sábado, 12 de septiembre de 2020

Sobre las pensiones, que es sinónimo de sobre lo nuestro, porque, con perdón de leandrones, bocanegras y demás ralea de ladrones, las pensiones son de los trabajadores, de los que han trabajado, trabajan y trabajarán en el futuro. Necesitamos los trabajadores en primer lugar tener conciencia de cómo se forman las pensiones y de quienes la forman, es decir, tenemos que tener un conocimiento claro y profundo de qué son las pensiones, que no es sino dinero previamente ahorrado por los trabajadores, para lo que es necesario que leamos a quienes entendiendo de pensiones se proponen defenderlas, para diferenciarlos de los que de una u otra manera, y siempre machaconamente, con la intención de convertir la mentira en verdad, se encoñan en la defensa de que las pensiones públicas no son sostenibles, cuando en realidad lo insostenible es el robo continúo al patrimonio público del que forman parte las pensiones, como es el reciente robo al Estado de los 20 mil millones de dineros públicos invertidos en Bankia con la anuencia y apoyo debido de los chiquilicuas del gobierno que pasan por ser de izquierdas. Hay que procurar convertir en fuerza política real (que en principio no tiene necesariamente que ser fuerza de un partido político concreto) con poder de transformación social las manifestaciones como expresión del descontento social. Manifestaciones que sin discusión alguna son necesarias e imprescindibles, pero solamente como primer paso para conseguir la fuerza política que no tenemos los trabajadores, y que mientras no la tengamos no solo las cosas permanecerán como está sino que empeorarán. Con solo manifestarnos, por muy gorda y sonora que sea la manifestación, si no se logra erradicar los motivos que la originan, el resultado final es que sin pretenderlo sea un reforzamiento del sistema, en el sentido de que reconocida la injustica que motiva la manifestación y realizada esta la injusticia que la motiva queda intacta, y este hecho se traduce en la falsa representación de la realidad que contra el sistema nada puede ser hecho, y ello induce a la creación de la desesperanza y de la impotencia de los trabajadores, puesto que después de la manifestación no se ha conseguido nada, y en consecuencia sale fortalecido el sistema, porque queda sentado que después de la siguiente manifestación nada sería conseguido. Y es que el enemigo no puede ser vencido utilizando los procedimientos y los métodos y el lenguaje que propone el enemigo. Al que nos viene a robar no lo debemos calificar como adversario, sino como enemigo que nos viene a robar. ¿Nos representa nuestro representante político? ¡Pues claro que nos representa! Pero nos representa no porque lo hayamos elegido, sino porque defienda nuestros intereses. Si alza la voz, nos avisa y propone cómo nos podemos defender de quien nos viene a robar, claro que nos representa, pero si se convierte en cómplice de quien viene a robarnos para que nos robe mejor no puede ser nuestro representante, por mucho que lo hayamos podido elegir, como podría ser el caso del gobierno actual que se doblega ante los grandes capitales que nos acaban de robar 20 mil millones de euros en el caso de Bankia. ¿Y esto quiere decir que por malo, malo, malo, en las próximas elecciones elijamos a otros representantes del PP, Vox, Ciudadanos u otros? De ninguna manera, porque todos estos partidos han estado de acuerdo a que a los trabajadores nos haya robado los 20 mil millones de Bankia. La solución a los problemas de los trabajadores empieza cuando comience el proceso para cambiar el plano político donde ejercer la política, es decir, cuando se cree la nueva dimensión de la política (que no es la democracia representativa, por cuanto que en realidad es la sustitución del interés del representado, dado que pierde todo poder de control sobre el representante) en la que los que más fuerza tenemos, por número y por razones de justicia, los trabajadores, podamos hacer valer prevalecer nuestros intereses, absolutamente mayoritarios, frente a la exigua minoría que lo niegan. Que no nos canten canciones. Las pensiones son nuestras, de los trabajadores: he ahí la cuestión. Y todo lo que no sea esto es mareo de la perdiz para robarnos las pensiones.

