Tener siempre presente el capitalismo
Por Miquel Amorós
KAOSENLARED
14 de diciembre de 2022
al hablar de crisis ecológica
Las sociedades altamente tecnificadas y financiarizadas, donde imperan las
condiciones posmodernas de producción y consumo -donde la economía funciona
gracias al endeudamiento, el despilfarro y la acumulación de residuos- llevan
tiempo en una fase crítica de rendimientos decrecientes. Eso significa que han
de proseguir a mayor velocidad su lógica depredadora, sometiendo a las
exigencias de la economía tanto la población asalariada como el territorio, con
el fin de llegar a niveles de crecimiento capaces de compensar la bajada
ganancial. La carrera de la productividad ocasionada por las dificultades de la
acumulación capitalista está perturbando seriamente el planeta, deteriorando
los ciclos biológicos naturales y agravando las condiciones de supervivencia de
la población. Ahora mismo, la destrucción del territorio es superior a su
capacidad de recuperación. La mercantilización del medio implica su devastadora
artifialización. La crisis ecológica -hoy publicitada como calentamiento global
o cambio climático- no es más que la punta del iceberg de una crisis múltiple
que abarca todas las esferas de la actividad humana y que anuncia a medio plazo
lo que algunos mamporreros del Estado llaman colapso, más bien un punto de
inflexión a raíz del cual el sistema se degradará de manera irreversible. Dada
la incompatibilidad absoluta entre una sociedad equilibrada y horizontal con
otra desarrollista y jerarquizada, o si se quiere, entre una civilización
industrial con un medio ambiente saludable, o en fin, entre el beneficio
privado con la vida, la dinámica del desarrollismo, aunque sea calificada de
“sostenible”, no hará más que agudizar las innumerables contradicciones que
siguen aflorando y profundizando las crisis. Al inflar globos crediticios,
acentuar la explotación de recursos, alcanzar “picos” de todo, contaminar a
discreción y dilapidar energía, la humanidad entera se verá abocada
inevitablemente a sufrir las consecuencias. Las agujeros financieros, parálisis
institucionales y alteraciones ambientales peligrosas, en compañía de escasez
de alimentos, epidemias y descomposición social, serán nuestro pan cotidiano.
No hace falta mirarse en el espejo de las guerras actuales para saber que nos
acercamos a un escenario de derrumbe sistémico que subraya la entrada en una época
dura, de mucha más difícil adaptación, que comportará retrocesos hacia
situaciones insoportables, desequilibrios agravados y crisis exacerbadas.
Un lenguaje apocalíptico ha surgido en los aspirantes a dirigentes para
conjurar con palabras lo que no puede arreglarse con hechos. Crecer es acumular
capital, es decir, convertir cada vez más cosas -los productos, la tierra, el
ocio- en dinero. Por encima de las retóricas declaraciones de alarma, el
sistema ha de seguir creciendo -acumulando- para escapar a sus crisis, pero el
crecimiento no hace más que acentuarlas. Por ejemplo, en el campo ecológico,
¿Cómo crecer sin contaminar? El cambio del mix energético es la solución según
los expertos intergubernamentales. El capital siempre busca la salida en la
tecnología ¿Cómo se podría reducir la emisión de gases de efecto invernadero,
los principales responsables del calentamiento global? Los asesores de los gobiernos
aconsejan disminuir progresivamente la dependencia de la energía fósil mediante
el recurso a la energía renovable industrial, íntimamente asociada a la fósil.
La propuesta coincide con la de los ejecutivos de las empresas que promueven un
capitalismo global “descarbonizado”. Desde la Cumbre de la Tierra
(Johannesburg, 2002) han surgido lobbies transnacionales que apuestan por una
“Nueva Economía Climática” producto de una “tercera revolución industrial”, o
sea, de la digitalización, de la que la “transición energética” no sería más
que el primer peldaño. Hace tiempo ya que las finanzas se aventuran por los
negocios “ecológicos” y digitales como por ejemplo, los inmuebles
“inteligentes”, los techos de paneles solares, el alumbrado LED, los coches y patinetes
eléctricos, las pilas de hidrógeno, las subastas de energía o los mercados de
emisiones. Y entre tanto, se piensa en tasas, peajes, acciones y bonos
“verdes”, se calculan puestos de trabajo “verdes” y se promociona un consumismo
alternativo “inserto en la matriz del Internet de las cosas”. Se trata de un
capitalismo “verde” 5G que -alentado por el precio cada vez más bajo de las
energías renovables y el cada vez mayor precio de las fósiles y de la
electricidad- se está expandiendo y promete multiplicarse mediante la creación
de una “red eléctrica inteligente” a escala internacional. Para un sector de la
clase dirigente, el viraje hacia el ecologismo de mercado gracias a una
“transición realista” que incluya al gas y el uranio en el paquete, o dicho de
otro modo, el salto hiperdesarrollista en la línea de lo que llaman
“sostenibilidad” y no lo es, significa una oportunidad para cambiar el mundo
sin que nada cambie, es decir, conservando intactas las estructuras políticas y
económicas actuales, y por consiguiente, no afectando un ápice los intereses
creados que están tras ellas. Cabe decir que otros sectores, negacionistas, sin
poner puertas al negocio, se inclinan más por el enroque nacionalista, el
autoritarismo puro y la carrera armamentista.
