martes, 23 de abril de 2024
transhistórico
Fascismo,
neofascismo, posfascismo… lobos que a menudo visten pieles de cordero. Manadas
que abundan en Europa, en América –tanto en el norte como en el Sur–, en todas
partes. También en España.
El fascismo como concepto transhistórico
El Viejo Topo
23 abril, 2024
El fascismo ha
rebasado recientemente los límites del debate historiográfico, cuando muchos
observadores pensaban que había quedado definitivamente relegado, para volver
espectacularmente a la agenda política. La tendencia es global. Desde la década
de 1930, el mundo no ha experimentado un crecimiento similar de los movimientos
de derecha radical, lo que inevitablemente despierta la memoria del fascismo.
En un principio, el fenómeno apareció en la Europa continental, con el
surgimiento del Frente Nacional en Francia y otros movimientos de extrema
derecha en los países del antiguo bloque soviético. Hoy en día, los partidos de
extrema derecha están fuertemente representados en casi todos los países de la
Unión Europea, a veces incluso como fuerzas gubernamentales. El éxito de Alternativa
para Alemania (AfD) y Vox demuestra que Alemania y España ya no son la
excepción. La ola se convirtió en tsunami y desbordó otros continentes, con la
elección de Donald Trump en Estados Unidos, Jair Bolsonaro en Brasil, Narendra
Modi en India y Rodrigo Duterte en Filipinas. El nacionalismo, el racismo, la
xenofobia y el autoritarismo se han vuelto altamente contagiosos. Por todas partes,
los fantasmas del fascismo reaparecen y los que habían sido derrotados, el
monopolio estatal de la violencia legítima había sido radicalmente cuestionado
y la política había tomado las armas. Muchos partidos crearon su propia
milicia. Hoy, por el contrario, la mayoría de los líderes de la derecha radical
están acostumbrados a aparecer en nuestras pantallas de televisión; ya no
encienden multitudes histéricas ni asisten a mítines masivos en los que sus
seguidores marcharon vestidos de uniforme. Entre sus activistas, la violencia
es la excepción —como la masacre de Utoya de 2011 o el ataque automovilístico
de Charlottesville seis años después—, no la regla. El posfascismo ha surgido
después de setenta años de paz en la mayoría de los países occidentales. A
partir de entonces, su relación con la democracia es diferente y no exhibe un
carácter “subversivo”. Occidente pudo “exportar” violencia fuera de sus
fronteras, principalmente en el Medio Oriente, y está acostumbrado a
representar a una de sus criaturas —el terrorismo—, como una amenaza externa.
Pero esto es una forma de exorcismo.
Anticomunismo
Un pilar
fundamental del fascismo clásico fue el anticomunismo. Después de la Gran
Guerra, el anticomunismo fue el crisol para la transformación del nacionalismo de
la derecha conservadora a la derecha “revolucionaria”: Mussolini definió su
movimiento como “revolución contrarrevolución”. Hoy, tras el colapso del
socialismo real y el fin de la URSS, el anticomunismo ha perdido tanto su
atractivo como su significado. A veces sobrevive —piénsese en la campaña de
Bolsonaro contra el “marxismo cultural”—, pero se ha vuelto marginal. Esto
tiene algunas consecuencias considerables. Ya no existe una poderosa frontera
que en el pasado se- paraba al fascismo de las clases trabajadoras. De esta
manera, Le Pen, Salvini, Orbán y Trump han reintegrado a la clase obrera a un
imaginario nacionalista. Por supuesto, se refieren a una clase obrera
“nacional” (sin inmigrantes), compuesta mayoritariamente por hombres blancos,
pero pretenden defenderlos de la globalización. Reivindican una especie de
estado de bienestar étnicamente circunscrito que se opone a una política
neoliberal de privatización. Un obstáculo importante ha caído. En una
perspectiva histórica, el posfascismo también podría verse como el resultado de
la derrota de las revoluciones del siglo XX: después del colapso del comunismo
y la adopción de la razón neoliberal por parte de la mayoría de los partidos
socialdemócratas, los movimientos de derecha radical se han convertido, en
muchos países, en las fuerzas más influyentes que se oponen al “establishment”
sin mostrar un rostro subversivo y evitando cualquier competencia con una
izquierda desmovilizada.
