REY REINANDO CON EL MAZO
DANDO. UN ANÁLISIS DE LA
MONARQUÍA Y LA CONSTITUCIÓN
ESPAÑOLA DE 1978
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02.02.2016
Sumario
- La monarquía, Forma
perdurable del Estado español
- El carácter
parlamentario de la Monarquía española
- El poder real y la
necesidad del refrendo
- La potestad real de
nombrar al presidente del Gobierno
- La potestad regia
de vetar decretos y leyes
- El poder
constituyente del soberano
- Conclusión
Apartado 6.– El
poder constituyente del soberano
En su discurso
ante las cortes del 27-12-1978 dice el monarca que otorga su sanción a la
Constitución aprobada por el parlamento. En el Boletín Oficial del Estado
apareció publicada la Constitución, el 29-12-1978, junto con la SANCIÓN real a
la misma. Sanción y promulgación. Esos hechos han producido cosquilleo y
molestia a los ensalzadores de la Carta del 78, quienes quieren hacernos creer
que ésta es una ley fundamental democrática, en vez de ser –como vamos viendo–
una ley fundamental monárquica, que sólo prevé un funcionamiento democrático
dentro de límites bien prefijados, o sea en tanto en cuanto no entre en
conflicto con la supremacía del monarca.
Si la
Constitución ha sido (y lo ha sido, en efecto) sancionada por el soberano,
entonces es que a éste le corresponde, además de los poderes que expresamente
le atribuye la propia Constitución, un poder más: el constituyente, o sea: la
facultad de dictar una nueva Constitución cuando las circunstancias históricas
le hagan ver la conveniencia de una alteración del orden constitucional. Pues
una cosa es el procedimiento intrínseco de enmienda constitucional, dentro del
marco de la vigente Carta del 78, y otra una alteración más radical del orden
constitucional que consistiría en el reemplazamiento puro y simple de tal Carta
por otra ley fundamental que, en nuevas condiciones, estuviera mejor adaptada a
la preservación de la perdurable Forma política de España, según la propia
Constitución, que es la monarquía. Dentro del funcionamiento normal o regular
del orden constitucional, no compete al monarca iniciar ni llevar a cabo
enmiendas al texto de la vigente Carta. Pero, por encima de ese funcionamiento
–y reservado, precisamente, para situaciones de crisis– está el poder
constitucional del soberano, que, como corresponde al tutelaje supremo que en
él inhiere y a su condición de árbitro, se ejercerá en circunstancias de crisis
del funcionamiento constitucional ordinario. Habrá entonces llegado al final la
vigencia de la presente norma fundamental, y ésta será reemplazada por otra.
Y es que, como
lo hemos visto más arriba, la norma básica que es la presente Carta no se ve a
sí misma como absolutamente básica, sino que se supedita expresamente a una
norma, aunque no esté escrita, que es la existencia de la monarquía como Forma
política de España. La vigente Constitución deriva toda la legalidad o
legitimidad que tiene o aspira a tener de la sanción real. El concurso del
pueblo, a través de sus representantes elegidos, es una buena cualidad de la
Constitución, pero no es lo que confiere a ésta su validez.
En efecto: la
Disposición Derogatoria primera de la Constitución abroga la Ley 1/1977 de 4 de
enero para la Reforma política, la Ley franquista de principios del movimiento
nacional del 17-5-1958 y demás leyes fundamentales de la dictadura fascista de
Franco (sin usar, evidentemente, tales términos). Quiere decirse que los
redactores y promulgadores de la Carta juzgan que, hasta el momento de entrada
en vigor de la misma, las normas constitucionales vigentes eran las del franquismo,
con la enmienda de las mismas que encerraba la reforma política de Suárez.
Ahora bien, esta ley de enero del 77 faculta expresamente al rey para sancionar
una Ley de Reforma constitucional. Por lo tanto, si es verdad lo que supone la
Disposición Derogatoria primera de la Constitución, o sea si estaba en vigor
hasta ella la Ley de reforma política, entonces efectivamente el soberano
poseía el poder constituyente y toda la validez y vigencia de la presente Carta
vienen únicamente de la sanción y promulgación reales. Si, por el contrario, es
falso ese supuesto, entonces la Constitución carece de base y de vigencia
jurídica, toda vez que la norma inmediatamente anterior a la que se remite
carecería de validez: la actual Carta habría sido entonces elaborada por una
asamblea carente del derecho de elaborarla y aprobada y promulgada por alguien
que no habría tenido facultad legal para hacerlo.
