Juicio político y emociones morales en democracia
¿Perderá Sánchez las próximas
elecciones?
Por José María
Agüera Lorente
Rebelion / España
| 10/09/2022 |
Fuentes: Rebelión
«El poder de
atenernos a la razón y a la verdad existe en todos nosotros. Pero, por
desgracia, otro tanto sucede con la tendencia a atenernos a la sinrazón y la
falsedad, especialmente en esos casos en que la falsedad evoca alguna emoción
grata o el recurso a la sinrazón hace vibrar alguna cuerda en las primitivas y
subhumanas profundidades de nuestro ser.» (Aldous Huxley Un mundo feliz.)
Es lo que le
faltaba al Presidente Pedro Sánchez, que volvieran a la carga los ogros del
independentismo catalán y de ETA. El primero revitalizado por obra y gracia del
dictamen emitido hace unos días por el Comité de Derechos Humanos de la ONU,
según el cual España violó los derechos políticos de Oriol Junqueras, Raül Romeva,
Josep Rull y Jordi Turull al retirarles su acta en el Parlamento de Cataluña tras
su procesamiento por rebelión en la causa del procés. En cuanto a
la extinta banda terrorista vasca, el anunciado acercamiento de varios de sus
más sanguinarios e irredentos miembros a cárceles del País Vasco la ha
resucitado en el imaginario colectivo, demostrando por enésima vez que hay
fantasmas que nos son muy queridos y otros no tanto dependiendo de las filias y
las fobias vinculadas a los sesgos ideológicos. Ambos son en cualquier
caso triggers o «disparadores», como se les llama en
psicología a aquellos estímulos que, sin pasar por el análisis racional
consciente, provocan en las personas respuestas difícilmente controlables por
su intensidad emocional. Estos resortes son los que un demagogo que se precie
ha de conocer bien si quiere que sean efectivos sus falaces argumentos; el
principal de ellos, tan viejo como el nacimiento de la propia retórica, el
argumento ad populum, con el que se juega con los sentimientos de
la audiencia para ponerla de nuestro lado, sin reparar en la verdad de lo que
se dice ni en la solidez lógica del razonamiento. Nada nuevo bajo el Sol, como
fue puesto en evidencia por Sócrates hace dos mil quinientos años en aquella
Atenas democrática en la que prosperaron los sofistas. La muerte del maestro y
amigo de Platón fue la prueba de que con la verdad no basta para ganarse el
favor de tus conciudadanos.
Seguramente no
es la primera vez que lo escribo: nada más impopular que la verdad. Es una de
las paradojas que definen al ser humano, animal de las mil y una paradojas:
busca la verdad con el mismo afán con el que la manipula y disfraza. Ya lo dejó
escrito Friedrich Nietzsche en su ensayo de finales del siglo XIX
titulado Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, con estas
palabras que no me resisto a citar: «apenas hay nada tan inconcebible como el
hecho de que haya podido surgir entre los hombres una inclinación sincera y
pura hacia la verdad». ¿Qué diría el filósofo alemán de la actual moda de la
posverdad?
Pero volvamos a
los mártires indepes y a los etarras desplazados. Aparte de
que la causa común de sus respectivos sinos consiste en sus ardores
nacionalistas, comparten ambos disparadores emocionales el ingrediente de las
víctimas. En un caso las víctimas son los nombrados políticos catalanes, en el
otro son los afectados por los asesinatos cometidos por los terroristas presos.
En ambos casos la indignación que puede rayar en cólera proviene de la
percepción intuitiva de una injusticia, de una falta de reconocimiento del daño
por unos infligido y por otros padecido. Por lo que atañe a los políticos
catalanes sus afines se indignarán por la injusticia cometida por el Estado, y
sus detractores por la injusticia que se comete contra la nación española que
no es comprendida en su defensa de la amenaza secesionista. En cuanto a quienes
mataron creyéndose soldados de una guerra en la que se trataba de conducir al
pueblo vasco hacia el paraíso de una patria plenamente abertzale están
quienes vieron morir a sus seres queridos y quisieran una reparación plena y
satisfactoria de su pérdida, cosa por otro lado del todo imposible.
