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Nuevas elecciones: 20
español@s y un funeral
10.04.2016
Generalizada sensación de fracaso entre los
partidarios del cambio
(Monigotes reponedores de estanterias
de un supermercado que habrían sido despedidos por no cumplir con su trabajo)
El pesimismo, la agria reacción contra los viejos y
nuevos partidos y un odio contenido contra los políticos se palpan en las
reacciones contra la más que previsible repetición electoral el 26 de junio.
Veinte español@s han razonado sobre las consecuencias de este desastre, que
además provoca el gasto de 160 millones de euros en subvenciones que se
reparten entre los partidos políticos y sus dirigentes y que está suscitando
tal oleada de rechazo y desprecio que hace sus consecuencias imprevisibles.
Estas son las opiniones seleccionadas por “Espía en el Congreso” entre
destacados miembros de la sociedad civil española:
De la España diferente a la España indiferente
Hace 40 años
existían motivos racionales para creer que la mayor parte del pueblo español
deseaba adquirir sus libertades con la intención de fundar en ellas un nuevo
sistema de poder político, una nueva moralidad social y una nueva mentalidad
pública.También había motivos para confiar en que los dirigentes políticos de
la oposición a la dictadura tendrían el discernimiento intelectual, la
coherencia política y la audacia personal indispensables para impedir cualquier
maniobra del régimen agonizante que pretendiera prolongar, bajo unas libertades
otorgadas, el viejo predominio de la banca sobre el Gobierno, la vieja
dominación del Gobierno sobre los funcionarios y la vieja prepotencia de la
opinión oficial sobre el pensamiento crítico y la moralidad disidente.
Hoy, al cabo de
cuatro décadas, existen razones fundadas para creer casi lo contrario. La
mayoría del pueblo español no desea utilizar sus libertades para participar en
la dimensión pública de su existencia, que le es impuesta desde fuera por los
dirigentes de los partidos, convertidos en meros profesionales de la perfomance
del sistema atlántico, del sistema bancario, del sistema burocrático y del
sistema informativo, que son los únicos subsistemas que funcionan dentro de la
crisis general del sistema.
Ante esta
democracia performativa que no lo necesita, el ciudadano se desentiende de la
política, se refugia en el modo privado de su existencia y busca en la ilusión
de su realización individual el ideal que se le niega como ser comunitario.
Entre la
situación de partida, plena de esperanza y de movilización política por la
democracia, y la situación de llegada, caracterizada por el escepticismo y el
apoliticismo de las masas, se ha desarrollado el proceso histórico de la
transición, que ha realizado la perfomance de cambiar la España diferente del
franquismo por la España indiferente de hoy, conservando la jerarquía
tradicional de la banca sobre el Gobierno, la de éste sobre los funcionarios y
la de éstos sobre la cultura y la opinión.
Este resultado,
la desmovilización y el desarme político de los ciudadanos, junto a la
desactivación de la potencia democrática, ha sido mérito fundamental, aunque no
exclusivo, de un nuevo método de gobierno, el consenso, ideado por la clase
política española para entrar en una democracia performativa, sin que el pueblo
se aperciba demasiado del cambio, no dándole participación en la misma.
El consenso
El consenso no
ha sido, como podría parecer a primera vista, un modo excepcional de tomar
decisiones por unanimidad, frente al modo normal de la democracia de tomar
decisiones por mayoría. Ésta es sólo la parte ingenua del consenso.
La legitimación
teórica y las raíces morales de este reciente hábito político se encuentran en
un, real o supuesto, equilibrio de impotencias entre el poder autoritario
residual y el poder democrático emergente. Ninguno de ellos creyó, o fingió
creer, al final del franquismo, que podría aniquilar al otro sin destruirse a
sí mismo. Su recíproca disuasión de confrontarse les empujó a un pacto de
condominio y de cartelización territorial del mercado político, regido por la
regla de la unanimidad, para las cuestiones constitucionales del Estado de
derecho y de las autonomías; por la regla de la mayoría, para las cuestiones
administrativas de gobierno, y por la regla de abstención, para las cuestiones
esenciales del poder: sistema monárquico, sistema bancario y sistema militar.
Por esta razón
no hubo, durante la transición, una fase constituyente del Estado, con
elecciones populares dirigidas a tal finalidad. Lo verdaderamente sometido a un
período y a una negociación constituyente no fue el Estado, sino el Gobierno.