Este cambio
está lejos de ser anecdótico. En la década de 1930, el fascismo no pudo
conquistar a las clases trabajadoras, que seguían impregnadas de una cultura
socialista y organizadas por partidos y sindicatos de izquierda. Un sólido muro
separaba sus valores, identidades y lenguas; expresaron diferentes rituales y
símbolos. Cuando llegó al poder, el fascismo no pudo integrar el movimiento
obrero en su propio sistema social y político; se vio obligado a destruirlo.
Hoy, esta división ha desaparecido. En muchos países europeos, los antiguos
bastiones de la izquierda se han convertido, con una inversión espectacular del
panorama electoral tradicional, en los baluartes de los partidos de extrema
derecha.
La derecha
radical reivindica el paradigma populista clásico de la gente “buena” frente a
las élites corruptas, pero lo ha reformulado significativamente. En el pasado,
la gente “buena” significaba una comunidad rural étnicamente homogénea opuesta
a las “clases peligrosas” de las grandes ciudades. Tras el fin del comunismo,
una clase obrera derrotada golpeada por la desindustrialización se ha
reintegrado a esta virtuosa comunidad nacional. Los “malos” del imaginario
posfascista, inmigrantes, musulmanes y negros de los suburbios, mujeres con
velo, yonquis y hombres marginales se fusionan con las clases ociosas que
adoptan costumbres liberadas: feministas, LGBTIQ+, antirracistas, ecologistas y
defensores de los derechos de los inmigrantes. En el espectro opuesto, las
“buenas” personas son nacionalistas, antifeministas, homofóbicas, xenófobas y
alimentan una clara hostilidad hacia la ecología, las artes modernas y el
intelectualismo.
Anti-utopismo
El posfascismo
pertenece a una época “posideológica” configurada por el derrumbe de las
esperanzas del siglo XX y no rompe un nuevo régimen de temporalidad que,
hablando una vez más con Koselleck, se ve privado de todo “horizonte de
expectativa”. En la década de 1930, el fascismo reivindicó una “revolución
nacional” y se describió a sí mismo como una civilización alternativa opuesta
tanto al liberalismo como al comunismo. Anunció el nacimiento de un “Hombre
Nuevo” que habría de regenerar el continente reemplazando a las viejas y
decadentes democracias. Por el contrario, el posfascismo no tiene ambiciones
utópicas. Su modernidad radica en los medios de su propaganda —todos sus
líderes están familiarizados con la publicidad y la comunicación televisiva—,
más que en su proyecto, que es profundamente conservador. Frente a los enemigos
de la civilización —la globalización, la inmigración, el islam, el terrorismo—,
la derecha radical sólo reclama una vuelta al pasado: moneda nacional,
soberanía nacional, “preferencia nacional”, detención de la inmigración,
preservación de las raíces cristianas de los países occidentales, jerarquías de
género, defensa de la familia, etc.
Desde este
punto de vista, la nueva derecha radical es más neoconservadora que fascista;
pertenece a la tradición del “pesimismo cultural” (el Kulturpessimismus descrito
por Fritz Stern) más que a la “revolución conservadora”, que proyectó valores
aristocráticos y antidemocráticos en un futuro orden político (una peculiar
mezcla de oscurantismo y tecnología idealizada). Piénsese en el ideólogo
de Alternative für Deutschland, Rolf-Peter Sieferle. Escribió un
panfleto pesimista en el que se quejaba de la decadencia de Alemania, dominada
por valores cosmopolitas y posnacionales, y completamente remodelada por la
idea de Habermas de “patriotismo constitucional”. Tras publicar su testamento
intelectual, Finis Germania(2017), se suicidó. En resumen, esta no
es la trayectoria de un “redentor”. Recuerda una vez más el discurso resignado
sobre la “decadencia” elaborado por Arthur Gobineau y Oswald Spengler en el
siglo XIX y principios del XX, más que el llamado moderno a la venganza y la
regeneración encarnado por Maurice Barrès y Ernst Jünger, los pensadores del
“nacionalismo integral”, la “movilización total” y el advenimiento de la era de
los nuevos “milicianos”. Su antimodernismo es la antípoda de la propensión a la
estetización de la política tan típica del fascismo clásico.