Si consideramos el estado nefasto de las cosas desde su vertiente política,
un número considerable de ejecutivos, consejeros y políticos proponen un “Nuevo
Pacto Verde” entre las multinacionales, los gobiernos y “la parte social”
(partidos, sindicatos y ONGs) que pase por la declaración de un estado de
emergencia climática. Se trata de una amplia operación disciplinaria destinada
a mantener bajo control suave a la población, -que no descarta los toques de
queda, confinamientos y demás- preparándola para afrontar las medidas de
austeridad que decretarán los gobiernos para “descarbonizar” o más bien
desmantelar “el estado de bienestar” de las clases medias cuando este ya no
pueda conservarse. Por ejemplo, restricciones del transporte, del suministro
eléctrico y del agua; racionamiento del combustible, del azúcar, de la carne y
de los productos lácteos; subida general de precios, etc.. De hecho equivaldría
a la entronización de una economía de excepción sin más objetivo que el de
renovar en condiciones extremadamente alteradas de supervivencia el complejo
industrial y el Estado político que asegura su dominio. Los políticos prefieren
hablar de resiliencia, esa arma de adaptación masiva a todos los sacrificios
que impone lo que llaman “progreso”. No obstante, está por ver si esa clase de
disposiciones remontará los obstáculos que presentarán tanto la naturaleza del
sistema -hijo de los hidrocarburos y de la servidumbre voluntaria- como los
mecanismos de bloqueo propios de su complejidad estructural y las averías del
control social, más allá de la construcción en sus márgenes de economías
tuteladas de tipo cooperativo destinadas a “reducir el coste humano del
colapso”, o mejor, a neutralizar el potencial explosivo de la exclusión social.
La orquestación mediática y política de las protestas adolescentes
políticamente correctas contra el cambio climático apenas disimula los albores
de un periodo tardío del capitalismo caracterizado tanto por el carácter
eminentemente destructivo de sus fuerzas productivas, como por su dificultad en
crecer lo suficiente para pagar deudas, pensiones y salarios, crear empleos,
mantener una enorme burocracia y fomentar la “electrificación” total del
transporte, la agricultura y la industria. Los dirigentes aplauden las
demandas que los jóvenes manifestantes les dirigen de forma pacífica y festiva,
pues no cuestionan nada ni a nadie, como si el conflicto social o incluso los
desobedientes botellones cañeros no existieran. Así pues, no faltará quien
trate de aprovechar la coyuntura, propicia al alarmismo, para montar una
intermediación “verde” a través de “observatorios” subvencionados y de esta
forma llevar a cabo una “política de mayorías” con argumentos catastrofistas.
Eso es más una maniobra de legitimación del capitalismo “verde” que cualquier otra
cosa. Para esa especie oportunista, el Estado sería el instrumento ideal de la
transición económico-energética que impulsan las mismísimas multinacionales del
petróleo, del gas y de la electricidad. Aprovechar la nueva corriente
transicionista del capitalismo global -manifiesta en el New Green Deal, en los
Acuerdos de París, en los trabajos del GIEC, la Agenda 2030 o en la oferta
creciente de productos financieros verdes- para convertirse en su adalid
parlamentario, sería como “marcar un gol en campo contrario”. ¿Contrario a qué
y a quién? Nos preguntamos. Como era de esperar, la “nueva” izquierda que se
asoma tras especulaciones electoralistas, discursos decrecentistas y desfiles
festivaleros, se confunde con la vieja “izquierda” en su defensa del capitalismo
y del Estado. Esta resulta bastante transparente en lo que respecta al
crecimiento a toda costa y al consumo dilapidador. Como muestra, el botón de
sus políticas de “desarrollo”, sus planes de remodelación de las metrópolis y
sus proyectos de ordenación del territorio. Cuando la economía se sirve de la
política, el Estado se funde con el Capital. Se puede decir, al menos desde que
la burguesía tomó el poder, que los Estados fueron concebidos para ello y que
esa es su verdadera tarea, por más que para los autoproclamados “demócratas
ecosocialistas” esta consista mejor en maquillar de verde democrático la
explotación capitalista.
