Los
últimos treinta años nos han enseñado las peligrosas consecuencias que tiene
para la economía española dentro de la Unión Monetaria mantener un importante
diferencial de inflación con otros países europeos. Como vuelve a ocurrir ahora.
La inflación, estúpidos, la inflación
El Viejo Topo
30 abril, 2022
Hace quince
días terminaba mi artículo semanal haciendo referencia a la inflación y a cómo esta se ha disparado en los
últimos meses, y sobre todo -y esto es lo más peligroso- a la
diferencia que se está produciendo frente a otros países europeos. En marzo,
según Eurostat, el índice de precios armonizados en España fue del 9,8%, 2,3
puntos por encima de la media europea. Solo Lituania, Estonia, Letonia y los
Países Bajos han acusado una tasa de inflación superior. Sin embargo, países
como Francia, Italia, Portugal, Alemania, etc., que son los más significativos
para España, presentan subidas de precios bastante más reducidas que la de
nuestro país.
Si nos
remontamos en el tiempo comprobaremos que ha habido una constante en la
economía española, la inflación ha venido siendo superior a la de otros países. La devaluación de la moneda ha tenido que ser frecuente. Era la forma
de retornar a una situación de equilibrio en el comercio exterior, que había
quedado dañado por la pérdida de competitividad al encarecerse los productos
nacionales frente a los extranjeros. Bien es verdad que durante toda la etapa
franquista e incluso posteriormente hasta 1986, fecha en la que entramos en la
Unión Europea, el Gobierno contaba con la ayuda de medidas proteccionistas,
capacidad de poner contingentes y aranceles a las importaciones y subvenciones,
y bonificaciones a las exportaciones.
Para un
país, mantener un diferencial de inflación con otros países competidores es
siempre un problema, pero este se va agudizando a medida que el
Gobierno pierde mecanismos de ajuste. En régimen de libre cambio las
dificultades aumentan. A su vez, en un sistema de tipos de cambio fijo, el hecho
de que el Ejecutivo cuente con medidas de control de cambios no le libra de la
devaluación de la moneda, pero sí podrá retrasarla hasta el momento que
considere más oportuno. La cosa cambia si hay libre circulación de capitales.
En el extremo se sitúa la pertenencia a una unión monetaria, situación en la
que no cabe la devaluación de la moneda. En este caso la diferencia en la tasa
de inflación, y la consiguiente pérdida de competitividad, introduce a la
economía en una encrucijada escabrosa, de difícil salida y en todo caso con
resultados sociales muy negativos.
Es curiosa la
postura de los políticos españoles. La gran mayoría estuvieron a favor en su
día de la Unión Monetaria, y continúan defendiéndola, pero después pretende
actuar como si no existiese y no quieren ver que pertenecer a ella modifica
sustancialmente determinadas situaciones o problemas, y sobre todo las posibles
soluciones. El dato de inflación de marzo es en sí mismo malo, pero su
gravedad se hace mucho mayor al ser bastante superior que el de nuestros
posibles competidores y además estar en la Moneda Única.
Es cierto que
la diferencia de precios entre los Estados hasta estos momentos no es grande,
pero no es menos cierto que, teniendo su origen en una misma causa, la subida
del coste de la energía, no hay ninguna razón para estas divergencias. Es más,
considerando que la dependencia energética de España con Rusia es de las
menores, no tendría por qué ser el país más castigado. Las señales de alarma
deberían haber sonado ya, y con fuerza. Sin embargo, no ha sido así, ni el
Gobierno parece darle demasiada importancia. Por eso quizás sea muy conveniente
echar la vista atrás y analizar las dos últimas ocasiones en que el diferencial
de inflación fue lo suficientemente grande como para crear graves dificultades
a la economía española.
La primera de
estas dos veces sucedió al principio de los años noventa. Aún no existía el
euro, pero los países se disponían a crearlo. Entre los criterios de
convergencia establecidos por el Tratado de Maastricht y que tenían como finalidad esta
preparación, se encontraba mantener fijo el tipo de cambio dentro del Sistema Monetario
Europeo (SME), con una pequeña fluctuación del 2,5% hacia arriba y hacia abajo.
En el fondo era un ensayo de la futura Unión Monetaria. Es bien conocido cómo
el ensayo terminó en un fracaso estrepitoso. Después de un tiempo, la
divergencia en la evolución de los precios en los distintos Estados originó que
los tipos de cambio reales no coincidiesen con los nominales, lo que lanzó a
los mercados a especular contra algunas de las divisas, especulación que ni
todos los países juntos lograron sofocar. De manera que se vieron en la
obligación de ampliar las bandas de fluctuación al +-10%, lo que era dejar las
monedas casi en libre flotación en la práctica.
España se
integró en el SME en 1989, al mismo tiempo que se adoptaba la libre circulación
de capitales. Hubo quienes mantuvieron que nos incorporamos a
un tipo de cambio más alto que el que correspondía. El caso es que, en 1992,
cuando estallaron las turbulencias y los ataques de los mercados, la economía
española se encontraba en una situación particularmente crítica. La cotización
en marcos de la peseta era la misma que en 1987. Pero desde ese año los precios
habían crecido en España 22 puntos más que en Alemania, es decir, el país había
perdido competitividad vía precios en un 22%. Esa menor competitividad se
trasladó de inmediato a la balanza de pagos. El déficit por cuenta corriente
ascendió al 3,7%, lo suficientemente alto para que los inversores pensasen que
el tipo de cambio de la peseta no era el adecuado, forzando cuatro
devaluaciones, tres con Solchaga y una con Solbes (de 1992 a 1995).