De hecho,
existe una sorprendente simetría en la falta de futuro que se da tanto en la
cultura posfascista como en la izquierda radical. El eclipse del mito de un
“Reich de los Mil Años” o el renacimiento del Imperio Romano se corresponde con
el fin de la utopía socialista. Hoy no hay equivalente a la competencia entre
el bolchevismo y el fascismo para conquistar el futuro que tan profundamente
moldeó la década de 1930. Esta competencia que, según Ernst Bloch, se
desarrollaba en el inconsciente y los sueños de las masas, pertenece a la
primera mitad del siglo pasado. Mientras que muchos movimientos de izquierda
como Occupy Wall Street en EE.UU., el 15-M en España o la Nuit debout en
Francia intentaron construir un nuevo proyecto de futuro, el posfascismo llena
el vacío dejado por un desaparecido “horizonte de expectación” con una retirada
reaccionaria al pasado.
Xenofobia
Una
característica común de la derecha radical es la xenofobia. El odio a los
inmigrantes da forma a su ideología e inspira su acción. Transforman a los
“inmigrantes” en “enemigos infiltrados”, cuerpos extraños que amenazan la salud
de una comunidad nacional. La globalización ha engendrado una serie de
poderosas reacciones, muy diversas y a menudo diametralmente opuestas. De todas
ellas, el posfascismo es sin duda la más regresiva: un renacimiento del
nacionalismo étnico. Rechaza el pluralismo cultural en nombre de identidades
monolíticas y niega el pluralismo racial o religioso. Transforma el paradigma
del extranjero de Georg Simmel en la figura del enemigo de Carl Schmitt. La
búsqueda de un chivo expiatorio es un elemento constitutivo del discurso
fascista, y el posfascismo no se desvía de ese camino, aunque es más un
innovador que un seguidor: el principal objetivo de su odio ya no son los
judíos, sino los musulmanes. Este paso del antisemitismo a la islamofobia es un
cambio significativo que merece ser analizado.
El fascismo era
fuertemente antisemita. El antisemitismo dio forma a toda la visión del mundo
del nacionalsocialismo alemán y afectó profundamente a las variedades de
nacionalismos radicales franceses; se introdujo en las leyes del régimen
fascista italiano en 1938 e incluso en España, donde los judíos habían sido
expulsados a finales del siglo XV, la propaganda de Franco los identificaba con
los rojos como enemigos del nacionalcatolicismo. Por supuesto, en la primera
mitad del siglo XX, el antisemitismo estaba muy extendido casi en todas partes,
desde las capas aristocráticas y burguesas —donde estableció límites
simbólicos, hasta la intelligentsia: muchos de los escritores
más leídos de la década de 1930 no ocultaron su odio hacia los judíos.
Hoy, sin
embargo, los inmigrantes musulmanes han reemplazado a los judíos en el discurso
racista. El racismo —una doctrina científica basada en teorías biológicas— ha
sido reemplazado por un prejuicio cultural que enfatiza una discrepancia
irreductible entre la Europa “judeo-cristiana” y el mundo islámico. El antisemitismo
tradicional, que dio forma a todos los nacionalismos europeos durante más de un
siglo, no ha desaparecido los periódicos ataques de neonazis contra sinagogas y
escuelas judías tanto en Europa como en los Estados Unidos prueban su
persistencia—, sino que se ha convertido en un fenómeno residual o ha
transmigrado de la derecha al fundamentalismo islámico. Como en un sistema de
vasos comunicantes, el antisemitismo de antes de la guerra declinó y aumentó la
islamofobia. De hecho, hay una cierta continuidad en este traslado histórico.
La re- presentación posfascista del enemigo reproduce el viejo paradigma racial
y, al igual que el antiguo bolchevique judío, el terrorista islámico suele ser
representado con rasgos físicos que acentúan su alteridad.
En un siglo, la
ambición intelectual de la derecha radical ha disminuido significativamente.
Hoy en día no existe el equivalente de la Francia judía de Edouard Drumont
(1882) ni de Los fundamentos del siglo XIX (1899) de Houston
Stewart Chamberlain, como tampoco de los ensayos sobre antropología racial de
Hans Günther de los años treinta. El nuevo nacionalismo no ha producido
escritores como Louis Ferdinand Céline y Pierre Drieu La Rochelle, por no
hablar de filósofos como Giovanni Gentile, Martin Heidegger y Carl Schmitt. El
humus cultural del posfascismo no se nutre de la creación literaria —excepto
quizás Sumisión (2016) de Michel Houellebecq, que retrata a
una Francia en el 2022 transformada en una República Islámica—, sino de una
campaña masiva para ganar la atención de los medios. Numerosas personalidades
políticas e intelectuales, canales de televisión y revistas populares que no
pueden ser calificadas de fascistas, han contribuido a construir este humus
cultural. Podríamos recordar la prosa inflamada de Oriana Fallaci sobre los
musulmanes que “se reproducen como ratas” y orinan contra los muros de nuestras
catedrales.