No existe una verdadera reacción popular, pero se la teme, ya que los
antagonismos entre dirigentes y dirigidos no se han esfumado, y se procura que
ninguna nimiedad -una burbuja inmobiliaria, una subida de precios, un problema
de abastecimiento, una catástrofe natural, la retirada de un subsidio, un acto
brutal de las fuerzas del orden, etc.- la desencadene. El sistema termo-industrial
está globalizado, así que los desperfectos en una zona concreta pueden
repercutir en todo el conjunto. Esa es la fragilidad de su enorme poderío. La
decisión ha de seguir residiendo en la cúspide jerárquica, por lo que se
procurará impedir la aparición de espacios autónomos donde pueda darse una
discusión libre y crearse un movimiento auto-organizado consciente de la
incompatibilidad entre el Estado y la protección del entorno; un movimiento al
tanto de la oposición irresoluble entre el desarrollo capitalista y la
auténtica sostenibilidad, entre la acumulación y la igualdad; consciente además
de la contradicción entre las economías “circulares” dentro del mercado y la
ocupación de zonas resistentes fuera de la economía, diestras en la
autodefensa, donde se puedan esbozar modelos sociales de cooperación
igualitarios, solidarios y no industriales. En fin, donde nazcan prácticas a
través de las cuales recobren los individuos la decisión sobre todo lo
concerniente a su existencia, a su modo de vida y al tipo de sociedad que
deseen. “No hay tiempo para eso”, dicen los ecociudadanistas extintores de la
rebelión. Sí que lo hay, parece, para fomentar una protesta cautiva, inofensiva
y superficial basada en la movilización espectacular, en la cooptación remunerada
de personalidades llamense “independientes” y en el aislamiento de los
radicales o “puristas”. La finalidad última de tanto discurso supervivencial,
tanto politiqueo barato y tanta maniobra publicitaria no es otra que ejercer de
puntal extra del Estado del capital. Ese Estado es el asidero de los partidos
que intentan ser la expresión política de las clases medias acobardadas por las
crisis bajo el capitalismo tardío.
La escasez de respuestas populares a las crisis, o lo que es lo mismo, la
inexistencia de un sujeto social, histórico, -de una clase realmente
antagónica- es explicable por el sencillo hecho de que la mayoría de la
población es rehén de la economía, depende completamente de ella y por lo
tanto, es prisionera de sus exigencias. Su imaginario y todos sus momentos
vitales han sido colonizados por el capital. Bajo una lluvia de información
sesgada y una incomunicación embrutecedora, no puede pensar en otra cosa que no
sea su quehacer diario. En Europa, no quedan grupos tradicionales al margen como,
por ejemplo, en América, capaces de constituir una alternativa radical al
sistema. El despegue capitalista se produjo gracias a la destrucción de lo que
Rosa Luxemburg denominaba “economía natural” y E. P. Thompson “economía moral”.
Por otro lado, en la sociedad de consumo europea la clase mayoritaria no es el
proletariado de la industria, muy reducido, ni el precariado, sin apenas medios
de defensa, sino la clase media asalariada ligada al sector terciario no
productivo: profesionales, funcionarios y empleados principalmente. Dicha clase
es el pilar mayor del consumismo y la base social del parlamentarismo y de la
partitocracia. No se considera antisistema ni enemiga del Estado, por más que
las crisis hayan reducido sus efectivos y que la tercera parte de ellos admita
encontrarse en una posición difícil. Llegado el caso, escoge la transacción
frente a la intransigencia, la seguridad frente a la libertad, la obediencia
frente a la revuelta. A pesar de la desvalorización de sus titulaciones, de la
presión de las hipotecas y de la supresión de los puestos de trabajo que les
correspondían, conserva su mentalidad burguesa y sus aspiraciones de ascenso,
que ha sabido transmitir a su entorno. Su confianza en los gobiernos no se ha
esfumado aunque haya disminuido, con lo cual los partidos no han perdido
demasiada legitimidad, y por consiguiente, la crisis política se ha estancado.