 

La rebelión de los pensionistas (II)

Juan Francisco Martín Seco

El viejo Topo

19.03.2018



En el artículo de la semana pasada, al filo de la manifestación de pensionistas, traté el tema de las pensiones. No obstante, limité mi análisis a la conveniencia de que las prestaciones se actualicen anualmente por la inflación; postulé la necesidad de que su cuantía en términos reales no se recorte ni se produzcan transferencias del colectivo de los pensionistas a otros colectivos o, lo que es lo mismo, que los poderes públicos no utilicen la inflación y las pensiones para solucionar sus problemas presupuestarios. Al final del artículo prometí abordar esta semana el manido tema de la suficiencia financiera del sistema público de pensiones.

Anticipaba ya que la solución del problema no podía restringirse a bajar la cuantía de las pensiones. Así, lo soluciona cualquiera.  Aunque en realidad, en este caso no se trata de solución sino más bien de destrucción progresiva del sistema público. Adelantaba también que, si realmente se pretende resolver la cuestión, hay que rescatar las pensiones del estrecho campo al que las confinó el Pacto de Toledo con la separación de fuentes y de su exclusiva financiación mediante cotizaciones sociales. En ese marco no hay salida posible, ya que entran en funcionamiento todos esos condicionantes de la pirámide de población, del empleo, de los salarios, e incluso de la presión de los empresarios y la permisividad de algunas fuerzas políticas acerca de la reducción de las cotizaciones sociales, alegando como excusa que se trata de un impuesto al trabajo.

Hay que negar hasta que haya que plantearse el problema. ¿Por qué específicamente nos preguntamos si es posible la financiación de las pensiones públicas y no de la educación, de la sanidad, del ejército, de la policía, de las ayudas a la dependencia, del pago de la deuda, de las subvenciones a los empresarios y emprendedores, de los gastos de los Ayuntamientos, de las Comunidades Autónomas, del servicio exterior del Estado, de la justicia, del seguro de desempleo, del AVE, y de otras muchas obras públicas, y de tantas y tantas partidas de gasto público? Si de algún capitulo de gasto no se debería dudar, es precisamente del de las pensiones, porque en cierto modo se trata de una deuda contraída por el Estado: devolver a los jubilados lo que han aportado (en su conjunto) a lo largo de su vida activa.

La pregunta que hay que hacerse es qué estructura fiscal se precisa para financiar los múltiples aspectos de un Estado social, al que recurrimos continuamente para reclamarle toda clase de servicios y prestaciones, pero al que somos totalmente renuentes a la hora de financiarlo. La cuestión habrá que plantearla en toda su amplitud. Es el conjunto de los ingresos del Estado el que debe financiar todos los gastos, sin hacer corralitos, sin comportamientos estancos y sin crear impuestos afectados a finalidades concretas. Desde esta perspectiva, la variable estratégica no es la pirámide de población o la tasa de natalidad. Si lo fuesen, la salida sería relativamente sencilla, permitir mayores tasas de emigración. ¿Pero para qué queremos incrementar la población activa si se va a traducir en un número mayor de desempleados? Tampoco podemos afirmar que el quid radique, en sentido estricto, en el número de ocupados. Lo importante no es cuántos producen sino cuánto se produce. Lo que no es lo mismo. Un número más reducido de personas puede producir una cantidad mayor de bienes si se incrementa la productividad.

Desde esa perspectiva global, en la que todos los ingresos financian la totalidad de los gastos, la variable fundamental es la evolución de la renta global del país (sea cual sea el número de activos) y cómo se reparte. Más concretamente, qué porción va al Estado, como accionista mayoritario de la economía nacional, para financiar la totalidad de los bienes y servicios públicos, entre los que se encuentran las pensiones.

Thomas Piketty, en su libro “El capital en el siglo XXI”, realiza un enorme esfuerzo para obtener series históricas de determinadas magnitudes, remontándose de manera estimable en el tiempo. Entre las variables que estudia se encuentra la elevación de la renta per cápita como resultado del incremento de la productividad. El PIB por habitante apenas creció hasta 1700, con lo que tampoco se modificó sustancialmente el nivel económico y el género de vida de las sociedades. La realidad económica comienza a modificarse de forma notable a partir de la Revolución Industrial. En la Europa occidental la renta per cápita en términos constantes pasó de 100 euros mensuales en 1700 a más de 2.500 euros en 2012, con un crecimiento anual promedio del 1%.



