miércoles, 10 de diciembre de 2025

La Industria Cultural como máquina de idiotización colectiva: Un análisis de la obra de Adorno y Horkheimer

 


La Industria Cultural como máquina de idiotización colectiva: Un análisis de la obra de Adorno y Horkheimer


Por Jorge Molina Araneda

kaosenlared

9 de diciembre de 2025 

 

La idea de “industria cultural”, formulada por Adorno y Horkheimer en Dialéctica de la Ilustración, surgió como una denuncia de cómo la modernidad capitalista había convertido la producción simbólica en un engranaje más de la lógica del beneficio. Para ambos pensadores, la cultura dejó de ser ese espacio de autonomía intelectual desde el cual era posible revisar críticamente el mundo, y pasó a funcionar como una maquinaria de estandarización capaz de moldear gustos, sensibilidades y expectativas. Adorno insistía en que la producción cultural, en lugar de sublimar, reprimía; no porque prohibiera directamente nada, sino porque reducía lo diverso a fórmulas repetidas que se podían empaquetar y vender. El cine, la música, la televisión o las series, cada uno con su estética particular, terminaban respondiendo a una misma matriz: repetir aquello que entretiene sin incomodar, ofrecer variantes mínimas que producen la ilusión de elección, pero que en realidad reafirman el mismo tipo de consumo.

Horkheimer, desde su crítica a la razón instrumental, explicaba que el pensamiento moderno había sido reducido a un instrumento de cálculo y dominación; en ese marco, la cultura se integraba como un elemento más de la racionalidad económica. La creatividad no desaparecía, pero quedaba subordinada al mandato de ser rentable, reconocible y fácilmente digerible. Adorno llamaba a esto “pseudoindividualidad”: la apariencia de diversidad en un paisaje donde casi todo responde a la misma lógica. Cambian los actores, los ritmos, los colores, los títulos, pero la experiencia que ofrece la industria cultural es cada vez más previsible.

Esta dinámica, señalaba Adorno, no es inocua. La exposición continua a contenidos superficiales, veloces y reiterados termina modelando formas específicas de percepción. En Prismas advertía que la pérdida de un juicio verdaderamente autónomo es el precio que se paga por la adaptación total a un entorno saturado de estímulos que apenas dejan tiempo para la reflexión. La diversión, lejos de liberar, se transforma en una prolongación del trabajo: un modo de mantener al sujeto en funcionamiento, adormecido pero disponible, sin interrogar demasiado el orden que lo rodea.

Si se mira el panorama cultural contemporáneo, muchas de las intuiciones de Adorno y Horkheimer parecen haber encontrado nuevas expresiones. Las plataformas de videos ultracortos, como TikTok, fomentan un tipo de atención fragmentada y ansiosa. Han, en su lectura de la hiperestimulación, advierte que el exceso de estímulos no abre más posibilidades, sino que destruye la capacidad de contemplar y profundizar. Las grandes franquicias cinematográficas como Marvel operan sobre fórmulas repetidas que aseguran un éxito previsible. Incluso géneros musicales como el reggaetón industrial responden a esquemas homogéneos donde la repetición del ritmo y de ciertos imaginarios garantiza viralidad. Y las plataformas de streaming, con su organización algorítmica de recomendaciones, terminan guiando el consumo cultural de las personas sin necesidad de imponer nada explícito: basta con sugerir continuamente aquello que ya funcionó.

A este panorama se suma un fenómeno nuevo: la producción masiva de contenidos a través de inteligencia artificial generativa. Paradójicamente, herramientas presentadas como potenciadoras de la creatividad terminan inundando el espacio cultural con enormes cantidades de textos y productos estandarizados. La multiplicación infinita de contenido no equivale a diversidad; a menudo produce una repetición sin estilo, sin riesgo y sin conflicto, justo aquello que Adorno consideraba la negación misma del arte.

Las críticas contemporáneas al capitalismo digital —desde Zuboff y su descripción del capitalismo de vigilancia hasta Fisher y su idea de que resulta más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo— dialogan con esa tradición de la Escuela de Frankfurt. También Žižek, desde otra vertiente, insiste en que la cultura pop actual convierte la ideología en un espectáculo amable, absorbible, casi simpático. El entretenimiento ya no oculta la realidad: la diluye.

La pregunta que queda abierta, como ya señalaba Adorno en Teoría estética, es si es posible producir cultura que no quede atrapada por esta lógica. El arte, decía, solo puede mantener su verdad si resiste, si no se somete del todo a las exigencias de la mercancía. Pero en un mundo donde la producción simbólica está mediada por algoritmos, plataformas y mercados globales, esa resistencia se hace cada vez más difícil. Aun así, la necesidad de recuperar la capacidad de ver con los propios ojos —esa tarea tan simple y tan ardua que señalaba Adorno en Minima Moralia— sigue siendo central: no para negar la cultura contemporánea, sino para volver a encontrar espacios donde el pensamiento pueda respirar sin ser inmediatamente moldeado, clasificado o monetizado.

 *++