domingo, 20 de julio de 2025

La guerra como necesidad del Capital y la posición revolucionaria frente a la socialdemocracia

 

La guerra como necesidad del Capital y la posición revolucionaria frente a la socialdemocracia

 

 

DIARIO OCTUBRE / julio 19, 2025

 

"No es hermoso morir, aunque sea por la libertad. No es hermoso, no os engañéis. Lo hermoso es vivir, vivir luchando y llevar la libertad como un relámpago en las manos. No queremos ser trigo bajo las botas de los generales. Queremos ser el pan que alimente la revolución." (Adaptación del poema "Los campos de batalla" de Nazim Hikmet)


Kike Parra (Unidad y Lucha).— La guerra actúa como catarsis sistémica. El capitalismo, en esta fase de crisis general, demuestra una total incapacidad estructural para recomponerse. En este contexto, ha activado definitivamente toda su potencialidad destructiva, poniendo así de manifiesto lo cercano del advenimiento de su fin como modo de producción social, al menos con carácter hegemónico.

 

El capitalismo fue alimentando desde su origen una contradicción ontológica: su impulso hacia la acumulación infinita choca contra los límites materiales de la tasa de ganancia. Cuanto más madura el capitalismo, mayores son las evidencias y los fenómenos que esa contradicción genera. En este sentido, históricamente, la guerra ha formado una terapia de shock restauradora de la rentabilidad.

La guerra reinventa el ciclo de acumulación. Lo hace por varias causas:

En primer lugar, purga el capital muerto. Lo hace como un incendio forestal que arrasa la masa y fertiliza el suelo. La destrucción bélica liquida capital constante (fundamentalmente fijo: edificios y otras instalaciones e infraestructuras, maquinaria…) Esto mitiga temporalmente la composición orgánica del capital, aliviando la presión sobre la tasa de ganancia. Reduciendo la magnitud del capital constante se recompone la relación sobre el variable, restaurando la rentabilidad.

Sobre las ruinas de la Europa de 1945 y bajo el Plan Marsall, se reconstruyó el capitalismo con tecnología moderna. Se inició a partir de aquí la «Edad de Oro» del capitalismo (1945-1973). La tasa de ganancia resucitó porque el capital sobreviviente, revalorizado desde la lógica del sistema, más escaso, más concentrado y actualizado, pudo explotar una fuerza laboral hambrienta y desesperada.

El desempleo masivo generado por la destrucción debilita el poder de negociación de la clase trabajadora. Frente a la desvalorización de la fuerza de trabajo se produce un aumento temporal de la plusvalía.

Para que todo esto ocurra, la destrucción debe contenerse en unos límites. Una guerra de carácter prolongado, o lógicamente nuclear o biológica, no arroja ganadores, sino desolación. La perspectiva de la guerra total actual en la que nos adentramos parece encajar en esta última dinámica.

En segundo lugar, siguiendo la lógica del keynesianismo, el gasto militar funciona como un desfibrilador que reanima el corazón detenido de la economía. El complejo militar-industrial absorbe excedentes de capital y subsidia la innovación tecnológica. Además, la geopolítica interviene en la transferencia internacional de capital desde los países más débiles y subordinados a los más fuertes o centrales del imperialismo interesados en el proceso bélico.

Estados Unidos sigue siendo, con diferencia, el mayor inversor militar del mundo: casi un billón de dólares en 2024. Por otro lado, las ventas de equipo militar estadounidense a gobiernos extranjeros aumentaron un 29 % en 2024.

Esta es una lógica prebélica, pero que tras el conflicto sigue generando dividendos. Eso que se ha venido en llamar «tecnologías de doble uso» permiten que tras la destrucción militar, la nueva composición orgánica del capital se realice mediante tecnología de guerra transferida al campo civil. Una tecnología más eficiente y productiva que moviliza riqueza (reajuste económico) desde unos presupuestos de guerra que empobrecen a las capas populares hacia las corporaciones victoriosas que se han ahorrado la inversión al desarrollo. Es un modo de socializar pérdidas y privatizar ganancias.

Así se entienden las políticas de rearme impulsadas por la Unión Europea y la OTAN con el beneplácito del conjunto de partidos, incluidos los socialdemócratas que componen el gobierno español.

Otro de los factores a considerar y que supone un empujón al «desarrollo» económico, circunscrito a los vencedores es lo que David Harvey señaló como despojo violento cuando la acumulación ordinaria se estanca. En este sentido, la geopolítica actual más violenta se abre camino y somete a los derrotados a tratados desiguales, imposición de bases militares territoriales y control (expolio) de recursos.

En la fase actual del imperialismo que algunos han denominado de «carácter terminal», la clase trabajadora debiera tener conciencia de lo que está en juego. No se trata solo de una situación que deteriorará las condiciones materiales de vida, único motivo de reproche de la socialdemocracia. Limitarse a la defensa del bienestar social que se verá afectado por el incremento de las partidas militares es una muestra de la pervivencia de la concepción eurocéntrica y colonialista de la izquierda oportunista, de su falta de solidaridad e internacionalismo. Nuestro bienestar por encima de la vida de los pueblos.