Por supuesto, la evolución no ha sido homogénea a lo largo de todo este tiempo. Centrándonos en los últimos treinta dos años (1980-2012), la tasa promedio fue del 1,8%. Aun cuando esta tasa es bastante más reducida que la de las décadas anteriores, es lo suficientemente elevada como para que la renta per cápita durante estos años se haya incrementado en términos reales el 77% y se haya creado sobrada riqueza para que no exista ningún obstáculo en la financiación en su conjunto del Estado social, incluyendo por supuesto las pensiones. Podemos afirmar que por término medio somos cada vez más ricos, por lo que se viene abajo el famoso discurso de la austeridad y ese intento de convencernos de que ahora no es posible lo que ayer sí lo era.

Un ejemplo muy fácil ayudará a entender lo que afirmamos. En aras de la claridad, el supuesto se ha simplificado al máximo, pero el resultado sería siempre parecido por mucho que lo complicásemos. Para hacerlo lo más sencillo posible se ha supuesto que el único gasto que tiene que afrontar el Estado es el de las pensiones, de manera que el producto se reparte entre el excedente empresarial, los trabajadores y el Estado, es decir, los pensionistas. Todos los datos se expresan en moneda constante prescindiendo de la inflación.

En el año t, existen 20 millones de trabajadores y 8 millones de pensionistas y la renta nacional ha ascendido a 800.000 millones de euros. El excedente empresarial neto de impuestos alcanza el 51% del producto o, lo que es lo mismo, 408.000 millones de euros. La retribución media anual neta de los 20 millones de trabajadores es de 16.000 euros, y la cantidad global, por tanto, dedicada a salarios asciende a 320.000 millones. Los impuestos absorben los 72.000 millones de euros restantes, con lo que se puede hacer frente a una pensión anual media de 9.000 euros.

En el año t+25, el número de trabajadores ha descendido a 16 millones, mientras que el número de pensionistas sube hasta los 12 millones. La renta nacional debido al incremento de productividad se ha elevado en un 25%, ascendiendo por tanto a un billón de euros. El excedente empresarial mantiene su participación en la renta del 51%, en este caso 510.000 millones de euros. Para mantener la pensión media en 9.000 euros anuales (sin pérdida de poder adquisitivo) los impuestos alcanzan los 108.000 millones de euros, lo que permite un sobrante de 382.000 millones de euros que, dividido por el número de trabajadores, ofrece un salario medio de 23.875 euros.

Este sencillo ejemplo desmonta todas las profecías catastrofistas de los que ponen en duda la viabilidad del sistema público de pensiones. El incremento de un 25% del PIB (porcentaje más bien modesto de acuerdo con la tendencia existente en Europa desde 1700) permite que, aun cuando la cifra de los jubilados haya crecido un 50% (cuatro millones) y los ocupados hayan descendido en un número similar, las pensiones puedan mantener el poder adquisitivo y al mismo tiempo es posible un crecimiento sustancial del excedente empresarial y del salario medio.

La viabilidad del sistema público de pensiones, al igual que la del resto de las prestaciones sociales, no es un problema de producción, sino de distribución. Trabajadores, empresarios y Estado concurren a participar en la renta nacional. No es tanto una cuestión económica sino política. ¿Qué parte de la renta debe ir mediante impuestos al Estado para acometer todas las cargas del sector público? John Kenneth Galbraith anunció ya hace bastantes años la idea de que cambios como la incorporación de la mujer al mercado laboral y el aumento en la esperanza de vida exigirían una redistribución de los bienes y servicios que habrían de ser producidos y, en consecuencia, consumidos, a favor de los llamados bienes públicos y en contra de los privados.

