacareado y alabado plan
de recuperación (los 750.000 millones), al menos en la parte –su gran mayoría-
que se va a ofrecer como endeudamiento. No parece que las condiciones de estos
préstamos puedan ser mucho mejores que las que ofrece ahora el mercado, gracias
al BCE. Pero, sobre todo, es que los del fondo de recuperación van a ser
préstamos finalistas, con lo que los distintos parlamentos nacionales no van a
contar con autonomía para decidir a qué finalidades se orienta el
endeudamiento, ni siquiera si van a ser convenientes y rentables.
La versatilidad
de la ortodoxia ha ido más allá porque hasta hace pocos años no solo se
condenaba la monetización del déficit, sino el déficit en sí mismo. La doctrina
oficial y el pensamiento único hablaban del crowding out, traducido
al español, efecto desplazamiento. Es decir, que, según esta teoría, el déficit
público, aun cuando se financiase en el mercado, desplazaba al sector privado
de la obtención de los recursos que precisaba para sus inversiones, lo que
perjudicaba gravemente la actividad económica.
Una vez más,
algunos nos atrevimos a disentir, aunque con prudencia y matizando situaciones.
Pensábamos que, en momentos de debilidad económica, malamente se podía
desplazar al sector privado, cuando en realidad no había sector privado que
desplazar, no existía apenas la iniciativa privada. Pero es que, además, si el
sector público sustituye al sector privado a la hora de acometer determinadas
actuaciones lo lógico es que lo sustituya también en la financiación. No existe
ninguna constatación de que el gasto privado sea siempre más productivo que el
público.
De nuevo la
doctrina oficial ha cambiado por completo de posición. Hoy, todos los
estamentos, desde los organismos internacionales hasta los servicios de
estudios, pasando por las organizaciones empresariales y demás agentes
sociales, piden a los estados que gasten, que rieguen la economía con dinero
público, sin importar cuál sea el déficit o el endeudamiento de las
administraciones públicas o, lo que me temo que es peor, sin analizar con
demasiado detenimiento la rentabilidad económica y social del gasto o de la
inversión.
La verdad es
que no ha sido la única vez en la que la ortodoxia ha apostado por aumentar el
gasto o reducir los impuestos y, como consecuencia, por incrementar el déficit
y el endeudamiento públicos. Recuerdo que contemplé con asombro cómo, en 2008,
al aparecer la crisis, todos, incluidos organismos internacionales, hasta
entonces en posturas abiertamente liberales, se hicieron keynesianos. Es cierto
que el paréntesis duró bien poco. En 2010 ya se estaban reclamando -más que
reclamando, imponiendo- la estabilidad fiscal y presupuestaria, con duros
ajustes y reformas. Hay que reconocer que los planes fiscales expansivos
realizados en los dos años anteriores no habían servido para mucho en orden a
incentivar la economía. Buen ejemplo de ello fue el plan E, un procedimiento
perfecto para tirar dinero a la papelera. Algunos lo cifran en 50.000 millones
de euros.
Según los
últimos datos del Banco de España, el endeudamiento público en nuestro país a
finales del mes de septiembre de 2020 se situó en un 114,1% del PIB, habiendo
tomado como valor de esta última variable la media de los alcanzados en los
cuatro trimestres de 2019. Es de suponer que el porcentaje del endeudamiento
alcanzará un valor mayor cuando se utilice el PIB de 2020, que con toda
seguridad será sustancialmente menor que el de 2019. El stock de deuda pública
se ha incrementado, por tanto, en los tres primeros trimestres del presente año
en 18,6 puntos del PIB. Aun cuando nos movemos en términos de caja y no de
contabilidad nacional, este porcentaje puede ser una buena aproximación de a
cuánto se elevaba el déficit de las administraciones públicas a finales de
septiembre, y no resulta muy arriesgado vaticinar que al final del año se
situará por encima del 20%, si no se realizan ingeniarías financieras.
¿A qué nivel se
situará el endeudamiento público en los años 2021 y 2022? No cometemos ninguna
exageración si hablamos del 125 o 130% del PIB. Y ello solo como consecuencia
de la acumulación de los déficits públicos de estos ejercicios. A ellos habría
que añadir para estos años y para los siguientes los 140.000 millones de euros
(tal como se distribuyan temporalmente) que según dicen provendrán de Europa.