El que fuera
calificado como el más iconoclasta crítico de arte de América, el australiano
Robert Hughes, ya hace décadas que llamó la atención sobre el poder de la
víctima. Según sostiene en su libro La cultura de la queja, en la
sociedad norteamericana «los únicos héroes posibles son las víctimas». ¿Cómo
ejercen su poder las víctimas? Mediante el soborno emocional o la generación de
culpabilidad social. Se trata de mecanismos infantilizadores, pues su empleo
conlleva que la exigencia de los derechos no va acompañada de la otra mitad de
lo que constituye la condición de ciudadano: la aceptación de los deberes y las
obligaciones. Su efecto último y más preocupante –que no detectable a primera
vista– es el debilitamiento de la democracia, dado que sustituye el criterio de
la racionalidad universal por el del sentimiento particular al que se le
atribuye valor de verdad sin más. Se ve muy bien este pernicioso efecto en el
delito aún vigente en nuestro código penal que reconoce la ofensa de los
sentimientos religiosos, dándole valor de universalidad a una experiencia
absolutamente personal y subjetiva de difícil convalidación objetiva. Así, la
democracia, artificio eminentemente institucional, por el que se define el
ámbito de la convivencia política de acuerdo con el modelo de la racionalidad,
muta en campo de batalla de las experiencias y sentimientos personales. El
espacio para la solución de los conflictos de manera inteligente y sosegada y,
por ende, el grado de posibilidad de alcanzar acuerdos disminuye ante el avance
de lo que se ha dado en denominar polarización afectiva, definida como la
distancia emocional entre el afecto que despiertan quienes simpatizan con
nuestras mismas ideas políticas en contraposición con el rechazo hacia quienes
tienen opiniones distintas. El reciente intento de magnicidio que tenía como
objetivo la Vicepresidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner ha
coincidido en el tiempo con el discurso del Presidente norteamericano Joe Biden
en el que alertaba a la ciudadanía sobre las amenazas que se ciernen en la
actualidad sobre la democracia. En una sociedad expuesta a las turbulencias de
la polarización la verdad pierde todo su poder sanador. Es más: pasa a
convertirse en un engorro.
Por eso Pedro
Sánchez tiene muy difícil ganar las próximas elecciones; porque su gestión,
dirigida en gran medida, con mayor o menor acierto, a proteger el bienestar de
la mayoría social de este país en sucesivas coyunturas de extraordinaria
dificultad (pandemia y crisis sobrevenida a causa de la guerra en Ucrania) no
puede lucir frente a los disparadores emocionales que aprovechan la llama de la
polarización afectiva y el enorme poder del individualismo. Este último quedó
de sobras demostrado con el triunfo de Isabel Díaz Ayuso en Madrid, en cuya
campaña logró la exitosa inserción de una idea de libertad sólo entendible si
se asume tal sesgo ideológico.
El éxito de la
política conservadora en general, a escala mundial, ha radicado en su
modificación de lo que el antropólogo Wade Davis denomina «etnosfera», noción
adaptada de la de biosfera. La etnosfera es algo así como la atmósfera cultural
que respiramos, constituida por el sistema de ideas, convicciones, mitos y
actitudes que prevalecen en la sociedad en un momento determinado. De ella
resultan las cosmovisiones que moldean cómo pensamos y actuamos. Se halla
sujeta a cambios constantes que devienen en lo que podemos reconocer como una
suerte de evolución cultural. Se ve, pues, que igual que la biosfera
evoluciona, lo hace la etnosfera, pero los factores de ambos procesos, claro
está, no son los mismos. En la evolución cultural, y en lo que respecta al
marco político dentro del cual se juzga en democracia, entre otras cosas, la
labor de un gobierno, tienen mucho que decidir el resultado de la lucha ideológica
así como los acontecimientos históricos y las inercias que de ellos resultan. A
este respecto, a finales del siglo XX se abrió un proceso de cambio en la
etnosfera política; perdió fuerza la creencia en los valores colectivos, como
la justicia social, y gradualmente la ganó la ideología del individualismo. Su
creciente pujanza en el mundo occidental vino de la mano del ascenso del
neoliberalismo y del capitalismo consumista. ¿Puede ser que la explicación para
el éxito político del Partido Popular en Andalucía después de décadas de domino
socialista radique en esa evolución de la etnosfera, que quita relevancia al
valor de la justicia social? Y podría valer como explicación asimismo del
incremento del negocio de la sanidad privada cuando se proclamaba con la
pandemia toda clase de loores a la sanidad pública, ahora indefensa en la
práctica. Síntoma en la misma línea ideológica es que la desigualdad, creciente
desde hace décadas, no aparezca en las encuestas en las que se pregunta a la
ciudadanía sobre los principales problemas que le preocupan.
