Tal
día como hoy en 1677 moría en La Haya Baruch Spinoza. Su obra fue uno de los
más polémicos e influyentes proyectos de rebeldía, rechazo de todas las formas
de trascendencia, confesional o metafísica, y reivindicación de la inmanencia.
Spinoza. Los afectos:
precariedad y servidumbre
Juan
Pedro García
El Viejo Topo
21 febrero, 2022
Al finalizar el
libro II de la Ética, el largo escolio de la proposición 49 a modo
de recapitulación (cierre y apertura hacia nuevos asuntos). Spinoza se detiene
a reflexionar sobre la utilidad que puede seguirse de lo que hasta ese momento
ha expuesto: a) nos enseña que obramos por el solo mandato de Dios y, por
consiguiente, confiere sosiego al ánimo y enseña en qué consiste la felicidad;
b) enseña cómo debemos actuar ante los sucesos de la fortuna, contemplando y
soportando con ánimo equilibrado las dos caras de la fortuna; c) es útil para
la vida social, porque enseña a no odiar ni despreciar, a no burlarse de nadie
ni encolerizarse contra nadie, sino a contentarse cada uno con lo suyo y
auxiliar al prójimo según lo demanden el tiempo y las circunstancias; d) es
también útil para la sociedad civil, porque enseña de qué modo han de ser
gobernados y dirigidos los ciudadanos, no para que sean siervos sino para que
hagan libremente lo mejor.
No se trata
sólo de una recapitulación que funciona como estrategia de escritura: hacia
1665, Spinoza, preocupado por el giro de la situación política holandesa (la
alianza de largo recorrido entre la iglesia calvinista y la casa de Orange pone
cada vez más en peligro la estabilidad de la República y, a partir de 1664, la
actividad de estos grupos ha pasado a desarrollarse abiertamente y de manera
cada vez más influyente… hasta que en 1672 se produce su triunfo definitivo),
abandona la redacción de la Ética para empezar a escribir
el Tratado teológico-político (TTP en lo
sucesivo). A partir de ese asunto, en la obra de Spinoza –y quizá sea ésta la
clave para entender el cambio de rumbo, del conocimiento a la ética y a la
política, que desde ese momento se percibe en la lectura de la Ética (un
texto al que hasta entonces Spinoza se refería llamándolo “mi filosofía”)–, la
preocupación por los asuntos humanos pasa a primer plano, en lo teórico y,
también, en lo práctico. Una preocupación que leemos “en carne viva” tanto en
el TTP como en el resto de la Ética (que será
retomada a partir de 1670) y que sólo en el Tratado político,
escrito bastante después del asesinato de los hermanos de Witt y del triunfo de
las elites orangistas, vuelve a retomar los cauces serenos (pero en nada
acríticos) de la mirada teórica.
El ser humano
es un individuo en la naturaleza; y en la naturaleza (entre los demás cuerpos,
algunos de los cuales son también seres humanos) intenta –como todos los
individuos– perseverar en su ser. Sobrevivir, decíamos, y satisfacer sus
necesidades. La ética ha de ser, así, el análisis de los modos en que el ser
humano satisface sus necesidades y sobrevive y, si ello es posible, la
planificación de los modos en que puede hacerlo más eficazmente: análisis de la
situación del ser humano en el mundo y análisis, también, de las posibilidades
de actuación que, en el mundo, puede desarrollar.
Perspectiva,
pues, que recupera los lugares comunes del epicureismo ético y que, al hacerlo,
disloca definitivamente el despliegue de una filosofía que hasta ese momento
parecía sólo –aunque “en materialista”– transitar por los caminos de una
problemática general del conocimiento. La preocupación central no será ya, por
eso, la de la superación del error, sino –siendo también ésa– la de los
distintos efectos prácticos (“éticos”) de las diferentes formas de dirigirse la
actuación humana.
La manera en
que Spinoza piensa a los individuos tiene que ser entendida a partir de los
elementos centrales de su (anti)metafísica: un universo en el que todo se
relaciona con todo en una red de conexiones establecidas desde la absoluta
inmanencia de los movimientos y los choques. El hombre piensa y los cuerpos se
mueven o están en reposo. La naturaleza y los individuos que la componen no
precisan de un papirotazo trascendente que genere su existencia o que los ponga
en movimiento. La totalidad de lo real (Dios), así, es absoluta potencia; y
también los individuos tienen una potencia de actuación que los individualiza y
los define. Todo lo que existe es, pues, pura afirmación y, por eso, sólo las
causas exteriores pueden provocar un cambio en el estado de movimiento o de
reposo de los cuerpos y sólo las causas exteriores pueden destruir una cosa
existente: las cosas, cuanto está a su alcance, se esfuerzan por perseverar en
su ser y oponen resistencia a cuanto pueda privarles de su existencia; incluso
en lo puramente físico, ya que todo cuerpo reacciona ante una acción que recibe
y, precisamente por eso, los choques generan composiciones de movimientos y de
cuerpos. Y Spinoza señala que ese esfuerzo, ese conatus (la
expresión latina que traducimos por “esfuerzo”), es la esencia actual de la
cosa misma. Todas las cosas se esfuerzan por perseverar en su ser y lo
consiguen, mejor o peor, en la medida en que puedan hacerlo, es decir, en
virtud de su potencia. La proposición 7 del libro III de la Ética,
así, establece una ecuación que identifica la esencia de cada
individuo con su conatus y con su potencia.
