La Industria Cultural como máquina de idiotización colectiva: Un análisis de la obra de Adorno y Horkheimer
kaosenlared
9 de diciembre de 2025
La idea de “industria
cultural”, formulada por Adorno y Horkheimer en Dialéctica de la
Ilustración, surgió como una denuncia de cómo la modernidad capitalista
había convertido la producción simbólica en un engranaje más de la lógica del
beneficio. Para ambos pensadores, la cultura dejó de ser ese espacio de
autonomía intelectual desde el cual era posible revisar críticamente el mundo,
y pasó a funcionar como una maquinaria de estandarización capaz de moldear
gustos, sensibilidades y expectativas. Adorno insistía en que la producción
cultural, en lugar de sublimar, reprimía; no porque prohibiera directamente
nada, sino porque reducía lo diverso a fórmulas repetidas que se podían
empaquetar y vender. El cine, la música, la televisión o las series, cada uno
con su estética particular, terminaban respondiendo a una misma matriz: repetir
aquello que entretiene sin incomodar, ofrecer variantes mínimas que producen la
ilusión de elección, pero que en realidad reafirman el mismo tipo de consumo.
Horkheimer, desde su
crítica a la razón instrumental, explicaba que el pensamiento moderno había
sido reducido a un instrumento de cálculo y dominación; en ese marco, la
cultura se integraba como un elemento más de la racionalidad económica. La
creatividad no desaparecía, pero quedaba subordinada al mandato de ser
rentable, reconocible y fácilmente digerible. Adorno llamaba a esto “pseudoindividualidad”:
la apariencia de diversidad en un paisaje donde casi todo responde a la misma
lógica. Cambian los actores, los ritmos, los colores, los títulos, pero la
experiencia que ofrece la industria cultural es cada vez más previsible.
Esta dinámica, señalaba
Adorno, no es inocua. La exposición continua a contenidos superficiales,
veloces y reiterados termina modelando formas específicas de percepción.
En Prismas advertía que la pérdida de un juicio verdaderamente
autónomo es el precio que se paga por la adaptación total a un entorno saturado
de estímulos que apenas dejan tiempo para la reflexión. La diversión, lejos de
liberar, se transforma en una prolongación del trabajo: un modo de mantener al
sujeto en funcionamiento, adormecido pero disponible, sin interrogar demasiado
el orden que lo rodea.
Si se mira el panorama
cultural contemporáneo, muchas de las intuiciones de Adorno y Horkheimer
parecen haber encontrado nuevas expresiones. Las plataformas de videos
ultracortos, como TikTok, fomentan un tipo de atención fragmentada y ansiosa.
Han, en su lectura de la hiperestimulación, advierte que el exceso de estímulos
no abre más posibilidades, sino que destruye la capacidad de contemplar y
profundizar. Las grandes franquicias cinematográficas como Marvel operan sobre
fórmulas repetidas que aseguran un éxito previsible. Incluso géneros musicales
como el reggaetón industrial responden a esquemas homogéneos donde la
repetición del ritmo y de ciertos imaginarios garantiza viralidad. Y las
plataformas de streaming, con su organización algorítmica de recomendaciones,
terminan guiando el consumo cultural de las personas sin necesidad de imponer
nada explícito: basta con sugerir continuamente aquello que ya funcionó.
A este panorama se suma un
fenómeno nuevo: la producción masiva de contenidos a través de inteligencia
artificial generativa. Paradójicamente, herramientas presentadas como
potenciadoras de la creatividad terminan inundando el espacio cultural con
enormes cantidades de textos y productos estandarizados. La multiplicación
infinita de contenido no equivale a diversidad; a menudo produce una repetición
sin estilo, sin riesgo y sin conflicto, justo aquello que Adorno consideraba la
negación misma del arte.
Las críticas contemporáneas
al capitalismo digital —desde Zuboff y su descripción del capitalismo de
vigilancia hasta Fisher y su idea de que resulta más fácil imaginar el fin del
mundo que el fin del capitalismo— dialogan con esa tradición de la Escuela de
Frankfurt. También Žižek, desde otra vertiente, insiste en que la cultura pop
actual convierte la ideología en un espectáculo amable, absorbible, casi
simpático. El entretenimiento ya no oculta la realidad: la diluye.
La pregunta que queda
abierta, como ya señalaba Adorno en Teoría estética, es si es posible
producir cultura que no quede atrapada por esta lógica. El arte, decía, solo
puede mantener su verdad si resiste, si no se somete del todo a las exigencias
de la mercancía. Pero en un mundo donde la producción simbólica está mediada
por algoritmos, plataformas y mercados globales, esa resistencia se hace cada
vez más difícil. Aun así, la necesidad de recuperar la capacidad de ver con los
propios ojos —esa tarea tan simple y tan ardua que señalaba Adorno en Minima
Moralia— sigue siendo central: no para negar la cultura contemporánea, sino
para volver a encontrar espacios donde el pensamiento pueda respirar sin ser
inmediatamente moldeado, clasificado o monetizado.