De un lado, y
en los secretos de la Moncloa, se constituyó el condominio y el cartel, sobre
la administración del poder, entre la clase política. De otro lado, y como
tarea de unas Cortes legislativas, se constituyó el reglamento jurídico del
Estado de las autonomías, bajo el que se disponía a perdurar el poder-heredero
del franquismo.
La necesidad, o
la conveniencia, de que el pacto de condominio y de cartelización sustituyera,
y evitara, una fase constituyente del Estado democrático jamás ha sido
demostrada. El único alegato que los partidos de izquierda esgrimen es que el
otro camino, el que proponía la ruptura democrática, era una utopía imposible de
alcanzar. Pero esta afirmación tampoco la deducen de datos objetivos, sino
exclusivamente de una suposición no contrastada, de un hecho histórico y de un
razonamiento circular. La suposición de que el poder militar no la habría
tolerado. El hecho histórico de que la ruptura no se ha realizado y la reforma
sí. El razonamiento de que la ruptura no se ha intentado porque era utópica y
de que la reforma ha sido real porque era racional. Con el mismo fundamento
podemos añadir: puesto que la dictadura ha sido un fenómenode la realidad, los
españoles hemos conocido bajo ella 40 años de racionalidad política.
Lo único que de
verdad era utópico, en el proyecto de la ruptura, era pretender hacerla con
unos dirigentes como los de la oposición. No hubo ruptura simplemente porque
estos dirigentes no la quisieron. Después de haber argumentado, durante varias
décadas, la necesidad y la posibilidad de la misma, cambiaron de idea en unos
días, considerándola imposible. Incluso en la hipótesis de que su apreciación
de empate -en la relación de fuerza existente entre los factores favorables a
la dictadura y los favorables a la democracia- hubiese sido históricamente
correcta, que no lo fue, habría bastado, para deshacer el empate a favor de la
causa democrática, el mero aplazamiento del pacto constituyente, dada la
tendencia descendente de los elementos sociales que sostenían la dictadura y el
carácter ascendente de los que promovían la democracia.
Lo que el pacto
de condominio consiguió, en realidad, fue detener al mismo tiempo el declive
del poder autoritario y el ascenso del poder democrático, al fijar en una
Constitución del Estado, es decir, al dar carácter permanente, a un efímero e
inestable equilibrio que, en algún momento anterior, tuvo que producirse entre
un poder que agonizaba y otro poder que nacía.
El pacto de
condominio, en que consiste el consenso, representa, pues, la suma de dos
impotencias, la de un anciano y la de un niño. La falta de vigor y la falta de
madurez son, por ello, los caracteres dominantes de la política de estos 40
años, y también los de aquella inicial operación tránsito, que, según confesaba
en televisión uno de los más conspicuos representantes del partido socialista,
consistió en el doble juego de pactar en secreto con el poder del régimen
anterior y de hacer declaraciones públicas de ruptura con ese poder, porque la
información a las masas democráticas de lo que se estaba tramando habría
impedido la consecución de los objetivos que sus dirigentes perseguían.
La democracia
‘performativa’
La aspiración
de la clase política democrática era la de cohabitar con la clase política
franquista en el albergue de un Estado de derecho, para administrarlo,
alternativa o conjuntamente, bajo la moralidad y mentalidad dominantes en los
últimos años de la dictadura. La aspiración de las masas populares era la de
participar en la constitución de un nuevo poder democrático, bajo una moralidad
social y una mentalidad pública que hicieran posible, y útilmente deseable, su
futura participación en la vida política. Ambas aspiraciones eran
incompatibles. En aras de su inmediata legalización y de su inmediata
investidura como diputados, los dirigentes de los partidos democráticos
sacrificaron las aspiraciones populares, y se acogieron a la oferta de reforma
que les hizo el poder de la dictadura.
A partir de ese
momento, los partidos políticos basaron su legitimación, no en su militancia,
ni en su capacidad de convocatoria popular, sino en sus homologaciones
internacionales y en su capacidad de financiar las campañas electorales, o, lo
que es lo mismo, en el poder de su matriz internacional y en su posibilidad
económica de imponer, mediante la publicidad, la demanda política de los
ciudadanos y la oferta del partido.
La ideología
desaparece en la misma medida en que aparece el marketing. Los programas y
plataformas de los partidos se convierten en ofertas y paquetes electorales.