Es verdad que
la cosmovisión que dimana de esa etnosfera actualmente vigente da síntomas de
agotamiento a la hora de afrontar la solución de problemas globales de enorme
magnitud y que suponen un peligro existencial para la humanidad (como la
emergencia climática, la crisis energética o la propia desigualdad en aumento),
pero la inercia histórica es un elemento nada despreciable de oposición al
cambio así como la resistencia de la minoría favorecida por el presente statu
quo. Las élites del diez y el uno por ciento disponen de una cantidad y
variedad de recursos considerable para incidir en la evolución del marco
político dentro del que caben las opciones concebibles.
Por otro lado,
y profundizando en las raíces antropológicas, hay que tener en consideración
las tesis que el psicólogo moral Jonathan Haidt desarrolla en su libro La
mente de los justos. En él define los fundamentos morales en los que se
basa el juicio político de los seres humanos, de todos, porque encuentra
razones para presentarlos como elementos de una condición innata. Resultado de
las observaciones antropológicas y de la teoría evolutiva tendríamos una
especie de borrador de la naturaleza humana. De él, por así decir, sería parte
constitutiva el conjunto de los elementos que conforman la estructura según la
cual percibimos los hechos morales (y, por ende, políticos). No quiere decir
que sean necesarios y determinantes, ya que son moldeables en función del
contexto sociocultural donde el sujeto desarrolla su vida. Esto es congruente
con lo que anteriormente se ha dicho sobre la etnosfera y la evolución
cultural, que es incompatible con rígidas formas a priori.
Jonathan Haidt
está convencido de que los políticos conservadores tienen una mejor comprensión
intuitiva de los fundamentos morales sobre los que se asienta el gusto moral de
la gente. Refiriéndose a los demócratas, que en Estados Unidos son los
liberales –es decir, los que nosotros denominaríamos aquí progresistas–, los ve
como promotores de políticas que priorizan la colectividad a costa del
individuo, «políticas que –en sus palabras– los dejan expuestos a las
acusaciones de traición, subversión y sacrilegio». Pedro Sánchez ha subrayado
el valor de la justicia social a la hora de asumir los esfuerzos que la
complicada coyuntura que se presenta nos exige; un valor colectivo, que no
cotiza al alza en la etnosfera dominante en nuestra sociedad fuertemente
condicionada por el poderoso componente individualista. Sus apelaciones a la
protección del bienestar de las clases media y trabajadora conectaría malamente
con la sensibilidad política de la mayoría de las personas, de acuerdo con las
tesis de Haidt, amén de quedar deslucidas tras las iniciativas con fuerte halo
feminista y de favorecimiento del colectivo LGTBI, potenciando al mismo tiempo
la polarización afectiva (las acusaciones de Alberto Núñez Feijóo de que la
política del Presidente Sánchez divide a la sociedad se aprovechan de ese
efecto en buena parte de la opinión pública). Y, en efecto, sus acuerdos con
las minorías nacionalistas (antagonistas del nacionalismo español) dan
credibilidad para muchos a esas acusaciones a las que según Haidt están
intuitivamente expuestas las políticas de izquierdas: traición a
las victimas del terrorismo etarra (se lo hemos oído hace poco a algún portavoz
de las víctimas), subversión del orden constitucional por
sentarse a dialogar con los independentistas catalanes, sacrilegio,
pues se atenta contra la sagrada unidad de la nación española.
La democracia
no es un sistema natural ni una institución de larga tradición histórica como
la religión. Es un producto cultural, artificial por tanto, muy complejo y muy
frágil en muchos sentidos, contrario a rasgos muy insertos en la naturaleza
humana, como el sentido tribal y los gustos morales innatos, todos ellos
elementos apuntados por Jonathan Haidt en su mencionado libro; y que son
contrarios a la racionalidad, imprescindible ideal que hay que tener siempre
como referente para que la democracia funcione, pues solo desde la racionalidad
podemos compartir un territorio común en el que dirimir civilizadamente los
conflictos que son insoslayables en la convivencia humana.
La deriva de
las democracias liberales en lo que llevamos de siglo, paradigmáticamente
representada por el trumpismo, el Brexit y el procés,
lleva a lo que el filósofo inglés Bertrand Russell llamó con un
neologísmo emocracy, «emocracia». Lo acuñó en 1933para referirse al
desbordamiento emocional de la Alemania nazi. En la presente coyuntura
histórica si la emocracia prospera frente a la democracia,
¿seremos capaces de dar respuesta a los riesgos existenciales globales que hoy
acechan a la humanidad?
*++