No deja de ser sorprendente la percepción que de estos futuros recursos tienen
todos. Aquellos que han venido anatematizando el déficit y el endeudamiento
público, los que ponían el grito en el cielo ante cualquier incremento de gasto
público, ahora se muestran encantados, y no les importa que el estado tenga que
endeudarse. Tienen la percepción equivocada de que esos recursos son gratuitos
y que no hay que devolverlos, cuando lo cierto es que de esos 140.000 millones
de euros solo alrededor de 33.000 millones lo son a fondo perdido. El resto
habrá que pagarlo de una o de otra forma. (Ver mis artículos en estas páginas
digitales del 30 de julio y del 24 de septiembre del presente año). Es cierto
que, en este cambio tan brusco de postura, por ejemplo, el de los empresarios,
también puede influir que en esta ocasión esperan ser los principales
beneficiarios del gasto.
Ante esta
mudanza tan rotunda de la política oficial, algunos, otra vez desde la
heterodoxia, no podemos por menos que gritar que ni tanto ni tan calvo. Ante
discursos fuertemente triunfalistas que hablan de lo importantes que son los
fondos europeos y de lo mucho que se puede hacer con ellos, hay que recordar el
cuento de la lechera y más concretamente las medidas tomadas por Zapatero en
los años 2008-2009. Orientadas, tal como se decía entonces, a reactivar la
economía, pero que no tuvieron ningún resultado salvo los de incrementar el
endeudamiento público y hacer más difíciles los ajustes de 2010 y años
posteriores.
Los miedos se
incrementan y los recelos de que el dinero se despilfarre se intensifican al
leer o escuchar los objetivos a los que en teoría se van a dedicar estos
recursos: investigación e innovación, lucha contra el cambio climático,
protección de la biodiversidad e igualdad de género, modernización y
digitalización del ecosistema de nuestras empresas, cambiar el sistema
productivo y otros más de las mismas características, todos ellos muy vagos y
genéricos y sin que aparezca una conexión clara con la reactivación de la
economía y con la creación de empleo. ¿Vendrá después el llorar y el crujir de
dientes?
El nivel de
deuda pública en el que vamos a situarnos es sin duda muy alarmante, solo
sostenible si el BCE permanece en la política expansiva que está aplicando.
¿Pero hasta cuándo va a querer o poder mantenerla? El balance de esta
institución supera ya los siete billones de euros y es muy posible que llegue a
los ocho el próximo año. Multiplicará así por cuatro la cifra (dos billones)
que tenía con anterioridad a la crisis de 2008. La situación presenta una
evidente inestabilidad a medio plazo, tanto más cuanto que el problema puede
afectar no solo a España, ya que el stock de deuda pública de Grecia, Portugal,
Italia, Francia, Chipre y hasta Bélgica, también se sitúan ya por encima del
100% de sus respectivos PIB.
No obstante,
todos estos países no se encuentran en la misma situación. Se está produciendo
un nuevo giro en la ortodoxia económica. Son bastantes quienes en los bancos
centrales comienzan a pensar algo que algunos veníamos hace tiempo defendiendo:
que el problema no está tanto en el endeudamiento público como en el exterior
(conjunto de público y privado). Lo que importa no es tanto el déficit público
como el déficit por cuenta corriente de la balanza de pagos o, dicho de otro
modo, desde el punto de vista macroeconómico el endeudamiento público no es
peligroso siempre que haya sido adquirido por los nacionales.
Está claro que este planteamiento da un respiro a la estrategia del BCE, porque la Eurozona en su conjunto presenta superávit en el saldo de su balanza de pagos. El problema es que la posición entre los distintos estados miembros es muy diferente. Ese superávit exterior de la Eurozona en su conjunto obedece al enorme saldo positivo de Alemania y Holanda. Lo que crea una nueva situación de inestabilidad y una pregunta angustiosa para nosotros: ¿Cuál va ser en los próximos años el saldo de nuestra balanza por cuenta de renta? No podemos olvidar que fue el desequilibrio exterior el que nos precipitó a la crisis pasada. A la hora de destinar los fondos de recuperación, lejos de movernos por rutas imperiales, ¿no deberíamos analizar qué impacto va a tener cada una de las partidas en la balanza de pagos?
Artículo publicado originalmente en Contrapunto.
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