Ante la actual situación bélica mundial no caben grises y la historia nos empuja a escoger bando. La socialdemocracia, como siempre, ha elegido el lado del opresor. Ha utilizado sus artes de ensoñación adormeciendo a las masas y ha conducido a la clase trabajadora al pantano. Hoy sigue jugando el mismo rol como gestor de intereses de la burguesía que en las anteriores grandes guerras, dando bandazos entre el pacifismo retórico y la complicidad activa con el imperialismo.

La «defensa de la democracia» o del «mal menor» se siguen utilizando para servir al imperialismo y a su vanguardia sionista, que de la mano de la OTAN nos lleva en Ucrania, en Irán o Palestina o cualquier rincón del planeta al borde del abismo, al genocidio generalizado.

La socialdemocracia es, por tanto, un enemigo de clase. Es tanto más peligroso que quienes abiertamente defienden el imperialismo porque se inserta entre las estructuras de clase como un cáncer en el organismo y lo va corrompiendo hasta inutilizarlo en su capacidad de lucha y transformación social.

Frente a esta actitud, la del campo revolucionario no puede ser otra que la oposición abierta, sincera y honesta. Enfrentarnos con todas nuestras armas a los planes de destrucción del imperialismo y de las organizaciones criminales que como la OTAN ejecutan sus dictados. La frase que solemos repetir de «nos va la vida en ello», ante la barbarie televisada en directo, cada vez se entiende y comparte más. Aprovechémoslo y organicemos la respuesta popular contra la guerra imperialista. Avancemos hacia la revolución socialista como única defensa capaz de evitar la aniquilación de la vida tal como la conocemos.

Fuente: unidadylucha.es

 

Los (auto)elegidos

 

¿Cuánto tiempo lleva Israel asesinando a civiles inocentes sin que nuestro Occidente colectivo supuestamente defensor de los derechos humanos decida poner coto a la masacre? ¿Qué dirá la Historia de los que asisten impávidos al genocidio?


Los (auto)elegidos


Miguel Candel

El Viejo Topo

20 julio, 2025 


Hay asuntos en que la ironía, tan útil en la crítica política como ejercicio de distanciamiento psicológico para evitar que la indignación ante el hecho criticado amargue al propio crítico, puede parecer frivolidad. Tal es el caso de la incalificable y aparentemente interminable cadena de crímenes perpetrados por lo que oficialmente se conoce como Estado de Israel pero seguramente, en aras de no pervertir sin remedio la noción de Estado, habría que denominar con más propiedad «entidad sionista» (sin el inmerecido adorno de unas iniciales mayúsculas).

Un total (oficialmente registrado) de más de 56.000 muertos civiles a manos del ejército israelí no parece ser suficiente para que la mayoría de la población de ese país sienta un mínimo de horror, vergüenza o cualquier mínimo atisbo de compasión que lleve a esa gente a discrepar, siquiera levemente, de la política genocida de su gobierno. No, por supuesto. Y quien tenga algo que objetar al respecto es porque es un antisemita empedernido y un negacionista del Holocausto, amén, claro está, de cómplice de los «terroristas» de Hamás, ese grupo armado (inicialmente apoyado por el propio Israel para debilitar a la OLP) que básicamente ―con ocasionales acciones que sí podrían calificarse de terroristas― se dedica a luchar contra los militares que amparan y protegen a unos colonos armados hasta los dientes que durante años han venido robando tierras palestinas.

Ante semejante espectáculo de masiva ceguera moral voluntaria, ¿qué cabría reprochar a quienes se nieguen a mostrar públicamente compasión por los escasos (o eso dice el propio gobierno sionista) civiles muertos en los bombardeos con misiles iraníes lanzados en respuesta a una flagrante agresión previa, altamente destructiva, de Israel contra Irán en medio, para más inri, de un proceso de negociación?

Hasta el «loco» imperialista Trump ha demostrado tener más sentido común y contención que el gobierno presidido por un delincuente (violador de la propia legalidad israelí) llamado Benjamín Netanyahu, personaje que ha llevado a un economista del prestigio de Jeffrey Sachs, nada izquierdista el hombre, por cierto, a escribir: «¡Detened a Netanyahu antes de que nos mate a todos!» En efecto, el juego del gobierno sionista, consistente en obligar a los Estados Unidos a meterse de lleno en una guerra contra Irán para defender a Israel de la más que justificada represalia del Estado persa, empezó a parecerse ominosamente, el pasado 13 de junio, a la cadena de apoyos respectivos al Imperio Austrohúngaro y a Serbia que desembocó en la catástrofe de la Gran Guerra, o Primera Guerra Mundial.

Y desde luego, si esperamos que la presunta máxima defensora de los derechos humanos, esa sucursal de la OTAN llamada Unión Europea, haga algo para detener al carnicero de Tel Aviv, mejor que busquemos un sillón bien cómodo. Porque, aun reconociendo en una reciente reunión que en la intervención del Tsahal en Gaza hay «indicios» de violación de los derechos humanos, ha decidido no suspender los acuerdos comerciales preferenciales con Israel, pese a que dichos acuerdos contienen una cláusula de suspensión en caso, precisamente, de violación de derechos humanos.