George L. Mosse
había señalado que, en el fascismo clásico, las palabras habladas eran más
importantes que los textos escritos. En una época en la que la cultura de la
palabra y la imagen canalizadas por la televisión y las redes sociales ha
sustituido a la textualidad, no es de extrañar que el discurso posfascista se
propague en primer lugar a través de los medios de comunicación, cediendo un lugar
secundario a las producciones literarias (que se convierten en útiles —como
Sumisión— en la medida en que se transforman en eventos mediáticos).
Podemos
observar muchas similitudes significativas entre la islamofobia actual y el
antisemitismo de fin de siglo, en una era prefascista. Pero deberíamos
distinguir entre Francia y Alemania. Después del caso Dreyfus, el antisemitismo
francés estigmatizó a los inmigrantes ju- díos de Polonia y Rusia, pero su
objetivo principal fueron los altos funcionarios (juifs d’Etat) que, bajo la
Tercera República, ocuparon puestos muy importantes en la burocracia, el
ejército, las instituciones académicas y el gobierno. El propio capitán Dreyfus
era un símbolo de tal ascensión social. En la época del Frente Popular, el objetivo
del antisemitismo era Léon Blum, un dandi judío que encarnaba la imagen de una
República conquistada por la “Anti-Francia”. Los judíos fue- ron designados
como “un Estado dentro del Estado”, una posición que ciertamente no se
corresponde con la situación actual de las minorías musulmanas que siguen
estando enormemente subrepresentadas dentro de las instituciones de los países
europeos.
Así, la
comparación sería más pertinente con la Alemania guillermina, donde los judíos
fueron cuidadosamente excluidos de la maquinaria estatal justo cuando los
periódicos advirtieron contra una “invasión judía” (Verjudung) que
estaba poniendo en tela de juicio la matriz étnica y religiosa del Reich. El
antisemitismo desempeñó el papel de un “código cultural” que permitió a los
alemanes definir negativamente una conciencia nacional, en un país desgarrado
por la rápida modernización y urbanización, en la que los judíos aparecían como
su grupo más dinámico. En otras palabras, un alemán era ante todo un no judío.
Hoy, de manera similar, el Islam se está convirtiendo en un código cultural que
permite a los europeos encontrar, por una demarcación negativa, su identidad
nacional “perdida”, amenazada o sumergida en el proceso de globalización.
A veces, el
antisemitismo y la islamofobia coexisten en el discurso posfascista como dos
figuras retóricas complementarias. El caso más llamativo de esta combinación lo
encontramos con Viktor Orbán, el jefe del gobierno húngaro, que denuncia una
doble amenaza: una conspiración financiera organizada por una élite judía de
Wall Street (el blanco habitual de sus discursos es el banquero George Soros),
y una amenaza demográfica encarnada por la inmigración masiva: la “invasión
islámica”. Si bien de manera menos explícita que Viktor Orbán, otros líderes de
extrema derecha de Europa central y occidental también suelen esgrimir
argumentos similares. Pero no debemos pasar por alto las múltiples
contradicciones de tal retórica xenófoba: Viktor Orbán, al igual que Trump,
Bolsonaro y otros líderes de extrema derecha, tiene una muy buena relación con
Israel, al que consideran un poderoso bastión antiislámico (y como un
intermediario útil entre el grupo de Visegrad y los EE.UU.). Recuérdese a
Matteo Salvini, el líder de la derecha radical italiana, que se hizo famoso
internacionalmente cuando, como Ministro del Interior, impidió que barcos con
refugiados de algunas ONG llegarán a las costas de Sicilia. Tiempo después,
participó en masivos mítines contra los inmigrantes y organizó una conferencia
contra el antisemitismo en Roma, junto al embajador de Israel como invitado
distinguido.