El envejecimiento de la población de ninguna manera provoca la insostenibilidad del sistema público de pensiones, pero sí obliga a dedicar un mayor porcentaje del PIB no solo a financiar las pensiones, sino también a pagar el gasto sanitario y los servicios de atención a los ancianos y los dependientes. Detracción por una parte perfectamente factible y, por otra, inevitable si no queremos condenar a la marginalidad y a la miseria a buena parte de la población, precisamente a los ancianos, una especie de eutanasia colectiva. Habrá quien diga que estos bienes y servicios, incluidas las pensiones, los podría suministrar el mercado. Pero llevar a la práctica tal aseveración significaría en realidad privar a la mayoría de la población de ellos. Muy pocos ciudadanos en España podrían permitirse el lujo de costearse todos estos servicios, incluyendo la sanidad, con sus propios recursos. ¿Cuántos ciudadanos tienen la capacidad de ahorrar una cuantía suficiente como para garantizarse una pensión de jubilación digna?


Hay dos tipos de ahorro: el individual y voluntario; y el público y obligatorio mediante impuestos. Desde el punto de vista del Estado social, no se puede confiar en el ahorro privado y voluntario para proporcionar los recursos necesarios a los jubilados. Solo algunos, muy pocos, tendrían en ese caso una pensión digna. Sin embargo, la economía nacional produce recursos suficientes para que el ahorro público y obligatorio del Estado (impuestos) subvenga a cubrir con carácter general esta contingencia.

La verdadera amenaza a las pensiones y en general al conjunto del Estado social radica en esa postura cada vez más generalizada que se opone a la subida de impuestos a pesar de que España cuenta con una presión fiscal muy por debajo de la media Europea; y el mayor peligro se encuentra en las fuerzas políticas como Ciudadanos que van más allá, puesto que para pactar con el Gobierno lo primero que exigen es la bajada de impuestos y se niegan después a la actualización de las pensiones de acuerdo con la inflación. Eso sí, pretenden engañar al personal (como buen partido populista) afirmando que la rebaja impositiva va dirigida a los pensionistas.

Los detractores del sistema público de pensiones adoptan a menudo un tono compasivo, preocupándose de las futuras generaciones y considerando que no rebajar las pensiones constituye una enorme injusticia intergeneracional, ya que, según dicen, se hará recaer sobre las próximas generaciones una carga muy pesada. En primer lugar, hay que señalar que los más interesados en que se mantengan las pensiones públicas o en que no se reduzca su cuantía son los jubilados del futuro, porque el efecto de cualquier recorte o reforma será tanto mayor cuanto más se aleje del presente.

En segundo lugar, si cada generación es más rica que la precedente se debe en buena medida a que parten de un nivel técnico, educacional y social mayor, gracias al esfuerzo realizado por las anteriores generaciones que acumularon un bagaje de estructuras y de inteligencia colectiva que ha hecho posible el incremento de la productividad.

Concretamente en el caso de España, los jubilados actuales han costeado con sus impuestos una educación universal y gratuita de la que la mayoría de ellos no gozaron en su infancia y adolescencia. También con sus impuestos han facilitado en buena medida el acceso a la universidad de las generaciones posteriores, facilidades de las que muy pocos de su generación disfrutaron. Con sus cotizaciones se han mantenido las pensiones de los trabajadores de épocas precedentes. Han sido su trabajo y sus contribuciones al erario público los que han hecho posible que hoy las estructuras y el desarrollo económico en España sean muy superiores a los que conocieron en su niñez y que la renta per cápita sea más del doble de la existente hace cuarenta años. ¿No tienen derecho a que al menos se mantenga el poder adquisitivo de sus pensiones?

La rebelión de los pensionistas I

Artículo publicado en Contrapunto

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Si es usted un ignorante respecto del coronavirus, como yo, el médico Juan Manuel Jiménez Muñoz, Colegiado número 4.787 de Málaga, nos ha escrito una carta.

 

Pandemia – Carta abierta a los imbéciles.

Juan Manuel Jiménez Muñoz

Sociología Crítica

26.08.2020

 

El dr. Jiménez Muñoz, ante la demencial situación que vivimos, pone en román paladino algunas consideraciones fundamentales. Y no, miren, no; no le quita ni un ápice de razón el registro que ha escogido para llegar a la masa. No tomen el rábano por las hojas. [Sociología Crítica]

 CARTA ABIERTA A LOS IMBÉCILES.