En fin, dado que, de momento, tanto el desastre financiero como la crisis
energética y el declive estatal han podido contenerse hasta cierto punto, las
dimensiones sanitaria, demográfica, cultural y social de la crisis, aunque se
hayan dejado ver, no se han desplegado en toda su magnitud. Los servicios
públicos y los transportes regulares funcionan peor, pero están ahí. Podemos
hablar de crisis moral, de pérdida de valores, de desconfianza en las
instituciones, de síntomas anómicos, de irracionalidad y violencia urbana, pero
la crisis social todavía no ha llegado al límite. Se está en ello.
Sería un error pensar en un próximo hundimiento del sistema capitalista,
puesto que se trata de un proceso de descomposición no lineal, que puede tomar
distintos derroteros y distintas velocidades en función de los escenarios que
vaya encontrando y de las etapas que vaya superando. No olvidemos lo que antes
del reinado de la filosofía “de la diferencia” se llamaba “condiciones
históricas específicas”: poderes fácticos, clases ilustradas, polarización
social, tradiciones de lucha, peso de la casta política, conciencia social,
derechos adquiridos, organizaciones populares no burocratizadas, etc. Esa clase
de condiciones puede acelerar el proceso o frenarlo. En general, un colapso
ocurre cuando la satisfacción de las necesidades básicas ya no es posible para
la mayoría y el Estado se muestra impotente ante los disturbios que ello
comporta. No es ese el caso para la mayoría de Estados. La inversión no
desfallece y el precio de la energía aunque alto es asumible, por lo que la
economía aún puede tratar de crecer conteniendo la exclusión con asistencia
calculada y medidas de control, sobre-explotando a los inmigrantes y pisando
sendas “verdes”. Los motores de la civilización termo-industrial -el petróleo,
el gas y el crédito- siguen incólumes. Mientras los programas de protección
medioambiental creen empleos, los cree el turismo ecológico o cualquier otra
actividad pintada de verde capaz de industrializarse, el derrumbe de la clase
media puede retrasarse, la crisis ecológico-social no despertará en las masas
una cólera demasiado enérgica, y, por consiguiente, no surgirán en número
suficiente formas colectivas de convivencia radicalmente transformadoras. Las
protestas contra la desigualdad y el desequilibrio ambiental serán incapaces de
confluir, y por consiguiente, no osarán cuestionar el Estado, ni se atreverán a
apartarse de las reglas del mercado y forzar así una salida de la economía, con
lo cual no se podrá revertir la exclusión, ni la metropolitanización, ni el
calentamiento global, ni la degradación de los ecosistemas, ni la destrucción
del territorio.
Lo que queda más claro, es que el crecimiento económico nunca podrá
prescindir de la energía fósil y la nuclear, y por lo tanto, nunca dejará de
envenenar el planeta. La vuelta al equilibrio con la naturaleza y la
estabilidad territorial -la sostenibilidad- si todavía es posible, empieza con
el fin inmediato de la producción y el consumo de energía fósil y nuclear en
paralelo con el desmantelamiento de la industria y la minería, es decir el
hundimiento de la economía de mercado y de la civilización termo-industrial. En
definitiva, supone la subversión completa del orden mundial y el fin del
capitalismo en todas sus modalidades, incluida la verde. No hay fuerza social
capaz de conducir a un final de tal naturaleza, pero en cambio, la implosión
del propio sistema es bastante probable. Su previsible desmoronamiento a fuego
lento posibilitaría la puesta en marcha de pequeñas zonas autónomas -ya
desconectadas de una economía mundial en ruina- que satisfacieran las
necesidades elementales del vecindario. Experiencias de ese tipo son la parte
más prometedora de los escasos combates actuales. Sin la conformación de un
sujeto colectivo nacido de las luchas anticapitalistas con objetivos
desindustrializadores claros, en lugar de una transición hacia un sistema
comunal, autogestionado, ecológico y descentralizado, tendremos la barbarie
estatal fascista, la barbarie mafiosa o seguramente ambas. Además, ninguna
transformación de esas características podrá emprenderse desde el Estado, el
último refugio de todas las clases desahuciadas.
*Actualización de un texto anterior descartado. 2 de diciembre de 2022
Miguel Amorós en Kaosenlared
Imagen de portada: Flirck. Antonio Marín Segovia – Poliniza 2016 –
Universidad Politécnica de Valencia – Arte Urbano más humano. Detalles de la licencia
*++