Y no vale
alegar –como lo hacen algunos ensalzadores– que no se plantean problemas de tal
índole, puesto que la Constitución es –según ellos– una norma de ruptura. No es
así, porque la entrada en vigor de la Constitución no ha acarreado la anulación
de la legislación franquista, gran parte de la cual sigue en vigor. Es más: la
propia Constitución, en lugar de declarar nulas las normas del franquismo, se
toma expresamente la molestia de derogar las leyes fundamentales de ese
régimen, indicando una por una cuáles quedan derogadas. Sólo se deroga aquello
cuya vigencia se reconoce para el tiempo que precede al acto de derogación.
Pero hay más.
Si, según lo presupone la mencionada disposición de la vigente Carta, era
legalmente vigente, entre el 4-1-1977 y el 29-12-1978, la Ley de Reforma de
Suárez, como a su vez ésta se remite al anterior cúmulo de Leyes Fundamentales
franquistas, bajo cuya autoridad se ampara, es que lo legalmente vigente hasta
el 4-1-1977 eran esas Leyes Fundamentales. Pero, si lo eran, entonces no podían
ser radicalmente modificadas. Sobre todo no podía modificarse la Ley de
principios fundamentales del movimiento nacional de 1958, que se declaraba a sí
misma inmutable, inmutabilidad que era ratificada por la Ley Orgánica del
estado del 10-1-1967. Llegamos así a una paradoja: si estaba legalmente en
vigor ese cúmulo legislativo franquista, era, básicamente, inalterable, y por
lo tanto será ilegal el resultado de su alteración; si no lo estaba, también
será ilegal la vigente Constitución, toda vez que la misma se remite
expresamente, para derogarla, a esa normativa franquista, reconociéndole con
ello una vigencia sin la cual carecería de valor legal la propia norma
derogadora.
La solución
está en el poder constituyente del soberano. En el orden intraconstitucional
del régimen fascista de Franco, prolongado tras la muerte de éste, aunque con
los paliativos de Arias Navarro y Suárez, no cabía modificación o alteración
radical; sobre todo no cabía alteración que conllevara un cambio en los
principios del movimiento ni, menos, un abandono de los mismos. Pero en el
orden supraconstitucional, sí. El poder constituyente para pasar de un orden
constitucional a otro lo ejerce sólo el soberano, árbitro de los destinos de
España, como Titular que es de la monarquía, o sea de la Forma política de
España.
Y no es
correcto objetar a ese razonamiento el que la Constitución atribuya la
soberanía al pueblo (artículo 1.2). Porque lo que dice este artículo es lo
siguiente:
La soberanía
nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del estado.
Sí, la
soberanía reside en el pueblo, pero quien la ejerce es el monarca. No vale
replicar que, si en el pueblo reside, entonces sólo pueden ejercerla los
representantes elegidos por el pueblo mediante votación. Porque el artículo 1.2
dice que del pueblo emanan los poderes del estado: también emana, pues, del
pueblo el monarca, con la plenitud de su poder real. Porque según el sentir de
los constituyentes del 78, la dinastía histórica es una emanación del pueblo.
Igual que no porque las elecciones hayan tenido lugar, supongamos, en el año
tal y 1.441 días después hayan muerto muchos de los votantes mientras que hayan
alcanzado la mayoría de edad muchos otros ciudadanos que no la tenían, no por
eso está invalidado el Gobierno si la Constitución prevé elecciones cada cuatro
años (o, si prevé elecciones cada 9 años, aunque se dé esa situación descrita
3.266 días después de las elecciones), de igual manera, y según la vigente
Carta, la elección histórica de la dinastía por el pueblo español capacita y
capacitará siempre a los herederos legítimos de la Corona a poseer el poder constituyente,
cualesquiera que sean las preferencias o los criterios de unas u otras
generaciones que vienen y van, que pasan, mientras que queda y quedará el
resultado de la unión histórica del pueblo español con su dinastía y con los
sucesivos cabezas de esa legitimidad dinástica. La única diferencia al respecto
es que, en tanto que la elección de representantes a cortes u otras asambleas
es para un período limitado y sólo en el marco de un funcionamiento regular de
las instituciones entonces vigentes, la elección histórica de la dinastía,
efectuada, no por votación, sino por un pacto explícito o implícito, es
perpetua y está por encima de cualesquiera contingencias.
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