 Mi nombre es Juan Manuel Jiménez Muñoz. Soy médico de familia en Málaga. Tengo 60 años, y ejerzo mi profesión desde hace 35. Mi número de colegiado es el 4.787. Y este dato lo aporto por si alguien, a raíz de esta lectura, me quiere denunciar o poner una querella. Será un honor.

El método científico, desde Galileo Galilei, nos ha sacado de las sombras. La electricidad, la radio, la televisión, los GPS, los teléfonos, los viajes espaciales, los antibióticos, las vacunas, los telescopios, la anestesia general, el saneamiento de las ciudades, la depuración del agua, las radiografías, las resonancias, los rascacielos, los aviones, los trenes, el cine, las fotografías, los ordenadores, y nuestra vida al completo, dependen de una ocurrencia de Galileo. Una ocurrencia en tres pasos para averiguar entre todos cómo funciona el mundo:


1.       Establecer una hipótesis plausible sobre un problema concreto. Por ejemplo: “yo creo que el agua estancada contiene unos animalitos minúsculos que causan enfermedades”. O: “yo creo que cuando un imán gira alrededor de una bobina se genera una corriente eléctrica”. O: “yo creo que la Tierra gira alrededor del Sol, y no al revés”.


2.      Realizar experimentos para comprobar la veracidad o la falsedad de esa hipótesis.

3.      Publicar los experimentos para que cualquier otro los pueda reproducir, afirmar o refutar.

Y ya está. Qué tontería. Y gracias a eso, Y NADA MÁS QUE A ESO, la sociedad de 2020 es completamente distinta a la de 1700. Diré más. Si como por arte de magia pudiésemos trasladar un habitante del año 1 hasta el año 1700, apenas notaría diferencias en lo esencial de la vida: se adaptaría sin problema. Pero si trasladásemos a un habitante del año 1700 al 2020, se moriría del susto. Literalmente.

Gracias al método científico tenemos herramientas para erradicar una pandemia, o para hacerla soportable: la del coronavirus, por ejemplo. Gracias a la ciencia no hay viruela. Gracias a la ciencia no hay leprosos en Europa (o son casos muy contados). Gracias a la ciencia, los pacientes VIH positivos ya no se mueren de SIDA, sino que llevan su enfermedad como los pacientes crónicos. Gracias a la ciencia, muchos cánceres se curan.

Y que después de 300 años de éxitos tenga uno que soportar lo insoportable, resulta estremecedor: la caída del modelo y la sustitución por la farsa, por la charlatanería, por la incultura, por el pensamiento mágico, por la vulgaridad, por el despropósito y por la democracia aplicada a la ciencia, donde el analfabeto opina sobre el coronavirus en igualdad de altavoces que el más docto catedrático de virología, y donde los tratamientos y las medidas de contención de una epidemia son a la carta.

Hay grupos organizados que parecen añorar la Alta Edad Media, aquella que tan magníficamente plasmó Umberto Eco en “El Nombre de la Rosa”: con su mugre y sus hambrunas, con sus gentes muriéndose de peste o de viruela, con los libros encerrados en monasterios sin acceso para nadie, sin luz eléctrica, sin agua potable, sin nada.

Aunando esfuerzos, una mezcla infernal de terraplanistas, antivacunas, conspiranoicos, sectas satánicas, neonazis, adoradores de ovnis, hedonistas ácratas, cazadores de masones, fetichistas de los porros, delirantes con el 5G, ecologistas que no han visto jamás una gallina e imbéciles con pedigrí, pululan en todas las redes sociales instaurando una nueva religión que, mucho me temo, está calando más de lo que imaginaba en una población carente de cultura y liderazgo. Eso no es nuevo. Tarados los hubo siempre. Pero médicos y biólogos liderando imbéciles acientíficos y abjurando de la ciencia para adquirir una fama pasajera, eso nunca lo viví. Y nunca pensé que mis ojos lo verían. Y nunca creí que los Colegios de Médicos, o de Biólogos, giraran la cabeza hacia otra parte y no alzaran su voz contra el medievalismo.