Y esto sucede
también en el caso de los seres humanos, que son otras tantas cosas naturales.
Cada ser humano, por tanto, se esfuerza por perseverar en su ser (un esfuerzo
que, dice Spinoza, llamamos voluntad cuando se refiere a la
mente, apetito cuando se refiere a la vez a la mente y al
cuerpo y deseo cuando es un apetito del que somos
conscientes).
La filiación de
esta concepción con la ética de Epicuro es clara, por tanto, si atendemos a la
manera en que Spinoza señala que actuamos movidos por el conatus que
constituye nuestra esencia, es decir, para satisfacer nuestro deseo; que conseguimos
satisfacer nuestro deseo en la medida en que lo permita nuestra potencia y que
nuestra potencia consiste básicamente en la capacidad de nuestro cuerpo (y
“nadie, hasta ahora, ha determinado lo que puede un cuerpo”) para garantizar su
supervivencia. Esta filiación resulta definitivamente confirmada cuando Spinoza
(Ética, III, 9, escolio) llama dolor a cuanto hace
disminuir la potencia, y placer a cuanto la aumenta. Una
filiación materialista que, además, se prolonga con el consiguiente rechazo de
los absolutos morales que reconoce la tradición de la ética confesional y/o
metafísica (Ética, IV, prefacio): “Por lo que atañe al bien y
al mal, tampoco aluden a nada positivo en las cosas, ni son otra
cosa que modos de pensar […] Pues una sola y misma cosa puede ser al mismo
tiempo buena y mala, y también indiferente […] Así, pues, entenderé por ‘bueno’
aquello que sabemos con certeza que es un medio adecuado para acercarnos al
modelo ideal de naturaleza humana que nos proponemos. Y por ‘malo’ entenderé aquello
que sabemos ciertamente que nos impide referirnos a dicho modelo”.
Los seres
humanos son, pues, individuos en la naturaleza, dotados de una cierta potencia
en cuya virtud consiguen perseverar, mejor o peor, en su ser (vale decir:
sobrevivir y satisfacer sus necesidades) de una manera más o menos eficaz.
Pero, del mismo
modo que, al moverse, un cuerpo ha de encontrarse con otro y chocar con él de
algún modo, precisamente porque todo cuanto existe persevera en su ser,
todo conatus se encuentra con otros y, de algún modo, tiene
que “encontrarse” con su potencia. Y Spinoza, en esta cuestión, permanece fiel
al modelo de la fisicidad con el que ha construido su mirada al mundo. Así, el
único axioma del libro IV de la Ética marca los límites de la
actuación, de la potencia y de la supervivencia misma cuando afirma que en la
naturaleza no se da ninguna cosa singular sin que se dé otra más potente y más
fuerte, es decir, que siempre hay algo más potente por lo que, pese a sus
esfuerzos, una cosa puede ser destruida.
Como la de
todas las cosas, pues, la existencia humana es, en el mundo, necesariamente,
precaria. Somos una parte de la naturaleza y no podemos concebirnos –ni
existir– sin las demás partes; pero, al mismo tiempo, por ello mismo, la fuerza
con que el hombre persevera en la existencia es limitada y resulta
infinitamente superada por la potencia de las causas exteriores.
Ante la
potencia ajena, esfuerzo por sobrevivir… condenado siempre a ser insuficiente.
Ciertamente, del “encuentro” con la potencia de las cosas exteriores no siempre
se sigue nuestra destrucción: es también posible que el encuentro aumente
nuestra propia potencia de actuar. Dicho de otro modo, podemos ser afectados
por las cosas exteriores de modo diverso: de manera que aumente (ese será
un afecto alegre) o disminuya (afecto triste)
nuestra capacidad de actuación y, así, la eficacia de nuestros esfuerzos para
sobrevivir. Pero siempre habrá algo en la naturaleza cuya potencia supere a la
nuestra y nos destruya.
Sin duda, y
esto es muy importante, no estamos ante una consideración que haga de la
potencia ajena el límite de la nuestra, porque hay cuerpos exteriores que
convienen a la perfección con el nuestro y que, al encontrarse/chocar con él,
en lugar de destruirlo o hacerlo menos fuerte, se le añaden (y Spinoza pone
aquí el ejemplo de los alimentos que al incorporarse a nuestro cuerpo lo hacen
más fuerte… o el de otros seres humanos con los que es posible cooperar y
establecer alianzas), pero, en todo caso, sí es cierto que no depende de nuestra
sola potencia el que un encuentro con una cosa exterior la aumente o nos
destruya y, así, la fuerza de los afectos se nos impone siempre como
sobrevenida. De donde se sigue (Ética, IV, 4, escolio) “que el hombre
está sujeto siempre, necesariamente, a las pasiones y que sigue el orden común
de la naturaleza, obedeciéndolo y acomodándose a él cuanto lo exige la
naturaleza de las cosas”. Ésa es su servidumbre: su condición de existencia.
Fuente: Primer apartado del capítulo cuarto
del libro de Juan Pedro García del Campo Spinoza esencial.
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