En Francia, el
mito de la “invasión islámica” se formuló por primera vez como un tropo
literario que rápidamente se convirtió en un eslogan: el “gran reemplazo” (le
grand remplacement). El inventor de esta figura retórica de la
“islamización” de Francia es Renaud Camus, un escritor que no oculta su
cercanía con el Frente Nacional. Hace quince años, se quejó en su diario de la
abrumadora presencia judía en los medios culturales franceses; en los años
siguientes, cambió su enfoque a los musulmanes, los actores del “gran
reemplazo”. Camus pertenece a la vieja escuela del conservadurismo francés. Su
queja sobre la desaparición de la Francia eterna tiene el angustioso sabor de
los panfletos de Léon Bloy. Sin embargo, los defensores más populares de la
teoría del “gran reemplazo” son dos intelectuales públicos: Eric Zemmour y
Alain Finkielkraut. Zemmour ha dedicado a este tema un libro de gran éxito
—500.000 ejemplares vendidos en seis meses— titulado El suicidio francés
(2015). Finkielkraut es autor de otro best-seller, La identidad desdichada, en
el que describe la desesperación de una gran nación enfrentada a dos
calamidades: el multiculturalismo y una hibridez erróneamente idealizada (el “melting
pot” francés, el métissage de una Francia “Black-Blanc-Beur”, es decir, negros,
blancos y magrebíes: una imagen nacional que se hizo muy popular después de la
victoria de Francia en la Copa Mundial de Fútbol en 1998).
Puesto en una
perspectiva histórica, el mito del “gran reemplazo” revela algunas afinidades
sorprendentes con un estereotipo antisemita clásico. Este discurso no difiere
mucho del nacionalismo alemán de finales del siglo XIX. En 1880, Heinrich von
Treitschke, el historiador alemán más respetado, deploró la “intrusión” (Einbruch) de
los judíos en la sociedad alemana, donde sacudieron las costumbres de la Kultur y
actuaron, según él, como elemento corruptor. La conclusión de Treitschke fue
una nota de desesperación que se convirtió en una especie de eslogan: “los
judíos son nuestra desgracia” (die Juden sind unser Unglück). Este
eslogan fue apropiado por el nacionalsocialismo en la década de 1930. De hecho,
la “infelicidad” de Finkielkraut y Treitschke tiene las mismas raíces: un
descontento similar frente a la modernización y la globalización combinado con
la búsqueda de un chivo expiatorio.
En EEUU, el
equivalente al “gran reemplazo” es el eslogan de Donald Trump “America first”
(América primero) que, al igual que su homólogo francés, tiene una interesante
genealogía analizada por Sarah Churchwell (2018). Las palabras tienen su propia
historia de la que incluso sus hablantes pueden no ser conscientes. Robert O.
Paxton, un distinguido historiador del fascismo, señaló que, a pesar de sus frecuentes
comportamientos y valoraciones casi fascistas, es probable que Donald Trump
nunca haya leído ningún libro sobre el fascismo. Sin embargo, su lema está
cargado de un largo y pesado pasado. Hasta la Primera Guerra Mundial, “América
primero” era el mantra del aislacionismo; evocó un espíritu de egoísmo y la
convicción de que los intereses nacionales deben ser defendidos sin importar
las circunstancias externas. Pero la Gran Guerra fue un punto de inflexión.
Desde principios de la década de 1920, este lema tomó otro sentido, hasta
condensar las pretensiones de un nuevo nativismo que, según muchos
contemporáneos, expresaba los rasgos de un posible fascismo estadounidense.
Impulsado por el “temor rojo” antibolchevique y el ascenso del KKK, que alcanzó
en ese momento su mayor influencia, “América primero” fue reinterpretado en
términos de racismo biológico. Estados Unidos debía protegerse de la
inmigración masiva, una amenaza externa proveniente del sur y este de Europa
que estaba modificando las bases biológicas de su civilización. Los campe-
sinos italianos, polacos y balcánicos, así como los judíos orientales, estaban
destruyendo el nordicismo, el pilar de la América tradicional, es decir, la
América WASP, correspondiente a White Anglo-Saxon Protestant [blancos
anglosajones y protestantes]. Los equivalentes estadounidenses de Chamberlain,
Drumont, Barrès y Maurras fueron el eugenista Madison Grant, autor de La
caída de la gran raza (1916), y La creciente marea de color
contra la supremacía mundial blanca (1920) de Lothrop Stoddard. Ambos
anunciaban un futuro de decadencia para una nación que, a causa de la
inmigración, no podía seguir siendo una “población homogénea de sangre
nórdica”. Esta gran campaña resultó en la Ley de Orígenes Nacionales de
1924, apoyada con entusiasmo por el KKK, que redujo la deseaba cumplir su
“misión civilizadora” apoderándose de territorios fuera de Europa, la
islamofobia poscolonial lucha contra un enemigo interior en nombre de los
mismos valores. El rechazo reemplazó a la ocupación, pero sus motivaciones no
cambiaron: en el pasado, la conquista apuntaba a subyugar y “civilizar”; hoy,
la expulsión tiene como objetivo “proteger” la civilización. Esto explica los
debates recurrentes sobre el laicismo y el velo islámico, especialmente en
Francia, que llevaron a leyes islamófobas que lo prohibieron en lugares
públicos. Este acuerdo consensuado sobre una concepción neocolonial y
discriminatoria de la laicidad ha contribuido significativamente a la
legitimación del posfascismo en la esfera pública.