Que un grupo de 200 médicos se autodenomine “Médicos Por la Verdad”, ya es una ofensa gravísima para el resto de los médicos que ejercemos en España, que somos 160.000. Porque quiere decir, ni más ni menos, que los 159.800 médicos restantes que no estamos en la secta somos “Médicos Por la Mentira”. Y a mí no me llama mentiroso ningún hijo de la gran puta. Por mucho título que tenga.

Que se estén dando conferencias, y publicando libros (uno de ellos con seis ediciones en un mes), para afirmar que no hay pandemia, o que los individuos sin síntomas no contagian, o que esto es igual que una gripe, o que es preferible la experiencia personal a las publicaciones científicas revisadas por pares, o que el dióxido de cloro funciona contra el coronavirus, o que el dióxido de cloro no es tóxico, o que las vacunas que existen ahora provocan autismo, o que las vacunas llevan microchips para controlarnos, o que los aviones esparcen desde el cielo cristales para contagiarnos, o que no llevar mascarillas es un acto saludable de rebeldía, resultaría risible si no fuese mortal de necesidad, y si quienes defienden esas barbaridades fuesen mariscadores gallegos, aceituneros andaluces o pescadores cántabros, y no licenciados o doctorados por una Universidad.

Hace poco, sesenta imbéciles acudieron a Las Canarias para reunirse en una playa a contagiarse a propósito. Habían quedado por Internet. Y yo, desde mi muro, acuso a quienes deberían ser líderes sociales, y no lo son, de favorecer esos comportamientos criminales con sus discursos absurdos.

No es época de división, ni de actuar cada uno a su bola. Por desgracia, nadie lidera la crisis. Es evidente. Digo ningún político. El Gobierno Central ha dimitido de sus responsabilidades. Incluso tiene que sobornar a los autonómicos para que acudan a las reuniones. 17 Reinos de Taifas, 17 desastres organizativos. A cuál peor. Ni una puñetera norma en común. Ni un solo registro compatible. Y además de eso, por si fuese poco, una sarta de embusteros con el título de licenciado envenenan a la sociedad en lugar de aconsejarla, de guiarla, de cuidarla, prestándose a decir lo que muchos quieren escuchar, lo que ahora vende: que el coronavirus es un invento de las superpotencias para disminuir la población mundial, para enriquecer a las farmacias y para cargarse a los ancianos, pero que, sin embargo (y mira tú que curiosa paradoja), la tal pandemia no existe.

Compañeros médicos, biólogos, abogados, farmacéuticos y licenciados de toda clase y condición que habéis optado por llevarnos otra vez a la Edad Media: sois la vergüenza de la profesión, y no sois dignos de que os llamemos compañeros, y mucho menos científicos. Sois pocos, pero metéis mucho ruido y confundís. Sois pocos, sí. Pero mala gente. Y decís cosas por las que, de haberlas dicho en la Facultad de Medicina o de Biología cuando érais estudiantes, jamás habríais obtenido ese título del que ahora os valéis para vuestro propio beneficio. Un título del que, si de mí dependiera, seríais desposeídos de inmediato. Lástima que no se pueda.

Podría elegir muchas estupideces de las que defendéis, muchas barbaridades solemnes, pero me centraré en una sola, que en vuestra boca merecería la cárcel: “las personas sin síntomas no contagian”. Cagoentóloquesemenea. ¿Dónde estabais el día que explicaron la tuberculosis, o el SIDA, o la varicela? ¿No contagian los VIH positivos a pesar de estar asintomáticos? ¿No hay tuberculosos bacilíferos sin síntomas de enfermedad? ¿No se contagia la varicela desde pacientes en fase prodrómica? En fin. Mejor callar, que me van a estallar las meninges.

Sois líderes que habéis elegido no serlo para convertiros en bufones. Y eso, en época de zozobra, no tiene perdón de Dios. Ojalá se os seque la yerbabuena.

Ah. Y otra cosa. Mis señas las di al principio. A ver si tenéis cojones para meteros conmigo. Cojones, digo; ya que neuronas… las justitas pa beber sin ahogarse.

Cagoentó.

Firmado:

Juan Manuel Jimenez Muñoz

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Médico del Servicio Andaluz de Salud.

Colegiado en Málaga 4787.

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