En cambio, y por supuestísimo, sí que ha decidido atender la petición de ese otro presidente de pacotilla que lleva un año ocupando ilegalmente el cargo, el promotor de camisetas de estilo militar con manchas de sudor, Volodymir Zelenski, y ha decretado aplicar un nuevo paquete de sanciones (el 18º) a Rusia. Que los muchachos del exhibicionista de Kiev hayan atacado uno de los elementos de la tríada nuclear de Rusia, a riesgo de desencadenar una respuesta de efectos demoledores para las poblaciones de los países implicados en la operación (que, por supuesto, no se limitan a Ucrania) no parece importarle demasiado a la prusiana de Bruselas casada con Pfizer.

Volviendo a los hijos de Sión y sus recurrentes campañas de terror bíblico, cabe preguntarse cómo es posible que, a estas alturas del siglo XXI, una humanidad que ha sido capaz de crear instrumentos legales para la protección de los derechos humanos, que ha aprobado, y sigue atribuyéndoles vigencia, textos como la Carta de las Naciones Unidas, donde queda solemnemente proscrita la discriminación por motivos de credo religioso, siga tolerando y reconociendo como legítima un entidad política que discrimina a sus miembros precisamente por esos motivos. ¿Cómo es posible que dirigentes políticos que no dudarían en responder afirmativamente a la pregunta de si se consideran herederos intelectuales de la Ilustración no condenen sin paliativos una ideología política que confiere derechos sobre tierras ajenas (la «Tierra Prometida») a quienes invocan para ello un texto supuestamente sagrado que les atribuye la condición de «pueblo elegido por Dios»?

Los sionistas, ocioso es decirlo, no han sido elegidos por ningún dios, aun en el supuesto de que éste existiera. No, desde luego, como «pueblo». ¿Dónde está la unidad étnica de semejante colectivo? ¿Alguien ha podido determinar hasta dónde se extiende la «estirpe de David»? La mayoría de los estudiosos del tema han llegado hace tiempo a la conclusión de que no hay continuidad étnica alguna entre los israelitas del Antiguo Testamento y quienes hoy profesan la religión mosaica. En todo caso, paradoja de las paradojas, si alguna población del actual territorio de Israel tiene probabilidades de remontarse a los pobladores de la época previa a la Diáspora, tales son los palestinos. En efecto, sólo una minoría de los judíos del siglo II d. C. abandonó la luego conocida como «Tierra Santa», tras las sucesivas derrotas de la rebelión contra los romanos. ¿Qué fue de los que se quedaron? Lo más probable: que muchos de ellos acabaran convirtiéndose al cristianismo o al Islam, las religiones predominantes en los palestinos actuales, que serían, por tanto, los verdaderos descendientes de los judíos que no se exiliaron. La expansión, pues, del judaísmo en la Baja Antigüedad y en la Edad Media fue en su mayoría debida a procesos de conversión, no a la simple reproducción. Basta ver los rasgos inequívocamente anglosajones de tantos judíos estadounidenses y de tantos israelíes de hoy, aspecto físico que, sintomáticamente, abunda tanto más cuanto más elevada es la clase social correspondiente.

Habiendo trabajado en la Secretaría de las Naciones Unidas y habiendo conocido de primera mano las tropelías sistemáticamente cometidas por el Estado que más resoluciones de la Asamblea General y del Consejo de Seguridad ha ignorado e incumplido, me he preguntado muchas veces por qué no se expulsa a Israel de ese foro, dado su reiterado incumplimiento de las obligaciones impuestas por la Carta. La respuesta que en algún caso se me ha dado es que «más vale tenerlos dentro para controlarlos mejor». ¿Controlarlos? Sin comentarios…

Todo el mundo sabe que el derecho internacional es más un desiderátum, una idea reguladora, que un marco efectivo de ordenación de la conducta de los Estados. Pero la tolerancia continua de actuaciones sistemáticas contra derecho, como son tantas de las realizadas por Israel, lleva a la deslegitimación total de ese mínimo marco y a la anomia más absoluta. ¿Con qué autoridad se podrá entonces condenar las acciones abusivas de cualquier otro Estado? Viene aquí a cuento la alegoría de la cesta de manzanas, donde lo que se transmite de unas a otras no es precisamente lo sano, sino lo podrido.

Pese a la repugnante complicidad con la política israelí de tantas instancias de poder, parece evidente que el desprestigio de Israel a los ojos de la gente corriente crece de día en día (y crecería más de no ser por la frenética actividad de los lobbies sionistas y su capacidad financiera para comprar creadores de opinión). Ante espectáculos como el asesinato continuado, por disparos o por inanición, de gazatíes de todas las edades, es inevitable que a muchos, al pensar en los actuales dirigentes de Israel y la cobarde violencia por ellos desatada, nos vengan a la mente típicos calificativos insultantes basados en comparaciones con animales, como «ratas», «alimañas» o «sabandijas». Pero vamos a abstenernos de usarlos, por respeto… a las ratas, las alimañas y las sabandijas.

Fuente: Crónica Política

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