Señalé el
carácter neoconservador del posfascismo, pero esta tendencia está formada por
muchas contradicciones y no debe interpretarse como un retorno a Joseph de
Maistre. Surgido de una tradición política consolidada de democracia liberal y
de un modelo antropológico de individualismo posesivo construido por sociedades
de mercado, el posfascismo ha roto con el tipo ideal fascista y, en muchos
casos, reivindica el legado de la Ilustración. En la era postotalitaria de los
derechos humanos, esto le da respetabilidad.
El colonialismo
clásico se había producido en nombre del progreso y del universalismo; esta es
la tradición con la que el posfascismo intenta fusionarse. No justifica su
guerra contra el Islam con los viejos y hoy ya inaceptables argumentos del
racismo doctrinal, sino con la filosofía de los Derechos Humanos. Marine Le Pen
—que se ha distanciado claramente de su padre en este tema— no quiere defender
exclusivamente a los franceses nativos frente a los inmigrantes; ella desea
defender también a las mujeres contra el oscurantismo islámico. La homofobia y
la islamofobia que simpatiza con las comunidades LGBTIQ+ coexisten en esta
cambiante derecha radical. En Holanda, el feminismo y los derechos de los
homosexuales han sido las banderas de una violenta campaña xenófoba contra la
inmigración y los musulmanes, protagonizada primero por Pim Fortuyn y luego por
su sucesor Gert Wilders.
Élites
La última
diferencia significativa entre el fascismo clásico y el pos- fascismo radica en
la posición de las élites globales. En la década de 1930, el miedo al comunismo
empujó a las élites a aceptar a Hitler, Mussolini y Franco. Como han señalado
varios historiadores, estos dictadores ciertamente se beneficiaron de los
muchos “errores de cálculo” cometidos por los estadistas y los partidos
conservadores tradicionales, pero no hay duda de que sin la Revolución Rusa y
la depresión mundial, en medio de una República de Weimar que se derrumba, las
élites económicas, militares y políticas de Alemania no habrían permitido que
Hitler tomara el poder. Despreciaban a Hitler por su origen plebeyo, su
fanatismo y su estilo histérico —más que por su racismo o antisemitismo—, pero
lo preferían al bolchevismo y estaban dispuestos a acogerlo como un hombre
providencial ante la amenaza de una nueva revolución espartaquista. Hoy, toute
proportion gardée, algo similar podría ocurrir en las elecciones
americanas. Las élites globales no son proteccionistas ni están interesadas en
detener la inmigración, y no comparten la cultura o el estilo de Trump, pero se
acomodan de todo tipo de poder, como ocurrió con Trump mismo durante cuatro
años, y como ocurre ahora en Italia o en otros países de la Unión Europea
gobernados por la derecha radical.
En Europa, la
situación es diferente. Allí, los intereses de las élites económicas están
mucho mejor representados por la Unión Europea que por la derecha radical. Este
último podría convertirse en un interlocutor creíble y un líder potencial solo
en el caso de un colapso del euro que llevaría al continente a una situación de
caos e inestabilidad. Desafortunadamente, no podemos excluir tal posibilidad.
Las élites de la Unión Europea recuerdan a los “sonámbulos” al filo de 1914,
los titulares del “concierto europeo” que acudieron a la catástrofe sin
enterarse de lo que estaba pasando.
