El 8 de enero de 1642 moría Galileo Galilei. Calificado
como el padre de la ciencia, autor emblemático de la
revolución copernicana, fue perseguido, juzgado y
condenado por la Iglesia católica a pasar el resto de su
vida bajo arresto
domiciliario.
Los años finales de Galileo
El Viejo Topo
8 enero, 2022
©Vedran Stimac | Polite Bastart
El año 1634 fue
uno de los peores en la vida de Galileo. Además de estar en arresto
domiciliario, no solo se produjo la muerte de su querida hija, sino que tuvo
que mantener a los pocos miembros de la familia de su hermano Michelangelo que
habían sobrevivido a la peste en Múnich. Lo único que pudo hacer el desesperado
Galileo fue enviarles algo de dinero e invitarlos a reunirse con él en Arcetri.
Los ojos de
Galileo también habían empezado a preocuparle. Al principio atribuyó su mala
visión a las extenuantes lecturas que tuvo que hacer durante la preparación
del Diálogo. Aunque siguió trabajando en problemas relacionados con
la navegación marítima –e incluso se embarcó en una serie de experimentos con
péndulos–, Galileo estaba perdiendo rápidamente la vista, primero en el ojo
derecho y después en el izquierdo. A partir de las descripciones de la
progresión de su ceguera, los oftalmólogos modernos han diagnosticado su
problema de visión como uveítis bilateral, una inflamación en la capa media del
ojo, o como glaucoma progresivo. Durante los últimos cuatro años de su vida
estuvo completamente ciego.
No pudiendo ya
mirar nada a través de su telescopio, el afligido Galileo escribió a su amigo
Diodati:
“¡Ay de mí, mi
buen señor! Vuestro querido amigo y servidor Galileo está irreparable y
completamente ciego, de modo que el cielo, este mundo y este universo que, con
mis maravillosas observaciones y claras demostraciones, he ampliado cientos y
miles de veces respecto a lo que comúnmente creían los hombres más cultos del
pasado, es ahora para mí algo tan pequeño y estrecho que no llega más allá de
lo que ocupa mi propio cuerpo.”
Fue durante
este angustioso período, en 1638, cuando le visitó el poeta John Milton.
Siguiendo la percepción general según la cual “viajar expande la mente,” Milton
realizó una gran gira por Europa en la que trató de conocer a tantos
intelectuales como pudo. Tras conocer a Vincenzo, el hijo de Galileo, en una
reunión de una sociedad literaria en Florencia, Milton aprovechó la oportunidad
de ser presentado al científico más famoso de Europa. Poco se sabe de lo que
hablaron durante su reunión, pero no cabe duda de que los descubrimientos de
Galileo, su juicio y la condena de su libro tuvieron una gran influencia en Milton.
En El paraíso perdido, Milton se refiere a la “lente de Galileo” y
a las innumerables estrellas descubiertas por él:
De una amplitud
casi inmensa,
con estrellas numerosas,
y cada estrella tal vez un mundo
destinado a ser habitado.
En 1644 Milton
publicó un librito cuyo título –Aeropagitica– se inspiraba en el nombre
de una colina de la antigua Grecia donde solía reunirse el Consejo de Atenas, y
en el que argumenta en contra de la censura de los libros. Es un ensayo
considerado todavía hoy como uno de los más apasionados alegatos a favor de la
libertad de expresión, y el Tribunal Supremo de los Estados Unidos se refirió a
él al interpretar la Primera Enmienda de la Constitución norteamericana.
En Aeropagitica,
Milton afirma con vehemencia:
“Y a menos que
alguien os persuada, lores y comunes, de que estos argumentos sobre el
desaliento de los hombres cultos ante esta orden vuestra, son meras florituras,
que no son reales, os contaré lo que he visto y oído en otros países donde este
tipo de inquisición los tiraniza; cuando estuve sentado junto a estos hombres
sabios, pues este honor tuve, y me consideraron feliz por haber nacido en un
lugar de tanta libertad filosófica como suponían que era Inglaterra, cuando
ellos mismos no hacían sino lamentar la servil condición a la que se había
visto arrastrada entre ellos la sabiduría; que había sido esto lo que había
extinguido la gloria del ingenio italiano; que no se había escrito allí en
muchos años nada más que lisonjas y palabrería pomposa. Fue allí donde conocí y
visité al famoso Galileo, ya anciano, prisionero de la Inquisición por pensar
en astronomía cosas diferentes de las que pensaban franciscanos y dominicos.”