Hay quien se
preguntará por qué cuatro devaluaciones. La respuesta es sencilla, pero un poco
indignante. La razón se encuentra en la cerrazón de un gobierno empeñado en
tener un tipo de cambio más alto del que le correspondía y en pretender forzar
a los mercados a aceptarlo. Estos no se conformaron hasta que creyeron que la
cotización de la peseta era la apropiada. Al final se logró el equilibrio y la
economía remontó la crisis, pero eso no significa que no quedase huella. La
pérdida de competitividad durante estos años provocó un alto coste en la
actividad económica. Aun cuando la competitividad se recobró por las cuatro
devaluaciones, el daño estructural estaba hecho y habría de arrastrarse hacia
el futuro.
Las cuatro
devaluaciones, no obstante, crearon el equilibrio necesario para que Aznar se
adentrase en un periodo de bonanza que
sirvió de pórtico a nuestro ingreso en la Unión Monetaria en 1999. Durante los
años que siguieron, tanto Aznar como Zapatero se vanagloriaron de la buena
marcha de la economía, pero era una falsa prosperidad basada en el
desequilibrio y en el crédito. En 2008 apareció su verdadera faz. Desde la
constitución de la Unión Monetaria en 1999 hasta el 2008 los precios se
incrementaron en la Eurozona un 22%, pero en los distintos países miembros
siguieron una tendencia desigual. Mientras que en Alemania crecían un 17,42%,
en España, Grecia, Irlanda y Portugal lo hicieron en un 34,28%, 35,55%, 35,72%,
30,33%, respectivamente. Era la trastienda de la crisis en Europa.
Concretamente,
los precios de los productos españoles se encarecieron con respecto a los
alemanes en un 17%, con la consiguiente pérdida de competitividad, y el
incremento del déficit en el sector exterior. Este fue aumentando a lo largo de
todos esos años hasta que en 2007 se produce un máximo, la balanza por cuenta
corriente alcanzó un saldo negativo del 9,8%, cuyo correlato fue un fuerte
endeudamiento en el extranjero. El crecimiento en este periodo fue en buena
parte a crédito. Los acreedores extranjeros concedieron los préstamos
hasta extremos poco prudentes basándose en que la moneda era la misma
y por lo tanto no existía riesgo de cambio.
Como ocurre
siempre en estos casos, todo resulta muy bonito hasta que estalla, surge el miedo,
el capital huye y todos pretenden recuperar los préstamos, la crisis aparece y
la economía se hunde. Pero en esta ocasión, a diferencia del año 1992, no fue
posible recurrir a la devaluación de la moneda, ya que estábamos en la Unión
Monetaria. La salida se hizo mucho más difícil. El problema no fue exclusivo de
España; de hecho, países como Portugal, Grecia e Italia, de una manera u otra,
sufrieron parecidos apuros.
No es preciso
relatar las dificultades de todo tipo que todos estos países tuvieron que
padecer. Son de sobra conocidas. La economía española, en concreto, para
remontar la crisis, corregir los altos niveles de desempleo y recobrar la
perdida de la competitividad, al no poder devaluar se vio sometida a una
depreciación interna de precios y salarios con muy graves costes laborales y
sociales. Cinco o seis años duró el ajuste hasta que la economía
comenzó a recobrarse. De hecho, aún la recuperación no era completa
cuando tuvimos que enfrentarnos con la crisis de la pandemia, crisis que no
tiene nada que ver con las dos anteriores. Su causa no es económica, sino
sanitaria, con sus consecuentes decisiones administrativas.
La crisis del
2008 pasó, pero eso no quiere decir que no dejase su huella y sus efectos
negativos. Concretamente, el alto nivel de endeudamiento
público. En el 2007 el sector público tuvo un superávit del 1,9%, y el stock de
deuda pública alcanzaba un moderado 36% del PIB. Si el enorme crecimiento de la
deuda en manos extranjeras estuvo en el origen de la crisis, no fue la pública,
sino el endeudamiento privado, a pesar de que nadie le hubiese hablado de él a
Zapatero, de lo que se quejó amargamente con posteridad. Durante la
crisis, el sector público se vio en la tesitura de tener que asumir parte de
ese endeudamiento privado insolvente, con lo que al final de la recesión el
stock de deuda pública superó el 90% del PIB. No solo es esta carga la que se
ha trasladado al futuro, sino que las dos crisis citadas, las de 1992 y 2007,
han tenido mucho que ver en la configuración de nuestro actual sistema
productivo, en nuestra tasa crónica de mayor desempleo y en la baja
productividad actual.
Las
equivocaciones pueden cometerse, pero repetirlas resulta mucho menos
disculpable. Los últimos treinta años nos han enseñado las negativas consecuencias,
cercanas a la catástrofe que tiene para nuestra economía dentro de la Unión
Monetaria mantener un importante diferencial de inflación con otros países
europeos. No sé si la sociedad española podría soportar otra crisis como la del
2007, tanto más cuanto que nos sorprendería en condiciones mucho peores que las
de entonces. Una deuda pública que es del 123% del PIB, en lugar del
36%, y que deja un sector público agónico para cualquier alegría, una
productividad negativa, una tasa de paro mucho mayor que entonces y un balance
del BCE suficientemente engordado, para que se despierten las presiones de los
halcones del Norte. En fin, alguien, ahora, tendría que gritar: “La
inflación, estúpidos, la inflación”.
Artículo publicado originalmente en Contrapunto.