Los sondeos de opinión establecen, no las necesidades de los ciudadanos, sino
las prioridades de la demanda efectiva del consumidor político. Todos los
partidos dicen y prometen, poco más o menos, lo mismo. La participación
ofrecida al ciudadano se reduce a que, de cuando en cuando, elija a un grupo de
delegados designado por el partido, teniendo en cuenta un solo criterio: el de
la credibilidad del grupo.
Reducida a esta
función, la participación del elector convierte en pura ficción al concepto de
soberanía popular. Por dos razones. Porque el Gobierno elegido es irresponsable
ante sus electores, y ante las propias bases del partido, pudiendo incumplir
impunemente sus promesas electorales. Y, sobre todo, porque el elector ni
siquiera puede, como consumidor político, definir su propia demanda.
Del mismo modo
que en un mercado de oligopolio no existe soberanía del consumidor frente a las
grandes empresas, tampoco el ciudadano puede esperar que sus verdaderas
necesidades sean atendidas por los grandes partidos de la oligocracia, ya que
estos partidos no están concebidos como asociaciones de ciudadanos
consumidores, sino como organizaciones de producción de mercancías políticas.
La protección
del individuo frente al Estado fue la legitimación del modelo liberal de la
democracia. El neoliberalismo actual es una doctrina hueca si no fundamenta una
vigorosa protección del individuo allí donde hoy más lo necesita, o sea, frente
al oligopolio productor de la mercadería política, o lo que es lo mismo, frente
a los partidos.
La soberanía no
reside en el pueblo ni en el cuerpo electoral, ni siquiera en las bases
militantes de los partidos. Con el sistema electoral impuesto a los españoles,
lo verdaderamente soberano es el directorio del partido, y ante él los
ciudadanos, e incluso sus militantes y diputados, están mucho más indefensos que
ante el Estado, y más aún que los consumidores ante las grandes empresas.
Ante el Estado
los individuos tienen la posibilidad de utilizar los recursos legales, y
algunas veces la de ganarlos. Ante las grandes empresas existe, al menos, la
presión de las asociaciones de consumidores. Pero ante la soberanía de los
directorios de los grandes partidos no hay nada. Están todavía por nacer las
asociaciones de ciudadanos que la limiten o controlen, ya que la pretensión de
que esta función la desempeñen las bases del partido se ha mostrado
irrealizable en los países donde se ha intentado.
A consecuencia
de que la soberanía está en el directorio de los partidos, en el que se ingresa
por cooptación, los políticos sólo tienen que especializarse en una doble
competencia: desempeñar el papel que les asigna el directorio y vender la
imagen del partido. Es natural que las democracias con mejores performances
prefieran para los primeros papeles del escenario político a verdaderos
profesionales de la imagen y de la representación: artistas y reyes.
Esta función de
la política y de los políticos es, sin embargo, el ideal de un tipo o modelo de
democracia, la de mercado, que, como democracia performativa, se legitima por
la optimización de sus resultados respecto a la eficiencia del sistema de
producción y consumo de mercaderías políticas, incluyendo en ellas la salud, el
trabajo y la cultura.
Y como este
modelo de democracia es el que, mediante la reforma del régimen anterior, nos
han implantado en España, está fuera de lugar condenarlo, o juzgarlo, con
criterios distintos de aquellos en donde se legitima: equilibrio de la oferta y
la demanda en el mercado político y cifras estadísticas del sistema productivo.
Pues bien, situándonos en su propio terreno de juego, aceptando su propia base
de legitimación, la cifra de paro alcanzada por la transición basta para juzgar
severamente a esta democracia, cuya performatividad no puede equilibrar el
mercado de trabajo y que ha rebajado la productividad del salario-hora español
en relación con la competencia internacional. Y más grave es aún su fracaso en
el objetivo primordial de producir un alto grado de integración. La estadística
referente a los actos de violencia, común o política, y la asiduidad de
conflictos en el seno de las instituciones represivas, ponen de manifiesto que
nuestra democracia no es tan performativa como para pretender haberse
legitimado con su ejercicio.
No hay, por
ello, necesidad de acudir a juicios de valor para criticarla por lo que no se
propone ni pretende: el progreso moral e intelectual de los españoles. La
política y la moral no sólo están separadas, sino que en las cuestiones
decisivas llegan a ser incompatibles. Un caso ejemplar de esta incompatibilidad
nos lo ha ofrecido ahora la fallida sesión de investidura de Pedro Sánchez.
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