Durante los
años de entreguerras, las democracias liberales contemplaron el ascenso del
fascismo con una actitud ambigua, mezcla de incomprensión y complacencia, cuyas
principales expresiones fueron la no intervención de Francia y el Reino Unido
durante la Guerra Civil Española y sus concesiones a Hitler en la Conferencia
de Múnich en 1938. Una ambigüedad similar parece repetirse hoy, con muchos
episodios de colusión entre la derecha radical y la derecha tradicional en
varios países del sur y centro de Europa. En el Parlamento Europeo, los
seguidores de Victor Orbán se alían con los de Angela Merkel, mientras en
Turingia la Unión Demócrata Cristiana (CDU) y Alternativa para Alemania (AfD)
se aliaron contra la izquierda antes de ser desautorizados por la propia
Merkel. Estos episodios confirman que el posfascismo es una constelación
inestable y puede cambiar en el futuro, pero hasta ahora la derecha radical ha
basado su legitimidad en su rechazo al neoliberalismo. Las élites globales son
cosmopolitas; encarnan una forma de universalismo económica y culturalmente
posnacional que, como señala acertadamente Wolfgang Streck, ha engendrado, por
reacción, “una forma de nacionalismo antielitista desde abajo”. El posfascismo
supo dar una expresión política a este temible resentimiento. Las raíces de los
movimientos radicales de derecha de hoy en día son antiguas, pero su ascenso
fue impulsado por la crisis económica que ha revelado dramáticamente la
relación simbiótica entre las élites políticas y las élites financieras. Desde
la década de 1990, es decir, desde el final de la Guerra Fría, tanto las
fuerzas gubernamentales de derecha como de izquierda han adoptado el
neoliberalismo como una especie de pensamiento único. Esta es la premisa
principal del espectacular aumento de la extrema derecha, que finalmente ha
aparecido como alternativa. Por lo tanto, temo que la defensa del establishment
no sea la respuesta al posfascismo, así como las élites de la década de 1930 no
pudieron detener el ascenso del fascismo. La derecha radical, se podría decir,
es la respuesta antidemocrática al proceso de “deshacer la democracia” llevado
a cabo por la razón neoliberal. En un famoso aforismo de 1939, Max Horkheimer
escribió que “quien no quiera hablar de capitalismo debería callar también
sobre el fascismo”. Hoy se podría decir: “quien no quiera hablar de
neoliberalismo, debería callar también sobre el posfascismo”.
Considerando
las significativas diferencias entre el fascismo histórico y sus epígonos que
he venido mencionando, algunos académicos sugieren representar a estos últimos
como populistas. El populismo, argumentan, es una nueva correlación de
liderazgo carismático, autoritarismo político, rechazo al pluralismo,
nacionalismo étnico, visiones míticas de la soberanía, xenofobia y racismo
muchas veces traducidos en leyes discriminatorias. Podemos estar de acuerdo con
esta definición.
En el discurso
público, sin embargo, el populismo es con demasiada frecuencia una fuente de
confusión y malentendidos. Hoy en día, las propias élites lo utilizan como arma
como una especie de “herramienta de inmunización”. Como no hay alternativa a la
razón neoliberal, todos sus críticos son automáticamente estigmatizados como
populistas. De manera similar, durante la Guerra Fría se utilizó el término
totalitarismo para “inmunizar” al llamado “mundo libre”: el comunismo era
intercambiable con el fascismo y todos los críticos de la sociedad de mercado y
la democracia liberal eran enemigos totalitarios.
Si el populismo
es un dispositivo retórico que consiste en oponer las virtudes encarnadas por
un “pueblo” mítico a las élites corruptas, no hay duda de que la mayoría de los
movimientos de extrema derecha contemporáneos son populistas. Sin embargo, tal
definición simplemente describe su estilo político, pero no logra captar su
contenido. Y este contenido puede ser muy diferente. En América Latina, por
ejemplo, hay una larga historia de populismo de izquierda que utilizó la
demagogia y, a menudo, sobre todo en los últimos tiempos, asumió rasgos autoritarios,
pero su objetivo era principalmente incluir a las clases bajas en el sistema
social y político a fin de asegurarles algunos derechos fundamentales. En
Europa occidental, el populismo de derecha es xenófobo, racista y reivindica
políticas de exclusión. Desde el siglo XIX hemos vivido un populismo ruso y
otro estadounidense, una gran variedad de populismos latinoamericanos, un
populismo de derecha y otro de izquierda. Ahora bien, si populismo significa
que Donald Trump es intercambiable con Bernie Sanders, Podemos con Vox, Marine
Le Pen con Jean-Luc Mélenchon y Evo Morales con Jair Bolsonaro, creo que se
convierte en un concepto inútil. Populismo es una palabra camaleónica: cuando
el adjetivo se transforma en sustantivo, su valor heurístico cae dramáticamente.