Lamentablemente,
Milton diagnosticó la situación correctamente. Durante un tiempo al menos, el sino
de Galileo tuvo un efecto inmediatamente paralizador en los intentos de
progresar en el desciframiento del cosmos. En noviembre de 1633, el gran
filósofo francés René Descartes escribió una carta a su amigo, y también amigo
de Galileo, el erudito Marin Mersenne, en la que se lamentaba:
“Indagué en
Leiden y en Amsterdam si el Sistema del mundo de Galileo
estaba disponible, pues había oído decir que se había publicado en Italia un
año antes. Me dijeron que efectivamente se había publicado, pero que todos los
ejemplares habían sido inmediatamente quemados en Roma, y que Galileo había
sido condenado y castigado. Me quedé tan conmocionado que por un momento casi
decidí quemar todos mis papeles, o por lo menos no dejar que nadie los viese.”
Afortunadamente,
al final el vencedor fue Galileo. Ya en 1635 se publicó en la ciudad
protestante de Estrasburgo, Francia, una traducción al latín del Diálogo.
De forma lenta pero segura, la propia Iglesia empezó a cambiar. En 1757 el papa
Benedicto XIV, tras saber que los propios astrónomos católicos utilizaban el
modelo copernicano, revocó la prohibición de los libros que se ocupaban de los
aspectos principales del copernicanismo: la revolución de la Tierra en torno al
Sol y la inmovilidad del Sol. En 1820, el maestro del Palacio Apostólico se
negó a permitir la impresión de un libro que describía el modelo heliocéntrico,
pero fue desautorizado por el papa Pío VII, que decretó que “no existen
obstáculos para quienes sostienen la afirmación de Copérnico sobre el
movimiento de la Tierra.” En 1822 la Iglesia incluso decretó penas por prohibir
la publicación de libros que presentaban la revolución de la Tierra en torno al
Sol como un hecho científico establecido. Finalmente, en 1835 tanto el libro de
Copérnico como el Diálogo fueron retirados del Índice de
Libros Prohibidos.
Físicamente,
Galileo se fue deteriorando rápidamente durante los últimos cuatro años de su
vida. Los investigadores médicos modernos han especulado que padeció artritis
reactiva, una enfermedad reumática inmune. Un inquisidor enviado a comprobar si
las quejas de Galileo estaban justificadas encontró que padecía insomnio severo
y que “parecía más un cadáver que un ser vivo.” Aún así, y pese a que el papa
permitió a Galileo trasladarse a casa de su hijo para que pudiera recibir
mejores cuidados médicos, insistió en prohibirle discutir el copernicanismo en
cualquier circunstancia. Galileo contrajo fiebre en noviembre de 1641 y murió
la tarde del 8 de enero de 1642, presumiblemente de insuficiencia cardíaca
congestiva y neumonía. Su hijo Vincenzo, y sus discípulos Vincenzo Viviani y
Evangelista Torricelli, el talentoso experimentalista inventor del barómetro,
estuvieron junto a su lecho de muerte. La figura 8 del inserto en color muestra
a Viviani con Galileo. Viviani describió de forma muy emotiva la muerte de
Galileo:
“A la edad de
setenta y siete años, diez meses y veinte días, con entereza filosófica y
cristiana, entregó su alma al Creador, enviándola, según podemos creer, a
disfrutar y admirar de más cerca esas eternas e inmutables maravillas, que
dicha alma, mediante unos pobres dispositivos pero de modo impaciente y
enérgico, había tratado de aproximar a los ojos de nosotros, los mortales.”
Galileo pidió
ser enterrado junto a su padre, Vincenzo, en la tumba familiar en la Basílica
de Santa Croce. Sin embargo, para no provocar la cólera de la Iglesia, fue
enterrado en una cámara muy pequeña debajo del campanario de la basílica. El
Gran Duque Ferdinando había planificado construir un monumental sepulcro para
él frente al del famoso artista Michelangelo Buonarroti, pero este proyecto fue
vetado por el papa Urbano VIII, que continuó manteniendo que las ideas de
Galileo eran no solo falsas, sino también peligrosas para el cristianismo.
También en este caso, Galileo acabó saliendo vencedor. Pese a que sus restos
permanecieron7 durante
casi un siglo en una oscura cámara, gracias a la última voluntad de Viviani, el
discípulo que más lo había admirado, el 12 de marzo de 1737 fueron trasladados
a un impresionante sarcófago encima del cual se erigió más tarde un majestuoso
monumento (Figura 11 del inserto en color). De hecho, Viviani dedicó gran parte
de su vida a la tarea de crear lo que él consideraba una última morada digna
para su gran maestro, e incluso convirtió la fachada de su propia casa en un
monumento a Galileo (Figura 9 del inserto en color). El viaje de la Iglesia
hacia el reconocimiento de los errores que había cometido en el caso Galileo
fue más lento y mucho más tortuoso.
Fuente: Capítulo 15 del libro de Mario Livio Galileo y los negacionistas de
la ciencia