La
izquierda y la necesidad de abrir un serio debate sobre el euro y la Unión
Europea
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Redacción de Mientras tanto
Rebelión
04.09.2015
Más
vale decirlo claramente: la izquierda española tiene que asumir que el euro,
tal y como lo conocemos, es una moneda insostenible. Y ello tanto por motivos
macroeconómicos como políticos. Los motivos macroeconómicos son fáciles de
describir y, en el fondo, ya fueron explicados en 1971 por el economista
Nicholas Kaldor: que una zona monetaria no óptima —es decir, cuando un grupo de
Estados que deciden compartir moneda no presentan unas perfectas flexibilidad
de precios y salarios y movilidad de los factores de producción—, no era viable
sin una unión político-fiscal europea que garantizara fuertes transferencias de
dinero de los países más ricos hacia los más débiles y sin un Banco Central
Europeo que, además de ocuparse de la estabilidad de los precios, actuara de
prestamista de última instancia para cada uno de los Estados miembros [6].
Es más, Kaldor fue profético cuando afirmó que pivotar un proceso de
unificación europea en torno a la moneda causaría graves tensiones
socioeconómicas entre los Estados del continente. A partir de entonces, decenas
de economistas han venido denunciando la disfuncionalidad técnica de la unión
monetaria europea (UME) y las características ordoliberales que ésta iba
adquiriendo tras la aprobación del Tratado de Maastricht (1992) y del Pacto de
Estabilidad y Crecimiento (1997): independencia del Banco Central Europeo de los
poderes públicos; parámetros insostenibles y ultraliberales sobre inflación,
déficit y deuda pública; imposibilidad para los Estados de intervenir
seriamente en la economía, etc. En resumen, ya desde los años noventa resultó
evidente que la única política económica posible dentro de la UME era la
neoliberal. Con el añadido de que, en los últimos quince años, se ha reforzado
en la UE un sistema de gobernanza en manos de políticos y banqueros centrales
no elegidos por nadie, y con un Parlamento Europeo sin poderes sustanciales
para representar dignamente a los pueblos europeos y ejercer las funciones de
un parlamento auténtico.
Pero
aún más graves son los problemas políticos: la creación de la moneda única,
fuertemente deseada por François Mitterrand y la clase dirigente francesa en
los años 1989-1991 para sustraer el marco (y, por ende, para redimensionar) a
la nueva Alemania reunificada [7], ha servido, paradójicamente,
para aposentar una nueva hegemonía teutónica en el continente. Y ello gracias a
la fijación del tipo de cambio, que solucionó el crónico problema de la
apreciación del marco a causa de la fuerza exportadora de la economía alemana,
y de una política de dumping social llevada a cabo por el
gobierno de Gerhard Schröder (la famosa “Agenda 2010”), que se basaba en una
presión sobre los salarios a causa de la cual —y a diferencia de lo que ocurría
en los países del sur— los costes unitarios laborales se movieron a un ritmo
casi idéntico al de la productividad; lo cual, sumado a una inflación que se mantenía
más baja que la del resto de la UME por una demanda agregada anémica, impulsó
de forma extraordinaria la competitividad alemana. En suma, el gobierno de
Schröder realizó una auténtica devaluación interna, al tiempo que la llegada de
capitales del norte, la mayoría de los cuales procedían de Alemania, carcomía
las economías del sur, endeudándolas (para comprar los productos alemanes ahora
ya más convenientes) y mermando su competitividad.
La
historia de la crisis económica actual, que comenzó con la fallida de Lehman
Brothers pero que en Europa se ha manifestado con mayor brutalidad por las
dinámicas consustanciales a la UME, no ha sido otra que la paulatina
transformación de lo que era una crisis de deuda privada y exterior en una
crisis de deuda pública mediante el saneamiento de los bancos privados europeos
con dinero de los contribuyentes. El caso de los primeros dos rescates de
Grecia es paradigmático: a través del Fondo Europeo de Rescate, antes, y del
Mecanismo Europeo de Estabilidad, después, los ciudadanos europeos han pagado
rescates que, lejos de mejorar las condiciones de vida de los griegos, sólo han
servido —como hoy reconoce hasta el FMI— para que el Estado griego devolviera
sus deudas a los bancos franceses y alemanes. Como ha afirmado un agudo
analista, la Eurozona se ha convertido en un “paraíso para los
acreedores” [8].
Y, añadimos nosotros, en un infierno para los
deudores, o sea para unos países periféricos que se han visto obligados a
equilibrar sus cuentas públicas y exteriores mediante medidas draconianas de
austeridad y devaluación salarial; una política que, además de fracasar a la
hora de reactivar el mercado laboral, tiene el grave inconveniente de
profundizar la especialización en actividades y productos de menor productividad
y valor añadido que requieren bajos niveles de cualificación de la fuerza de
trabajo [9].
Dicho con otras palabras: el sistema del euro
profundiza la actual división europea del trabajo, desplazando, en el caso de
los países del sur, recursos importantes que deberían destinarse a un cambio
del modelo productivo hacia sectores como el turismo y la construcción.
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