Muy a menudo, populismo es una palabra que revela el desprecio por el pueblo
por parte de quienes la utilizan para descalificar a sus adversarios. Por eso
creo que posfascismo es una definición más pertinente.
Conclusión
Considerar el
fascismo como un concepto transhistórico no significa postular su carácter
eterno ni prever su repetición. En el siglo XXI, no puede aparecer sino bajo
una nueva forma y, como indiqué al comienzo de este ensayo, probablemente
necesitemos nuevas palabras para describirlo. Si el fascismo es transhistórico,
es ante todo porque es mucho más que un simple objeto historiográfico. Es
también un ámbito de la memoria y es como tal que afecta nuestro presente y
nuestro imaginario político. De nada sirve conmemorar el Holocausto si no nos
ayuda a luchar contra el racismo del presente. Estudiar el fascismo sería
igualmente inútil si no nos inculca la conciencia de que las democracias son
conquistas frágiles, que a veces implosionan y que la historia del siglo XX es
también la historia de su desintegración.
Adenda: el posfascismo de Vladimir Putin
La transición
del antisemitismo a la islamofobia es sólo una de las muchas expresiones de la
diversidad y los cambios del posfascismo. Esta diversidad es el contexto en el
que debe insertarse el más reciente de los debates sobre la nueva derecha, el
que surgió a partir de la invasión rusa a Ucrania, que llevó a muchos analistas
a ver en el régimen de Vladimir Putin la forma completa del fascismo
contemporáneo. Este diagnóstico se basa en numerosos elementos indiscutibles a
los ojos del observador más superficial: una sociedad civil asfixiada, todas
las formas de disidencia reprimidas y perseguidas, un sistema político
autoritario, los medios de comunicación transformados en órganos de propaganda,
el nacionalismo impuesto como ideología oficial, un líder carismático, una
economía controlada por el poder (basada en la exportación de gas y petróleo,
encarnada por una oligarquía que mantiene relaciones simbióticas con la élite
gobernante) y, finalmente, una política expansionista que tiene profundas
raíces en la historia del imperialismo ruso. Todo esto es innegable y en
definitiva justifica la definición de Putin como fascista, a pesar de su
lenguaje (una propaganda destinada a presentar la agresión de Ucrania como una
purga ‘antinazi’). Pero al igual que los posfascismos considerados hasta ahora,
el ruso también es esencialmente defensivo y conservador, muy diferente del
fascismo clásico. Hitler quería conquistar Europa y hacer de la Unión Soviética
el equivalente de la India británica; Mussolini quería hacer del Mediterráneo y
gran parte de África Oriental el “espacio vital” italiano. El imperialismo
fascista fue expansivo y fue parte de la larga tradición del colonialismo
europeo. El expansionismo de la Rusia de Putin es defensivo, porque surge del
intento desesperado de Rusia por preservar un estatus de gran potencia
irreversiblemente cuestionado al final de la Guerra Fría. Basta echar un
vistazo a las cambiantes fronteras geopolíticas de Europa para visualizar el
dramático declive de la esfera de influencia rusa. Como suele pasar con los
dictadores fascistas, los cálculos de Putin están equivocados y es muy probable
que, al final de esta nueva guerra, los misiles de la OTAN estén estacionados
no solo en Ucrania sino también en Suecia y Finlandia, a pocos kilómetros de
San Petersburgo. El nuevo fascismo encarnado por Putin no amenaza con barrer
Europa; más bien, lucha por sobrevivir en el mundo global. Es tan agresivo como
conservador, y en este sentido participa plenamente de la corriente general que
he llamado posfascismo.
Traducción de
Raúl Rodríguez Freire
El presente
ensayo tiene su origen en una conferencia titulada “Post-Fascism. Fascism as a
Trans-Historical Concept”, impartida en la Universidad Cornell en febrero de
2020, en el marco del Institute for Comparative Modernities.
Fuente: Revista Herramienta